CAPITULO 2

EL tráfico siempre era el mismo a esa hora del día y no por ello la gente se olvidaba de sus automóviles. Los coches, los nuevos caballos del progreso que trotaban por las praderas de asfalto, embozaban la salida de Los Ángeles cada mañana entre las siete y las diez. Una autopista de cinco carriles por banda totalmente colapsada y unos cuantos automovilistas encerrados en las cabinas de sus coches, resignados a llegar tarde al trabajo, a la cita, a consumir su paciencia mientras sintonizaban en sus radios su dial preferido.

Salió de casa a las siete. Pero se levantó a las cinco. Se bañó. Siempre lo hacía antes de un viaje, aunque fuera corto: media hora de placer relajante entre agua jabonosa cuyas pompas lo cubrían y todo él, en la bañera, como el anuncio de jabones Pompier, los que más espuma producen. A las seis, vestido con traje gris marengo, camisa tejana, una corbata color amarillo chillón —un vendedor de seguros se ha de hacer notar, no puede ser una persona que pase desapercibida al cliente— estaba sentado en la mesa de la cocina y Sussy le alargaba la jarra de café recién hecho y el plato de huevos —parte superior cruda, parte inferior solidificada, a la plancha— con delicioso beicon frito y puré de patatas con queso gratinado.

—¿Tomarás zumo?

—Sí, gracias, Sussy.

El ruido de la exprimidora vaciando de jugo las naranjas lo acompañó durante dos minutos, y tapó la voz del locutor del pequeño televisor situado en la esquina. El vaso de naranjada llegó puntual a la mesa cuando atacaba la yema licuada de los huevos. Un sorbo largo a ese maravilloso néctar de las naranjas californianas que llegaba a su mesa porque eran arrancadas con el esfuerzo de un ejército de ilegales, cuyos pingües salarios servían para abaratarlas en su tránsito desde el campo. Un sorbo de naranjada, una porción de clara con algo de yema de huevo, un trago de café sin azúcar, hasta que la taza, el plato y el vaso quedaran vacíos.

—¿No despiertas a Marc?

—Voy. Se va a dormir siempre muy tarde.

A las siete de la mañana el barrio empezaba a clarear y la imagen en cada porche de cada casa venía a ser muy parecida: un marido trajeado, con maletín, se despide en la puerta de la vivienda de una esposa en bata que intercambia un leve beso en la boca con su cónyuge. Luego, cada uno coge su coche. El suyo, un Ford metalizado, tiene dos años de vida por delante antes de que lo cambie, quizá por un modelo japonés, que son más baratos y consumen menos gasolina aunque Mike Demon, por patriotismo, quizá busque un coche americano.

La caravana no se disolvía. Los coches arrancaban y se detenían. Uno tendría tiempo, si el calor no empezara a ser agobiante y el hedor de las gasolinas quemadas lo desaconsejara, a entablar amistad con el conductor de al lado, pero Mike Demon no es de esos tipos sociales que entablan relaciones con extraños; él es un hombre reservado, una tumba, un empleado serio de la compañía al que no se le conocen debilidades.

Movió el dial mientras sacaba un pitillo del paquete de cigarros que viajaba sobre el salpicadero del coche y éste avanzó solo, en segunda, sin calarse, doscientos metros hasta que se detuvo de nuevo detrás de un camión cuba que transportaba gasolina. Dudó con el mechero antes de encenderlo y que la llama devorase la punta del cigarrillo. No le gustaba estar detenido detrás de un camión de esa clase, que era una especie de bomba con ruedas, pero no podía retroceder porque una mujer con aspecto de ejecutiva agresiva había pegado el morro de su Lancia verde botella al culo de su coche, rozaba casi su guardabarros. Se relajó mientras fumaba su primer cigarrillo de la mañana, encerrado en la cabina de su coche. Aspiró con verdadero placer el humo y dejó que éste pasase una y otra vez por los pulmones. Sabía lo perjudicial que era el tabaco, los segundos de vida que se acortaba uno en cada calada, las secuelas de impotencia que dejaba la adicción. No le importaba. Durante una temporada frecuentó un centro de desintoxicación de fumadores que resultó ser la tapadera de una secta religiosa que captaba adeptos para su causa. Estuvo yendo tres meses. Tenían lugar las reuniones en un cuartucho tétrico ubicado en la tercera planta de una vieja casa del centro histórico de Los Ángeles. Y en una sala grande y desangelada, sobre bancos de iglesia, se sentaban todos y hablaban de sus experiencias frustradas para dejar el tabaco que comenzaban con la breve historia de la adicción de cada uno. ¿Cuántos mentían? Mike Demon se enganchó al grupo porque le sedujo el testimonio de una mujer de unos treinta y cinco años que confesó haber empezado a fumar a los catorce, y acusó a su padrastro de ser quien la indujo a ese insano placer de inhalar el humo de las hojas de tabaco. Era una mujer desenvuelta, desinhibida, pero cuando hablaba de su padrastro se formaba una nube dentro de su cerebro, estaba seguro de ello Mike Demon, que la observaba detenidamente y no perdía una sola de sus palabras. Lo malo del caso es que cuando esa chica explicaba sus historias delante de veinte tipos adictos que se revolvían en el culo de sus sillas, a él le entraban unas ganas enormes de fumar. Ella desertó del grupo a los veinte días, no la volvió a ver. Y Mike lo hizo dos semanas después, cuando se hizo evidente que la hijastra de su padrastro no se iba a dejar caer por el centro de rehabilitación, y volvió, con más ganas, al placer de la nicotina.

