XVIII
Héctor había convocado a varias personas de la policía y del Departamento de Delitos contra el Patrimonio. Sentados a la mesa ovalada estaban David y Pedro, además del jefe de laboratorio, el jefe de inspectores responsable de los registros, un especialista en sistemas de seguridad, el jefe de una unidad de asalto y el inspector encargado de las escuchas y de los seguimientos. Héctor estaba de pie, inclinado hacia delante, con los brazos cruzados apoyados en el respaldo del sillón reservado para él.
—Éstos son los informes del laboratorio —dijo, mientras recogía unos papeles de encima de la mesa, los doblaba por la mitad y daba con ellos unos ligeros golpes sobre la silla.
—No hay duda de que las huellas son del sospechoso —intervino el jefe del laboratorio—. Todas coinciden: las de la Capilla Real, las del Relicario y las de la sala de electricidad. Corresponden al vigilante del palacio.
—Las pruebas analizadas apuntan a él —quiso concluir Héctor.
Pero el otro siguió explicando:
—Hemos analizado también los restos orgánicos de la suela. Son de la semilla de un árbol poco frecuente.
—El árbol del paraíso —comentó Pedro con un gesto irónico de satisfacción.
—Se llama «ave del paraíso» —precisó el del laboratorio—. Su flor es parecida a la cola de un pájaro exótico. Por eso se le llama así.
—Ave del paraíso... —repitió pensativo Pedro.
—No es un árbol muy habitual. El servicio de parques y jardines nos ha confirmado que sólo se encuentran algunos ejemplares en jardines privados de Puerta de Hierro y en El Viso.
—¡Es un árbol del paraíso! —intervino Pedro de nuevo, mirando con sorna a los que tenía enfrente—. Sería raro encontrarlo en las chabolas del Pozo del tío Raimundo...
—El caso es que los informes nos llevan a una persona que trabaja en la seguridad del palacio —atajó Héctor para reconducir el tema.
—Norberto Alfonsín de Zárate —dijo el inspector jefe encargado de los seguimientos—. Un chileno.
—Un hombre que tiene conocimientos de electrónica —siguió Héctor. Cogió un catálogo que estaba en la mesa y fue pasando las páginas de forma arbitraria—. Éstos son modelos de un sistema de seguridad de los más avanzados: cámaras, detectores de movimiento, alarmas, escáner, cajas de seguridad... Todos son de la misma marca: SPF.
Miró a Pedro y éste, que estaba cómodamente repantigado en la silla, se incorporó un poco y explicó:
—Es una marca que sólo distribuye en franquicia una empresa de Madrid. La cámara de seguridad de la Capilla Real del palacio es de esa marca.
—¿Y quién trabajaba como instalador de esos equipos? —se preguntó Héctor en voz alta—. Norberto Alfonsín de Zárate, el vigilante de seguridad. Aquí tenemos el parte de la empresa relativo a uno de los equipos que montó —dijo, cogiendo otro de los papeles que tenía delante.
—Que es precisamente de un chalet de El Viso —añadió Pedro—. Su propietario se llama Ángel del Valle y de Velázquez.
—Esas dos personas se han puesto en contacto en dos ocasiones a lo largo de esta semana —dijo entonces el jefe de inspectores al cargo de las escuchas—. Siempre por teléfono y de modo breve.
—Su conversación ha sido sospechosamente escueta, pero hablan de algo que tienen en común y de una cuenta pendiente —ratificó Héctor.
Cogió de la mesa las transcripciones de las cintas grabadas por teléfono, las mostró alargando el brazo y volvió a dejarlas sobre la mesa.
—Y ahora resulta que el señor Del Valle está enfermo y lo han llevado al Hospital Clínico —añadió con gesto de disgusto. Cogió el informe de su ingreso en el hospital y volvió a lanzarlo sobre la mesa, de forma que planeó antes de caer sobre los demás papeles.
Héctor apoyó de nuevo los brazos sobre el respaldo del sillón. Los miró a todos y soltó, como un desafío:
—Esto es lo que hay.
—Adiós escuchas... —dijo inmediatamente el responsable de ese trabajo.
