XVI
Hacía frío en la calle y en los bordes de las aceras se amontonaban todavía restos de nieve apelmazada. Elena llegó al archivo del Palacio, instalado en el ala que cierra la plaza hacia el parque, y se encaminó a una zona reservada donde sólo es posible acceder con un permiso especial. El medallón del Sol se conservaba en el Palacio Real. Pero ¿qué había sido de la otra pieza? ¿Dónde estaba? Sorprendentemente, Héctor le había dicho que averiguara si había noticia de su existencia en algún museo o colección particular. ¡Héctor!... Un coleccionista que tuviera esa pieza podía mostrarse interesado en adquirir la parte que la completaba. Si la joya robada salía al mercado, esa persona sería una de las primeras a quien se la iban a ofrecer. Había que tener ese contacto, le dijo. Él, que siempre se había mostrado tan escéptico, le pedía a ella que siguiera el rastro de esa joya y descubriera dónde había ido a parar desde el pecho afligido del monarca.
Elena debía indagar cómo fueron los últimos años de Felipe IV, así que cogió varios legajos del archivo y los puso sobre la mesa. Mientras abría uno de ellos, pensó en lo poco que le quedaba al rey al final de su vida. Ocho veces había concebido su primera esposa, la reina Isabel, entre las sábanas de los cuartos helados del Alcázar, y de esos lances de cama sólo quedaba al cabo de los años la adolescente María Teresa. Su segunda esposa, la joven Mariana, ya había dado a luz tres mujeres y tres varones, pero de ellos sólo quedaban con vida la infanta Margarita y el príncipe Carlos. Pero por poco tiempo. Aquellos días en la corte todo era nacer y morir..., perderlo todo.
Al final de su vida Felipe IV, sí, perdió más que un reino. En el archivo, en uno de los legajos que tenía delante, Elena encontró una nota escrita por el aposentador real, en la que explicaba que las barrenderas se habían negado a hacer sus tareas porque hacía tiempo que no se les pagaba. Y que no había leña para calentar los fríos salones del palacio, porque no quedaba un real en las arcas, y aun el mismo cuarto del rey tendría en poco tiempo la chimenea apagada si no se ponía remedio.
No había ducados en las arcas. Y nadie quiere servir a una corte en bancarrota. Leyó Elena que el pastelero de la reina había dejado de cocinar, porque se le debía tanto dinero que no podía abastecerse de los ingredientes; y que el rey hacía tiempo que no comía pescado, porque no había fondos para pagar a los proveedores.
¿Qué fue del medallón del rey durante los últimos años de su vida? Elena pensaba en Felipe IV recluido en las salas gélidas del Alcázar durante el último invierno que vivió en el palacio. En aquel recinto construido sobre una pequeña meseta los vientos helados soplaban al atardecer desde la sierra y se colaban por las rendijas de las ventanas y bajo las puertas de las habitaciones reales. El rey estaba en su cámara, serio, impávido, vestido de terciopelo negro, aterido a ratos. Lo atenazaba la melancolía y en esos tristes atardeceres de invierno buscaba el fuego tibio de la chimenea encendida con unos leños raquíticos. Aquél fue un invierno tan frío que se helaron los naranjos en Andalucía y hubo noticia de que en Talavera habían muerto congelados quinientos carneros.
Elena revisó los papeles que contenía la carpeta del archivo. Se detuvo en una carta que tenía rasgado el sello de cera. El hijo bastardo del rey, Juan José de Austria, le informaba en esa cédula del resultado de la batalla de Extremoz contra los portugueses:
Señor
Fácilmente creerá V. M. que quisiera haver muerto antes mil veces que verme obligado a deçir a V. M. que sus armas han sido infamemente vencidas de los enemigos... El primer batallón que volvió las espaldas fue el de arcabuceros, que dando una mala descarga començaron a desgalgar por la ladera o puerto abajo, arrojando las armas como si tuvieran sobre sí todo el mundo junto... Huyeron todos con una sequedad jamás vista... Este, Señor, es el suceso.
Leyó Elena aquella carta tan patética, por la que se daba noticia al rey de un ejército de soldados mal pertrechados, que huían vergonzosamente en cuanto sonaban las primeras descargas del combate. ¿Qué le quedaba al monarca de la herencia que había recibido? ¿Qué había sido del reino en Flandes, en Nápoles, en Sicilia, en Portugal y en otras plazas? ¿Qué le quedaba de vida?
El rey aquellos días vagaba como alma en pena por las salas del palacio, con el ánimo decaído, tal y como lo pintó Velázquez en el último retrato. Llevaba el medallón sobre el pecho, pero ya no le servía como amuleto para aliviar su aflicción. Por aquellos años escribía Pascal en uno de sus Pensamientos: «Que se deje a un rey solo, sin ninguna satisfacción de los sentidos, sin ninguna preocupación en la mente, sin compañías ni diversiones, pensar en sí mismo todo el tiempo; y veremos que un rey sin diversiones es un hombre lleno de miserias.»
