XIV

Elena jadeaba y resoplaba con fuerza. El sudor le formaba un triángulo en el escote, desde el cuello hasta el arranque de los pechos, y la camiseta de tirantes se le pegaba a la piel húmeda. Mientras agitaba el cuerpo con un ritmo acompasado, era consciente del movimiento de las caderas, que subían y bajaban ondulantes, rítmicas, cadenciosas. Los jadeos marcaban el ritmo; a veces cerraba los ojos y, sin pensar en nada, sentía su cuerpo en plenitud meneándose de forma regular. Entonces se dejaba llevar por esa sensación contradictoria que le provocaban al mismo tiempo el placer y el esfuerzo.

En un momento se estremeció, espoleada por algún resorte íntimo. Su ritmo, equilibrado hasta ese momento, aumentó bruscamente. Sus movimientos se hicieron más intensos y menos acompasados. El rostro se le enrojeció de tensión. El sudor le pegó la camiseta a los pechos empapados mientras movía la cabeza a un lado y otro. Y abría la boca como si quisiera absorber de una sola vez todo el aire.

Jadeó algunas veces más. Y enseguida, poco a poco, fue reduciendo el ritmo, lentamente, de forma pausada, recuperando la calma del cuerpo, hasta que se paró.

Estuvo un rato así, tranquila, sentada sobre la bicicleta estática, hasta que la respiración se le fue serenando y los músculos adquirieron relajación y sosiego. Entonces se bajó del sillín, cogió la toalla que antes había dejado en una silla y se acercó a la ventana.

Iba vestida con un pantalón de chándal rojo y una camiseta blanca de tirantes, ajustada al cuerpo. El sudor le brillaba en la piel por encima del nacimiento de los pechos. Mientras se secaba con la toalla, se detuvo junto a los cristales. Había nevado durante la noche y las calles estaban cubiertas de un manto blanco que igualaba el color de las aceras, disfrazaba la suciedad de aceite de las calzadas y cubría la desnudez de las ramas esqueléticas de los árboles. Elena se acarició la frente y los pómulos con la toalla mientras contemplaba los coches, que se deslizaban con suavidad por la carretera. Desde la calle subía el ronroneo suave de los motores, amortiguado y casi silencioso. Miró con cierta complacencia ese paisaje blanco y mullido. El mundo, así, le parecía revestido de inocencia.

Fuera la nieve había congelado la ciudad, y ella disfrutaba del contraste entre la frialdad del exterior y la acogedora calidez de su casa. Anheló entonces la ducha y la tibieza del agua sobre la piel caliente. Se sentía bien y pensó que hasta la toalla le abrazaba el cuello casi con mimo. Quiso disfrutar de ese momentáneo estado de placidez, pero entonces sonó el teléfono.

—Las lágrimas de san Pedro —le dijo Héctor al otro lado del auricular, después de saludarla—. ¿Tú sabes qué son las lágrimas de san Pedro?

Los árboles del paseo del Prado eran como cíclopes blancos que custodiaban el andar temeroso de los transeúntes sobre el suelo de hielo. Elena miraba sus brazos fantasmales, extendidos y abiertos como si quisieran retener la nieve que había ido cayendo mansamente, antes de apelmazarse en el suelo.

—Hemos grabado una conversación en el chalet de El Viso —le explicó Héctor, que caminaba a su lado.

—¿Grabáis todas las conversaciones? —se extrañó Elena.

—De esa casa, sí. Hemos instalado micrófonos y tenemos permanentemente una furgoneta cerca, con antenas y equipos de audio y vídeo...

Caminaban despacio por el centro del paseo, siguiendo la rodera abierta en la calle, que alguien había limpiado amontonando la nieve a ambos lados.

—El caso es que allí están viviendo ahora dos hombres —prosiguió Héctor—. En una de las conversaciones uno le decía al otro que cuando él ya no esté, coja las lágrimas de san Pedro y se lo lleve con todo lo que tiene dentro.

—¿Con lo que tiene dentro? —se extrañó Elena de nuevo.

—Eso es. No sabemos a qué se refiere. Parece un lenguaje en clave...

Las lágrimas de san Pedro es un cuadro —le informó ella.

