CAPITULO 27

-MIKE, es para ti.

Cogió el auricular de la mano de Suzanne y la interrogó con la mirada.

—Me ha dicho que se llama Fred Vargas —le susurró enarcando las cejas y deslizando en su mano el teléfono—. ¿Quién es?

—¿Fred Vargas? —repitió—. No conozco a ningún Fred Vargas. ¡Diga!

Se estremeció involuntariamente cuando oyó, al otro lado del auricular, una voz con un marcado acento mejicano. Su aparente cordialidad —un mejicano podía serlo mientras te estaba descuartizando— contrastaba con las amenazas veladas que vertía entre palabras. El interlocutor hablaba de forma torrencial, y Mike le dejó explayarse sin intercalar una sola frase. Sólo al comprobar que su expresión hierática provocaba la sospecha de Suzanne, que permanecía atenta a su cara, intentó sonreír, intercaló monosílabos, trató de ser locuaz.

—Imagino que es usted el señor Demon —le dijo el mejicano—. No, no lo imagino, lo afirmo. Tiene usted una voz inconfundible, compadre, y su esposa una voz delicada, joven. Estoy seguro de que debe de ser hermosa ella, de que pertenece al prototipo de mujer perfecta. No sabe cuánto le envidio, compadre. Le llamo, como podrá imaginar, desde la Jefatura de Tijuana. Últimamente no se deja caer por estos lares. Parece como si no se llevara bien con esta ciudad, caramba. Pues mire qué bien, que usted se podrá olvidar de nosotros, pero nosotros no nos olvidamos de usted y ya sabe lo que valoramos los mejicanos una palabra dada. Y yo sé, compadre, que usted es un hombre de palabra, como lo soy yo que cumplí mi compromiso y lo dejé de patitas en la calle cuando podía haberlo tenido encerrado hasta que me diera la gana.

—¿Cómo ha obtenido mi teléfono?

—Eso no me importa. Le llamo para negociar el bisness. Ya me entiende, ¿verdad?

—Me parece perfecto. Lo que ocurre es que habría que negociar porcentajes.

—¡Ajá! Le está escuchando su mujer. Claro. No conviene que ella esté al corriente de nada. Claro que no. Seguro que debe de ser una gringa liberal, pero no hasta el punto de que acepte que usted se está tirando al otro lado de la frontera a una linda chamaquita de piel de aceituna. Y estoy de acuerdo en lo que ha dicho, compadre, que hay que negociar porcentajes. Claro. Me pagó el cincuenta por ciento, y prometió entregarme el otro cincuenta por ciento a la semana. ¿Recuerda? Pero ha pasado esa semana, compadre, y usted no se ha dejado ver por Tijuana, caramba. Son quinientos dólares, le refresco la memoria por si se olvida, quinientos cochinos dólares de nada, pero ya que está tardando en dármelos, habrá que añadir un porcentaje de intereses de demora de un diez por ciento; pongamos, entonces, que serán 550 dólares, seiscientos para redondear, que no me gustan las cantidades quebradas.

—Bueno, lo puedo asumir. ¿Dónde quiere que se lo envíe?

—No me hace gracia, gringo. Ese dinero no lo quiero en ninguna cuenta corriente. Olvídese de transferencias y transfiérase usted mismo aquí, a Tijuana. Le espero, compadre. El viernes es un buen día. Se aloja usted en el hotel de siempre, en el Lucerna, su nido de amor. Incluso le voy a hacer el favor de reservarle yo mismo habitación, porque creo que hay este fin de semana un congreso de gringos que vienen a correrse una juerga con chamacas y tequila, y esto va a estar muy concurrido. Así que le reservo habitación ahora mismito a nombre de mi buen compadre Mike Demon, y no me falle, no se busque una excusa y se haga el despistado, no se me invente un cumpleaños de su mujercita. Le espero.

Colgó sin que él pudiera decir nada más. Volvió al salón, se sentó y abrió el diario. Suzanne salió de la cocina.

—¿Quién era ese hombre?

Alzó los ojos y miró a Suzanne, fijamente. Se había acostumbrado al engaño, y para ser un mentiroso creíble había que actuar con aplomo, sin esquivar la mirada, asegurando que la voz no temblara.

