II

Elena entró con decisión en el despacho, caminó hasta la mesa donde estaba Héctor, dejó sobre ella la cartera que llevaba en la mano, la abrió, sacó unos libros y los puso delante de él.

—He comprobado todos los retratos que se conservan de Felipe IV —declaró mirándole a los ojos.

Cogió una carpeta, repasó su contenido, sacó unos papeles y extendió sobre la mesa unas hojas con las reproducciones de los cuadros.

—En la mayoría lleva un medallón en el pecho. Míralo aquí —le dijo señalando uno de ellos.

Héctor estaba sentado frente a la mesa de trabajo, sorprendido por la aparición de Elena en el despacho, rápida y silenciosa como una ráfaga de aire.

—Éste es el primer retrato que le hizo Velázquez —comentó ella, mientras apuntaba el cuadro con el dedo.

En el inventario de los bienes del palacio se citaba la existencia de un medallón de oro macizo que había pertenecido a Felipe IV, pero no se reproducía ninguna imagen de él. No había ninguna fotografía que lo representara, ni un simple dibujo que permitiera hacerse una idea de cómo era. Ese medallón había desaparecido, y la misión de Elena era conseguir reproducirlo para ayudar a la investigación.

—Parece que el rey está de luto —fue lo único que se le ocurrió comentar a Héctor mientras observaba el retrato—. Viste absolutamente de negro.

—Aquí no había cumplido aún los veinte años, pero llevaba desde los dieciséis dirigiendo el país más poderoso de Europa.

Héctor estaba acostumbrado en su trabajo a observar detalles minúsculos que acababan siendo pruebas concluyentes, pero no le gustaba perderse en comentarios inútiles.

—Bien... —interrumpió, impaciente—. ¿Y esto qué tiene que ver con el robo? —le preguntó, levantando la mirada hacia ella.

—Los cuadros del siglo XVII contienen numerosos símbolos y emblemas. Nada en ellos es gratuito. ¿Ves las manos del rey? Una está apoyada en la empuñadura de la espada: indica que el rey es el defensor del imperio. En la otra lleva un papel doblado, un memorial. Representa su función como gobernante del país. Mira la mesa que hay en el lateral del cuadro con tapete púrpura y sobre él un sombrero de copa alta. Son los símbolos que le representan como Justicia Mayor del reino. Y fíjate en la cadena que lleva colgada en el pecho.

—¿Es el medallón robado? —preguntó Héctor con extrañeza.

—Tal vez sí o tal vez no —contestó Elena, enigmática.

Héctor levantó la vista y la miró esperando una aclaración, porque no era momento para adivinanzas. No pudo evitar fijarse en el brillo de los ojos castaños de Elena. Durante un instante olvidó el medallón de oro, el traje negro del rey, la seguridad del palacio, y sin pretenderlo se quedó mirando esos ojos que eran como dos puntos de luz en ese despacho sobrio y tranquilo.

—En algunos cuadros no es fácil determinar qué lleva el rey colgado del cuello —dijo Elena—. Lo más habitual es que sea el Toisón de Oro.

—El Toisón de Oro...

—Sí. Una de las más selectas y antiguas órdenes de caballería. En el siglo XVI el gran maestre de la orden pasó a ser el rey de España. Y así ha sido hasta hoy, hasta el rey Juan Carlos.

—¿Juan Carlos I es gran maestre de una orden medieval de caballería? —preguntó Héctor, extrañado.

—Claro: jefe y soberano de la Orden del Toisón de Oro.

Elena calló un momento y miró a Héctor. Era joven, pero vestía con cuidada pulcritud. Se fijó en la piel suave de su rostro recién afeitado, observó el mechón de pelo negro que formaba un bucle sobre la frente y se quedó contemplando sus ojos. Parecía cansado y tenía los párpados enrojecidos por la tensión que soportaba esos días.

—Eso era también Felipe IV: el gran maestre del Toisón de Oro, una orden cuyos miembros acumulaban prestigio y poder.

—¿Y llevaban todos el medallón en el pecho?

—Sí. Colgado de una cadena de oro con esmaltes rojos que simbolizan el fuego. El colgante es un cordero tallado en oro: la ofrenda que hizo Gedeón a Yahvé en el Antiguo Testamento.

