XII

—Deberíamos intervenir sobre los sospechosos —dijo David.

—Todavía no —replicó Héctor—. Aún no tenemos pruebas concluyentes.

—Pero hay suficientes indicios para hacerlo: han manipulado la alarma y han intervenido la apertura de la cámara fuerte. Un vigilante del palacio estuvo en los dos sitios... cuando no debería haber estado en ninguno de los dos.

—¿Qué garantías tenemos de que fuera él?

—Las huellas.

—Sí, pero no es definitivo que sean suyas.

—¿Cómo que no? Coinciden el número, la suela, el tipo de calzado. Es el único vigilante que cumple todas las características.

—¿Y si fueran de otro? —planteó Héctor, prudente.

—Lleva una vida semiclandestina. Tiene conocimientos de electrónica. Tenemos grabadas conversaciones suyas comprometedoras... ¿Qué más quieres?

Estaban los dos de pie en el despacho que Héctor había mandado acondicionar en la zona de los servicios administrativos del palacio. Héctor se acercó a la ventana y se quedó contemplando la mole de piedra blanca de la fachada de enfrente, con las columnas estriadas y los capiteles jónicos. Los reyes godos se alzaban majestuosos sobre sus peanas en la balaustrada del tejado. Todo aparentaba solidez en ese edificio que parecía desafiar los vaivenes de la historia. Pero las cosas son más vulnerables de lo que parecen...

—¿Qué se sabe de las personas que grabaron las cámaras de seguridad? —preguntó.

—No se han localizado todavía.

—En el vídeo mostraban una actitud sospechosa... Miraban con recelo y parecía que estuvieran tratando de averiguar dónde había puntos de vigilancia.

—Sí, pero no es una pista fácil. Ninguno estaba fichado. No sabemos nada de ellos.

Héctor contemplaba los modillones de la fachada, donde estaban tallados unos leones que sujetaban con los dientes armaduras de los soldados enemigos y haces de flechas.

—¿Por qué no interrogamos al vigilante? —planteó David.

—Todavía no. No tenemos pruebas. Si sospecha que vamos tras él, podría dar la espantada. No podemos exponernos a perder la pista más fiable. Hay que seguir vigilándolo.

Héctor era prudente y cauteloso. Sabía que no son suficientes los indicios. Necesitaba tener alguna prueba irrefutable, averiguar si había alguien más detrás de aquel robo. No quería precipitarse. Miró de nuevo los modillones de piedra de la fachada. Ésa era la estrategia, pensó: seguir con paciencia a los sospechosos y cercarlos sin que se dieran cuenta. El salto sobre ellos había de hacerse cuando ya no tuvieran espacio para la huida. Como los leones con sus presas.

En ese momento se abrió la puerta del despacho y entró Pedro, que llegaba de la calle, cubierto con la gabardina, con el cuello levantado, como siempre: una costumbre que había adquirido en sus primeros años de investigador callejero. Por alguna extraña razón, le hacía sentirse protegido. En la mano llevaba un sobre que tendió a Héctor, mientras le decía:

—Aquí tienes la ficha de la persona que vive en el chalet de El Viso.

El sobre estaba cerrado. Héctor abrió el cajón de la mesa, cogió un abrecartas y lo rasgó de un tajo. Sacó el papel que había dentro y le echó una ojeada rápida. Después leyó en voz alta:

—Ángel del Valle y de Velázquez, nacido en Sevilla en 1935.

—Nació el mismo año que yo —comentó Pedro, celebrando la coincidencia—. Un hombre joven... —añadió risueño.

Héctor levantó la vista del folio, desconcertado por la jovialidad repentina del inspector, y al instante volvió al informe que tenía entre las manos.

—Hijo único de Alberto del Valle y de Velázquez y de Alfonsina Lapierre. Estudió Derecho, pero nunca llegó a ejercer la abogacía. Se dedica a dirigir las empresas familiares. Su padre tenía inversiones en varios negocios y le cedió a él la propiedad de Textiles del Valle, que abastece de uniformes militares al ejército desde hace más de un siglo. A su muerte, heredó todo el patrimonio familiar. Tiene inmuebles en Sevilla y Madrid.

Héctor dejó de leer, levantó la cabeza y se dirigió a Pedro para confirmar:

—¿Éste es el hombre al que llamó el vigilante del palacio que vive en Hortaleza?