—Un mejicano de San Diego —dijo bajando el diario—. Andreas gestionó su póliza, pero al parecer no está muy contento con el resultado. Quiere hablar conmigo dejándole al margen. Es una ampliación de riesgos. Un buen pellizco. Tendré que bajar a San Diego este fin de semana.

—Podría acompañarte —dijo ella, meditando la idea—. Hace muchos años que no he estado allí.

—Oh, vamos, Suzanne, ya sabes cómo son esos viajes de negocios agotadores, lo que los odio. Realmente no hay tiempo para nada. No nos podríamos ver.

—Mientras negocias con ese tal Fred Vargas, yo te espero en el hotel. Podríamos quedar para cenar. Imagino que tu cliente debe de estar casado.

—Odio mezclar a la familia con el trabajo: es un principio.

—Ya veo —dijo Suzanne, frunciendo el ceño— que no quieres que te acompañe.

—Y además está Marc.

—Se puede quedar en casa de un amigo. Me apetece ir a San Diego, Mike. Tengo un traje de baño y no me lo he puesto ni una sola vez. ¿Por qué no quieres que te acompañe?

—Está bien, está bien. Me rindo. Vendrás si te empeñas, pero vas a estar más tiempo sola que acompañada.

—Me iré de compras.

Se había acostumbrado a mentir muy rápido y a idear soluciones urgentes antes de que le cogieran en el engaño, sobre la marcha. Dormiría en San Diego y cruzaría la frontera para darle el dinero al policía corrupto. Corría el enorme riesgo de ser retenido por los policías mejicanos, no volver al hotel Lucerna y tener que dar explicaciones a Suzanne de su visita a Tijuana; era un riesgo, pero confiaba que ese supuesto no se produjera. Negarse en redondo a que Suzanne le acompañara era alimentar una sospecha que ya estaba creciendo en su cabeza y que a la larga resultaba más contraproducente. Ese fin de semana renunciaría a Carmela.

Cenaron en silencio, con el televisor encendido. Demócratas y republicanos habían designado por fin a sus hombres en sus respectivos caucus, y empezaría a partir de ese momento la dura lid que llevaría hasta la Casa Blanca al próximo presidente de los Estados Unidos. Mike Demon miraba la pantalla del televisor, a esas multitudes llenas de fervor que agitaban las banderitas de barras y estrellas y golpeaban globos de todos los colores mientras repetían «Bush, Bush, Bush», pero su cabeza estaba en otro sitio. Aquel maldito policía mejicano le había localizado, él estaba en sus manos y tenía la sospecha de que no acabaría aquí la extorsión, de que sus llamadas se repetirían periódicamente y sus bajadas a Tijuana, la odiosa ciudad fronteriza, iban a estar más relacionadas con el pago del chantaje que con los encuentros gozosos con la mexicanita. ¿Cómo había obtenido el teléfono? Carmela no estaba resultando tan leal ni tan inocente.

Llegó el día y al final resultó que fue Mildred la que se ofreció a cuidar del pequeño Marc. Se había producido un deshielo en las relaciones entre ella y Suzanne, quizá para verse más a menudo con Mike, para excitarse con imaginarios encuentros. Y la siliconada cincuentona pasaba algunas tardes acompañando a Suzanne mientras él recorría las carreteras del condado buscando nuevos clientes y convenciendo a los antiguos de que no cancelaran sus pólizas. Aquella tarde las dos mujeres hablaban de cirugías plásticas con una profusión de detalles que a Mike Demon le revolvió las tripas. Oírlas era como ver una película gore.

—Mi doctor me dijo que tenía una buena piel y la intervención no iba a dejar ninguna cicatriz. Y tiene razón, no se me nota. Inyectaron la silicona por los pezones; me abrieron los pechos por allí, como si descorcharan una botella, y luego cosieron siguiendo el contorno de la areola.

—¿Estás satisfecha del resultado?

—Completamente. Estaba acomplejada, querida, con mis pechos y con que a mi marido le gusten las modelos de Playboy. Le dije: de acuerdo, Elmer, tendrás una mujer que hará que los camioneros se estrellen, pero me vas a pagar tú el capricho. Está contento. Dice que le encantan mis pechos, que son al tacto como los auténticos.

