CAPITULO 13

EL regreso siempre es peor, y aún más malo, pesado, largo, si es de noche, si se conduce deslumbrado por la luz de los faros que vienen en dirección contraria. Fue un viaje interminable de Tijuana a Los Ángeles. Le vencía el sueño. Absorto en las líneas discontinuas de la autopista, le venían a la mente retazos de aquel encuentro envueltos en una atmósfera malsana. Empezó a temer que hubiera cometido un error.

—No es nada; no es nadie. Una puta camarera que se lo hace por sesenta pavos. Nada más, Mike. Y, además, no es de las mejores: una inexperta.

Quiso borrarla de su cabeza. No pudo. Nunca le había pasado en un primer encuentro. ¿Qué coño tenía de especial?

Mike Demon estaba cansado y no muy contento de su proceder. El coche estaba en su sitio; el maletero, cerrado; un tipo andrajoso le exigió un dólar y él se lo dio. Cuando se sentó al volante aún temblaba. Comenzaba a anochecer y sabía que el viaje de regreso le iba a parecer singularmente largo. Permaneció así quieto, un buen rato, mientras fumaba un cigarrillo, absorto, ajeno a la gente que pasaba por la acera y reparaba en la expresión alterada de su rostro. Luego, prendió el motor, maniobró lentamente, accionó el intermitente de la izquierda, desaparcó.

Salió de Tijuana con el regusto del amargor en la boca, con la borrachera del placer genital sacudiéndolo y su contradicción, el arrepentimiento, algo que no le ocurría cuando estaba con otras fulanas pero que sucedía con aquella chica. Una buena puta simulaba placer aunque no lo tuviera para halagar a su cliente, pues formaba parte de su cometido, estaba incluido en la profesionalidad que se le exigía a cambio de los emolumentos que recibía. Aquellas mujeres festejaban siempre su masculinidad, fuera cierta o no. Carmela no lo hizo. Fue como hacer el amor con una estatua, o con una muñeca hinchable extraordinariamente fidedigna. Estuvo su placer a la altura del desagrado de ella, acrecentó su excitación tocando un cuerpo que no manifestaba ni el más leve síntoma de agrado en los tocamientos a que estaba siendo sometido. Era algo de locos. Inexplicable. Le hacía sentirse mal.

Había una interminable cola en el puesto fronterizo y los aduaneros y policías de fronteras inspeccionaban de forma exhaustiva los coches mientras que, entre la maleza, que rodeaba la artificial línea de separación de los dos países, se formaban los primeros grupos de emigrantes clandestinos que aguardaban la llegada del coyote que debía pasarlos al otro lado, esquivando las patrullas equipadas con teleobjetivos de visión nocturna. En la jungla, un ejército de desheredados pretendía invadir los Estados Unidos sin contar con ningún ejército. Y esa tropa informe, hambrienta, de extrañas costumbres, iba a cambiar el país a la larga, a llevarlo a no se sabía dónde.

—Buenas noches, señor. ¿Lleva algo que tenga que declarar?

El agente de aduanas era alto, delgado, de labios finos y pómulos bien marcados. Parecía insobornable. Debía serlo para estar tan activo a esas horas de la tarde fronterizas con la noche, después de revisar cientos de coches y esperar hallar, aún, el gran alijo que diera sentido al exhaustivo control.

—Una botella de tequila y algunos regalos para mi mujer y mi hijo.

—Está bien. Salga del coche.

No había hecho nada ilegal, pero temblaba de nerviosismo como si llevara en el maletero un cadáver.

—Ábralo.

Lo hizo. El policía delgado inspeccionó su interior con una linterna y removió con las manos los regalos, alzó las bolsas. Luego lo dejó, le dijo que podía cerrar el maletero, seguir su camino.

Llegó a Los Ángeles de madrugada. Su hijo dormía a pierna suelta en su habitación siempre iluminada, en cuyo techo destellaban constelaciones de estrellas que giraban como un tiovivo hasta el alba. Sin despertarle, dejó el enorme sombrero de mejicano junto a la cama para que fuera lo primero que se encontrara cuando abriera los ojos, a la mañana siguiente.