—El mismo —asintió Pedro—. La llamada que interceptamos procedía de su teléfono.

—¿Vive ahora en el chalet que estamos vigilando?

—Eso parece.

—¿Y su familia?

—No tiene mujer ni hijos. No tiene familia. Sólo hay un hombre que vive con él.

—¿Qué relación les une? —se interesó Héctor.

—Aún no lo sabemos. Ignoramos por qué están juntos.

—¿Es un empresario como él? ¿Un criado? ¿Un amigo? ¿Algún familiar? —quiso indagar Héctor.

—Parece que no. Más bien es un secretario personal o algo así.

—¡Qué raro! —exclamó Héctor.

—Estamos investigando su pasado y la relación que mantienen.

—Porque este..., Ángel del Valle —insistió Héctor, leyendo el nombre en la ficha que tenía entre las manos—, es un hombre muy rico.

—Eso dice el informe.

—Hay algo extraño en todo esto, ¿no os parece? —les preguntó Héctor.

—Sí —reconoció David.

—Un rico empresario que vive solo, en un chalet de los más grandes de la zona...

—Vive con otro hombre. Quizá son pareja... —aventuró Pedro.

—Pareja ¿de qué?

—Pareja pareja —añadió encogiéndose de hombros.

—Pero...

Héctor se quedó dudando, abrió las manos, extendió los brazos y dijo finalmente:

—Pero... ¿se les ve juntos?

—Juntos, poco. Eso han dicho los agentes que los vigilan —informó David—. No salen del chalet.

—Hará cada uno su vida, supongo... Ya me gustaría a mí hacer lo mismo en mi casa —intervino Pedro con el tono bromista que acostumbraba.

—Reforzad los controles. Que no los pierdan de vista —ordenó Héctor.

—Las veinticuatro horas del día —asintió David—. Hay un coche camuflado en la calle y otro de refuerzo que controlan todos los movimientos de la casa.

—De momento no ha habido nada sospechoso —añadió Pedro.

—Si tienen algo que ver con este caso, ya lo habrá —sentenció Héctor—. Cometerán algún error.

Lo dijo con convencimiento, aunque en el fondo no estaba tranquilo. Pasaba el tiempo y seguían sin tener ninguna certeza sobre el robo. Él sabía que los delitos hay que atajarlos cuanto antes y las conspiraciones han de abortarse antes de que se produzcan. Si no, todo puede llegar a ser muy complicado.

Pedro había dejado abierta la puerta del despacho. En ese momento apareció Elena y los tres se volvieron hacia ella. Al ver su figura bajo el umbral, la contemplaron sorprendidos. Estaba atractiva. Vestía un chaquetón rojo ceñido con un cinturón de paño anudado informalmente. Las botas de cuero realzaban su figura esbelta y los pantalones negros ajustados le abrazaban las piernas con impudor.

—Nosotros ya nos íbamos —comentó David, al tiempo que señalaba a Pedro.

Éste lo miró con un gesto de sorpresa, vio que David se dirigía hacia la puerta y tardó un poco en reaccionar y hacer lo propio. Antes de salir del despacho, Pedro no pudo evitar volverse para mirarla de nuevo. En el pasillo le comentó a David, bajando la voz:

—Es guapa esta chica... —Y exageró un suspiro de resignación y de deseo.

Héctor se sintió en aquel momento un poco azorado frente a ella. No lo había experimentado antes, pero ahora ya no la miraba igual. Se fijó en el brillo de sus ojos grandes, en su mirada cálida... y se sintió turbado. ¿Qué le decían esos ojos seductores y esos labios entreabiertos que le sonreían con suavidad? Volvió a meter en el sobre el informe que le había entregado Pedro.

—Tenemos que centrarnos en la joya robada en el museo —comentó, pero el tono con que lo dijo parecía más una súplica que el establecimiento de un plan de trabajo.

—Claro —concedió ella, mientras se sentaba.

—Quiero decir que no podemos distraernos en seguir la pista de otras piezas que no sean ésta —quiso aclarar.

—Eso es lo mejor —admitió de nuevo Elena.

Mientras lo decía, pensó: «Quiere mostrarse amable. No le interesa el pasado, pero no me reprochará que yo se lo recuerde.» Ella sabía que era así, pero quiso confirmarlo. Comentó:

—¿Sabes que hay un documento en los archivos en el que se dice que el rey llevaba esa medalla durante la guerra?

