XV

Héctor había llegado al despacho temprano, cuando la niebla de la mañana aún no había abandonado del todo las calles heladas de Madrid. Una hora más tarde, el jefe de seguridad del palacio se asomó en la puerta, llevando en la mano una carpeta.

—Aquí tiene las hojas de servicio del vigilante que pidió —dijo, dirigiéndose a Héctor con el trato deferente con el que siempre le hablaba, que parecía indicar más un complejo de inferioridad que de cortesía.

Héctor soltó las gomas que cerraban la carpeta, sacó un pliego de papeles y los estuvo hojeando.

—Están también los controles de la ronda —añadió el de seguridad.

Héctor seguía comprobando algunas anotaciones de los impresos. Llamó a David y, cuando éste se acercó, le entregó todos los informes, diciéndole:

—Mira esto, a ver si encuentras algo.

David recogió la carpeta, extendió los papeles en la mesa y se concentró en revisar los partes de control. Héctor se volvió hacia el jefe de seguridad:

—¿En la capilla del tesoro hay siempre un hombre de vigilancia?

—Siempre —contestó satisfecho como un colegial aquel hombre, cuyo traje le confería un aire arcaico.

—Hemos interrogado a los que han realizado ese servicio últimamente y no ha habido nada extraño en sus turnos —intervino David.

—Y el sospechoso nunca ha realizado esa vigilancia... —quiso confirmar Héctor.

—Nunca —le corroboró—. Eso lo hemos comprobado.

David se dirigió entonces al jefe de seguridad, mostrándole algunos impresos.

—¿Qué es esto? —le preguntó.

—Además de los vigilantes estáticos, que están distribuidos por sectores, hay siempre uno de ronda —le explicó—. A medida que va recorriendo todos los sectores tiene que marcar en esos impresos la hora y si hay alguna incidencia.

—Entonces el robo sólo pudo cometerse en un momento en que no había guardias. Cuando el palacio estaba cerrado —comentó Héctor.

—Cuando se van los visitantes, hay un retén que se encarga de comprobar en cada sector que todo está en orden y de confirmar que no queda nadie —informó el jefe de seguridad.

—¿Esos sectores qué cubren? —preguntó Héctor.

—Los salones del palacio: el de Alabarderos, el de las Columnas, la Capilla Real, el comedor de gala, las estancias de los infantes, la armería...

—¿Y los servicios generales? ¿Escaleras, pasillos, despachos de administración y de almacén?

El encargado de la seguridad vestía un traje oscuro y llevaba una camisa de un color indefinido, entre rosa y violáceo, con una corbata amarilla. Se quedó perplejo por la pregunta. Dudó, se llevó instintivamente la mano al cuello, intentando aflojarse un poco el nudo que le oprimía la garganta, y respondió:

—No, esos lugares no guardan nada de valor y nunca se comprueban.

Héctor hizo un gesto de desagrado, antes de seguir preguntando:

—¿Cómo está organizada la seguridad nocturna?

—Por la noche hay un puesto de vigilancia: un retén de dos personas.

—Pero ¿qué hacen?

—Están en el control y cada hora realizan una ronda. Tienen que firmar en unos puntos establecidos y apuntan si hay algo anómalo.

—Nunca hay nada —intervino David—. En los partes del último mes nadie ha escrito una línea.

El de seguridad se encogió de hombros.

—De momento nos quedaremos con estos impresos —le dijo Héctor.

El hombre interpretó el comentario como una despedida, pero de todas formas se quedó un instante indeciso, sin saber qué hacer. David seguía revisando los papeles que les había llevado; Héctor cogió una carpeta y se puso a comprobar unos planos del edificio.

—Me parece bien —dijo al fin el hombre, mientras se volvía hacia la puerta para salir del despacho.

—Estos partes tienen toda la pinta de firmarse al buen tuntún —comentó David, cuando el jefe de seguridad ya se había ido.

Pedro entró en ese momento con unos planos del Palacio Real enrollados.

—La seguridad de este edificio deja mucho que desear —sentenció—. Una persona infiltrada como vigilante y que conozca el funcionamiento de los equipos y las instalaciones lo tiene muy fácil.

—De día es más complicado manipular las alarmas, abrir la caja de seguridad y efectuar el robo sin que nadie se dé cuenta en medio de esa rutina de vigilancia. Por la noche es más fácil —corroboró Héctor.

