XIII
El frío de la mañana cubría con una sábana de humedad el humus de los jardines y la brea de la calle. En las verjas de los chalets de El Viso se escurría la helada y penetraba por las rendijas de los muros de piedra. Las ramas desnudas de los árboles que crecían junto a las piedras de las fachadas estaban brillantes, como pulidas y barnizadas con cera. En la esquina de la calle, bajo las ramas de los chopos que asomaban en uno de los jardines, estaba aparcado un coche con los cristales tintados. En el interior había dos investigadores de la policía, vestidos con gabardina uno de ellos y el otro con una pelliza, que vigilaban cualquier movimiento que se produjera en la calle. Su objetivo era controlar uno de los chalets más selectos de esa zona, situada en el centro de Madrid. Uno de los agentes se volvió a los asientos vacíos de atrás y cogió una bolsa. Sacó un termo y se lo ofreció a su compañero.
—¿Un café?
—No vendría mal para desentumecer un poco el cuerpo —aceptó, mientras se frotaba las manos, calentándolas.
—Esto está muy parado —comentó el primero, mientras sacaba unas tazas de la bolsa—. Aquí no se mueven ni las agujas del reloj.
—No te fíes. Son sospechosos de un robo... pero en el Palacio Real. Puede afectar a la seguridad del Estado. Y eso son palabras mayores...
—¡Lo de siempre! —lo interrumpió el primero elevando el tono de voz—. Lo que les preocupa a los políticos es su seguridad. Y los demás, que se pudran. Mira el subteniente que asesinaron ayer en San Sebastián. En plena calle, a mediodía. Ése no tenía ni escolta ni protección ni nada. Y los terroristas huyeron a pie, tan tranquilos...
—Son tiempos difíciles —comentó el otro, pacificador.
—¡Los cojones, tiempos difíciles! —explotó el primero—. Nos están matando como a chinches, y aquí nadie hace nada.
En el interior helado del vehículo se hizo el silencio. Los dos hombres callaron. Uno se concentró en desenroscar la tapa del termo y el otro se puso a limpiar con un trapo el cristal empañado por el vaho de la respiración. Fuera todo permanecía inmóvil, como si estuvieran estacionados en una calle deshabitada.
—¿Cuántas centrales eléctricas han reventado con explosivos este mes en el País Vasco? —volvió a la carga el agente que sostenía el recipiente del café.
—Ya ni se sabe.
—¡Pues eso! Esto es un caos.
—La construcción de la nuclear en Lemóniz está siendo un problema, es verdad —reconoció el hombre sentado ante el volante—. Porque ETA lo ha convertido en un objetivo.
—Y cuando no es Lemóniz, es la autopista de Bilbao. Y si no, los guardias civiles; o los militares; o simplemente el dueño de un bar... ¡Qué cojones! Cualquier excusa es buena para poner bombas y pegar tiros.
—Si cada cosa que no nos gusta la resolvemos a tiros vamos apañados —reflexionó el otro, que se esforzaba por mantener una actitud serena.
—¿Cuándo va a acabar esto? —se preguntó el anterior, sin atender a lo que había comentado su compañero—. Mira el Gobierno: acosado por todos los frentes... Están todos cabreados: la Iglesia, los sindicatos, los militares... ¿Adónde va este país? Hay un paro de la leche... Y cada día, un atentado de ETA...
—La verdad es que el presidente se está quedando solo. Los barones de UCD conspiran contra él. Se dice que se han reunido en Manzanares del Real para cargárselo.
—Ya se sabe que los peores enemigos son los del propio partido —sentenció el primero, escéptico.
—Suárez está acosado: ésa es la realidad. Lleva ya cinco crisis de Gobierno y no sale a flote. Nombra un Gobierno y tiene que cambiarlo a los pocos meses. Se le queman los ministros como papel de fumar. La moción de censura del año pasado la superó por los pelos. Pero no aguanta otra.
—¡Qué va a aguantar...!
—Se está quedando cada vez más solo... Y el partido se le rompe por todas partes.
—El país es el que se está rompiendo por todas partes... Esta situación no se sostiene.
—Vivimos tiempos duros, sí —reconoció el inspector más condescendiente—. El Gobierno es una cáscara de nuez en medio del mar. Le vienen las olas por todos los lados, y acabará hundiéndose.
—Tienen que hacer algo los militares —apuntó el otro, mientras servía la primera taza de café.
—La solución es un gobierno de salvación nacional en el que estén todos los partidos. Dicen que el general Armada podría ser el presidente. Está bien considerado en la Casa Real, porque fue secretario del rey. Y parece que muchos están de acuerdo con esa propuesta; hasta Carrillo...