—Así que los miembros de la orden eran reconocidos por ese colgante —comentó Héctor.

—Su pertenencia a la orden era una muestra de su poder y de su capacidad de influencia en la corte. Y el rey, como gran maestre, solía retratarse con el Toisón. Eso indicaba su vinculación con lo divino. Aquí se ve bien —dijo, señalando con el dedo otro de los cuadros.

Elena se levantó de la silla en la que estaba sentada frente a Héctor, al otro lado de la mesa, la rodeó y fue a situarse junto a él, para observar mejor los retratos que estaban esparcidos ante ellos, encima de la mesa. Se quedó de pie junto a Héctor, que seguía sentado, y éste notó un ligero desasosiego al sentir tan cerca las piernas larguísimas y las caderas jóvenes de aquella mujer.

—O sea que éste es el Toisón de Oro —comentó, llevando el dedo de uno a otro de los retratos en los que figuraba.

—O no lo es en todos —matizó Elena—. Ése es el problema. Estos retratos los pintó Velázquez. Y Velázquez no dibujaba los detalles. Al pintar utilizaba una técnica muy moderna para su tiempo. Las filigranas, los brocados, los drapeados de los vestidos, los hilos de oro, las joyas y medallas... nada de eso lo reproducía con exactitud. Le bastaban unas pinceladas para que experimentemos el brillo de una armadura. Unos simples toques de color le sirven para que imaginemos cómo eran los bordados exquisitos de un traje o los collares que llevaban las princesas. Esos detalles están sugeridos; nada más.

—¿Y eso qué significa? —la apremió Héctor.

—Mira este medallón —comenzó a decir Elena, mientras señalaba otro de los retratos—. ¿Te parece esto un cordero? —Y al ver que Héctor se encogía de hombros, continuó—. A Velázquez le interesaba la impresión que produce la pintura en el espectador. Sus pinceladas no pretenden reproducir la exactitud del objeto de oro, sino sugerirlo en la mente de quien lo contempla. Por eso a veces puede resultar difícil saber cómo es exactamente. ¿Sabes lo que le pasó en una ocasión?

—¿A quién?

—A Velázquez —explicó Elena, mientras se apoyaba casi sentada en el vértice de la mesa, junto a él—. Le habían encargado el retrato de una mujer de la nobleza. Cuando fue a entregarlo se lo rechazaron con gran enfado, diciéndole que la mujer llevaba unos elaborados encajes de hilo flamencos en el cuello de la camisa, que él había reducido a unas pinceladas blancas en el cuadro. Y así no se podía apreciar, le dijeron, toda la riqueza de los bordados. Esto que se ve aquí es el Toisón —dijo Elena, inclinándose para señalar un par de retratos del rey—. Pero esto no se puede asegurar que lo sea —añadió, llevando el dedo a otro de los retratos desplegados encima de la mesa.

—Tiene forma de una media luna que se cierra en la parte inferior —comentó Héctor, mientras apreciaba el suave perfume de ella, tan cercana.

Elena se inclinó más sobre la mesa, rozando el brazo de Héctor con la cadera. Cogió el bolso que había dejado al otro lado, revolvió en él y sacó una lupa. Volvió a incorporarse, mientras Héctor apartaba el brazo que tenía apoyado para evitar el contacto con ella.

—Míralo con esto —le dijo, entregándole la lupa.

Héctor estuvo observando durante un rato el retrato del rey con la lupa.

—Es como una media luna con las puntas hacia abajo —juzgó al final—. Y creo que los extremos están abrazando un círculo dorado.

—Eso me parece a mí —le confirmó ella—. Me pregunto si el colgante que lleva el rey en este cuadro, y en éste también, puede ser el medallón desaparecido.

Elena permaneció callada un instante y se volvió a mirar el rostro de Héctor. Estaba serio, y así le parecían aún más atractivos sus grandes ojos negros. Sin dejar de mirarlo, le preguntó:

—¿No es extraño que sólo robaran ese medallón?

Héctor no se movió ni hizo comentario alguno. Elena aguardó un momento en silencio, antes de añadir:

—El arca que guardaba el medallón es de un valor incalculable. Tiene piedras preciosas talladas, y esmaltes, y plata dorada y hermosos bajorrelieves. Y ésa no la robaron. ¿Por qué?