Un bocinazo lo volvió en sí. El camión cuba había avanzado cincuenta metros y la impaciente conductora del Lancia casi empujaba con su coche el suyo. Arrancó y giró bruscamente a la derecha, cortando el paso a un todoterreno que le hacía una señal de luces, adelantó al camión, lo dejó atrás, se detuvo trescientos metros más adelante mientras en el dial sonaba la voz inconfundible de Elvis Presley y una de sus canciones preferidas, In the ghetto, que se atrevía a tararear porque se sabía de memoria. El que le gustara el Rey fue un acto de rebeldía contra su padre, que detestaba al cantante de las largas patillas y tupé como si fuera un maldito pervertido, pero que lo odiaba más, él lo sabía, porque cantaba como un puto negro sin serlo.

—¿Por qué demonios ese Presley tiene que cantar como si fuera un negro? Como si los blancos no supieran cantar. Mira Sinatra.

Sussy tenía buena voz. Hubiera podido dedicarse a la canción. Lo hizo cuando era pequeña, cuando estaba en el coro de la iglesia presbiteriana del barrio, una de las pocas blancas entre un puñado de chicas negras y mestizas; una voz de oro, suave, melodiosa, entre esos vozarrones de africanas que no sabían cantar sin moverse. La conoció cantando. Solían reunirse un grupito en un bar todas las tardes, ante una mesa repleta de cervezas, nachos y espesa salsa de queso caliente. Había en el bar, aparte de máquinas recreativas, una enorme pantalla y un pequeño escenario debajo de ella para que, si alguien se animaba, pudiera ofrecer espectáculo gratis. Salió en pantalla Joan Baez cantando una de sus canciones más pegadizas. Mike la detestaba por sus orígenes chicanos y por su manifiesto anti patriotismo. Pero a Sussy le gustaba, quería creer él, solamente por su voz. Salió al escenario, cogió el micrófono y leyendo la letra que aparecía en la parte inferior de la pantalla, puso su voz a esa canción y seguro que lo hizo mejor que la propia Joan Baez. Aquella noche le dio su primer beso en el coche. Por la forma en que tembló supo que nadie, hasta ese momento, la había besado. Ella estuvo muy torpe, pero a él le encantó su torpeza. Suzanne no sabía qué hacer con su lengua y, sobre todo, no sabía qué quería hacer él con la suya. Aquel beso, le confesó meses más tarde, le había parecido un juego de serpientes entre sus labios.

El embotellamiento había desaparecido y la circulación se había vuelto fluida. Siempre ocurría lo mismo: el milagro. Era como si buena parte de los coches se hubieran evaporado. Y lo habían hecho seguramente, habían tomado otras direcciones, se habían desviado por cada uno de esos bucles de las autopistas que comunicaban unas arterias con otras. A veces imaginaba que eso eran las carreteras, venas por donde pasaba a toda velocidad la sangre de nuestra civilización que eran esas hileras de coches interminables que quemaban petróleo para que el país funcionara. Elvis se había ido y un hombre hablaba de política, del tiempo, de la cosecha de calabazas, de las enfermedades de las berenjenas. Le interesaba: subió el volumen. Los seguros que vendía afectaban a los agricultores. No llueve, graniza, un rayo le quema sus campos, una puta mosca se come sus frutos; pues aquí llega Seguros Hubert & Hubert y palia su desastre económico. No era fácil lidiar con ese segmento tremendamente conservador de la sociedad. Había que visitarlos una y otra vez hasta que te recibían; previamente había que seducir a la esposa, a la hija que te abría la puerta o descolgaba el teléfono, mostrar siempre un aspecto encantador, seguro de sí mismo. Aparecía el agricultor al tercer o cuarto día cubierto de polvo, bajaba de su tractor, te alargaba una mano enorme y sudada y te hacía pasar a su modesta casa. Esas casas eran de las que no le gustarían a Sussy. Ni un solo libro en los anaqueles, ni tan siquiera las recensiones del Reader's Digest. Eran tipos de cabeza dura a los que había que explicar con todo lujo de detalles el contrato de seguros que deseaba Mike Demon que firmaran. A muchos no les hacía gracia la cláusula de seguro de vida que llevaba inherente, que cubría una posible defunción si caían del tractor. ¿En qué demonios pensaban? ¿No se fiaban de su mujer? Cuando conseguía que firmaran su cheque estaba por abrazarlos.