Mike Demon se levantó del sofá, con el Los Ángeles News doblado, y se dirigió hacia la cocina.

—Mildred se quedará con Marc cuando vayamos a San Diego. ¿Te lo había dicho, Mike? —le anunció Suzanne.

—¡Qué bien! Perfecto —y volviéndose a Mildred—, gracias, vecina. Hoy en día cuesta encontrar una canguro de confianza; la mayor parte de las chicas se drogan o se citan con sus novios para hacer toda clase de guarrerías.

Tenía sed y fue a la nevera. La abrió. Mientras se llenaba un vaso de hielo y lo anegaba luego en agua, notó una mano que le tanteaba el pantalón y el contacto de unos pechos duros en la espalda, a la altura de sus riñones.

—¡Estás loca! —susurró sin mirarla, saliendo de la cocina. Y luego, gritando, para que le oyera Suzanne—. ¿Cómo se encuentra tu marido?

—Mejor que nunca. En casita —dijo Mildred, pasando por su lado y cogiendo a Suzanne por el brazo—. Lo único es que el médico le ha prohibido el sexo durante al menos un mes. Podrías prestarme a tu Mike, querida. Tiene aspecto de vigoroso tu maridito.

—Lo haría —contestó Suzanne, siguiendo la broma—. Pero Mike es muy estricto en su matrimonio, no mira a otra mujer que no sea yo. Es un cristiano antiguo, de los de la Biblia.

—No estés tan segura, querida. Viaja mucho, y los viajantes son como los marineros, que tienen una novia en cada puerto. Estoy segura de que se conoce todos los clubes de striptease del condado.

Le lanzó una mirada asesina mientras desplegaba el periódico, ponía los pies sobre la mesa y sintonizaba la Fox.

—¡Cómo se nota que Mike es republicano!

—¿A quién vais a votar vosotras? A ese tipo griego, a un extranjero, a ese tal Dukakis. Bush es tejano, un americano de toda la vida.

—Me da miedo un agente de la C.I.A. presidiendo el país —dijo Suzanne.

—Un agente, no: el jefe.

El viernes dejaron a Marc al cuidado de Mildred antes de marchar. No le hizo muy feliz a Mike dejar a su hijo en manos de semejante mujer; temió que lo corrompiera, que viera con ella películas pornográficas mientras su marido descansaba en el balancín del porche.

—Que no se vaya a dormir más tarde de las diez, bajo ningún concepto.

—Yo sabré cuidar del pequeño Demon —dijo Mildred abrazando al niño y rascando vigorosamente su cabeza.

Salieron de la ciudad a las diez de la mañana. Se sentía extraño. Hacía años que no viajaba con Suzanne, pero ella estaba muy ilusionada ante la idea de pasar la noche en un hotel de San Diego.

—¿Reservaste en el Hotel del Coronado?

—Allí tenemos la habitación. ¿Eres mitómana?

—Me emociona estar alojada en un lugar por donde pasaron Tony Curtís, la Monroe… Además es muy bonito, como de cuento de hadas, con ese tejado en forma de cúpula cónica y la playa al lado.

—Es un buen hotel de estilo colonial —se limitó a decir mientras conducía por la autopista.

—¿Te has alojado alguna vez en él?

—No, pero me he paseado por su vestíbulo y he visto las fotos de las estrellas que exhiben en las paredes. Todo es muy falso, querida. Así es Hollywood: parecen felices, pero son terriblemente desdichados. La Monroe se suicidó, Tony Curtís es un paranoico pendiente de su físico, y Jack Lemmon…

—¿Jack Lemmon, qué?

—¿Hace cine o está en un asilo? Esa gente es todo fachada. Se mueren en cuanto acaba el aplauso. Su egocentrismo les lleva a la autodestrucción: beben, se drogan…

—¿Eso opinas del mundo del espectáculo?

—Eso opino, querida. No es un mundo edificante, no son ejemplo de nada salvo de todos los vicios posibles.

—Me basta con que nos hagan soñar.

—Mentirosos vocacionales, impostores.

—Artistas.

—¿Te hubiera gustado que yo fuera un actor de cine? —dijo desviando un instante la vista de la carretera para mirar a su esposa.

—Me hubiera encantado.

—Los actores son promiscuos.

—Hubiera arañado a todas las gatitas que se te hubieran acercado.