—Tal vez al ladrón le resultara más sencillo sacar el medallón del palacio —comentó Héctor saliendo de su mutismo—. Puede esconderse en cualquier lugar.

—Tal vez... —admitió Elena—. Pero es extraño. La arqueta es un trabajo de orfebrería único, y la han dejado allí. ¿Por qué han cogido precisamente ese medallón?

Héctor desvió la mirada hacia la ventana del despacho, antes de comentar:

—A mí lo que me preocupa es la falta de seguridad que el robo pone en evidencia. Quizá ésta sea sólo la primera fase de un plan más amplio: una manera de conocer la capacidad de reacción de los servicios de seguridad del palacio.

—Nadie revela sus intenciones de cometer un delito antes de hacerlo, salvo que esté loco —replicó Elena con convencimiento; y añadió pensativa—. Si conociéramos el significado de ese medallón...

El comentario quedó en el aire, porque Héctor intervino entonces:

—Ni siquiera sabemos si eso es lo único que ha desaparecido. He mandado que comprueben si están todos los objetos que se citan en el inventario del palacio. ¡Uno por uno! Porque no tenemos la certeza de que eso sea lo único que falte. Es posible que haya desaparecido alguna otra cosa —añadió, acordándose del incompetente jefe de seguridad.

—Pues ése sí que es un dato clave —dijo Elena, extrañada por la posibilidad de que pudieran haber desaparecido más objetos del tesoro.

—Lo que me preocupa es si esto se debe a una estrategia intencionada —insistió Héctor—: si es una manera de conocer los controles del palacio... o una táctica de distracción en estos tiempos tan confusos...

Se levantó de la silla tratando de no rozar el cuerpo cercano de Elena.

—Lo que me preocupa es qué hay detrás de todo esto —añadió, manifestando lo poco que le interesaban las interpretaciones históricas de ella—. Quizá se esté preparando algo más grave, y esto sea sólo la punta de un iceberg que hemos tenido la suerte de descubrir a tiempo. Mi obligación es averiguar qué se puede estar tramando. Y eso es más serio que el robo de una joya.

La luz del atardecer teñía las piedras de la fachada del Palacio Real con un suave color rojizo. El cielo comenzaba a oscurecerse y sobre él flotaban retazos encendidos de las nubes deshilachadas del cielo de Madrid. Los árboles de los jardines del Campo del Moro que están junto al palacio, a poniente, formaban ya un telón de fondo para la ciudad, antes de iluminarse con las farolas nocturnas del parque. Elena contempló desde la calle la mole de piedra blanca, que en la penumbra parecía flotar sobre los jardines. Y, por encima de todo, se fijó en la cúpula: la Capilla Real, recortada sobre el cielo gris de las cenizas del ocaso.

A aquella hora la plaza de Oriente estaba silenciosa y tranquila, como si nada hubiera alterado la solidez y la estabilidad de ese palacio que había albergado durante años a la monarquía más poderosa de Europa. En su pedestal Felipe IV contemplaba el crepúsculo con su mirada de bronce oxidada por el paso del tiempo. Sobre el caballo en corveta, cuya posición calculó con exactitud el propio Galileo en Florencia para que pudiera mantenerse en pie, el monarca sostenía el cetro con gesto de autoridad fingida.

Elena dejó atrás el Teatro Real y se dirigió hacia la Puerta del Sol, sumergida en la riada de gente que a esas horas transitaba por la calle. Se oían cercanas unas sirenas de la policía, pero Elena iba distraída, así que no se percató de un grupo de jóvenes que caminaban hacia ella con paso acelerado. Antes de que pudiera reaccionar, uno de ellos, vestido con prendas de estilo militar, le puso en la mano una hoja impresa. Al cruzarse con los transeúntes los jóvenes daban a cada uno un panfleto, con un gesto clandestino, sin detenerse, caminando aprisa, sacándolo del bolsillo de sus cazadoras de cuero.

Enseguida se extendió en el ambiente callejero el nerviosismo. Unos leían con sorpresa el texto del pasquín, otros lo tiraban al suelo nada más verlo y algunos lo guardaban en el bolso como si fuera la prueba de un delito.

