CAPITULO 29
DURANTE una semana no supo más de Fred Vargas y tampoco indagó lo que había sido de Carmela. Estaba decidido a ir por el sendero recto y asumir la abstinencia de sexo adúltero como parte de una penitencia autoimpuesta. Pero una noche, volviendo de una serie de visitas de negocios y llevando bajo el brazo una buena remesa de contratos, Sussy le abrió la puerta con expresión agria.
—¿De dónde sales?
No se esperaba la aridez de su pregunta. Tiró el fajo de contratos sobre la mesa y se dejó caer en el diván después de aflojarse el nudo de la corbata y deshacerse de la chaqueta.
—Te ha llamado una mujer.
Tuvo una sístole violenta. Se dijo que lo mejor sería mirarla a los ojos, con cara de inocente, y simular asombro.
—¿Sí? ¿Quién era?
—No quiso decirlo, pero era mejicana.
—La mujer de Fred Vargas —reaccionó de repente, sin pensarlo—. No hay que hacer nunca negocios con mejicanos. Son tremendamente desconfiados. Y, además, es que no entienden algo tan simple como un contrato, se vuelven locos interpretándolo.
Se levantó, cruzó la sala y abrió el mueble bar. La botella de whisky estaba casi vacía. No recordaba haber bebido tanto en los últimos días. Se llenó un vaso y volvió a ocupar su lugar en el diván. El ritmo cardiaco se aproximó a la normalidad.
Sabía perfectamente de quién se trataba. Volvieron a llamar después de la cena, cuando estaban los tres a la mesa, Marc demorándose en comer la fruta que no sabía —o no quería— pelar, y Suzanne retirando los platos sucios para meterlos en el lavavajillas. Cogió ella el teléfono, en la cocina.
—Mike, es para ti. Es esa mujer.
—De acuerdo. Voy.
Había un teléfono en la entrada de la casa. Lo cogió con la excusa de que el volumen del televisor del salón impedía la conversación. Dijo un «diga» muy bajito y respondió la voz inconfundible de Carmela. La dejó hablar, soltar todos sus reproches, acusarle una y otra vez de que no la quería, que no cumplía sus promesas, que era un gringo cobarde, que se iba a buscar otro hombre; y él permaneció silencioso, con el auricular pegado a la oreja y la mirada acechando por si se acercaba Suzanne o la oía descolgar el otro teléfono de la casa.
—¿Cómo conseguiste este número? —fue su única pregunta.
—No me lo has dado tú. Tuvo que ser un policía, uno que te conoce, que es amigo tuyo y vino a visitarme.
Bramó por dentro de rabia. ¿Qué quería decir con visitarme? ¿El odioso policía encima se tiraba a su chica? No pudo aclararlo, aunque deseaba hacerlo, por falta de tiempo.
—Nos vemos el sábado. Hasta entonces.
Cuando regresó se vio obligado a dar algún tipo de explicación a Suzanne, que permanecía sentada en el diván.
—Era la mujer de ese mejicano. Me ha hecho una serie de preguntas que no me han gustado —dijo, sentándose a su lado—. Como que si la póliza agraria que suscribió su marido conllevaba también una póliza de seguro de vida. Y si ella figura como beneficiaría.
—Querrá asesinarle —contestó, con ironía, Suzanne.
Inventó para el fin de semana un congreso en San Diego. Llamó previamente a Ned Bakeray para que le cubriera las espaldas.
—¿En qué puñetero lío andas metido, Mike? ¿A cuántas cartas juegas?
—Voy a solucionarlo pronto.
—Mike, Mike, Mike. No hay un asunto más grave que encobarse de una mujer. No hay que estar nunca fijo en un mismo coño, muchacho, hay miles de putas anónimas para ir variando y que no te van a pedir nada más a cambio que unos cuantos billetes. Huye de los contratos fijos, por tu propio bien.
—Haré caso de tus consejos.
Condujo de una sola tirada hasta Tijuana. No paró en San Diego. Tuvo la sensación, quizá falsa, de que el policía fronterizo mejicano anotaba la matrícula de su coche, porque le miró de una forma extraña. Luego, se metió en el caos de la ciudad humeante, en su maldito bullicio, callejeó minutos interminables por sus calles hasta que pudo aparcar el coche.
Llamó a Carmela. La encontró. La citó en un restaurante a la una del mediodía. Llegó puntualmente cuando él empezaba su primer tequila. Iba de blanco, toda ella, un vestido acampanado que hubiera sido anticuado en Estados Unidos pero estaba de moda en Méjico, entallado en la cintura, escotado, y sobre el canal de los senos una cruz de oro bien visible, bendiciéndolos. La besó en la mejilla, antes de que se sentara. Pidieron entonces la comida: enchiladas de carne, fajitas, pastel de plátano. Y brindaron entrechocando los cuellos alargados de las heladas Coronitas ornadas con la raja de lima.
—¿Quién es ese policía? —preguntó, prendiendo un cigarrillo, mirándola fijamente a los ojos.
—Me dijo que era un amigo tuyo. Vino a verme.
—¿Por qué?
—¿No estarás celoso de él, mi amor?