Se volvió hacia la puerta del museo del Prado que habían dejado atrás y le señaló la estatua que estaba en el centro de la fachada.

—Lo pintó Velázquez.

En su pedestal, el pintor miraba hacia el paseo con actitud flemática y sostenía la paleta, donde se había formado una gruesa capa de nieve. El paisaje componía un lienzo uniforme, como si el artista estuviera pintando de nieve los árboles, las casas, la tierra; y hasta su misma ropa se hubiera manchado con el blanco puro desprendido de sus pinceles.

—¿Es un cuadro? —se sorprendió Héctor.

—Una pintura de la época de juventud de Velázquez. Lo pintó en Sevilla.

—Valdrá una fortuna —aventuró él.

—Sí, pero no es fácil venderlo. Una familia sevillana lo intentó hace poco. Pedía por él casi trescientos millones de pesetas. Lo iba a comprar un coleccionista privado, pero al final la operación fracasó.

—O sea, que están hablando de un robo. Están tramando llevarse también ese cuadro y todo lo que lo acompañe.

—Es posible —admitió Elena.

—¿Y dónde está?

—Pues en ocho sitios distintos.

—¿Qué dices?

—Es que existen al menos ocho copias de esa obra, que están en museos y colecciones particulares.

—Pues peor me lo pones... —se lamentó Héctor—. ¿Y todas son de Velázquez?

—¡Qué va! Hay muchas dudas sobre la autoría de esas obras; por eso no es fácil venderlas.

—Pero ellos parece que traman apoderarse de una. Lo han dicho bien claro. En la cinta está grabada esta frase: «Coge Las lágrimas de san Pedro y llévatelo.»

—Qué raro...

Por la Carrera de San Jerónimo bajaban los coches con la velocidad de siempre. La calzada estaba limpia de nieve, que formaba una hilera apelmazada en los laterales. En el centro de la plaza, en medio de la fuente helada, Neptuno conducía su carroza con gesto de firmeza. Espoleaba a los caballos, que se habían quedado inmóviles, como si hubieran sido víctimas de un maleficio. O de la helada. O simplemente de la quietud de la piedra.

—Necesito una reproducción de ese cuadro —le pidió Héctor.

—Puedes verlo ahora mismo. Una copia se expone en la sala Serrano de Madrid. En cuanto has llamado por teléfono, me he puesto a buscar información sobre el cuadro y me he encontrado con que se va a subastar el mes que viene.

Héctor se detuvo y la miró desconcertado.

¿Las lágrimas de san Pedro?

—Claro —confirmó ella.

—Vamos a verlo inmediatamente —le urgió—. Algo están tramando hacer con esa pintura.

Doblaron a la derecha, por la calle de Felipe IV, hacia el Casón del Buen Retiro. Elena se apoyó en el comisario para andar más segura sobre la nieve y, al agarrarse a él, notó su brazo musculoso. Le gustaba caminar junto a Héctor y sentir el amparo de su fuerza y su cobijo.

—Estas calles eran antes caminos de tierra —dijo Elena—. Aquí estaba el palacio del Buen Retiro. Por aquí pasarían muchas veces los hombres de la corte. Y este lugar lo pisaron con sus chapines negros Felipe IV y la reina.

—Hasta que ella murió... —comentó Héctor, recordando lo que le había contado unos días antes.

—Hasta que murió Isabel, sí, y el rey se quedó solo. Porque ya sabes que ésa no fue la única desgracia de aquellos días: unos meses después falleció el príncipe Baltasar Carlos, el heredero del trono. ¿Y sabes qué propuso el Consejo del Reino?

—¿Qué propuso?

—Que Felipe IV se casara con Mariana de Austria, que era la prometida de su hijo muerto y, además, su sobrina.

—Pues ¿qué edad tenía?

—Ella quince años; y el rey, cuarenta y cuatro.

—Quince años... Si era una niña...

—No era hermosa, tenía un carácter débil y el gesto desabrido. Velázquez la pintó adornada con el peinado barroco que se había puesto de moda aquellos años, lleno de lazos, trenzas, tirabuzones y colgantes de piedras preciosas. Gracias a él conocemos su mirada recelosa y su rostro huraño.