La circulación, de forma excepcional, era fluida. Llegaron en poco más de dos horas a San Diego. Condujo directamente hasta el hotel. Sacaron el poco equipaje que llevaban y entraron en recepción mientras un botones aparcaba el coche.

—Señor y señora Demon: bienvenidos al hotel del Coronado.

La recepcionista era de color. Una negra clara y vistosa. Intentó Mike Demon no ser descortés con ella mientras firmaba la tarjeta de estancia. Luego recorrieron el lobby con sus palmeras, su estanque, su música ambiental y su aire detenido en la época dorada de Hollywood, y tomaron el ascensor. La habitación era grande, espaciosa, una suite de cien dólares la noche, moqueta verde en el suelo, cuadros art decó y televisor panorámico. Suzanne abrió la cortina de la terraza y un chorro de luz inundó la estancia. La playa, un enorme arenal, se tocaba; el mar se veía y escuchaba.

—Gracias por haberme llevado contigo —le dijo, poniéndose de puntillas y besando sus labios.

—Me alegro de que te guste.

Mientras ella curioseaba en el cuarto de baño y se entusiasmaba por la variedad de jabones, lociones para el cabello y champús, él visitaba el mueble bar y se llenaba un vaso de whisky Jack Daniel's.

—¿Quieres? —le preguntó.

—Déjame mojar los labios.

No le gustaba beber. Hizo un gesto desagradable en cuanto dio el pequeño sorbo. Se sentó entonces en la cama y se desabrochó la blusa.

—¿No deberíamos hacer el amor?

—Pues no creo. Ese Fred Vargas me espera. Mientras antes acabe, más pronto estaré de vuelta.

—¿Te espero en la habitación?

—O abajo. Hay una terraza junto a un pequeño lago artificial, y creo que siempre están cantando los mariachis. Espérame allí si te aburres —le dijo cogiendo la americana y abriendo la puerta para salir—. O date un baño: tienes piscina y la playa a dos pasos.

—Prométeme que no tardarás.

—Lo prometo. En cuanto tenga la firma de ese tipo estaré aquí de vuelta.

Le dio un beso y bajó. El aparcacoches le restituyó su automóvil. Tomó rápidamente una variante de circunvalación que le llevaría a la frontera. Era mediodía y el calor resultaba tan extremo que el aire acondicionado, al máximo, era incapaz de librarle del intenso sofoco. Los puestos fronterizos estaban colapsados. Alguien había dado un chivatazo y los migras miraban todos los vehículos sospechosos. Se impacientó. Por la radio no hacían otra cosa que poner música mejicana, corridos que hablaban de mujeres hermosas, bandoleros generosos, de muerte en la frontera entre balaceras. Pasó despacio ante la mirada del policía, que le hizo una señal, tras escudriñar su rostro a través de sus gafas ahumadas, de que siguiera. El policía mejicano, al otro lado, le selló el pasaporte con un gesto mecánico.

—Veo que es buen amigo de Méjico, míster. Me alegro. ¡Que viva Méjico!

Eran las cinco de la tarde y el tráfico de la ciudad fronteriza estaba en su punto álgido, infernal: un hormigueo de gentes y coches. Buena parte de los semáforos no funcionaban, y viandantes voluntarios o enfermos mentales con ganas de mando, dirigían el tráfico caótico ante la mirada indiferente de los policías que, sentados en las terrazas, bebían tequila, bromeaban o miraban los andares de las hermosas chamaquitas.

Tardó una hora en llegar al Lucerna y lo primero que hizo, cuando entró en la habitación, fue poner a la máxima potencia el aire acondicionado y descorchar una Coronas de la nevera. Se sentó a esperar. No había quedado a ninguna hora, pero confiaba que Fred Vargas no se demorara mucho en dejarse caer por el hotel a recaudar su impuesto de corrupción. Pasó la primera media hora y se le hizo interminable. No quiso llamar a Carmela, por si la encontraba y debía darle explicaciones de que no podían verse. Se sentó delante del televisor y se entretuvo viendo una infame película mejicana en blanco y negro. Pasó la primera hora y empezó a oscurecer. Prendió las luces de la habitación y fue a mirarse en el espejo del cuarto de baño. No le gustó la cara que vio: demasiadas arrugas, demasiadas canas. Volvió al sillón y miró al reloj. Si Fred Vargas se dejaba caer dentro de una hora podría reunirse con Suzanne a cenar sin tener que dar ningún tipo de explicación extra. Pero pasó otra media hora y el policía corrupto seguía sin aparecer y empezó a temerse lo peor, que apareciera a altas horas de la noche, después de hacer la ronda por todos los bares de la ciudad, y le arruinara la jornada.