—Tenemos también pinchado el teléfono del vigilante —le corrigió Héctor—. Y eso no hay que dejarlo. Algo saldrá de ahí...
—Es muy cauto. Apenas llama. Y casi no sale de casa. Es evidente que teme algo y por eso se esconde.
—Conocemos también el modo de operar del ladrón —intervino David, que había permanecido en silencio hasta entonces—. Podemos seguir su rastro en la sala de la instalación eléctrica. Los informes indican que allí hubo una sola persona, que permaneció encerrada, probablemente a oscuras para no llamar la atención, porque hay roces en las paredes y se han hallado muestras de tejido que coinciden con la ropa del sospechoso.
El jefe del laboratorio asentía con la cabeza mientras David hablaba.
—Sabemos que manipuló los cables —prosiguió éste— y podemos imaginarnos cómo actuó para llegar a la cámara fuerte y desbloquearla. ¿Qué más queremos?
—En la conversación que hemos interceptado reclama que se le pague algo que habían acordado antes —intervino el responsable de las escuchas—. Un encargo, seguramente.
—Pero ¿tenemos la absoluta certeza de que la voz sea la suya? —preguntó Héctor.
—Hombre... Certeza... Aún no la hemos contrastado con un sonograma de su voz. Pero el teléfono desde el que habla es el suyo.
—Y el hombre de El Viso es un coleccionista de arte —añadió Pedro—. Ahí puede haber una pista sobre la intención del robo.
Héctor escuchaba con atención, pero se le veía preocupado.
—Deberíamos detener a los implicados y registrar sus viviendas —propuso David.
—El registro hay que hacerlo simultáneamente en todos los inmuebles de los sospechosos —comentó entonces otro de los inspectores jefe, que había estado todo el tiempo en silencio—. Ángel del Valle posee varias propiedades, algunas de ellas fuera de Madrid. Hay que hacer una relación de todas, solicitar la autorización del juez y coordinarlo. Eso puede llevar algún tiempo.
—Podemos entrar en El Viso mientras está en el hospital —propuso abiertamente Pedro, que prefería saltarse los trámites y permisos—. Cuanto antes, y por la brava...
Héctor lo miró con un gesto de desaprobación.
—Nuestro objetivo es recuperar el medallón robado —dijo—. No sabemos dónde está. No tenemos ninguna pista sobre su paradero.
—Detengamos a los sospechosos —propuso David.
—Y si lo niegan todo, ¿qué tenemos?
—Hay otras formas de preguntar —exclamó Pedro.
Héctor estaba indeciso. Temía equivocarse. Siempre actuaba así: no tomaba una decisión hasta no saber con certeza adónde le conducía. Y en este caso tenía muchas dudas. La situación política le obligaba a no descartar ninguna hipótesis. ¿Y si el robo escondía otras intenciones más graves?
Elena entró en el despacho del jefe de seguridad del palacio, que, sentado a la mesa, repasaba algunos papeles y ordenaba los últimos estadillos de control de los guardias.
—Lo tenemos todo controlado —le dijo, como quien transmite el informe a un superior.
—¡Qué bien...! —le contestó Elena, sonriéndole—. Necesito visitar las habitaciones privadas y el despacho del último rey que vivió en este palacio.
El hombre se levantó sin preguntar nada.
—Eso está hecho —asintió.
Abrió un pequeño armarito, un cajón de madera colgado en la pared junto a la mesa. En el interior estaban ordenadas varias filas de escarpias, cada una con su llave correspondiente y un letrero. No le pareció a Elena el sistema más seguro de guardar las llaves de los cuartos del Palacio Real, pero no comentó nada. El hombre salió del despacho, dejando la puerta abierta, y ella lo siguió.
—El último monarca que vivió aquí fue Alfonso XIII —comentó él. Se volvió hacia la historiadora asumiendo el papel de guía, como si ella desconociese ese dato—. Sus habitaciones están en la parte sur del edificio. Es un buen sitio para vivir.
—Pero él no tuvo aquí una vida fácil —matizó ella—. Fue un niño huérfano. Nació cuando su padre ya había muerto. Y fue coronado rey nada más cumplir la mayoría de edad, con sólo dieciséis años.