Subieron la empinada calle de Felipe IV, pisando la nieve, que no había sido retirada de aquel pasaje. A un lado estaba el edificio que albergó el Salón de Reinos; y al otro, el Casón, que fue escenario de bailes y de fiestas cortesanas.

—Por aquellos años toda la corte estaba preocupada por los hijos que no tenía el rey —dijo Elena—. Y él más que nadie. Imagínate la ansiedad del rey Felipe, dentro de unos años ya cincuentón, por engendrar un varón que lo sucediera...

Héctor se quedó mirando los edificios nevados del palacio del Buen Retiro, que evocaban historias de otro tiempo. ¿Cómo serían las noches de amor entre el maduro rey y la reina adolescente? Ella era, además, su sobrina, y se parecía como una gota de agua a otra a su propia hija, María Teresa, que tenía la misma edad. Demasiado morboso todo... El viejo Felipe y la niña Mariana...

—¡Cuánta ansiedad por que la joven reina quedara embarazada! —exclamó Elena—. Todos deseaban un heredero, y los encuentros de alcoba de la desigual pareja estaban cada día en boca de la gente.

Elena miró al suelo, atenta para no resbalar sobre la nieve que cubría la acera. Recordó uno de los Avisos que escribió entonces Barrionuevo: «El rey ha estado durmiendo con la reina desde el pasado domingo —informaba el presbítero de la corte, chismoso; y añadía a continuación, con evidente malicia—. Hará lo que hasta ahora ha hecho. No debe de poder más.»

Siguieron caminando los dos en silencio. Elena levantó la cabeza y vio toda la calle convertida en un sendero blanco, que era un fogonazo de luz sobre el que se superponían las imágenes que del pasado bullían en su cabeza.

Felipe come turmas de carnero todos los días para que aumente su vigor. Las prepara el mozo de cocina como le ha indicado un galeno de la corte: casi crudas, aderezadas con ajo y envueltas en pasta de manteca, porque de ese modo acrecientan la corriente del flujo seminal. Felipe las mira con desgana, pero se las come con disciplina regia, pensando en el placer que le aguarda por la noche en el cuarto privado de la reina.

En los mentideros comenta el vulgo que un fraile mendicante que peregrinó a Jerusalén fue llamado al palacio para bendecir unas prendas íntimas de la reina. El hombre sopló sobre ellas el aliento del Espíritu Santo y derramó agua traída del Jordán, al mismo tiempo que recitaba salmos, para que la reina concibiera y lo engendrado en su vientre fuese un varón. No una niña, que no sirve para heredar un trono: un varón.

El viejo Felipe busca desesperadamente un hijo que le suceda como rey. Hace lo que puede. Se esfuerza cada noche con la joven Mariana «para bien de España —escribe Barrionuevo—, para la defensa de la fe y, por encima de todo, para la paz».

—¡Qué tiempos en los que embarazar a una reina era asunto de Estado...! —comentó Héctor, mientras dejaban atrás el Casón del Buen Retiro—. ¡Qué cosas...!

—Como ahora —añadió Elena—. En eso no creas que hemos cambiado tanto. Para gobernar un reino sólo vale un varón. Una hija es un estorbo.

—También es verdad —reconoció Héctor.

—Pues en esa tarea se afanaba el rey cada noche, con dedicación, en la cama, al lado de una reina púber, apenas una adolescente.

Un día la corte se agita. Y es que la reina, por fin, está embarazada. Todos lo viven con euforia. Pasan los meses, la reina engorda y empieza a caminar con torpeza. Es diciembre y hace frío en Madrid, cuando sopla el viento helado de la sierra. Año de nieves, año de bienes, se dicen unos a otros los campesinos en los poblachos de la provincia. Pero en Madrid no nieva. Hace frío, pero ese año no nieva nada en Madrid.

Al final de tanta espera, la reina no da a luz un hijo. Nace una niña. La llaman María Ambrosia. Es débil, enclenque y enfermiza. Su vida es corta: apenas dos semanas. Gracias a eso, no llegó a conocer la enorme frustración de su padre por su nacimiento; no supo tampoco la desilusión que se extendió por toda la corte al comentarse que no tenía pene; ni sufrió por la terrible desgracia de su madre, que a punto estuvo de morir en el parto. María Ambrosia no conoció la ausencia de la nieve ese año en las montañas de la sierra de Madrid.