—¿Por qué has tardado tanto? —le preguntó Suzanne mientras un bostezo ponía un intervalo de silencio en su frase.

—No tenías que haberme esperado despierta, cariño. El tráfico estaba horrible. La policía andaba buscando un alijo de droga y registraban todos los coches. Había una cola interminable.

—¿Y el negocio? ¿Cómo fue el negocio?

Subía las escaleras y él subía detrás de ella. Mike le puso la mano en la cintura y ella, extrañamente cariñosa, se volvió para darle un beso en la mejilla.

—¿No me has dicho cómo han ido los negocios con Andreas?

Llegaron a la habitación.

—Bien, muy bien. Conseguimos el sustancioso contrato en menos de veinticuatro horas, y con esa comisión tenemos para las vacaciones de este año. Creo que Ned Bakerey, ese maldito gruñón, terminará por felicitarnos.

—¿Cuánto? —quiso saber.

Sacó su vestido mejicano y lo extendió encima de la colcha.

—¿Te gusta?

—Es muy bonito —dijo cogiéndolo y colocándoselo encima del suyo, para ver cómo le quedaba—. ¿Me favorece?

—Te hace veinte años más joven.

—¿Has bebido, Mike?

—¿Qué? —empezó a desvestirse—. ¿Qué te hace imaginar que he bebido?

—Estás… —se detuvo, buscando la palabra justa— demasiado amoroso.

—¿Y no te gusta? —le dijo, abrazándola por sorpresa.

—Siempre pensando en lo mismo, Mike.

Le gustaba su olor, la combinación de jabón americano de tocador y aroma de la piel; pero más le gustaba el perfume de Carmela, perfume de piel sin más aditamentos que su desodorante de axilas, las gotitas saladas de sudor que perlaban de sus senos como un néctar agradable cuando los tomaba entre sus manos y cuidadosamente los oprimía, sus caderas suavemente redondeadas. Suzanne apenas sudaba, tenía un cuerpo aséptico de olores y humores. La miró intrigado mientras se vencía sobre la cama y deslizaba sus bragas por las piernas, hasta los pies, las sacaba, convirtiendo la prenda en una pelota de ropa que lanzó encima de una silla vacía.

—¡Caramba! No me esperaba este striptease.

—¿Y no te gusta? —preguntó Suzanne riendo.

—Por supuesto. ¿Ya habrás dejado de ovular?

—Los viajes te vuelven cariñoso, Mike —rió, juntando las piernas—. Voy a decirle a tu jefe que te obligue a viajar más.

Cayó pesadamente sobre ella y comenzó a besarla. Estaba muy excitado y su excitación la enervó a ella también. Se acabó de desnudar la mujer. Tenía los pechos casi blancos y, dibujados en ellos, la forma del sujetador del bikini preservaba las pequeñas areolas; senos ligeramente oblongos frente a los redondos de Carmela. Pálidos pezones frente a la negrura de los de la camarera de Gamitas de Uruapan. Ella continuaba presente en aquella habitación, en aquella cama, cuando estaba a punto de hacer el amor con su esposa.

—Me gustas —le susurró al oído.

Allí estaba sobre su mujer, besándola, acariciándola, haciéndole el amor y pensando en la otra, en Carmela, con su imagen invadiendo el cerebro en cuanto cerraba los ojos. No se la pudo sacar de la mente en todo el rato. Ni en los momentos más álgidos.

—Oh, Mike, Mike, me gusta. ¿Por qué no lo hacemos más a menudo?

Se detuvo y la miró a la cara. Tenía la boca ligeramente enrojecida, y los labios hinchados, por los besos. Pero no conseguía sudar. Pasó sus dedos por esa piel increíblemente seca.

—Siempre estás ovulando —le reprochó.

—Pues te prometo que dejaré de hacerlo.

Siguió hasta el final. No podía sacarse de la mente a Carmela. Pero Suzanne gimió, al menos un instante, quizá para acompañarlo a él mientras que la misteriosa mejicana había permanecido muda todo el rato. Allí seguía cuando se tendió a su lado y Suzanne puso su cabeza sobre su hombro, y sus delgados dedos juguetearon con el vello del pecho.

—Dicen que Tijuana es una ciudad de perdición.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Mildred.