—Nada de un Gobierno en el que estén todos —se opuso el otro—: ¡eso sería una jaula de grillos! Lo que tiene que haber es una junta militar. Hace falta autoridad para poner un poco de orden en todo esto.
Mientras lo decía, puso las dos tazas que había llenado sobre el salpicadero del coche y colocó entre los pies la bolsa en la que estaba el termo. Tomarse una taza de café caliente era uno de los pequeños placeres que le permitían a este hombre, enfurecido por lo que estaba pasando en el país, aquellas sesiones habitualmente aburridas y tediosas de estar observando un lugar en el que pocas veces ocurría algo que tuviera interés. En esas largas horas de frío le gustaba sujetar entre las manos la taza caliente y paladear a sorbos el sabor amargo del café. Cogió una taza y se la ofreció a su compañero; después se llevó la otra a los labios, y apenas la probó, pegó un respingo sobre el asiento.
—¡Joder, cómo quema! —protestó, soplando y abanicándose la boca con la mano.
En ese momento, al fondo de la calle se abrió la puerta del garaje que estaban vigilando y apareció la parte delantera de un coche de color rojo.
—Mira —señaló el que estaba en el asiento del conductor—. Alguien sale.
Con la lengua todavía dolorida por la quemadura, el inspector abrió la ventanilla del coche, cogió las dos tazas y las vació con rabia sobre la acera.
—¡A la mierda el café! —se desahogó.
Inmediatamente arrancaron y se colocaron detrás del coche que había salido de la casa, siguiéndolo a una distancia prudencial para no ser reconocidos. Era un Ferrari llamativo de color rojo. Al dejar atrás la zona de chalets ajardinados, el tráfico se hizo más denso. En la primera rotonda el Ferrari dio una vuelta completa a la circunferencia.
—Nos ha visto —se lamentó el que iba de copiloto—. Sabe que lo seguimos.
—Da igual. Vamos tras él. A lo mejor es que anda perdido. Ya veremos... —le respondió el otro con tranquilidad.
El coche se metió por una calle estrecha y en el primer cruce se detuvo sin necesidad ante el semáforo en verde.
—Nos ha visto, joder —volvió a quejarse el copiloto.
Enseguida el coche inició la marcha y dobló a la derecha. Hacia la mitad de la calle se paró en doble fila, dejó los pilotos intermitentes y un hombre vestido con abrigo negro de cuero y una bufanda de color rojo anudada al cuello bajó con prisa, sin mirar atrás, adonde estaban los dos policías, ocultos por los cristales tintados del coche.
—Ha entrado en una farmacia —observó uno de ellos, sorprendido.
Ninguno de los dos volvió a decir nada, mientras observaban con atención la puerta de la farmacia y se fijaban en las escasas personas que en ese momento transitaban por la acera. No tardó el hombre en salir. Vieron que se acercaba al coche con más premura que antes, llevando en la mano una bolsa de plástico que contenía varias cajas de medicamentos. Arrancó, maniobró bruscamente en la misma calle para salir en la dirección contraria, chirriaron las ruedas al acelerar y el Ferrari volvió hacia el chalet siguiendo el mismo recorrido que había hecho antes.
—Alguien está enfermo en esa casa —comentó el investigador que conducía—. Alguien necesita atención médica, pero al parecer prefiere no dejarse ver.
—Si no quiere que se le vea, será por algo —añadió el otro con suspicacia—. A lo mejor aquí se está tramando algo más que un robo.
Héctor había extendido sobre la mesa del despacho la colección de fotografías que acababa de entregarle un agente de vigilancia. En varias de ellas se veía el aspecto general de un chalet de dos pisos más el ático, que aparecía bastante escondido detrás de los árboles plantados en el jardín delantero de la casa. Otras fotografías mostraban detalles de la construcción: la entrada al garaje, la tapia que protegía la vivienda, la cancela de hierro, detalles de ventanas, de un balcón, de la puerta. Se habían tomado desde el coche que vigilaba el inmueble y algunas estaban mal enfocadas o eran bastante similares entre sí. Héctor fue separando las más representativas y las que podían resultar más útiles.
—¿Qué hay de los planos? —preguntó mientras las seleccionaba.
—Pedro se está encargando de conseguirlos —le respondió David—: tiene un contacto en el Colegio de Arquitectos.
Héctor dispuso ordenadas en la mesa las fotografías que había escogido: primero, las tomas generales; después, otras menos panorámicas; y finalmente, aquellas que reproducían detalles concretos de la vivienda.
—¿Sabemos cuántas entradas tiene?