—¿Ah, sí? —dijo él con resignación.

—Fue en la campaña de Aragón, cuando los segadores catalanes se alzaron contra el monarca y el ejército francés lo aprovechó para entrar en la Península.

—Algunos conflictos de hace tantos años aún siguen latentes... —contestó Héctor moviendo la cabeza.

—Los ejércitos franceses cruzaron los Pirineos y el rey no tuvo más remedio que convocar una campaña militar. Había entonces pocos recursos para la guerra, así que tuvo que fundir hasta las esculturas de bronce que estaban en el Salón de Reinos del Retiro para hacer las balas de los arcabuces. Los tercios formaban un ejército anciano, mal adiestrado y de dudosa reputación. Y para acabar de ponerse peor las cosas, fueron pocos los que se apuntaron a esa guerra. Hasta las órdenes militares, los nobles y los Grandes de España escurrieron el bulto.

—Mal panorama —juzgó Héctor.

—Malísimo —insistió ella—. Así que el rey tuvo que ponerse personalmente al frente del ejército y marchar al campo de batalla, para que los demás arrimaran también el hombro. Imagínatelo saliendo del palacio montado a caballo, vestido como un guerrero, con los pistolones en el arzón.

Héctor seguía de pie, junto a la ventana. No le entusiasmaba estar pensando en un rey lejano, cuando tenía bajo su responsabilidad averiguar si se estaba tramando algo contra el monarca actual. Pero él esperaba paciente a ver si Elena le hablaba del destino del medallón que había sido robado. Que era lo que en ese momento le preocupaba realmente.

—Imagínatelo —repitió Elena—. El rey va en medio de la soldadesca. Por primera vez en su vida oye el ruido metálico de las armas en campaña, el relincho de los caballos, el eco martilleante de las herraduras, los gritos de los capitanes, el chirrido de las ruedas de los carruajes y el bullicio caótico de los soldados.

Quiso manifestar Héctor algo de interés, y comentó:

—El rey miraría con melancolía y con algo de euforia todo ese jaleo militar al que no estaba acostumbrado, y que le pillaba ya un poco mayor.

Pero no era ese tema lo que a él le atraía, sino la voz de Elena a su lado. Héctor seguía de pie; ella se levantó de la silla, se acercó a la ventana y se puso junto a él, mirando la fachada pétrea del palacio que tenía enfrente.

—Tampoco el rey se enroló de buena gana —le dijo—. Mandó que le organizasen la expedición deteniéndose unos días en Aranjuez.

—No parece el camino más lógico para llegar a Cataluña.

—Ya... Pero allí podía esperar tranquilo a que se fuera formando el ejército; y eso le daba a él otros alicientes.

Elena se acercó a Héctor y lo miró un instante en silencio. Después apoyó la mano en el cristal y añadió, con la vista perdida de nuevo al otro lado de la ventana:

—Aquel palacio nunca había sido campamento de paso para la guerra. En sus salones y jardines el monarca había librado otras batallas más dulces...

Se volvió de nuevo hacia Héctor y lo miró con ojos tiernos y cálidos. En su mente tenía las imágenes de cómo habían sido aquellos días de espera en el palacio de Aranjuez, y deseaba contárselo.

Aquellos días previos a la guerra, las damas de la corte inundan de inocencia los caminos de los jardines y parterres. El rey las contempla desde el balcón mientras ellas se cuentan secretos al oído, estallan en risas y hacen mohínes seductores al cruzarse con algún oficial.

Le ha rogado a Isabel antes de partir que haga el viaje hasta Aranjuez para acompañarlo en su lecho en esas noches guerreras. Durante los días que dura la estancia allí, mientras se van reuniendo las tropas, ella se acuesta con él. Cada noche baña su cuerpo en sales, se perfuma con agua de olor y se acerca sigilosa a la cámara real. El rey la mira entrar con el revuelo de las ropas más leves que se ha traído para esas noches de despedida y de combate. Por el ventanuco entreabierto se ve una luna rota entre las nubes, que ilumina el perfil de la mujer que se ha sentado en el lecho. Se desnuda ella con parsimonia. Se descalza las zapatillas, va enrollando las medias de seda desde el muslo, desata los lazos de la enagua en el pecho, sentada aún sobre las sábanas. Entonces se levanta y deja que el vestido se deslice desde los hombros y quede alrededor de sus pies. El rey contempla ese cuerpo blanco y ya no tan joven. Se acerca a ella, le acaricia los pechos y le abraza la cintura. La llama de las velas tiembla y proyecta sombras inquietantes sobre la imagen de la mujer recostada en el lecho. Desde la pared, un ángel con una candela en la mano contempla los dos cuerpos abrazados y llora. El rey no lo sabe, pero ésas serán las últimas noches que tenga ese cuerpo entre sus brazos.