—Acceder desde el exterior es arriesgado —añadió David—. Lo más sencillo es buscar la manera de quedarse dentro, esperar a que no haya nadie y actuar entonces.

Héctor extendió uno de los planos del palacio sobre la mesa.

—Aquí está el punto de control de la salida y entrada de los guardias —dijo, señalando uno de los cuartos. Pedro y David se inclinaron sobre el plano—. Antes de irse, todos tienen que fichar en este punto.

—Los partes de salida que nos ha traído están firmados por todos los guardias —observó David, mientras agitaba los papeles en la mano.

—El sospechoso firma, sí, pero vuelve al interior con cualquier pretexto, a un lugar en el que permanece escondido.

—La sala de electricidad —sugirió David—. Los informes de huellas indican rastros en distintos puntos. Alguna huella está completa, pero otras son sólo fragmentarias, como si alguien hubiera estado sentado en el suelo, apoyado en la pared.

—Eso es lo que decía el informe del laboratorio —confirmó Pedro.

—Nadie comprueba aquella sala y nadie vigila los pasillos de servicios generales —continuó Héctor—. Al ladrón le basta con tener paciencia y esperar. Antes ha estudiado las conexiones eléctricas de los armarios distribuidores de esa sala y el cableado de las alarmas.

—Los letreros de las cajas facilitan bastante la tarea —intervino Pedro, y añadió, guasón—. Es como si los hubieran puesto para que los rateros no se equivoquen...

—Es un profesional de la electrónica —siguió Héctor—. Ha trabajado en la instalación de equipos de seguridad. Sabe qué cables tiene que cortar para que se desconecte la alarma de la Capilla Real, cuáles inutilizan el sistema de bloqueo de la cámara fuerte, cómo reiniciar luego la instalación...

—Los cables manipulados son precisamente los que afectan a la Capilla Real y al Relicario —señaló David.

—Conoce los horarios y los recorridos de los vigilantes nocturnos. Sabe cuál es el momento oportuno para actuar. Y entonces, a medianoche, sale de ese cuarto y se dirige a la Capilla Real. Desde aquí hasta aquí —dijo Héctor, señalando en el plano la sala de electricidad y la capilla— sólo hay un posible itinerario que no tiene peligro ni está controlado: no hay alarmas, ni vigilancia, ni nada. Y es éste —añadió, recorriendo con el dedo los pasillos y escaleras hasta el final—. Sesenta metros.

—En la capilla trabaja rápido —apuntó David—, pero de todas formas dispone de tiempo: cuenta con una hora para desactivar la cámara fuerte...

—Que es de la marca SPF —recordó Pedro—. Y él conoce bien esos aparatos, porque ha sido instalador de la empresa.

—Eso es... Así que desmonta las piezas que necesita. Lleva el instrumental adecuado, desbloquea el sistema y la puerta se le abre de par en par, franqueándole el paso al botín.

—No deja huellas —intervino David—. Trabaja seguro: usa guantes y se protege los ojos con unas gafas de visión nocturna y con lentes de aumento para manipular con precisión la caja de seguridad.

—Coge el arca de la infanta, la abre, saca el medallón, lo envuelve en un pañuelo y lo oculta en su bolsillo. Mira el oro, los esmaltes y las piedras preciosas de esa caja, que valen mil veces más que el objeto que se ha guardado. Tal vez por un instante pase por su cabeza el deseo de apropiársela. Pero no lo hace. ¿Por qué? Porque es un profesional. ¡Y trabaja por encargo!

—¡Claro! Ésa puede ser la razón... —exclamó Pedro, con tanto entusiasmo como si ya hubiera resuelto definitivamente el caso.

—Luego vuelve a dejarlo todo como estaba y rápidamente inicia la tarea de montar la cerradura de la cámara fuerte.

—Antes de irse lo limpia todo con un paño, para que no quede ninguna huella de su trabajo —añadió David—. Ve que se ha caído una pequeña gota de aceite al suelo; la limpia también, pero al hacerlo, deja un mínimo rastro delator en el suelo.

—Y en la alfombra de la capilla, gruesa y mullida, han quedado grabadas las marcas de sus botas —aportó Pedro.

—Entonces regresa a la sala de electricidad —siguió reconstruyendo Héctor lo que pudo haber sucedido la noche del robo—. Se pone a recomponer las conexiones eléctricas, hace algunas soldaduras y las oculta con cinta aislante, confiando en que nadie se percatará de los arreglos.