A las ocho menos cuarto una llamada de recepción le liberó de todas sus inquietudes.

—Hay un caballero que pregunta por usted.

—Que suba.

Cuando le abrió la puerta, Fred Vargas pasó dejando tras de sí el rastro de un perfume fuerte y barato. Iba bien trajeado, con camisa entallada, americana oscura, pantalón de buena caída y zapatos relucientes. Un bulto sobresalía debajo de su chaqueta: su pistola. Le dio la mano amablemente, mientras sonreía por debajo de su bigote y pasaba a la habitación.

—Veo que no está su chica, compadre. ¿No la ha localizado?

—No creo que nos veamos más —le contestó, secamente.

—¡Qué lástima! Yo de usted meditaría esa drástica decisión. Esa chica es preciosa. Le comprendo; comprendo que se haya vuelto loco por ella. ¡Y huele tan bien! Hay mujeres bellas que huelen como flores abiertas. ¿Se ha dado cuenta? —no tenía ninguna prisa, se dejó caer en el butacón que ocupaba y le miró a los ojos sacándose las gafas oscuras que cubrían los suyos—. ¿No tendrá algo de whisky en el mueble bar?

Le sirvió un vaso de whisky hasta los bordes y le dio, a continuación, los seiscientos dólares, que él guardó rápidamente en un billetero que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta.

—Gracias, compadre. No esperaba menos de usted.

Le desconcertaba su exquisita amabilidad. Fred Vargas, o como se llamara, había estudiado, se notaba; no era un policía de calle sino de carrera, de academia, pero no por ello dejaba de ser tan corrupto como buena parte de los policías mejicanos, la que salía en la prensa.

—Dentro de una hora, no más, recibirá una visita agradable, que seguro que le gustará —dijo mientras sacaba un cigarrillo de su pitillera y se lo llevaba a la boca—. Bien, me tengo que marchar. Ha sido muy amable, señor Demon. Amable e inteligente —dijo mientras se levantaba y se dirigía a la puerta, y él le acompañaba tratando de disimular las ganas que tenía de que desapareciera.

Le abrió la puerta y él se demoró todavía un rato más bajo su vano, el necesario para encenderse el cigarrillo con un mechero de oro chapado.

—Nos seguiremos viendo, Mike —le dijo, después de estrechar la mano que él le tendía y con una cínica sonrisa, mientras se ajustaba las gafas de sol—. Esto es sólo el principio de una gran amistad.

Esperó quince minutos y bajó. Carmela no estaba en el vestíbulo. Se dirigió a recepción y pidió la cuenta.

—¿Se va?

—Un imprevisto. Se puso mala mi mamá.

—Huy, pues que se mejore, se lo digo de todo corazón. Firme aquí.

Firmó la factura Visa y salió a la calle. Buscó en el parking su coche. Condujo hasta el puesto fronterizo adelantando a todos los coches que podía por el camino. Era tarde. Suzanne tenía que estar preguntándose qué estaba haciendo. Llegó a la frontera cuando eran las nueve menos cuarto y el policía mejicano se demoró en revisar su coche, le hizo bajar, le pidió que abriera el maletero, lo inspeccionó con su linterna. En el otro lado un agente negro de la migra le ordenó que aparcara el coche a un par de metros para una minuciosa inspección.

—Tengo prisa, señor —le dijo, tratando de reprimir la rabia.

—Pues no es bueno ir con prisas por este mundo, amigo. Relájese.

Vinieron dos policías más y golpearon la carrocería. Buscaban droga. Le dejaron marchar tras las comprobaciones, pero el negro, antes de que se pusiera al volante y saliera pitando, le hizo un comentario.

—Señor, ¿por qué viene con tanta frecuencia a Tijuana?

—Soy alcohólico —le dijo.