—Parece que sólo dos: la del garaje y la de la casa —respondió David, sin mucho convencimiento, mientras señalaba en una de las fotografías las dos puertas de acceso.
En ese momento entró Pedro, procedente de la calle, vestido con la gabardina, llevando una carpeta en las manos y muy sonriente.
—Los planos —anunció, satisfecho.
Sacó un pliego, lo desdobló y lo colocó en el espacio que quedaba libre en la mesa.
—Sólo tiene estas dos entradas —confirmó David, señalándolas en el plano.
Pedro se detuvo a mirar las fotografías que aún estaban esparcidas sobre la mesa.
—No me importaría vivir en esta choza —comentó.
Héctor cogió algunas fotos y las puso sobre el plano, distribuidas en los lugares que representaban.
—Esta casa tiene un buen sistema de seguridad. Mirad los puntos de control —y con el dedo fue golpeando en cada una de las instantáneas en las que se veía un aparato de seguridad.
Los tres volvieron a mirar las imágenes que reproducían las fachadas del chalet.
—Es un equipo muy completo —comentó David—. Han instalado alarmas en todos los lados.
—Tendrán conexiones independientes —apuntó Héctor—. Seguramente cada una indicará la detección de una alerta distinta.
—¿De qué tipo? —preguntó Pedro.
—De incendio, de movimiento, de sabotaje de las puertas... Lo de siempre —respondió Héctor.
—Estas cámaras parecen bastante precisas —añadió David, indicando una de las fotos.
—Y cubren todos los ángulos: al menos hay una, dos, tres... —fue contando Héctor a medida que las señalaba con el dedo.
—Las ventanas tienen detectores magnéticos de apertura —se fijó David—. Mirad las piezas metálicas.
—Tampoco sería extraño que hubiera instalada hasta una barrera de infrarrojos. Esta casa está muy bien protegida —concluyó Pedro.
—Necesitaríamos saber qué aparatos son y cómo podríamos bloquearlos si tuviéramos que intervenir en el edificio —sugirió Héctor.
—Eso está hecho —se ofreció Pedro—. Ahora mismo en Madrid no hay más de cuatro empresas que ofrezcan servicios de seguridad. Algunas trabajan con equipos en exclusiva. ¿Qué marca es?
Héctor reunió las fotografías que mostraban con detalle los aparatos, seleccionó algunas y las estuvo observando un rato.
—Los sistemas de alarma son SPF —dijo al fin, mostrándole las fotografías a Pedro—. Todos del mismo tipo.
El inspector cogió una de las fotografías, la miró un momento, sacó una libreta del bolsillo interior de la americana y anotó la marca y el tipo de aparatos que había instalados en la casa.
—No es un sistema normal y corriente —dijo mientras se dirigía hacia la puerta—. Será que algo importante se esconde en esa vivienda.
Aparcó en el primer hueco que vio libre junto a la acera, salió del coche y fue andando hasta la puerta de la empresa. Una verja de hierro impedía el paso. Nada más acercarse, vio la cámara que le enfocaba desde el otro lado. Probablemente alguien en el interior ya le estaba siguiendo antes de que él se hubiera acercado a la cancela, pensó.
Desde el despacho, Pedro había conseguido el listado de las empresas que instalaban sistemas de seguridad en Madrid. Fue llamando a todas ellas y tachando aquellas que quedaban descartadas porque nunca habían trabajado con los productos SPF. Tuvo suerte: esa marca era una franquicia que explotaba en exclusiva desde hacía años una empresa instalada en un barrio periférico de la ciudad. Anotó la dirección, cogió el coche y allí estaba: esperando frente a la puerta a que alguien le abriese.
Al momento se oyó un clic metálico que desbloqueó la cerradura y la puerta comenzó a abrirse automáticamente, con lentitud. Pedro sabía que desde el interior lo vigilaban mediante los monitores conectados a la cámara de seguridad. Aguardó paciente a que terminara de abrirse la puerta y, en cuanto pudo, se coló en el interior. Apenas había terminado de entrar cuando comenzó a sonar una estridente alarma, se encendieron luces rojas de alerta parpadeantes, se cerró la puerta con una velocidad impensable a juzgar por la lentitud con que se había abierto poco antes, y Pedro se vio de repente apresado en medio de aquella tierra de nadie, entre la cancela y la puerta cerrada del edificio. No le dio tiempo ni siquiera a desconcertarse, porque inmediatamente oyó una voz que le hablaba desde el interfono, en el marco de la entrada:
—No está permitido el acceso con armas a las instalaciones —le indicaba esa voz anónima.
Pedro tuvo que identificarse:
—Policía —dijo—. Delitos contra el Patrimonio.