—Luego pasa el resto de la noche sentado en el suelo, espera el amanecer, y por la mañana es el primero que está en su puesto. ¡Un trabajador ejemplar! —concluyó Pedro con sarcasmo.

—Deberíamos interrogarlo ya mismo —propuso entonces David.

—No —discrepó Héctor—. Todavía no. Lo tenemos vigilado. Él nos llevará al lugar donde está oculto el medallón. Tenemos que esperar, no vayamos a espantarlo.

Héctor encargó a David y a Pedro que averiguaran si había alguna novedad acerca del lienzo Las lágrimas de san Pedro y que investigaran si había algún indicio sobre la puesta en el mercado del medallón que había desaparecido. Durante todo el día los dos inspectores estuvieron visitando galerías, anticuarios y casas de subastas. Sus visitas eran rápidas y los responsables de las tiendas de arte se limitaban a hacer un gesto de perplejidad, negar con la cabeza y despedirlos amablemente. Los dos sabían de sobra que el mundo de las antigüedades no era siempre tan transparente como sería deseable.

En la calle Goya se encontraba una de las mejores casas de arte. Los compradores sabían que en ella no había muchos productos expuestos, sino sólo piezas excepcionales. Sus clientes solían ser museos, coleccionistas caprichosos e inversores con mucho dinero... o con necesidad de ocultar los beneficios de algún negocio. De pie en el despacho del gerente estaban David y Pedro, frente a aquel hombre de aspecto menudo, cuyos ojos los miraban con recelo desde detrás de las gafas con montura de concha.

—No he oído nada sobre un medallón de oro del siglo XVII —les dijo—. No está a la venta... Al menos que yo sepa —añadió, prudente.

Pedro se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta.

—Si tiene alguna noticia, llame a este teléfono —le pidió, entregándole una tarjeta.

—¿Conoce a este hombre? —intervino entonces David, mostrándole una fotografía.

El responsable de la galería la observó con atención y se quedó pensativo, como si tratara de recordar qué le traía a la mente aquella imagen.

—Se llama Ángel del Valle y de Velázquez —añadió David.

—Sí... —dijo el anticuario, ajustándose las gafas y levantando el rostro hacia los dos inspectores—. Ya recuerdo... Hace años estuvo varias veces por aquí. Le interesaban algunas piezas del Barroco español.

—¿Es cliente?

—No, no. En aquella temporada nos entró algún lote de joyas del XVII. Ya sabe... platería, relicarios y cosas así.

—¿Él se las ofreció?

—No, al contrario. Estaba interesado en adquirirlas.

—¿Lo hizo?

—Sí, sí. Compró alguna.

—¿Cara?

—¡Muy cara! —exclamó—. No eran piezas vulgares. Alguna había pertenecido a la corte.

—¿Las compró para él?

—No lo sé. Quizá fuera un intermediario. No es fácil que esos productos salgan al mercado, y normalmente van a parar a museos.

El hombre volvió a mirar la fotografía que le había enseñado David.

—Sí, sí, es él —confirmó—. Lo recuerdo bien.

—Así que podía ser un intermediario... —repitió Pedro.

—Sí, podía serlo... —afirmó sin demasiada seguridad—. Aunque a mí me pareció más un coleccionista. Los intermediarios suelen comportarse de otro modo. Él buscaba piezas muy concretas... Sabía lo que le interesaba y lo que no.

Cuando salieron a la calle, Pedro se subió instintivamente el cuello de la gabardina. El frío se había instalado sobre la sierra de Madrid y desde allí llegaban ráfagas de aire helado que cruzaban a rachas las calles de la ciudad.

—Un coleccionista... —murmuró Pedro—. Ese hombre es un coleccionista de arte. Le interesan piezas únicas del siglo XVII. Y el medallón era una muy excepcional.

—Eso explicaría algunas cosas —comentó David—, pero seguimos sin tener pruebas.

—Ya caerán.

—No debemos precipitarnos: ser un coleccionista de arte con dinero no es ningún delito.