—Vaya... —se lamentó el jefe de seguridad.
—¿Sabes a cuántos atentados sobrevivió?
Y en ese momento Elena sintió una difusa inquietud al recordar la preocupación de Héctor en relación con la gravedad del robo, su temor de que éste escondiera en realidad otros planes más trágicos.
El hombre la miró sorprendido, como si ignorase que se hubiera atentado contra el rey.
—¿A cuántos? —le preguntó, mientras caminaban por un amplio pasillo.
—A dos que fueron mortales. El más grave ocurrió el mismo día de su boda con la joven inglesa Victoria Eugenia. ¡Los recién casados no habían cumplido veinte años! Volvían al Palacio Real en el coche, y en la calle Mayor un hombre les lanzó un ramo de flores con una bomba escondida en el interior. Hubo varios muertos, y ellos se salvaron de milagro.
—Menuda noche de bodas más triste...
—Sí. Su reinado no fue muy alegre, ésa es la verdad.
El jefe de seguridad abrió la puerta del dormitorio, que estaba cerrada con llave, y se apartó a un lado para que ella entrara primero. Al cruzar la puerta, Elena se sorprendió del contraste de esa habitación con el lujo ostentoso de los demás salones del palacio. Porque el dormitorio de Alfonso XIII estaba amueblado con un estilo más militar que palaciego. Los muebles parecían simplemente abandonados en medio de la habitación. En el centro de una de las paredes había un armario ropero con un espejo en la puerta. En la otra, un triste lavabo de porcelana empotrado en un mueble de madera. Sobre la cabecera de la cama colgaba un pequeño crucifijo, con dos banderines sujetos por detrás. Una colcha antigua de color rosa cubría la cama del rey, y hasta las sillas estaban tapizadas de ese chabacano color fucsia. El conjunto parecía el dormitorio provisional de un cuartel, como si su ocupante hubiera presentido el carácter temporal de su estancia allí y estuviera preparado para abandonarlo en cuanto fuera necesario.
—¿Puedo? —preguntó Elena, acercándose a abrir la puerta del armario.
—Desde luego —respondió él, sorprendido de que le pidiera permiso para algo tan inocente.
Atribuyó a la curiosidad femenina el hecho de que ella quisiera ver cómo dejaba un rey su ropa en la intimidad o qué prendas tenía colgadas en su armario. Eso pensaba el jefe de seguridad, aunque en realidad Elena estaba buscando algo. Por eso empezó a abrir puertas de armarios, cajones y cualquier lugar que pudiera ocultar algo a la vista. Pero fue en vano: lo que buscaba no se encontraba en ninguno de los muebles de aquel dormitorio.
Cuando salió del cuarto, esperó a que el jefe de seguridad cerrara la puerta con llave y se dirigiera a abrir la sala que había sido el despacho del rey. También esta vez entró en primer lugar y, al ver la estancia, pensó que más bien parecía el bufete de un notario. No se entretuvo en observar las filigranas doradas de la bóveda, ni los frescos neoclásicos ni la chimenea de madera tallada. Fue directamente al escritorio y abrió uno tras otro todos los cajones. Sobre esa mesa habían estado los informes que le entregaron al rey, en los que le detallaban los sucesos más duros de su reinado: la devastación de la Semana Trágica de Barcelona, el desastre de la batalla de Annual en la guerra contra Marruecos, los disturbios de la Huelga General del 17, el golpe de Estado del general Primo de Rivera.
—Cuando peor le iban las cosas, Alfonso XIII cometió el error más grave de su vida —comentó Elena, mientras revisaba los objetos que había en unas estanterías.
—¿Qué hizo? —preguntó el jefe de seguridad.
—Apoyó un golpe de Estado.
—Mal hecho.
—Sí, mal hecho; pero esa tentación es la más frecuente en la Historia. Mira ahora mismo cuántos reclaman al ejército que ponga orden en el país y asuma el gobierno... Y en esa situación, ¿qué haría hoy el rey?