—Enseñe la identificación a la cámara frontal —le ordenó la voz que salía de la pared.
De mala gana, Pedro mostró la placa a la cámara que tenía delante. «¡Vaya numerito!», pensó, al tiempo que se paraba el estruendo de la alarma, se apagaban todas las luces de alerta, se abría la puerta y le dejaba el paso franco para acceder a un rellano vacío. «Toda esta escenografía seguro que deja impresionados a los clientes que vienen a contratar un sistema de seguridad», se dijo.
Inmediatamente salió a recibirlo un hombre vestido con traje y corbata.
—Disculpe, agente —le dijo mientras le tendía la mano con un amistoso aire de familiaridad—. Somos una empresa de seguridad: nuestros clientes tienen que saber que con nuestros servicios pueden estar tranquilos.
—Está bien —le dijo Pedro, desembarazándose del saludo.
—No hay nada que escape al control de nuestros productos. Tenemos soluciones para todas las necesidades —añadió, con la sonrisa amable del vendedor que tiene delante un cliente.
—Lo sé. Pero yo sólo buscaba una información —atajó Pedro.
—Encantado de complacerlo —el hombre se inclinó, servicial.
—Necesito saber si ustedes instalaron los sistemas de seguridad de una casa en El Viso.
—¿Y puedo saber el motivo? —repuso, sin perder la sonrisa.
—Es por una investigación en marcha.
—Ya... —asintió, mientras le miraba con el mismo gesto—. Pero es que nosotros preservamos la confidencialidad de nuestros clientes...
—De acuerdo —comentó Pedro, tranquilo—. Volveré con una orden judicial. El tema es urgente, así que si entretanto ocurre algo, cursaré una denuncia por obstrucción a la justicia —observó al hombre trajeado elegantemente, que seguía con la misma postura afable, el mismo gesto y la misma sonrisa con que le había recibido—. Y no serán precisamente buenos los informes que cursemos desde la Brigada de Patrimonio a sus posibles clientes...
El hombre dejó de sonreír.
—Sígame, por favor —le pidió, mientras daba media vuelta y abría un despacho introduciendo una tarjeta electrónica.
—Somos una empresa con un alto índice de aceptación —le dijo, recuperando de nuevo el tono cordial—. Garantizamos durante cinco años nuestros productos. Con una revisión anual. ¡Y sin coste de servicio técnico!
Se acercó a un fichero metálico y abrió uno de los cajones del que colgaban carpetas de cartón.
—Por eso archivamos todas las características de los equipos que hemos instalado.
Con calma, se volvió hacia Pedro y le informó con tono comercial:
—Disponemos de los métodos más modernos de vigilancia electrónica. Si lo desea, puedo enseñarle alguno.
Pedro no contestó. Se limitó a mirarlo con apremio, por lo que el hombre volvió a revisar las carpetas del fichero, con la misma parsimonia de antes.
—Aquí está —dijo al fin, mientras sacaba una de las carpetas—. En El Viso sólo hemos instalado equipos en un chalet.
Abrió la carpeta y comenzó a repasar los papeles que contenía.
—¡Magnífico equipo! —observó—. Es de los mejores.
—¿Me permite? —dijo Pedro.
El hombre compuso un gesto de recelo, pero finalmente accedió a que le cogiera el pliego de papeles.
—Los datos de nuestros clientes son confidenciales —insistió al ver que el policía seleccionaba algunos papeles.
—¿Guardan la identificación de los instaladores y del responsable del proyecto? —le preguntó Pedro.
—Siempre, señor. Es una norma de seguridad de nuestra empresa.
—¿Quiénes trabajaron en esta instalación?
El hombre miró entre los papeles, rescató uno de ellos y comentó con él entre las manos:
—Era un joven de Chile. Pero no podrá hablar con él —advirtió en un tono cordial, como si se lamentara de ello.
Y mientras recuperaba su sonrisa amable de vendedor, le explicó:
—Porque ese hombre ya no trabaja con nosotros.
Pedro cogió la hoja que el comercial había sacado de la carpeta.
—Norberto Alfonsín de Zárate —leyó.
Impresionado por haber encontrado en esos papeles el nombre del vigilante que estaban siguiendo, se despidió apresuradamente, salió de la empresa, cogió el coche y condujo veloz hacia el centro de Madrid.
—¡Ése es el punto de contacto! —exclamó Héctor cuando Pedro les reveló el dato que había obtenido de la empresa de seguridad.
David tenía en las manos los papeles que les había llevado y miraba las características del sistema de vigilancia instalado en El Viso, repasando el folleto con las especificaciones técnicas de los aparatos y las prestaciones que ofrecía cada uno. Héctor, junto a él, estaba pensativo.