De repente comenzaron a producirse empujones. Algunas personas aceleraron el paso mientras otras recorrían la acera para buscar una salida en las calles perpendiculares. Elena enfiló hacia la parada del metro. Frente a ella corría un grupo de jóvenes atropellando a quienes paseaban por la calle Arenal. Apremió el paso, y lo mismo hicieron el resto de las personas que buscaban un refugio ante la avalancha inesperada. Cuando llegó a las escaleras del metro, volvió el rostro y vio cómo volaban por los aires los panfletos que lanzaban los jóvenes mientras huían corriendo. En un instante el suelo quedó sembrado de papeles que caían alborotados, como pájaros muertos.

Entró en la habitación y se quitó los zapatos sin agacharse, lanzando una patada al aire. Se desvistió para ponerse después un pantalón elástico más cómodo y una camiseta de tirantes. Descalza, se dirigió hacia la cocina, sacó unas frutas del frigorífico y las fue cortando en trozos en un plato. Abrió el armario, cogió la batidora y se preparó un zumo. Luego fue a la sala de estar y encendió el tocadiscos. Se sentó en el sofá, levantó los brazos cruzando los dedos detrás de la nuca, respiró profundamente y estuvo un rato así, sintiendo la placidez de las primeras horas de la noche. Estiró las piernas sobre el sofá, cobijando los pies desnudos debajo de uno de los cojines que estaban en el asiento, y se dejó envolver por la música.

Sobre la mesa había un montón de libros apilados formando una torre. Encima había dejado el panfleto que le entregaron en la calle. En letras impresas con grandes caracteres y tinta roja, se podía leer: ¡JUAN CARLOS, TRAIDOR!

Elena rebuscó entre los libros. Necesitaba encontrar los testimonios que hablaran de las insignias que utilizó el rey, cómo eran, cuándo las llevaba y con qué significado. Eso podía ayudar a describir con exactitud la pieza sustraída, a entender los motivos del robo y a orientar la investigación en algún sentido.

Cogió uno de los volúmenes y pasó los dedos sobre la cubierta, como si quisiera apreciar su tacto antiguo antes de abrirlo, mientras pensaba en el medallón que había sido robado en el Palacio Real. Leyó el título: Educación de príncipes; y el nombre del autor: licenciado Luis de Salcedo.

Salcedo tuvo a su cargo la educación del príncipe Felipe desde que fue niño. Elena abrió las páginas de ese breviario de teoría política y leyó: «Los Príncipes y Reyes, como quiera que sean, han de ser inviolables de sus súbditos, como sagrados y enviados de Dios.»

El rey un enviado de Dios... Apoyó el libro sobre las piernas, levantó la vista y recordó la cara del joven Felipe en los primeros retratos que le hizo Velázquez: pensó que toda la lascivia juvenil del rey se concentraba en la mancha de carmín rojo que resaltaba los labios gruesos y carnosos de su rostro.

El primer matrimonio del rey fue con una niña. Isabel tenía doce años cuando se celebraron los esponsales. Él aún era más joven: sólo había cumplido diez años. Sus encuentros durante un tiempo fueron fugaces, porque tuvieron que vivir en casas separadas: ella, en El Pardo; y él, en el Alcázar. Hasta que el príncipe cumplió quince años y medio. Y entonces ya sí pudieron vivir bajo el mismo techo y yacer desnudos bajo la misma sábana.

Isabel era una joven hermosa. Tenía la boca pequeña, con unos gruesos labios rojos que nublaban el entendimiento de Felipe. El primer encuentro fue tan fértil, que nueve meses después la reina dio a luz una niña, que sólo vivió veinticuatro horas. «La función de las mujeres es parir», había dicho Olivares en el Consejo del Reino. Y la joven Isabel siguió pariendo: otros tres hijos, que murieron también al poco tiempo de ver la luz; y después, otros dos abortos, antes del nacimiento por fin del príncipe heredero Baltasar Carlos.