—Un mes estuvo el monarca en Aranjuez —dijo Elena, mirando a Héctor.

Los ojos de ella eran grandes y llenos de vida, y a él le parecieron ardientes y acogedores, como esos días en los que nos sentamos despreocupados junto al fuego de la chimenea.

—Pasado ese tiempo, el rey se puso de nuevo en marcha —siguió contándole.

Pero Héctor estaba colgado de sus ojos y más pendiente de sus labios encendidos, que tenían el calor de las brasas en las chimeneas del invierno.

—Montado en el caballo, bamboleante y algo dolorido en las nalgas —oía Héctor la voz de Elena junto a él—, el rey observaba la soledad de la meseta y los amplios campos desiertos por los que pasaba la comitiva camino de Aragón. Veía aquellos campos interminables, los secos páramos y el color amarillento de algunos escuálidos rastrojos de trigo. Entre aquellos caminos de polvo aparecían de vez en cuando destartalados poblachos, con casas de adobe y huertas con los muros derruidos. ¿Te imaginas —le preguntó Elena— lo que sentirían los pobres campesinos que se cruzaran de improviso con tal ejército, capitaneado por el mismo rey?

Un campesino va montado en un asno, canturreando por el camino. Oye el alboroto de la comitiva y se aparta al ribazo. Pasa junto a él la tropa de soldados. Atruena el ruido de las botas de cuero. Resuenan los choques de las cinchas, las hebillas de los cinturones, los correajes, los trastos de las mochilas. Levantan tal polvareda que al instante el campesino queda envuelto en una nube, no ve nada y sólo oye el ruido atronador de los que pasan. Se asusta el pollino y da dos coces inútiles al aire. El campesino cae al suelo y rueda hasta los pies de la tropa. Queda tendido ante un fornido soldado: los brazos en el suelo, las rodillas hincadas, postrado.

—¿Qué buscas tumbado así, bujarrón? —le grita uno, colocándose detrás de él, en una postura impúdica.

Y otro, que pasa a su lado, le da la espalda y se inclina con un gesto obsceno:

—Bésame el culo.

Estallan las risotadas. Y el campesino observa desde el suelo, todavía asombrado, el polvo del cortejo que se aleja.

Al rato, la comitiva se detiene junto a un regato del río. Hay una pequeña arboleda en la orilla. El rey oye las voces ásperas de los capitanes, que mandan parar a la tropa, ordenan el estacionamiento y organizan las vituallas. Chirrían los frenos de hierro de las carrozas. Tintinean los jaeces, chocan las espuelas, las cadenas metálicas y los arneses militares. Abrevan los caballos en la orilla del río, mientras la soldadesca sudorosa aguarda órdenes.

—Dos jornadas más y habremos llegado a tierras de Aragón —le informa su secretario al monarca.

Él asiente en silencio, desciende del caballo, se refresca con el agua que le acerca el ujier y camina un trecho para mover las piernas agarrotadas. Desde el ribazo contempla los campos resecos. Es el tiempo de la vendimia. Los árboles han comenzado a perder sus hojas. Se caen las avellanas, los almendros y las nueces arrugadas de las ramas de los árboles. Ya están desnudos los cerezos y los perales. Ya no hay tomateras en los huertos y el agua se ha secado en las acequias. Observa a lo lejos a algunos campesinos dispersos por los viñedos. Cortan los racimos de las cepas y los dejan apelmazados en grandes cestos. Con el peso, se reventarán algunas uvas y el zumo goteará rojizo entre las grietas de los canastos.