Estaba nervioso, excitado. Suzanne estaría impaciente. El tráfico era denso. No se podía correr. Los accesos al Old Town de San Diego estaban colapsados. Un helicóptero sobrevolaba el atasco. Pero lo que más le inquietaba, y al mismo tiempo le enfurecía, había sido la cínica despedida del tal Fred Vargas, su sonrisa de serpiente mientras le tenía cogido por los cojones y se los retorcía: estaba en sus manos y no lo iba a soltar. La había cagado. Era consciente de ello.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó Suzanne, al verlo llegar.

Procuró acallar las protestas de ella con un beso de tornillo y se sentó a su lado. Llevaba su esposa un par de horas en la terraza del estanque del hotel del Coronado, bajo el perfume de las buganvillas, escuchando todo el repertorio de corridos mejicanos, a cargo de un grupo de chillones mariachis, y había consumido un par de margaritas a juzgar por las dos copas vacías que había encima de la mesa.

—Lo siento. Se ha complicado. Pero ha ido bien. Fred Vargas firma. Ha sido algo laborioso hacerle ver que la ampliación de la póliza traería beneficios para él: estos mejicanos tienen una mentalidad diferente a la nuestra, no les preocupa el futuro, viven el presente, pero finalmente le he convencido.

—¿Me llevas a cenar?

—Claro. Debes de tener hambre.

Fueron al comedor. El maître les dio una mesa apartada, en un rincón oscuro, como si fueran una pareja de recién casados o unos amantes que se veían de tarde en tarde. Pidieron ensalada y filete. Bebieron cerveza y vino. Un ramillete de flores olorosas adornaba el mantel. Él, aunque intentaba aparentar tranquilidad, explotaba por dentro. Quizá todo lo que le estaba pasando no era más que un castigo por su pecado de adulterio. No se podía llevar una doble vida. Era una locura. Ahora estaba en manos de aquel desaprensivo, de sus llamadas telefónicas. Podía cambiar el número de teléfono, pero… ¿qué excusa le iba a dar a Suzanne? Lo que resultaba impensable era confesar la verdad.

—Está tierno el filete.

—Sí, está bueno —dijo, distraído.

Carmela estaría llamando a su habitación sin obtener respuesta. Quizá le esperaba en el vestíbulo del hotel Lucerna. ¿Hasta cuándo estaría? Permanecería toda la noche y le odiaría. Aquella relación estaba abocada al fracaso, desde el primer día, y él había sido un maldito inmaduro al enamorarse de una puta chicana. ¿Cómo podía enamorarse de alguien a quien apenas conocía? Carmela era un fantasma imaginado por su deseo, sólo eso, un puto fantasma con curvas delicadas y mirada angelical. Pero no era real, ni cuando estaba con ella, ni cuando la tocaba y abrazaba y él sentía ese extraño sofoco que no experimentaba con otras mujeres, la intensidad de la adolescencia. No, no iría a ningún psiquiatra para que le confirmase que era un inmaduro.

—No me has contestado.

—¿Qué? —no la había oído. La miró a la cara, confuso.

—Que si me llevarás mañana a La Jolla. Tengo ganas de estrenar mi traje de baño.

—Por supuesto que sí, querida. Claro que sí.

Tomó su mano y la besó. Se sentía infinitamente ridículo. Aquella mano pálida, delgada, la transformaba su imaginación en una mano más redondeada y suave, morena.

Cuando acabaron de cenar fueron a bailar. Una orquesta actuaba en la discoteca subterránea del edificio, y en la pista de baile y bajo sus acordes románticos, matrimonios y amantes se arrullaban bailando muy juntos bajo una luz muy tenue que convertía a todos en sombras. Luego, tras tomarse un par de margaritas, subieron a la habitación e hicieron el amor.

—¿Me quieres, Mike?

—Claro que te quiero, Sussy.

—Me gusta estar así contigo —le dijo, mientras le acariciaba el vello del pecho—. Aquí, en un hotel, fuera de nuestra casa. Deberíamos escaparnos más a menudo y comportarnos como los amantes salvajes que fuimos.

—¿Salvajes? No lo recuerdo. Hay un tipo que dijo que el matrimonio es la tumba del sexo. Tú, que eres tan intelectual, debes de saber quién es.