—Felipe andaba aquellos días con gesto cansado y apariencia decrépita —comentó Elena—. Se había convertido en un hombre hipocondríaco. Pero es que había sufrido enfermedades venéreas; la gota le producía dolores insoportables; padecía reuma; y tenía unas enojosas almorranas. Hacía denodados esfuerzos para ser útil a la nación, dejando encinta a la reina, pero todo era en balde.

—No podía cumplir con el deber esencial de todo rey, que es traer al mundo un príncipe heredero —apuntó Héctor sin malicia.

—Se hicieron rogativas en las iglesias de Madrid. Pero los hijos que le fueron naciendo murieron pronto: en aquel tiempo en la corte todo era nacer y morir —sentenció Elena.

Caminaban junto a la verja de hierro que limitaba los parterres del Retiro. Elena se quedó mirando la blancura de la nieve en las ramas desnudas de los chopos, mientras recordaba la ansiedad de aquellos días inciertos.

—Hasta que una noche del mes de febrero el rey tuvo la última actuación fértil —dijo—, y de aquella postrera cópula real, Mariana iba a quedar embarazada por última vez.

La reina está en su aposento con sus damas de compañía, sentadas en sillas con cojines de terciopelo. En la mesa hay una chocolatera de cobre y, al lado, tazas de porcelana, cucharillas de plata y una bandeja con bizcochos y tortas para untar en el chocolate. Se acerca un enano llevando un jarrón de limonada. Mariana vuelve la cara hacia otro lado, se persigna y manda que salga presto de la estancia. Cuando se va, la reina niña comenta, con el susto reflejado todavía en el rostro:

—¡Qué cosas engendra la Naturaleza...!

—Feas —las califica una de las damas.

—¿Y por qué culpa nacieron así? —pregunta la reina con ansiedad por su todavía reciente embarazo.

—Algunas criaturas son un mal sueño de Dios —se evade la dama—. Recuerdan a los hombres que también existen la fealdad, la deformación y el mal.

—A veces nacen así por intervención del diablo —apunta otra mujer más tajante.

—O por las malvadas artes y maldiciones de los mendigos —añade otra.

—Hay que tener cuidado con los mendigos —apostilla la primera.

—Incluso la manera impropia de sentarse la madre durante el embarazo puede ser la causa de la mutilación del hijo.

Mariana se sienta tiesa en la silla, atemorizada.

—También, la insuficiente cantidad de semen. O su podredumbre... —interviene la primera—. Si la materia que se vierte es poca, puede nacer un niño con una sola mano. O patizambo. O tan pequeño como los enanos del palacio.

—O sin pies ni cabeza —apunta otra.

La reina niña está turbada. ¿Cómo sería la materia del viejo Felipe?, pensó.

—Dicen que en Baviera nació una mujer con dos cabezas —comenta una dama—. Y que, salvo en eso, en lo demás era igual en todo a las otras mujeres.

—¿Con dos cabezas? —pregunta, más asustada que extrañada, la joven reina.

—Con dos.

—Como dos mujeres pegadas...

—Igualito.

—Y las dos cabezas estaban unidas por la frente —añade la primera mujer.

—¿Y murieron juntas, entonces?

—No; murió primero una y a los pocos días la otra, cuando intentaron separarla de la cabeza muerta.

—La vida de esos monstruos es breve —comenta la dama de más edad—. Viven agobiados por el oprobio, sabiéndose mutilados, feos, castigados de Dios y rechazados por los hombres. Su existencia es melancólica, pero tienen el consuelo del escaso tiempo de vida.

En la estancia se hace un denso silencio. La reina mira la jarra de limonada que ha dejado el enano. Tiene sed, pero no se atreve a tocar el recipiente que ha estado en las manos de aquel hombre maltrecho.

—Tampoco se deben mirar cosas monstruosas mientras se engendra —oye decir entonces a una de las damas de compañía—, porque la imaginación tiene poder sobre el semen y sobre la cosa engendrada.

—Por esta razón cuenta un cirujano francés que Hipócrates salvó a una princesa que estaba acusada de adulterio —refiere con asombro otra de las mujeres—. Ella y su marido eran de piel blanca como la nieve; y el niño que parió fue negro como un moro. Acudieron a Hipócrates, quien explicó que el niño había nacido así porque la madre había mirado al engendrar el retrato de un moro que colgaba frente a la cama.