Enseguida se pone en marcha la comitiva. Cuando la tropa cruza el río, Felipe IV observa a dos niños recostados en el muro, junto a las arcadas del puente. Están sentados en una piedra, con los pies descalzos, la camisa abierta en el pecho, las mangas rasgadas y las rodillas de los pantalones rotas. Junto a ellos hay un cesto de mimbres, del que cuelgan racimos de uvas. El mayor sostiene en las piernas un melón maduro. Ha cortado ya varias rodajas. Mastica con la boca llena y el carrillo hinchado. Mira al otro riéndose y babea el mordisco de un trozo de melón recién partido.

El sol brilla en las crines sudorosas de los caballos. Apenas una brizna de aire mueve de vez en cuando las hojas de los pocos árboles que jalonan los senderos. Un grupo de vendimiadores descansa a la sombra de un almendro, junto al camino. Beben el mosto de la uva de una jarra de arcilla, mientras hablan con grandes aspavientos y risotadas. Alguno ha trenzado unas coronas con sarmientos frescos y hojas verdes de la vid, y se las han puesto en la cabeza unos a otros entre carcajadas. Un soldado se acerca bromista al grupo, hinca la rodilla ante el más joven y hace una reverencia teatral mientras éste lo corona también con unas hojas de hiedra. Ríen todos. Uno de los vendimiadores, que lleva un ancho sombrero negro, le ofrece un cuenco rebosante de mosto. Bebe el soldado con ansiedad, dejando que un reguero se deslice generoso por la comisura de los labios y baje, escurriéndose por el cuello, hasta la pelambre enredada de la pechera.

—¡Que nadie se detenga! —grita la voz destemplada del sargento—. ¡Que nadie salga de la formación!

Y todos dejan de mirar a los campesinos, cogen sus bártulos y echan a andar más deprisa.

El rey contempla los huertos miserables que se amontonan a la orilla del río, como si fueran harapos zurcidos en la tierra. Hay un campesino trabajando una pequeña parcela junto al camino. Tiene un asno atado al arado y araña la tierra con tesón. Cuando el burro se atasca y no puede arrancar la reja de los terrones resecos, él mismo se coloca junto al animal, agarra con fuerza el ronzal, espolea al pollino y tiran los dos del arado. Los soldados lo observan mientras caminan. Uno le grita, guasón:

—¡Engánchate tú los serones y deja que el burro conduzca el arado desde atrás!

Todos alrededor ríen la gracia. El campesino no ha podido oír el comentario, pero se da cuenta del jolgorio general. Se detiene, mira curioso a la comitiva y vocea amable:

—Vayan con Dios también sus mercedes. —Y luego añade entre dientes—. Y que no vuelvan.

—Tres meses tardó el rey desde que salió de Madrid hasta que llegó a Molina de Aragón, donde se juntaron las tropas —le contó Elena—. Para entonces los franceses ya se habían apoderado del Rosellón catalán.

Héctor se volvió hacia la mesa. En una esquina había un termo de café. Cogió una taza, la llenó y se la ofreció a ella, que le sonrió con un gesto de agradecimiento. Después se sirvió otra para él. ¿Cuándo iba a contarle lo que había averiguado sobre el medallón? La invitó a sentarse en el pequeño sofá de dos plazas que había junto a la ventana. Ella se quitó el abrigo y lo dejó sobre el respaldo de una silla. Héctor contempló su belleza serena. Elena era la frescura de la juventud; se le veía en la cara, en el brillo de su pelo revuelto, en la descarada naturalidad de sus gestos. Héctor miró la abertura del cuello de su camisa blanca, con los primeros botones desabrochados. La piel se mostraba suave y tersa, como si estuviera ya dispuesta para la caricia, pensó Héctor en el momento en el que ella descruzó las piernas, se inclinó un poco y bebió un sorbo de café que le dejó los labios humedecidos y brillantes.

Héctor quiso preguntarle entonces por el medallón, pero en ese momento ella siguió hablando:

—El ejército español había conseguido reclutar quince mil hombres: numerosos, pero insuficientes, mal armados y sin motivación ni adiestramiento para el combate. Entre los soldados de leva, pendencieros, desarrapados y hambrientos, había algunos que en ningún momento se quitaban la camisa, aunque hiciera calor. ¿Sabes por qué? —le preguntó a Héctor.

Él hizo un gesto negativo, frunciendo los labios.

—Porque llevaban la espalda marcada y no querían que nadie los descubriese. A los ladrones se les marcaba a fuego una L; y a los vagabundos, una B. Quienes llevaran impresas esas letras no podían formar parte de los tercios españoles. Pero eran tiempos de hambre...