Elena cogió otro de los libros que estaban sobre la mesa, Vergel de príncipes, de Saavedra, en busca de alguna referencia al medallón de oro que había sido robado en el Palacio Real, para saber cómo era exactamente. Con el libro en las manos, se levantó del sofá y se acercó a la ventana. A lo lejos se veían los coches que transitaban por la avenida, cuyo rumor llegaba amortiguado por la distancia. Apoyada de pie en el marco de madera, leyó la nota del autor encomendando al monarca que fuera cuidadoso en sus actuaciones, porque representaba la imagen de Dios en la tierra. Y esa imagen era frágil como el cristal.

En su galería privada el rey había colocado los más hermosos desnudos de las diosas, ninfas y Venus de la colección de pinturas italianas y flamencas que tenía en el palacio. Contemplándolas, Felipe imaginaba besos suaves en los labios rosados de las ninfas. Miraba sus ojos entreabiertos entre el gozo y el éxtasis, y se deleitaba con la visión de las caderas y la suavidad de las musculosas nalgas de sus cuerpos. Observaba cómo las diosas se abrazaban desnudas y las ninfas secaban su piel después del baño, rozando con los dedos levemente los pezones de sus pechos. Esas mujeres le suscitaban imágenes de cuerpos entregados, agitación y sofocos sobre sábanas de seda, gemidos, respiraciones entrecortadas, suspiros y jadeos.

El Palacio Real tenía en aquella época unos jardines en terraza que bajaban hasta el río, con una densa arboleda y parterres con flores y estanques. El jardín tenía comunicación secreta con la Casa de Campo, a través de un pasadizo subterráneo que llevaba hasta el río. El rey solía ir a ese jardín con algunas de sus amantes, saliendo a él desde una casona con columnas y arcadas, en las que colgaban ramilletes de rosas que perfumaban el ambiente de un olor dulce y sensual. En los estanques, los faisanes se asomaban curiosos y se quedaban mirando sorprendidos cómo el rey abrazaba a esas mujeres y las apretaba fogoso contra el pretil.

Se dice que Felipe IV tuvo ocho hijos bastardos oficiales, aunque sólo reconoció a Juan José de Austria. Sin embargo, algunos autores afirman que el número de hijos ilegítimos del rey ascendía a más de treinta.

Elena volvió al sofá, se recostó en él, dejó el libro sobre la mesa y se llevó el vaso de zumo a la boca. Dio un sorbo y estuvo paladeando el sabor de la uva, la manzana y la naranja mezcladas en el batido. Cerró los ojos y se dejó llevar por los sonidos del armonio, el clavecín y la vihuela que envolvían la habitación. En el tocadiscos sonaba una pavana de la corte barroca. Al rey le gustaba escuchar aquellos sonidos armónicos, aunque prefería el guirigay y el bullicio de las danzas populares: la zarabanda, la chacona o las danzas de cascabel, que eran atrevidas, levantaban las polleras y vasquiñas de las mujeres y dejaban ver el vuelo de sus enaguas blancas.

En el salón de baile, Felipe observaba a las damas de la corte mover sus pies al ritmo hipnótico del tambor. Sobre el pecho les colgaban collares con piedras de colores enhebradas en hilos de oro, y el monarca se fijaba cómo, al saltar, las piedras rebotaban sobre los senos ceñidos por corpiños de generoso escote. Destellaban los brillos de la luz en las piedras preciosas, sonaba el frufrú de las faldas de seda cuando los danzantes se rozaban, y el aire se llenaba del perfume de agua de rosas y de ámbar de las mujeres. El rey las miraba codicioso. Sobre su jubón de terciopelo le colgaba un medallón de oro, el mismo que había sido robado en el Palacio Real. Así lo imaginaba Elena, mientras oía los sones del clavicordio con los ojos cerrados.

A finales de junio la corte se desplazaba al palacio del Buen Retiro para pasar allí los meses de verano. En la ciudad arden las hogueras de San Juan y desde el palacio se ven sus destellos, al otro lado de los campos de barbecho. El Buen Retiro se ha construido por orden del conde-duque de Olivares como un regalo personal al rey, en unos terrenos que el valido poseía a las afueras de Madrid. Son tiempos difíciles para la monarquía española y Olivares ha querido levantar un escenario para la diversión cortesana y palaciega. Ha diseñado estanques artificiales y jardines con una pajarera exótica, un teatro, un juego de pelota y patios para montar a caballo. Mientras Madrid crece con calles estrechas, apretujadas, húmedas y malolientes, el palacio del Buen Retiro ocupa una extensión similar a la mitad de la ciudad. Es el símbolo de la pompa y la ociosidad de la corte en un momento en el que el país está cayendo por la pendiente de la decadencia. Fiestas, teatro, juegos, torneos, bailes de máscaras y visitas de comediantes. La corte se divierte, mientras los lanceros mueren en los campos de batalla y las calles de Madrid se llenan de pícaros y de mendigos.