—¿Y qué sabe ella?

—Por su marido.

—¿Su marido le explica que va a perderse a Tijuana? ¿Se emborracha? Sí, he visto una buena colección de americanos borrachos.

—Sí, son un matrimonio extraño, moderno. Él, una vez al mes, se pierde en Tijuana y ella no le pregunta en qué ha empleado su tiempo. Pero ha hecho de todo, me dice.

—¿De todo?

—Sexo. He oído que hay una gran cantidad de burdeles, que las prostitutas están en las calles.

—Yo no he visto nada de eso. Sólo he visto miseria, suciedad, hambre y caras de pocos amigos. Ese marido de Mildred creo que ha estado en otra ciudad.

—Ella sabe que él baja a la ciudad para hacer sexo.

—¿Y no le molesta a ella?

—Yo creo que le gusta. Son un matrimonio abierto. ¿Entiendes? No son como nosotros.

—Que somos un matrimonio convencional. Acaba la frase, querida.

—Yo no te digo que seamos un matrimonio convencional, pero me gusta serlo —miró a los ojos de su marido, mientras se cubría el cuerpo con la sábana, y dibujó con el índice de la mano derecha el perfil de su cara—. Yo confío en ti. No sé si hago bien. Te quiero y creo que eres un hombre de una sola pieza, sin doblez, con hondos principios morales. Quizá te estoy idealizando y me tomes por una estúpida, pero eso es lo que opino.

—Soy de fiar —afirmó Mike Demon—. Ya sabes que me crié bajo unos sólidos valores religiosos. Mi padre odiaba todo lo que sonara a sexo. ¿Te expliqué que quemó un libro de arte en el jardín porque salía una mujer desnuda, una de esas Venus? ¿Y que rompió todas las copas de champán cuando se enteró que eran un vaciado del seno de una célebre prostituta parisina?

—Madame Pompadour. Tu padre estaba loco, Mike.

—Pensaba diferente. Tenía una idea del mundo que no coincidía con la que se tiene normalmente.

—¿No era de una secta?

Le incomodó la pregunta de su esposa. No pudo evitarlo. Por ello la negativa fue tan vehemente como poco convincente.

—¿Una secta? No, no creo, o él era su único miembro. Rezábamos a todas horas, eso sí: cuando nos levantábamos, al desayunar, al mediodía, con la comida, con la cena. Y yo me sabía pasajes enteros de la Biblia.

—Quisieras borrar esa época.

—No. Mi padre era duro, pero justo. Lo que más me atemorizaba de él era su capacidad para leer dentro de mi cabeza. Adivinaba mis pensamientos, y sobre todo tenía una endemoniada habilidad para descubrir cuándo éstos eran torpes, según él. «Mike, la lujuria es un pecado de obra, pero también de pensamiento». Mi deseo de ver las piernas de la vecina de casa se venía abajo ante el temor que mi padre lo descubriera con una simple mirada a mis ojos.

—Pero eso tenía que resultar espantoso, el vivir en esa permanente angustia.

—Cada pensamiento impuro era castigado con un castigo físico. Solía emplear la correa de sus pantalones, y alguna vez los golpes eran con la hebilla.

—¿Lo odiabas?

—Lo veneraba. Consideraba que era justo lo que hacía conmigo y él, mientras me lastimaba, me decía que lo hacía por mi bien. Detestaba la bebida, el juego, pero sobre todo el sexo. Hablaba siempre de la ramera de Babilonia y de que su belleza, que le servía para atraer a los hombres, se convertía en perdición, pues les transmitía toda clase de enfermedades repugnantes y dolorosas que condenaban a los pecadores a una muerte inmunda.

—Pues a ti te gusta bastante el sexo —dijo riendo Suzanne, echándole los brazos al cuello a su marido y buscando sus labios.

—Lástima que tú prefieras un buen libro a la cama.

—¡Idiota!

Se durmió sobre su hombro. Y él no durmió en toda aquella noche. Con la luz apagada y los ojos abiertos, seguía viendo a la mejicana entre las sábanas, desnuda, quieta, sometida por él que enloquecía de placer precisamente a causa de su inmovilidad.