Dejó Elena la taza sobre la mesa. Se recostó en el sofá y volvió a cruzar las piernas, que a Héctor le parecieron más largas y esbeltas, con los pantalones ajustados y las botas de cuero prietas.

—El rey estaba al mando del ejército —siguió contándole—, pero quien dirigía las operaciones era el marqués de Leganés. Desde la colina donde había instalado el puesto de mando podía ver el ejército esparcido en medio de los campos amarillentos, entre las parcelas de cereal reseco, junto a los rastrojos que se alzaban como puntas de lanzas contra las botas de cuero de los soldados. Cuando miraba a lo lejos, el marqués veía los estallidos de luz en las picas de los lanceros, que eran un presagio de las explosiones del combate inminente. ¿Te acuerdas de Jerónimo Villanueva? —preguntó Elena de repente, acercándose a Héctor.

—¿El del convento de San Plácido? —reaccionó él.

—Ése, sí, el que sospechaba que su mujer lo había deshonrado con Diego de Acedo, un hombre de baja estatura, un enano que trabajaba en la corte, en la oficina de la Estampilla.

Héctor se llevó la taza de café a la boca y lo bebió de un trago. Luego se recostó en el sofá. Se sentía a gusto con ella, pero estaba impaciente. Elena pensaba entonces en el medallón del rey, que había quedado entre los dedos de la mujer de Villanueva al derrumbarse asesinada en su alcoba.

—Don Diego se había librado de milagro de la venganza de Jerónimo Villanueva —dijo, cerrando los ojos en un parpadeo—, gracias a que no tuvo que ir a la oficina de la Estampilla el día que Villanueva mató a su mujer y luego lo esperó inútilmente apostado en la pared de una corraliza por donde él pasaba cada día. Pues antes de la batalla —añadió— ocurrió un altercado con ese hombre.

El marqués de Leganés pide que le acerquen su carroza para dirigirse al Humilladero. Quiere acompañarlo don Diego de Acedo, que presume de codearse con los grandes, y se sienta arriba, en el pescante, junto al cochero. Va vestido con un recio capote y un sombrero negro amplio, que lleva ladeado. Tiene un bigote grueso y con afiladas puntas hacia arriba.

El calor inunda el aire de tábanos que zumban alrededor de las mulas. El primer caballo que tira de la carroza tiene un enjambre de moscones en los traseros. Algo espanta al animal, porque antes de que el cochero chasquee el látigo, y sin que haya agarrado aún las riendas, se revuelve furioso y tira de las correas, haciendo correr a los demás corceles, desorientados. Cae el marqués de Leganés de espaldas sobre los asientos, pierde el cochero las correas y se desequilibra sobre el pescante. La carroza se lanza descontrolada por el camino, balanceándose por las roderas que han marcado los carros de los campesinos.

Algo más allá avanza hacia ellos la compañía del marqués de Salinas, doscientos hombres que marchan despacio pero inexorablemente. Rebota el sol en los cascos de los primeros soldados y luego su brillo se nubla entre el polvo que levantan las botas y las herraduras de las caballerías. Todos ven con estupor cómo se acerca a ellos una carroza a galope tendido. La compañía ocupa el ancho entero del camino, lo mismo que la carroza, que parece dispuesta a lanzarse contra la tropa y producir un caos suicida. Hay asombro en los primeros soldados, miradas de estupor, espera impaciente, nerviosismo después y desconcierto.

—¡Alto! —grita alguien.

Y los hombres van deteniéndose, chocando los de atrás con los de delante, sorprendidos aquéllos por tan inesperada orden y ajenos a lo que se les viene encima.

Cada vez se ve más cercana la polvareda y ya se oye el retumbar pedregoso del galope de los caballos sin control y el chirrido de las ruedas de la carroza resbalando sobre las piedras del camino. La escuadra de arcabuceros está en la primera fila de la tropa de Salinas. Cargan atolondrados y ponen bala y taco fuerte. Disparan una salva: «al aire», asegurarán más tarde. Pero en verdad más de una bala pasa silbando el lomo de los caballos y hay una que da en la vara delantera del coche, haciendo saltar astillas. Se escuchan gritos y ayes, y en medio del barullo se oye la voz desesperada del cochero mandando parar a los animales, mientras tira sin piedad de la correa del freno, magullando los morros del primer caballo.