—Mujeres hubo que al bañarse en el agua donde había puesto sus huevos un animal, engendraron en su vientre las crías —interviene una de las damas.

—Claro —confirma otra de las mujeres—, porque a causa del sudor están abiertos todos sus poros y orificios de la piel.

—He oído que el semen muere si se enfría —se atreve a comentar la reina tan niña.

—Por eso es estéril el hombre que tiene un miembro viril demasiado largo —añade la dama que más sabe de esto—. Porque al tener que recorrer tanto camino el semen, se enfría antes de ser depositado en el cuerpo de la mujer.

—O llega escaso —apostilla otra—, y entonces nace un ser jorobado. O tuerto. O chato. ¡O sólo con dos dedos en la mano! —concluye para asombro de todas, que reaccionan con una común exclamación de sorpresa.

—¡O lleno de manchas y verrugas! —dice otra de ellas, como si quisiera empeorar las consecuencias.

Y la reina niña calla, turbada y afligida, convertida su mente en un mar de miedos indescifrables.

La Puerta de Alcalá cubierta de nieve parecía una entrada inútil en medio de un desierto blanco. Sus arcos, levantados en el centro de una estepa de algodón, se abrían hacia un camino infinito de nieve, que no parecía llevar a ninguna parte. Elena y Héctor cruzaron hacia la calle Serrano, dejando atrás los jardines del Retiro, que habían sido en otro tiempo el vergel privado de los reyes. Héctor volvió a pensar, preocupado, en el mensaje que podían encerrar las palabras que habían interceptado sobre Las lágrimas de san Pedro. Recordó de nuevo que a Elena le interesaba más descubrir el significado del medallón, para saber por qué habían querido robarlo ignorando otros objetos más valiosos. Entendió entonces que en algún punto se cruzaban ambos misterios, pero ¿dónde?

—¿Qué relación pueden tener el cuadro y el medallón? —preguntó Héctor, planteando en voz alta las dudas que lo acuciaban.

—Ese cuadro nunca ha estado en el Palacio Real —contestó Elena—. Ni lo tuvo Felipe IV, ni se colgó en las paredes del Alcázar, ni está ahora en ninguno de sus salones.

—Son dos objetos muy diferentes... —Héctor se quedó pensativo—. Una joya del rey y un cuadro de Velázquez...

—Pero los dos del siglo XVII.

—¿Y todo eso adónde nos lleva?

—Es extraño, sí —reconoció Elena—. El cuadro es una pintura hermosa y un objeto de valor. Pero nada más. El medallón era una llave. Representaba al rey. Y era también un escudo. Felipe IV lo utilizaba como amuleto. En su interior tenía un lignum crucis: una astilla de la cruz en la que fue colgado Cristo. Su tacto podía ser milagroso: un escudo contra el mal.

—¿Y dices que el rey lo usaba como amuleto?

—Por supuesto. Todos usaban amuletos en esa época. Y ésa era una reliquia que la había tocado el mismo Dios... En el último embarazo de la joven Mariana, estoy segura de que el rey se la entregaría al médico de la corte para que la reina la tuviera durante el alumbramiento.

Alrededor de la cama están colocadas parteras, exvotos, reliquias y algún galeno. En el dosel han colgado una espina de la corona que tuvo Cristo en su Pasión, han extendido sobre la colcha un trozo del manto de la Magdalena, y en el último momento alguien ha puesto sobre él un diente oscurecido que, según ha dicho, es del mismo apóstol san Pedro, la piedra primera de la Iglesia, para que ayude a poner un sólido sillar que gobierne el reino huérfano de España.

En medio de tantos sortilegios, la reina resopla de dolor y se retuerce abierta de piernas sobre las sábanas blancas del lecho nupcial. Muerde un paño que le ha dado, compasiva, una partera; y en la mano aprieta el medallón que le ha dejado el rey con el trozo de la cruz en su interior. Todos miran expectantes. Dentro de la cámara de la reina se oye a ratos el susurro de alguna plegaria que reza al otro lado de la puerta el confesor de palacio. Sólo ese murmullo y el sofoco de la reina alteran el silencio gélido de esa tarde de noviembre.