Habían dejado el coche aparcado a bastantes metros de la galería de arte. Caminaban aprisa, David con las llaves ya en la mano y Pedro pegado a la pared, esforzándose por seguir el ritmo apresurado que llevaba el otro. Al pasar por una cafetería, le sorprendió ver que todos los que estaban de pie junto a la barra miraban fijamente la televisión colgada en una de las paredes. Se detuvo, extrañado por la atención que suscitaban las imágenes de la pantalla, empujó la puerta y entró en el establecimiento. En la televisión aparecía la imagen del presidente del Gobierno, solo y con semblante serio.

—«He llegado al convencimiento de que hoy, y en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia. Me voy, pues, sin que nadie me lo haya pedido...» —decía, abatido y ojeroso, desde la pantalla.

David entró en ese momento, sorprendido al ver que Pedro se había parado en el bar sin comentarle nada.

—Adolfo Suárez ha dimitido —le dijo en voz baja, inclinando la cabeza hacia él.

—¿Qué me dices? —replicó David.

—Ya lo ves —le confirmó, levantando la barbilla hacia la pantalla.

—«... Este comportamiento, por poco comprensible que pueda parecer a primera vista, es el que creo que mi patria me exige en este momento».

Se quedaron los dos escuchando, perplejos. En la cafetería se había instalado un silencio poco habitual. Pedro meneó la cabeza hacia los lados con preocupación.

—Esto tiene muy mala pinta —dijo.

—Muy mal tienen que estar las cosas para que dimita el presidente del Gobierno y no pueda explicar por qué lo hace —comentó David—. Algo muy gordo se está cociendo.

El coche estaba aparcado a unos metros de la puerta metálica que daba acceso al chalet. Éste era uno de los más selectos de El Viso, una zona privilegiada de Madrid con casas individuales, rodeadas de un pequeño jardín: un oasis en medio de la urbe de avenidas ruidosas y de altos edificios. En la calle había varios coches estacionados y entre ellos pasaba desapercibido el vehículo azul oscuro, de cristales tintados, en cuyo interior vigilaban desde hacía días los dos agentes, uno vestido con gabardina y el otro, con un chaquetón de cuero.

—¿Has oído la noticia? —preguntó éste.

—Estaba cantado —le contestó el otro con absoluta convicción.

—Pero ¿qué dices? —se extrañó el primero.

—No le quedaba otra: estaba acorralado. Todos iban a por él: los sindicatos, la oposición, los militares, la Iglesia... Hasta su propio partido. Era su única salida: tenía que dimitir.

—¿De qué hablas?

—De Adolfo Suárez, el presidente del Gobierno —le corroboró—. Que ha dimitido.

—No, yo no me refería a eso.

—¿Pues a qué te referías?

—Al secuestro.

—¿Lo han secuestrado? —preguntó con extrañeza—. ¿Han secuestrado al presidente del Gobierno?

—No, a él no —aclaró el otro—; a un ingeniero de la central nuclear de Lemóniz.

—¿Quién lo ha secuestrado?

—ETA. Y ha amenazado con matarlo en una semana.

—¡La madre que los parió! —estalló el agente de policía.

En el interior del coche se hizo un silencio denso. Una ráfaga de aire agitó las ramas desnudas de los árboles. Una hoja muerta cruzó por delante del cristal, chocó con la carrocería y quedó atrapada en el limpiaparabrisas.

—Esto se va a la mierda —protestó cabreado, dando un golpe con la palma de la mano en el salpicadero.

—Es lo que nos faltaba... —se quejó el otro, más sereno—. Encima un secuestro...

—¡Ya basta! —volvió a estallar el primero—. ¿A qué esperan los militares?

Una nueva ventolera movió las ramas en los jardines. En la calle se formaron algunos remolinos. El viento arrastraba hierbas y hojas secas arrancadas de los árboles; las traía y llevaba sin rumbo fijo, formando desordenados montones al azar. Una racha de aire los empujaba hacia la acera y los revolvía; después otra los dispersaba y los arrastraba al otro extremo de la calle, como si los gobernara a latigazos.

Los dos policías, dentro del coche, permanecieron un rato en silencio. El que ocupaba el asiento del conductor encendió la radio, pero apenas sonaron las primeras melodías de una canción de moda, la apagó. El mutismo volvió a instalarse, pesado como una losa, en el interior del coche.