La carroza se detiene a escasos metros de la tropa.

—¡Aquí hay sangre! —grita alguien, entre el desconcierto y el polvo.

—¡Un herido! —se oye otra voz.

Don Diego de Acedo está demudado. El disparo ha roto la barra que le servía de apoyo; los palos le han rasgado la piel de las muñecas y las astillas que han saltado con la explosión le han hecho rasguños en la cara, que tiene manchada de sangre. Los soldados se arremolinan alrededor de la carroza.

—¿Qué ha sido eso? —preguntan los más retrasados, ajenos al peligro anterior de la estampida.

Algunos no pueden reprimir la chanza al ver al enano en estado tan patético: la cabellera desordenada, las greñas sudorosas pegadas a la frente, el color pálido de su tez, la expresión desolada, las manchas rojizas de la sangre, los ojos descompuestos y la mirada perdida.

Se levanta tambaleándose y se agarra a lo primero que encuentra a mano.

—¿Qué ha pasado? —pregunta, aferrado a un ronzal, sin darse cuenta de que está hablando a la cabeza de un caballo, que lo mira también con ojos de susto.

—Velázquez retrató al enano don Diego unos días después, en aquel poblacho —explicó Elena—. El cuadro está en el museo del Prado y, si te fijas bien, puedes ver en la cara del enano la cicatriz de aquel suceso, en la zona del rostro que queda levemente ensombrecida por el ala del sombrero.

—¿Y qué pasó en la batalla? —se interesó ya Héctor, entregado a lo que ella le estaba contando.

—Los tercios españoles recuperaron primero Lérida y luego volvieron a derrotar a los franceses en Fraga.

—¿Y Felipe IV estuvo en esos combates?

—En el puesto de mando. Vestía jubón amarillo y un coleto de ante liso. Imagínate a los soldados de tez morena, curtidos por la intemperie, vestidos con gabanes de cuero sucios, cómo mirarían a aquel hombre de rostro pálido y ojos tristes que parecería haberse extraviado por los campos encharcados de Lérida.

—Yo he visto esa imagen en alguna parte —intervino Héctor.

—Sí. El rey se llevó a Velázquez con él durante esa campaña para que lo retratara.

—¿Y ese cuadro está en el Prado?

—No, en una colección privada de Nueva York. El rey va vestido con un gabán rojo, la banda de capitán general cruzada en el pecho, la espada en la cintura, el bastón de mando en una mano y, en la otra, un tricornio negro con plumas carmesíes. El pintor hizo que posara en una actitud serena, pero el párpado caído del ojo izquierdo le da una mirada poco marcial, de resignada melancolía.

—¿Y el medallón? —preguntó entonces Héctor—. ¿Qué pasa con el medallón que estamos buscando?

—Ahora —lo tranquilizó ella—. Ahora te cuento.

El rey posa en un chamizo abandonado, que es la chimenea de un horno construida de adobe. El suelo está embarrado y ha sido necesario cubrirlo con espadañas cortadas del ribazo. La puerta se caía y un carpintero llamado con urgencia ha clavado cuatro tablas para apuntalarla, pero Velázquez retira las maderas y abre la portezuela para que dé un poco de luz en el rostro fatigado del monarca.

El trabajo dura tres sesiones. Velázquez lleva preparado el lienzo, lo coloca frente al monarca y, por primera vez en los más de veinte retratos que le ha hecho, se pone mirando el lado izquierdo de su rostro. Primero traza un rápido boceto, tratando de dar algo de dignidad al porte de ese monarca abúlico que se ha desplazado al campo de batalla, en un gesto que no habían tenido los reyes españoles desde San Quintín. Luego se entusiasma pintando los brillos plateados del coleto de ante. Sobre el fondo rojo distribuye manchas metálicas alrededor de todas las costuras; dibuja la valona blanca sobre los hombros, con encajes punteados de lino; ve refulgir las mangas plateadas de la camisola, la empuñadura del espadín, la banda de capitán general, la línea firme de la bengala de mando. Por la abertura del capote asoma un medallón que cuelga de un hilo de oro sobre el pecho del monarca.

Cuando Velázquez está dando un retoque al brillo dorado del medallón, entra a toda prisa un correo.

—Majestad... —le dice con voz entrecortada, haciendo una inclinación reverencial y entregándole una nota.