Hasta que todos los que están esperando con ansiedad alrededor de la cama oyen en el largo pasillo de la antecámara los pasos de alguien que corre apurado. Los taconazos resuenan en la penumbra y se percibe cada vez más cerca el estruendo de la carrera. Se abre la puerta de golpe y entra sofocado en el cuarto un monje en hábito de penitente con una pluma dorada, que según dice era del arcángel san Miguel, a quien se le cayó en el paraíso. Todos se vuelven sorprendidos a mirarlo, abandonando por un instante a la reina, que resopla con acelerada excitación.

Su entrada es como un anuncio divino, porque en ese momento se rasga el seno maternal del cuerpo de la reina y asoma un amasijo de carne, sangre y líquido entre sus piernas. Todos vuelven de nuevo la mirada a ella; la partera se apresura a sacar el cuerpo sanguinolento; «por Dios, que sea un hombre», se oye decir al médico; y cuando la partera agarra por los pies al recién nacido y le da un cachete en las nalgas, apenas escuchan un tímido gemido.

—¡Es un varón! —grita.

—¡Un varón! —corean todos con entusiasmo.

—¡Viva el rey! —se atreve a aplaudir alguien.

Y otro:

—¡Viva el príncipe heredero!

La reina queda extenuada, con los ojos cerrados y el rostro contraído. Tiene los brazos extendidos sobre la colcha. La mano se le abre, sin fuerza, y los dedos dejan escapar el medallón, que cae al suelo con un golpe seco en las tablas. Rebota en el entarimado y permanece un rato balanceándose inestable, pero nadie repara en ello.

Un sentimiento de euforia comienza a extenderse desde el aposento al resto del palacio.

—Ha nacido el heredero —se anuncia por los largos pasillos y en los lúgubres corredores del Alcázar.

El galeno que atiende mientras tanto al niño ve un cuerpo deforme, una cabeza desproporcionada, unos ojos apagados y una piel llena de lacras.

—Se llamará Carlos —dice alguien con entusiasmo.

Y el médico no puede evitar un amago de vómito al ver la piel del niño cubierta de escrófulas y de heces.

A la sala de subastas se accedía por una puerta enrejada. Sobre ella había una alarma de seguridad. Bien visible aparecía un letrero que pretendía ser disuasorio: «Local protegido mediante sistema de vigilancia SPF.» Héctor se fijó en que los aparatos coincidían con los del chalet de El Viso. Al lado, en el escaparate, estaban expuestas algunas piezas de orfebrería, un esmalte, un cuerno de marfil tallado con motivos orientales, un lienzo antiguo con una Madona renacentista y un catálogo que anunciaba la inminente subasta. Héctor miró cada una de las piezas, comprobó que el cristal era blindado y que había unos raíles, junto al marco de la puerta, por los que se deslizaba la persiana metálica que estaba recogida en la parte superior.

—La seguridad de este local no parece descuidada —le comentó a Elena mientras cruzaban hacia el interior.

Nada más pasar, ella cogió un catálogo de una mesa situada a la entrada. Lo abrió, escrutó el índice, buscó una página y se la enseñó a Héctor.

Las lágrimas de san Pedro —le dijo, indicándole en el catálogo abierto el lienzo que se iba a subastar.

Héctor leyó las medidas del cuadro, las características técnicas, el breve informe en el que se aseguraba que era un lienzo de la época sevillana de Velázquez. Elena avanzó hacia la sala en la que estaba expuesta la obra, colgada de una barra metálica conectada a su vez a un detector de peso. Delante había unos límites marcados simplemente con una cinta de tela tendida entre dos postes metálicos móviles. Héctor se fijó que un guardia de una empresa privada de seguridad estaba de pie junto a una pared lateral de la sala, controlando los movimientos de los visitantes. Aquello no parecía un objetivo fácil para un robo.

—Si alguien intentara llevarse el cuadro, saltarían las alarmas y se bloquearía la puerta —le comentó a Elena.

—Esta sala tiene que estar bien protegida —aseguró ella—. Celebra cinco subastas al año y sus lotes suelen ser valiosos. Seguro que sus normas de seguridad son muy estrictas.