Elena cruzó la puerta que comunicaba el despacho con el salón del Consejo de Ministros, seguida por el jefe de seguridad. El suelo antiguo de madera crujía a cada paso que daban. Alrededor de la mesa del Consejo estaban dispuestas ocho sillas perfectamente alineadas, sin que ninguna sobresaliera ni un centímetro. Enfrente de cada una había una carpeta flanqueada por dos tinteros. Todo parecía dispuesto para una reunión urgente. Se quedaron los dos parados frente a la mesa. En la habitación reinaba el más absoluto silencio, una quietud tensa, como si en cualquier momento fuera a escucharse la voz de un ministro comunicando a los concurrentes —que estaban paralizados, en silencio, invisibles alrededor de la mesa— que acababa de proclamarse la Segunda República.
Elena quiso imaginarse cómo habría transcurrido en ese salón la espera de los resultados de las elecciones del 14 de abril de 1931, con el rey paseando inquieto de un lado a otro, temiendo por su futuro y por su vida, mientras oía el crujido de la madera a cada paso.
—La misma noche del 14 de abril, el rey salió de esta habitación —rememoró Elena—. En la mano llevaba sólo una bolsa de viaje. Salió de Madrid conduciendo su propio coche. Su familia se quedó en el palacio, mientras él viajaba hacia el puerto de Cartagena para zarpar en una fragata hasta Marsella.
—Triste destino...
—El destino del exilio es triste, sí, y no son pocos los que lo han iniciado desde estas habitaciones.
Elena imaginó al rey saliendo del palacio a escondidas, por una puerta de servicio, casi en clandestinidad, mientras dejaba a sus hijos asustados en una habitación en penumbra, con los postigos cerrados.
—Por seguridad, la reina y sus hijos salieron de aquí al día siguiente hacia Francia, en tren —añadió.
—¿Peligraban sus vidas? —preguntó con asombro el jefe de seguridad.
—En esas circunstancias, sí —reconoció Elena, y no pudo evitar pensar de nuevo en las dudas de Héctor—. Poco después las Cortes acusaron al rey de alta traición. Se incautaron sus propiedades y fue desposeído de todos sus derechos y títulos. «Sin que se pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores», firmaron.
—¿Ah, sí?
—Sí; pero Franco derogó ese decreto en 1938; así que el rey siguió teniendo la legitimidad dinástica.
—Aun en el exilio...
—A pesar de estar en el exilio y sin ser reconocido como rey ni por la ley ni por el Gobierno. Un mes antes de morir, renunció a su derecho al trono en favor de su hijo Juan, quien años más tarde haría lo mismo en beneficio de su hijo Juan Carlos.
—¿Murió en Marsella?
—No, no. Alfonso XIII vivió desde entonces en varias ciudades: en París, en Roma... Siempre solo.
—¿Solo?
—Sí. Su relación con la reina no fue buena.
—Ah... —el jefe de seguridad se encogió de hombros.
—Vivían en habitaciones separadas y tenían gustos muy distintos. Algunos dicen que la condición de la reina como portadora de la hemofilia fue el inicio de su distanciamiento.
—Vaya... —lamentó el hombre.
—Entonces no se sabía mucho de esa enfermedad genética que transmiten las madres a algunos de sus hijos varones. No a todos; sólo a algunos, al azar.
—La vida a veces es como una ruleta rusa —comentó él.
—Sí. Y así es la monarquía: unos hijos reciben un trono en herencia y otros la muerte. La reina transmitió la hemofilia a dos de sus hijos, que murieron años después desangrados.
Seguían de pie en el Salón del Consejo de Ministros, pero tampoco allí había ninguna prueba de lo que Elena estaba buscando. En la bóveda había un fresco que representaba a la Historia escribiendo sus memorias sobre el Tiempo. Sin embargo, Elena pensó al mirarla que el tiempo siempre acaba trayendo la desmemoria y el olvido.
—Desde que salieron de España, el rey y la reina vivieron separados —comentó—. Alfonso XIII murió en Roma en 1941. De una angina de pecho. Solo, en la impersonal habitación de un hotel.
—Pues que allí descanse en paz —pronunció él con tono dicharachero.
—Bueno... allí descansó hasta el año pasado, que lo trasladaron en una fragata hasta Cartagena.