De repente oyeron la estridencia de unas sirenas que sonaban cerca. Se volvieron los dos hacia atrás, de donde procedía el repentino alboroto, y en ese momento vieron aparecer por la esquina de la calle una ambulancia que pintaba de ráfagas azules los muros de los chalets. La calma del lugar se convirtió enseguida en un escándalo de luces y pitidos. Los investigadores siguieron con la vista el recorrido del vehículo y vieron con sorpresa que se detenía delante del chalet que estaban vigilando.

—¡Una ambulancia! —exclamó el de la gabardina—. Han pedido una ambulancia.

Dejaron de sonar las sirenas, pero las luces giratorias azules teñían con una señal de urgencia la tranquilidad de la calle. Dos enfermeros bajaron aprisa del vehículo, abrieron las puertas traseras, sacaron una camilla y se acercaron corriendo a la cancela metálica. Ésta se abrió y desaparecieron en el interior.

—¿Qué habrá ocurrido? —dijo el conductor, extrañado.

—A lo mejor es una estratagema.

—¿Para qué?

—Para distraernos... Para escapar. ¡Qué sé yo!

Se quedaron en silencio, atrincherados en el coche, mirando con ansiedad la valla de hierro cerrada.

—Ahí vuelven —dijo al momento el de la gabardina.

Los dos enfermeros empujaban apresuradamente la camilla, en la que iba tumbada una persona con una mascarilla de oxígeno, cubierta por una manta. Detrás caminaba con gesto de preocupación el hombre vestido con abrigo negro de cuero. Subieron la camilla a la ambulancia, cerraron las puertas traseras y los dos enfermeros se montaron rápidamente, cada uno por una de las puertas laterales de delante. Volvieron a conectar la sirena, arrancaron y salieron como una exhalación del aparcamiento.

—¿Qué hacemos? —preguntó el que estaba al volante.

—Síguela —resolvió su compañero.

El coche se puso en marcha con un chirrido de las ruedas. El conductor aceleró para no perder la pista de la ambulancia. No se detuvo en el cruce y dos coches frenaron a su derecha a escasa distancia, cuando ya casi estaban a punto de colisionar. Cruzaron el paseo de la Castellana a una velocidad de vértigo. La ambulancia se abría paso entre los vehículos, sembrando el estruendo de su sirena por las calles atascadas de la ciudad. El coche la seguía, cambiando de carril peligrosamente. Un semáforo se puso en rojo cuando estaban casi en el cruce. La ambulancia ya lo había sobrepasado y seguía su carrera frenética al otro lado de la calle.

—¡Acelera! —ordenó el conductor de la gabardina, y una retahíla de bocinazos señaló el pasmo y el peligro de quienes tuvieron que frenar en el último momento en medio del cruce.

La ambulancia giró hacia Moncloa y en la plaza de Cristo Rey disminuyó la velocidad. Los agentes vieron que se detenía en la puerta de Urgencias del Hospital Clínico. Con la misma premura de antes, bajaron los enfermeros, abrieron las dos puertas de atrás, sacaron la camilla, cruzaron la puerta de cristal y se perdieron en el interior del Clínico empujando la camilla.

—Para un coleccionista, el medallón de Felipe IV es una pieza muy codiciada —comentó Elena.

Estaba con Pedro, David y Héctor en el despacho provisional de éste en el Palacio Real. David los había puesto al corriente de las entrevistas que habían mantenido con propietarios de galerías de arte y anticuarios de la ciudad.

—Pero ¿sabéis cuál es el principal interés de esa joya? —preguntó Elena.

—¿Cuál? —se adelantó Pedro.

—Precisamente lo que no se conoce —contestó, enigmática.

—¿A qué te refieres? —intervino David.

Elena abrió el bolso que llevaba colgado del hombro y sacó un cuaderno. Mientras lo hacía, les explicó:

—En el tesoro del palacio se conservaba el medallón del Paraíso que han robado. Es una joya de orfebrería, sí, pero está incompleta. En el borde, la circunferencia de esa insignia tiene una guía de oro. ¿Sabéis por qué?

Los tres miraron a Elena con curiosidad.

—Porque esa guía encajaba en una pieza mayor. El medallón completo de Felipe IV estaba formado por el conjunto de las dos piezas. Hay testimonios de la existencia de ese medallón, pero sólo se conserva la parte que se guardaba en el tesoro del Palacio Real. Si alguien consiguiera las dos partes, juntas sí que tendrían un valor considerable.

Buscó entre las páginas del cuaderno, abrió una y les mostró los dibujos que tenía.