El rey estaba deprimido. Su confesor le aconsejaba escuchar música, porque la armonía es una medicina para el espíritu que sana las dolencias del alma. Le decía que el rey David aliviaba con el arpa las tribulaciones y apaciguaba con ella sus penas, elevando su pensamiento hasta los prados celestes donde habita Yahvé. Porque la música nos acerca hasta los jardines de Dios.
Pero al rey Felipe no le interesaban los consejos del fraile predicador. Se veía irremediablemente viejo. Recordaba el día que su padre le mandó llamar a su dormitorio, porque se sentía morir. Él era apenas un adolescente, pero era el heredero de la corona, así que se colocó junto a la cama, y los infantes, tras él. Abrió la boca el rey, que estaba postrado en el lecho, moribundo y desahuciado: «Os he llamado para que veáis en qué acaba todo», les dijo.
—Lo han ingresado en la planta de tuberculosos —le informó con gesto adusto la enfermera desde detrás del mostrador, donde rebuscaba afanosamente entre un fajo de papeles.
El investigador que había seguido la ambulancia desde El Viso le preguntó con insistencia:
—Pero ¿qué tiene?
La enfermera lo miró con cara de fastidio.
—Una infección —dijo, deseando que la dejara en paz.
Volvió a concentrarse en los folios, y los iba pasando con urgencia, en busca de algún informe, análisis, receta o parte médico, que al parecer no encontraba, porque al acabar de mirar el fajo que tenía en la mano, volvió de nuevo al principio, para repasarlo otra vez.
—¿Es grave? —insistió el agente de la gabardina.
La enfermera sólo estaba pendiente de lo que andaba buscando y no le hizo caso.
—¿Es grave? —volvió a preguntarle.
Ella lo miró con enojo.
—Sí, es grave. Se han registrado varios casos y todos son graves.
Dejó los papeles que había revisado en la balda que estaba debajo del mostrador y cogió una carpeta. La abrió con rapidez y volvió a concentrarse en buscar algo, tal como había hecho antes.
—¿Hay una epidemia? —aventuró entonces el investigador, que estaba un poco perdido en temas médicos.
La enfermera lo miró esta vez con cara de sorpresa y amagó un gesto de desdén antes de seguir su búsqueda, sin dignarse contestar. Dos médicos vestidos con batas verdes de quirófano cruzaron el pasillo con rapidez.
—¿Se le puede visitar en la habitación? ¿Es contagioso? —siguió indagando él.
—Si es usted familiar, debe preguntar al médico de la planta y él le informará —le respondió esta vez ya con tono de enfado.
Cerró la carpeta con las gomas de plástico, que resonaron con un estallido al chocar contra las tapas de cartón, revolvió nerviosa los papeles que estaban en la balda y compuso un gesto de disgusto al no encontrar lo que buscaba.
—¿Estará ingresado mucho tiempo? —volvió a la carga el agente.
—No lo sé, señor. No puedo atenderle. Hoy ha habido muchos ingresos y estamos desbordados.
Mientras lo decía, salió de detrás del mostrador y se fue con gesto irritado, sin el informe que buscaba. El agente de la gabardina se quedó en medio del pasillo. A su alrededor, la gente iba de un lado para otro, cada uno sumido en sus propias preocupaciones. Se volvió a mirar en las dos direcciones del pasillo. No vio a ningún médico ni enfermera, ni nadie cerca que fuera personal del hospital. Sin dudarlo, antes de que volviera a su puesto la mujer con la que había hablado, se apoyó en el mostrador, cogió la carpeta, miró entre las solapas uno de los separadores en el que indicaba «Ingresos», la abrió por ese apartado, fue revisando las hojas hasta que en una de ellas leyó «nombre del paciente: Ángel del Valle y de Velázquez», la cogió, volvió a dejar la carpeta en su sitio y enfiló el pasillo doblando la hoja por la mitad, antes de guardársela en el bolsillo de la gabardina.
Elena había dejado sobre la mesa el cuaderno abierto por la hoja en la que tenía dibujado el medallón. ¿Qué había sido de él, al final de la vida de Felipe IV? En aquellos años, una de las preocupaciones del rey fue terminar el Panteón de El Escorial, iniciado por su abuelo Felipe II. Elena cogió uno de los legajos, que contenía los papeles firmados por el rey sobre las obras del monasterio. El Escorial nació para ser vivienda, palacio, monasterio, convento, biblioteca y sepulcro. Felipe IV entregó a El Escorial una importante colección de pinturas y le encargó a Velázquez que decorase sus estancias. ¿Dejó allí alguna otra pieza de su tesoro? ¿Quedaría entre aquellas paredes lóbregas algún rastro del medallón?
En los documentos procedentes del archivo del palacio, Elena encontró el testimonio en el que se refiere la visita del rey a las tumbas reales del monasterio, acompañado por Velázquez y por el maestro de obras, el fraile Nicolás de Madrid. Entonces se estaba terminando de construir el tétrico sótano del Panteón, con sus nichos de mármoles oscuros. La cripta del Panteón era un círculo subterráneo situado justo debajo del altar de la basílica, sin luz ni ventilación, al que se bajaba por una estrecha escalera de treinta y tres escalones: el mismo número que los años de Cristo cuando murió.