Ese día el rey contempla desde el balcón el resplandor de las hogueras de San Juan y oye a lo lejos redobles de tambores y rasgueos de guitarras que invitan a la gente a bailar. Por la ventana entra la brisa como una bocanada de aire cálido procedente de las tierras del sur. El monarca siente una leve desazón veraniega y una indescifrable inquietud en el cuerpo.

Se asoma a la ventana y contempla a los comediantes que descienden de su carromato. Entre ellos está la Calderona, con sus mejillas enrojecidas y sus duras nalgas. El viento le ondula las sayas y la tela del vestido se agita con vaivenes incitadores. Al verla recuerda el frenesí de sus movimientos cuando le restrega en la cara sus generosos pechos. El ventanillo golpea levemente la pared empujado por el aire y el rey sale entonces de su ensimismamiento.

—Hoy los comediantes escenificarán una mojiganga —le dice el ujier, asomándose a la puerta.

Pero el monarca apenas se inmuta, absorto en otros planes más privados.

Al atardecer está ya acomodado en el Salón de Reinos, donde entra una luz suave por los ventanales abiertos en la parte alta de la pared, como grandes claraboyas verticales. Sentado en la primera fila, el rey contempla los escudos de Navarra y Portugal, que están encima del escenario. Después va viendo alrededor del salón la serie interminable de los veinticinco escudos de los distintos reinos peninsulares, del Nuevo Mundo y de Europa que conforman el imperio. Observa la enseña flamenca y lamenta que los Países Bajos sean escenario de continuas guerras. Cierra un instante los ojos, pero en ese momento atruena un sonido de tambores y chirimías, se abre la cortina del escenario y aparecen danzando dos bailarinas vestidas con pantalones bombachos de seda y velos africanos, que contonean la cintura y juegan a cubrir y destaparse el rostro con el velo. Cuando el rey las mira, ellas agitan con espasmos las caderas. Aunque el monarca permanece hierático, observa con deseo el vaivén enloquecido del vientre de las bailarinas.

Unas horas más tarde, cuando hace ya un rato que ha acabado la representación, se oyen los rápidos taconazos de unas botas resonando por los pasillos del palacio. Alguien cruza aprisa el laberinto de corredores en penumbra del Retiro. Al rato se oyen unos gritos:

—¡Abrid paso!

Retumban las voces entre las paredes.

—El rey no lo permite —explica la guardia, cerrando con las picas el corredor.

—Soy el marqués de Los Vélez y traigo noticias urgentes de Flandes para Su Majestad.

Las voces dan paso a un duelo. El marqués desenfunda su espada y se cuela rápido, sorprendiendo a los guardianes. Vuelve a enfilar aprisa el pasillo que lleva al cuarto donde despacha el monarca los asuntos del reino, seguido por los dos asustados centinelas. Con las manos enguantadas golpea el marqués con fuerza la recia puerta de madera. Está a punto de abrirla cuando el propio rey aparece al otro lado, en calzas y con cara de susto por el vocerío. Se inclina el marqués, sorprendido, y se aparta ceremonioso, con el sombrero en la mano, dando un paso atrás.

—Majestad —le dice—, los tercios de Vuestra Majestad han sido derrotados por los holandeses en Las Dunas.

—Está bien, marqués, retiraos —le responde el rey, sin reponerse aún del susto.

En el suelo yacen amontonados por la urgencia chapines y medias de seda, la camisa y los calzones del rey, sayas femeninas y unas enaguas de encajes y bordados. Encima de todas las prendas está tirado un medallón de oro. Sobre la mesa hay un amasijo de telas revueltas entre las que asoma la pierna desnuda de una mujer.