La autopista, una free way, era una enorme línea recta. Se deslizó por ella en descenso, sin oscilaciones, a sesenta millas por hora. Miró el medidor de temperatura externa: 70 grados. Faltaban diez minutos para las doce del mediodía y una patrulla de helicópteros sobrevolaba la vía en busca de infractores. Salió en la siguiente estación de servicio.

—Hasta arriba —le dijo al chicano encargado de llenar los depósitos mientras le alargaba la llave del coche.

La cafetería estaba a bajo cero. Hacía tanto frío allí dentro que se tenía la sensación de que se habían helado las cañerías del agua. Detrás del mostrador había una chica rubia que mascaba chicle y tenía unos bonitos labios carnosos y deliciosos hoyuelos en las mejillas. Eso es que te haces mayor, Mike, condenadamente mayor, se dijo mientras se acercaba a ella. Cuando a uno empiezan a gustarle las chicas que pueden ser sus hijas es que ya se acerca el fin. ¿Quién se lo dijo? ¿Andreas Paulsen? ¿Ese puto gordo vicioso?

—Un café, por favor.

—Enseguida, señor. ¿Le pongo azúcar?

—Sin azúcar.

Mientras ella iba en busca de la jarra para llenarle el vaso de café, él entró en los urinarios. Estaba solo, pero buscó el mingitorio más apartado de la puerta. Le dolía ligeramente cuando orinaba. No era nada grave. No quería alarmarse. Un escozor en la punta, cuando salía el pis. Cuando comenzaron las molestias temió que fuera una enfermedad de transmisión sexual, pero su pene no indagaba sexos extraños sin la debida protección. Un negro enorme entró y buscó encerrarse en uno de los compartimentos. Salió conteniendo la respiración. Detestaba a los negros. Su padre precisamente le había enseñado a hacerlo.

—¿Sabes por qué son negros, muchacho? ¿Lo sabes? Porque ese es su castigo bien visible, para que todo el mundo los vea y se aparte. Los leprosos, los judíos, los negros… Todos lo mismo: pueblos marcados por el estigma.

—Su café.

Bebió y pagó. El café lo despejó y le quitó la sed. El café desembozaba sus intestinos. Era como un refresco. Paulsen se dopaba con Coca-Cola porque el café le producía arritmias. Él no podía con ese regusto dulzón que le dejaba en la boca, ni con el gas que se acumulaba en el estómago. Salió y pagó al chicano de la gasolina. Arrancó. Decididamente le gustaba conducir, rodar por las carreteras de ese país enorme que, por muchos años que fuera a vivir no podría conocer nunca, reservaba siempre al viajero un espacio virgen. Se sentía libre a bordo de su coche, lejos de Sussy, de Marc, de esa casa cepo donde había invertido todos sus ahorros. Paulsen era un buen cabronazo, tan gordo y seboso como vicioso. ¿Qué le tenía preparado?

Hacía años que conocía a Andreas Paulsen, uno de los mejores vendedores de seguros de la compañía; un medio holandés que antes no era gordo sino delgado, que comenzó a inflarse por problemas psíquicos, por falta de autoestima, hasta convertirse en esa bola de grasa que era ahora. Los gordos provocaban risa, pero Paulsen no era un personaje risueño. Le había cubierto en algunas de sus habituales infidelidades, y él le había devuelto el favor cuando lo necesitó.

Un enorme camión de tuba metalizada volaba por la autopista. Mike Demon pisó el acelerador a fondo hasta alcanzar las 65 millas por hora. Lo adelantó. El tipo, en la cabina, llevaba pintada en rojo la siguiente leyenda: «¡Qué grande es América!». Mike estaba completamente de acuerdo.