—Así era el medallón —les dijo.

Héctor cogió la libreta para ver el dibujo. Ella, a su lado, señaló con el dedo en la página que tenía abierta.

—Ésta es la pieza robada. Por un lado tiene grabada la escena del paraíso: Adán y Eva, desnudos, de pie, uno a cada lado del árbol del Bien y del Mal. El fondo está esmaltado con diversos símbolos de contrarios: el día y la noche, alfa y omega, el principio y el fin... En la otra cara contiene una reliquia protegida por un cristal —siguió explicando, mientras les indicaba otra de las ilustraciones—, engarzado en el centro de una cruz también de oro sobre un fondo de esmalte. Ésta es la pieza que estaba en el Palacio Real y que ha desaparecido.

—O sea, un relicario —apuntó Héctor.

—Eso es. Fue grabado en oro fundido y cincelado por uno de los orfebres de la corte, para guardar una reliquia de gran valor: un lignum crucis, una astilla del madero en el que fue crucificado Cristo.

—Que el rey solía llevar colgado al cuello como una medalla... —añadió Héctor.

—Exacto —confirmó Elena—. Porque no podemos olvidar su significado. Representa por un lado la culpa y, por otro, la liberación. La enfermedad y la cura. La condena y la salvación del hombre.

—¿Y esta otra parte? —preguntó Pedro, señalando el dibujo.

—Ésa es la pieza de orfebrería en la que iba encastrado el medallón que ha desaparecido. Tenía forma de media luna con las puntas hacia arriba. En el hueco que dejaban las dos puntas abiertas llevaba otra guía, en la que encajaba el aro de la pieza robada. Su circunferencia cerraba exactamente la parte abierta y así formaba un medallón más grande. Ése era el medallón de Felipe IV completo: el que llaman en el inventario medallón del Sol.

—¿Y estos motivos que tenía grabados? —se interesó Pedro, al ver las reproducciones que aparecían en la libreta.

—En la cara del paraíso estaban representados el sol y la luna. Del sol nacían unos rayos de oro. La luna estaba rodeada de un cielo esmaltado de estrellas.

Héctor giró la página y señaló el medallón por el lado que tenía la reliquia. Elena continuó:

—Debajo de la reliquia figuraba la cara del rey, de perfil, tal y como la conocemos por los cuadros de Velázquez. A su alrededor había una banda dorada con el lema: Res prae Manibus existens.

—¿O sea? —le requirió Pedro.

—«Todo lo tenemos al alcance de las manos.»

—Será algunos... —protestó Pedro con sorna.

—Esa efigie era un salvoconducto. Quien la llevaba estaba actuando en representación del rey. Y el rey entonces lo tenía todo.

—Pero lo malgastó, porque fue un desastre de gobernante... —añadió Pedro.

—Así es. Esas palabras están sacadas del lema de Miguel Escoto, que era más extenso y menos optimista: «Todo lo teníamos al alcance de la mano, y lo perdimos.» Pero Escoto se refería al paraíso.

Se quedaron los tres en silencio, observando los dibujos del cuaderno. Un instante nada más, porque en ese momento asomó por la puerta el agente que se encargaba de las escuchas.

—Han llevado a Ángel del Valle al Hospital Clínico —les informó inmediatamente.

—¿Cuándo? —preguntó Héctor.

—Hace un rato; en una ambulancia.

—¿Quién está con él?

—El hombre que lo acompaña siempre, el que vive con él.

—No, no... —rectificó Héctor—. Me refiero de los nuestros.

—Los dos agentes encargados del seguimiento están vigilando en la planta del hospital.

—Bien —asintió Héctor.

El inspector continuó hablando:

—Poco antes de que llegara la ambulancia interceptamos una llamada telefónica.

Colocó sobre la mesa el reproductor que llevaba, apretó un botón y en el despacho se oyó la voz crispada del mismo hombre que en la grabación anterior:

«¿Cuándo me vais a pagar lo que se me debe?»

«¿Quién es usted?», preguntaba otra voz, también nerviosa.

«Dile a tu amigo que cumpla lo convenido.»

«¿El qué? ¿A qué se refiere?»

«Él ya sabe de qué estoy hablando» —le respondía alterado, con acento amenazador.

«Oiga...»

Pero la palabra quedó en el aire, porque en la grabación se oía que el otro colgaba el teléfono bruscamente.