El rey desenrolla el pliego y lee el mensaje: «La reina ha caído enferma —le comunica el médico de la corte—. Tiene fiebres altas y dolores intestinales. Es grave —añade lacónicamente el texto—, y por eso he mandado se le comunique a V. M.»

El rey lo lee impasible, sin mostrar ningún gesto de turbación. Como ha hecho siempre desde que fue coronado, oculta cualquier manifestación pública de sus emociones. Mira al suelo y calla, asiente con la cabeza y el correo sabe que debe retirarse. Ordena a Velázquez que termine solo el cuadro y sale del cobertizo para disponer el regreso con urgencia.

Cuando está cerca de Madrid, en el árido pueblo de Maranchón, llega un nuevo correo de palacio con la noticia fatal. A galope y sin descanso ha recorrido el correo las leguas que separan Madrid de ese adusto poblado castellano.

—Señor, ocho veces la sangraron los médicos y todo ha sido inútil...

El rey se queda solo en su cuarto y abre un pequeño cofre que está sobre la mesa. Revuelve en su interior y saca un broche. Se apoya fatigado en el borde de la ventana, acerca una silla y se sienta. Observa el rostro de la reina estampado en el broche, y al inclinarse ve cómo se balancea el medallón que le cuelga del pecho. Apoya el codo en la mesa y deja caer el peso de la cabeza sobre la mano abierta. Cierra los ojos, desconsolado, mientras repite el lema que rodea la imagen del paraíso tallada en el medallón: «Lo teníamos todo, y todo lo hemos perdido.»

—Los reyes a veces viven solos y mueren también solos —comentó Elena—. Isabel tenía cuarenta y un años; llevaba veintisiete de matrimonio, y en ese tiempo había tenido ocho embarazos: unos hijos le nacieron muertos en partos prematuros; los demás murieron siendo niños, antes de sostenerse en pie, salvo la infanta María Teresa y el príncipe Baltasar Carlos. La reina acababa de sufrir un nuevo aborto. Al poco se sintió mal, tuvo fiebres altas, fue atacada por una erisipela aguda, se le obstruyeron las vías respiratorias y quedó enferma en cama. A los pocos días agonizaba y moría sola.

Héctor sintió de repente cómo se le enfriaba el ánimo y ya no podía mirar con deseo la piel que le mostraba el escote desabrochado de la camisa de Elena. La oyó decir:

—Sobre la cabecera de su lecho la reina tenía siempre un cuadro que le había pintado Velázquez: La coronación de la Virgen. En él Dios sujeta el mundo, que es una bola transparente, cristalina y frágil, que parece que se le está resbalando de los dedos, y está a punto de caérsele y de precipitarse al vacío.

Felipe queda abatido. Al día siguiente ordena los preparativos para regresar a Madrid. Pero no quiere ver el cadáver de su esposa en los salones lúgubres del Palacio Real ni ir a su entierro.

Mientras a la reina la amortajan, el rey va camino de El Pardo con un reducido acompañamiento. Al paso de la comitiva, los bosques sombreados de encinas dan un color melancólicamente negro al paisaje. Están ya resecas las carrascas, los matojos y los setos del monte. Por encima del séquito real vuela una bandada de vencejos que cruza el cielo oscuro, manchado de nubes grises. Y en ese momento, los caballos se revuelven asustados al oír el aullido angustioso de unos perros.

El cadáver de la reina, vestido con el hábito de las Descalzas Reales y ceñida su cabeza con una toca, es depositado en un féretro de plomo. De noche, lo bajan por una escalera secreta del palacio hasta el portalón, rodeado por los lloros y gritos de las plañideras vestidas de negro. En un cadalso cubierto de brocados es conducido con un solemne acompañamiento hasta El Escorial. Desde la lejanía pueden verse la hilera de hachas encendidas, los faroles de los carruajes y las teas del cortejo fúnebre que viaja durante toda la noche hasta el monasterio.

Mientras el féretro es depositado en el Panteón Real, el rey débil se encierra cobardemente solo en el palacio de El Pardo. En el pecho lleva colgando el medallón que tiene grabada en oro la primera pareja que fue feliz en el paraíso. Con una profunda melancolía mira el retrato esmaltado de la reina sobre la mesa y se lamenta: «Lo tenía todo, y todo lo he perdido.»