—¿Ah, sí?
—Claro. Regresó al mismo sitio del que había partido cincuenta años antes, pero esta vez precintado en una caja de zinc.
—¿Y dónde está ahora?
—Al día siguiente lo llevaron a El Escorial. ¿No lo viste por televisión?
—No —reconoció él.
—Fue en el mes de enero del año pasado. Había nevado y el campo estaba cubierto de blanco. Desde las doce del mediodía estuvieron tocando a duelo las campanas del monasterio y cuando llegó el féretro de caoba, estallaron también las salvas de los cañonazos de honor. Los guardias de la escolta que portaban el ataúd hasta el túmulo tiritaban de frío. Y allí lo dejaron, en el patio de los Reyes, ante su hijo, que no reinaría nunca, y a los pies de su nieto.
—¡Usted sí que sabe de este palacio! —quiso ser amable el jefe de seguridad—. Yo, en cambio, de los reyes no sé casi nada —se sinceró el hombre, ingenuamente.
—Es mi oficio —le respondió ella—. Mi trabajo consiste en conocer todo lo que hicieron los monarcas. Lo bueno y lo malo.
—¿Y si los detenemos y los sospechosos no quieren colaborar? —volvió a expresar sus dudas Héctor a los que estaban sentados alrededor de la mesa ovalada.
—Tenemos pruebas contra ellos —argumentó David.
—No son suficientes.
—Cuando se les interroga, aunque no colaboren, siempre se ponen nerviosos y acaban cometiendo algún error —apuntó Pedro.
—O toman más precauciones —le rebatió el jefe de los inspectores encargado de los seguimientos—. Saben que vamos a por ellos y toman medidas.
—O dan la espantada —añadió el jefe de la unidad de asalto.
—Están vigilados, los seguimos las veinticuatro horas del día. Eso no es problema —afirmó con absoluto convencimiento el responsable de las vigilancias.
—El objetivo es recuperar el medallón, como ha dicho el comisario —les recordó Pedro—. Si no tenemos el medallón, no tenemos nada.
—El objetivo es más que eso —precisó Héctor—: es averiguar qué hay detrás del robo y detener a todos los implicados.
—Marquemos un plazo —sugirió David—. Y si en ese tiempo no se abren nuevas vías de investigación, entonces actuamos.
—Cuanto más tiempo pase, más riesgo habrá de que la pieza robada cambie de manos —le respaldó el jefe de las escuchas—. Los teléfonos no se pueden tener pinchados indefinidamente sin permisos. Ni los seguimientos pueden ser eternos. Y al final, si no se interviene, se pierde el rastro.
—¿Cuánto tiempo estará el hombre de El Viso en el hospital? —reflexionó Héctor en voz alta.
—Ése podría ser un margen adecuado para poner en marcha las detenciones —indicó David.
—Hay algo que es muy importante —les recordó Héctor—. Nada de esto debe salir a la luz. No sabemos si hay agujeros de seguridad en el palacio, y eso no es de nuestra competencia. Desde el Ministerio nos han ordenado absoluta confidencialidad.
Estaba hablando Héctor cuando se abrió la puerta de la sala. Todos se volvieron hacia allí y vieron a un inspector que entró decidido para dirigirse hasta donde Héctor estaba de pie. Se acercó a él y le comentó algo en voz baja. El comisario asintió con gesto de preocupación y el inspector volvió a salir de la sala.
—El vigilante de seguridad no ha ido a trabajar al palacio —les comunicó.
Todos se miraron, sorprendidos. El encargado de los seguimientos se levantó inmediatamente y se fue en busca de más información.
—Voy a ver qué pasa —les dijo.
En la cara de todos se reflejó una momentánea inquietud. Algunos se pusieron a hablar entre ellos.
—Esto precipita las cosas —comentó Héctor.
No tardó en volver el responsable de organizar la vigilancia de los sospechosos.
—Los agentes encargados de su seguimiento están en sus puestos. Dicen que no han visto salir a nadie.
Pedro se inclinó hacia David, para comentarle en voz baja:
—Se la ha jugado. Ése se ha ido. Te apuesto a que ya no volveremos a verle el pelo.