Los dos se pararon frente al cuadro, que representaba a san Pedro sentado, con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. En el suelo estaban tiradas las llaves que lo consagraban como portero vitalicio del reino de los cielos. Pero algo empañaba su ánimo, porque estaba triste y lloroso: las lágrimas de san Pedro.

—Los objetos se exponen aquí durante quince días antes de la subasta, para que puedan verlos los interesados —dijo Elena.

—No parece que sean muchos... —comentó él, refiriéndose a las dos o tres personas que merodeaban por la sala con actitud más de curiosidad que de profesionales de la subasta.

—Las pujas más fuertes suelen hacerse por teléfono —explicó ella—. Algunos dejan por escrito su deseo de adquirir un lote y el precio máximo que están dispuestos a pagar por él. Otros prefieren venir a la sala el día de la subasta, inscribirse, que les entreguen una cartela con su número e irlo mostrando cada vez que quieren hacer una oferta. Pero los licitadores más interesados no suelen presentarse en la sala. Actúan a través de intermediarios, pujan por teléfono y ellos permanecen en el anonimato.

Héctor miraba el lienzo, pero no pensaba en el ritual de la subasta. Tampoco estaba apreciando el valor artístico ni económico del cuadro. En su cabeza sólo tenía una duda: qué hacer. No podía alertar a los responsables de la galería de algo que él mismo ignoraba de qué podía tratarse. Tampoco podía revelar cómo había obtenido el comentario sobre Las lágrimas de san Pedro: sin ningún permiso judicial. Y mucho menos el origen de la investigación.

—¿Cuántas copias has dicho que existen de este cuadro? —le preguntó a Elena.

—Se conocen ocho. Pero puede haber más.

—Y no todas son de Velázquez...

—No, no. Se le atribuyen a él, pero no lo son.

—La conversación que hemos grabado puede referirse a cualquiera de ellas...

—Por supuesto —le confirmó Elena, sin dudarlo.

Al salir a la calle, ella volvió a sentir en el rostro el frío seco de la mañana. La nieve cubría las calles y helaba el mundo, pero Elena se arrebujó el abrigo, se envolvió en la bufanda, se puso los guantes y se sintió bien. Le gustaba notar el frío en la cara sabiéndose protegida, sintiendo su propio calor en el resto del cuerpo.

Héctor resopló mientras se abotonaba el gabán. La miró a los ojos y los vio alegres, iluminados por el brillo que se reflejaba en la nieve. ¿Qué tenían esos ojos? Eran grandes y limpios como la nieve recién caída. Le resultaban atractivos y misteriosos como la profundidad del agua en el mar. Elena advirtió que el comisario la miraba y le sonrió. El suelo helado estaba resbaladizo, y ella se agarró de nuevo al brazo de Héctor para avanzar con más seguridad. A veces las cosas parecen sencillas y se complican inesperadamente, pensó Héctor; y otras veces se abre una puerta por donde menos lo esperábamos.

Decidió que iba a poner una vigilancia discreta frente al local, y esperaría a ver. Tal vez esa subasta le diera alguna prueba para actuar contra los sospechosos, que era lo que estaba persiguiendo desde hacía varios días.

Volvieron a bajar por Serrano hacia la calle Alcalá. El tráfico era más lento que otras veces. A lo lejos se adivinaba un atasco monumental. Se oían bocinas estridentes y en algunos vehículos ondeaban grandes banderas rojas.

—Hay manifestación hacia la Puerta del Sol —comentó Elena—. Esta vez es contra el paro.

—Si es que hay casi dos millones de personas sin trabajo... —comentó él con un gesto de preocupación—. ¡Más del dieciséis por ciento! Mira la construcción cómo está: estancada. Y la industria que tenemos es del siglo pasado... Y los precios, que no paran de subir.

Los dos siguieron andando en silencio. Crujía la nieve bajo sus pies y ambos iban distraídos escuchando los chasquidos del hielo al romperse.

—¿En qué acabará todo esto? —dijo al fin Héctor.

Y Elena, que caminaba pendiente sólo del rumor de la nieve a medida que avanzaba, se preguntó a qué se habría referido Héctor: si al medallón robado en el Palacio Real, a la manifestación de obreros que protestaban contra el paro o a otros sentimientos más íntimos que también la afectaban a ella.