—Vamos a ver... —dijo—. Tenemos a una persona que trabaja como vigilante en el Palacio Real. Sabemos que ha estado en los lugares donde se ha cometido el delito. Eso no tiene por qué ser acusatorio; al fin y al cabo, ¿quién no está a veces en un lugar que no le corresponde?
—Todos estamos alguna vez donde no deberíamos estar —reconoció Pedro con actitud filosófica y tono burlón.
—De acuerdo. Pero hay una manipulación de los sistemas de alarma en el palacio. Y esa persona...
—Norberto Alfonsín —apuntó David.
—Ése... conoce bien los equipos de seguridad. Tiene conocimientos de electrónica y ha trabajado como instalador en una empresa de aparatos de vigilancia.
—Y estuvo en la sala de control eléctrico del palacio —añadió David.
—Estuvo allí, aunque no podemos demostrar que fuera él quien manipuló las conexiones y luego volvió a restaurarlas empalmando los cables con un punto de soldadura.
—Sí. Pero por otro lado, ese sospechoso está relacionado con una persona de El Viso.
—Lo ha llamado por teléfono. Aunque aún no sabemos por qué...
—¿Cómo que no? —se extrañó Pedro—. Si le ha instalado un sistema de seguridad para el chalet de lo que no hay.
—Pero eso no es un delito. Puede ser una simple coincidencia. Lo más raro es que un día lo llamara por teléfono reclamándole alguna cosa que el hombre de El Viso no había cumplido según lo acordado.
—Vamos... Todo indica que habían tramado algo juntos —concluyó Pedro—. Lo malo es que no sabemos el qué.
—Pero sí conocemos su comportamiento —reflexionó Héctor, más prudente—: actúan con cautela. Quieren mantener en secreto sus movimientos. No hablan del tema. Tienen como consigna no establecer contactos que puedan ser interceptados.
—Y entre ellos no parece que haya mucha confianza. Su conversación no fue muy cordial —intervino David.
—Al hombre de El Viso no le gustó que el otro lo apremiase.
—Ni que lo amenazara veladamente.
—Quiso dejar claro que él era el que establecía los plazos de lo que tienen entre manos. Pero ¿qué es? —se preguntó Héctor.
Se acercó a la ventana y la abrió un poco. De repente se instaló en el despacho el fragor de la calle, como si el rumor de todos los coches circulara por el estrecho alféizar de madera. Sobre el zumbido permanente que resonaba abajo como el ruido monótono de una caldera, se superponían de vez en cuando el petardeo de una motocicleta, el acelerón nervioso de un automóvil, la estridencia de un claxon.
—Algo ha puesto nervioso al vigilante —señaló David—. Por eso ha contravenido la norma elemental de no ponerse en contacto con nadie de la organización, fuera de lo establecido.
—Ahí está el tema, sí. Algo le ha metido prisa. Pero ¿qué? —volvió a preguntarse Héctor.
Sintió el frío que entraba por la ventana. El cielo estaba rayado por algunas nubes grises, entre las que se colaba la luz tibia del sol crepuscular. A lo lejos se veía la borrasca que anunciaba la llegada inminente de un temporal de nieve.
—Y no olvidemos la vida que llevan —intervino Pedro—. Porque al vigilante no se le ve con nadie. Y los de El Viso no salen de casa.
—Pero hablaron de una enfermedad... —recordó David.
—Eso dijeron, sí —respondió Héctor—. Que alguien está enfermo. Y que por eso tuvieron que aplazar algún encuentro. O un contacto. O una acción... A saber.
—Eso puede ser también una clave —aventuró Pedro.
—Es posible. ¿Por qué no? —admitió David.
—Parece como si estuvieran agazapados, esperando el momento oportuno para intervenir —dijo Héctor.
El cielo era una hoguera que podía avivarse en cualquier momento con las brasas que quemaban las nubes en el horizonte. El comisario cerró la ventana y en la habitación se instaló de nuevo el silencio. Al volverse, le pareció que aquel despacho ya no tenía el carácter acogedor que nos transmiten los espacios cotidianos. Callaron los tres, pensativos, y en la habitación se hizo durante un rato un silencio de celda monacal. Héctor acercó el rostro al cristal de la ventana y contempló a lo lejos el sol como una sucia bola de fuego colgada en el horizonte del crepúsculo. Su resplandor tenue no conseguía disipar la neblina que avanzaba sobre los tejados de la ciudad.
—Tenemos a un sospechoso infiltrado en el Palacio Real —dijo preocupado—. Y no sabemos con qué intención.