El maestro de obras va delante, abriendo el paso, bajando las escaleras lentamente. Es un lugar siniestro, sombrío, al que hay que descender con teas encendidas. En una mano sostiene la antorcha mientras con la otra se apoya con cuidado en la pared. Las llamas tiemblan y llenan las escaleras de fantasmas, que se mueven al paso indeciso de las pisadas de los tres hombres que descienden en fila a la cámara mortuoria.
Bajar al Panteón es un tenebroso descenso al reino de los muertos. Sólo la muerte habita entre aquellos muros en penumbra. El rey baja encorvado y vacilante al subterráneo. En el interior de la cripta todo es silencio y frío del mármol que envuelve el recinto. El suelo está encharcado. Saltan las chispas de luz de las antorchas en los brillos del bronce de las paredes y, como fuegos fatuos, se desvanecen enseguida. Un Cristo crucificado y doliente es la única imagen del altar en la cámara funeraria. Los candelabros de bronce elevan al techo negro la llama de las velas encendidas. Alrededor están las tumbas, ordenadas en cuatro pisos.
—Hay que iluminar este subterráneo —dice el rey, que se ahoga en la oscuridad.
—Que abran un lucernario en la cúpula —sugiere Velázquez.
El rey, al andar, siente el suelo inundado del agua que encharca los mármoles desencajados del pavimento.
—Hay un manantial que brota en este punto —explica el fraile.
—Pues habrá que desviar el cauce del agua... —le indica Velázquez—. Si no, acabarán flotando en la cripta los cuerpos de los reyes muertos.
El rey siente que le falta el aire. Una gota de sudor le resbala por la espalda, se estremece, se asfixia... Da media vuelta deprisa, se apoya en la pared e inicia la subida de las escaleras hacia el leve punto de luz que se filtra desde el exterior.
Elena repasó el inventario de objetos que se guardaban en el monasterio de El Escorial. En la lista no figuraba el medallón del Sol; pero ¿estuvo allí alguna vez? Entre los papeles que se conservaban en el archivo de palacio, había un documento relegado a una de las «Cajas separadas», en las que se guardaban carpetas aún sin catalogar. Elena lo descubrió después de haber repasado durante horas índices, catálogos, carpetas y legajos. Efectos de la Conspiración de El Escorial se titulaba ese texto, que no tenía ningún pie de imprenta.
El escrito daba cuenta de las muchas reuniones conspiratorias que celebraron en el siglo XVIII en aquel monasterio los partidarios de Fernando VII en contra de Godoy. Las consecuencias de todo aquello fueron dramáticas para el monasterio, que durante la guerra de la Independencia sufrió el expolio de innumerables piezas. Y ése era el punto que interesaba a Elena. Porque en uno de los epígrafes del documento se citaban las piezas que sustrajeron de El Escorial las tropas francesas: cuadros, arquetas, custodias, joyas de oro, relicarios esmaltados, tallas de mármol, códices, patenas, cruces procesionales, bandejas de plata y otras tallas de orfebrería que desaparecieron del monasterio aquellos días aciagos.
En esa relación, escrita por un autor anónimo y seguramente incompleta, se citaba «un medallón de oro con la imagen del rey Felipe IV». ¡Ahí estaba!, pensó Elena. La segunda pieza del medallón formó parte de la colección de El Escorial. Como tantas obras de arte, fue víctima de la rapiña de la guerra. Probablemente se lo llevaron en un cajón de madera, entre cruces de plata, candelabros y copones. O tal vez oculto en el macuto de piel de cabra de un soldado, cruzó mesetas, bosques, montes, vaguadas, hasta perderse al otro lado de la frontera. ¡Pero ahí estuvo!, repitió Elena.
Al final de su vida, Felipe IV sólo pensaba en terminar las obras de El Escorial, porque era la tumba que había de acoger sus huesos cansados. Ordenó a los arquitectos de la corte que concluyeran los trabajos y donó al monasterio algunos de los cuadros y pertenencias que más apreciaba. Allí estuvo hasta la guerra de Napoleón uno de los mejores retratos que le hizo Velázquez, en el que aparece vestido de castaño y plata, un lienzo que fue llevado a Francia, luego a Inglaterra, y hoy se expone en la National Gallery de Londres. Y allí estuvo también ese medallón de oro y esmalte, que recordaba al rey que lo tuvo todo en sus manos.
Elena devolvió los libros a las estanterías y los legajos a sus carpetas. Salió al paseo del Prado. Era de noche. Un viento gélido azotaba los árboles desnudos del paseo. Pensó en aquel hombre deprimido enfrentado a la muerte. Y consideró que al final de su vida, Felipe IV, sí, perdió mucho más que un reino: perdió la esperanza.