No estaba acostumbrado a que fuera tan cariñosa. Aspiró una larga calada.
—¿Él te dio mi número?
—Sí.
—¿Por qué?
—Yo se lo pedí. No sabía nada de ti. Me dejaste plantada el otro día en tu hotel. Creo que ya no me quieres, que no soy nada para ti. ¿Y esas promesas de pasarme al otro lado? ¿Dónde están?
—Olvídate de ese número —pronunció amenazador—. No vuelvas a llamarme nunca más. Yo me pondré en contacto contigo.
—Eres como todos: me engañas una vez que me has conseguido. No eres un buen hombre, Mike. No lo eres.
No lo era. ¿Y qué? Padre le había intentado inculcar, a lo largo de su vida, los buenos preceptos que él mismo se había encargado de incumplir clamorosamente en su recta final. La moral era pecado y arrepentimiento, y recaída en el pecado una y otra vez. La religiosidad tenía sentido si iba ligada al concepto de la falta. La virtud carecía de todo aliciente si no se tenía la posibilidad de violarla. Y él era un violador contumaz.
Condujo con ella al lado, en silencio, mirando esquinadamente aquella cruz de oro que brillaba precisamente en uno de los abismos del pecado, en aquella sima donde la carne era más seductora y tierna y guardaba las esencias de su cuerpo. ¿Por qué ellas tenían que llevar sus cruces precisamente allí? «Las mujeres son rameras, Mike, y con sus pechos emulan a nuestras madres, se ponen en lugar de ellas, para alentar nuestras ciegas ganas de fornicio». Fueron a un motel barato, sin aire acondicionado, con un miserable ventilador en el techo y una jofaina en lugar de bidé. Tenía ganas de follarla, no de hacerle el amor, le devoraba su instinto animal. En aquellos momentos le excitaba la Carmela prostituta. Hubo protestas por su parte, tras muchos remilgos, excusas ante la brutalidad de sus caricias, el tono decididamente ofensivo de las mismas, la violencia de los prolegómenos de la posesión.
—No me siento cómoda.
—¿Te sentías cómoda con el policía?
—¿Te has vuelto loco? No he hecho nada con él. ¿Me oyes? —gritó, ofendida—. Nada.
—¿A qué estáis jugando Fred Vargas y tú?
—A nada. Ese policía no es nada para mí. Tú lo eres todo.
Deslizó finalmente el vestido blanco por su cuerpo moreno, desabrochó el cierre del sujetador, bajó las nimias bragas hasta sacarlas por sus pies. Se estaba redondeando más, era mucho más bonita, más sexy: tenía un cuerpo pequeño pero rotundo, capaz de despertar pasiones en un muerto. Rozó los senos con sus manos, los alzó ligeramente y los acercó a su boca. Anduvo mordisqueándolos y besándolos mientras entraba dentro de su cuerpo y la aplastaba con su abrazo. Aquella cruz de oro, entre sus pezones oscuros, le estuvo mirando fijamente a los ojos, deslumbrándole, se removió sobre sus senos mientras la poseía de forma salvaje, como si la mano de su padre la zarandeara.
—Me gusta cómo me coges —le susurró ella con los ojos cerrados y la boca abierta.
Carmela le volvía loco y ella lo sabía. Entre sus brazos Mike Demon era el amante formidable, insaciable, el muchacho pleno de testosterona de cuando tenía 22 años. Estuvieron algo más de dos horas jugando en aquella cama, sudando en un ejercicio sin pausa, rodando abrazados por encima de las sábanas húmedas, él debajo, ella encima, ella debajo, él encima, turnándose en mil y una posturas sus cuerpos trabados por aquel abrazo genital que era una trampa, sin salir él ni un instante de ella, cubriendo su piel de besos, de saliva, pellizcándola con pequeños mordiscos cuyas marcas desaparecían en segundos. La miró directamente a los ojos, le gustó esa mirada, entre turbia e infantil, entre desvalimiento y descaro, y ella terminó cerrándolo mientras anudaba sus piernas a su cintura y se apretaba aún más contra él.
—Te quiero, te quiero, te quiero —bramó, mientras la besaba y un escalofrío de placer azotaba su columna vertebral con una intensidad de vértigo. Cerró él también los ojos: era la caída en el abismo, el descenso hacia un vacío absoluto y oscuro que lo engullía como si fuera un embudo.
—Entra más adentro, cariño, más adentro —le decía ella, enloquecida, balanceándose como si se estuviera columpiando.
La siguió poseyendo hasta que le dolió el cuerpo. A veces se detenía a beber el sudor de su piel que, como un lago, bordeaba sus omoplatos marcados, agua salada con sabor a hembra, o saboreaba el licor de su sexo durante el instante que salía de él para volver a entrar de nuevo, con más ganas: amaba el perfume denso de sus muslos; besó, uno a uno, todos sus dedos, de los pies, de las manos, y casi la ahogó besándola en la boca. Devoró sus labios, como si fuera fruta, mezcló su saliva con la suya, sin dejar de agitarse sobre ella, quemándose y quemándola.
Mike Demon oía su corazón, sus sordas palpitaciones, en las sienes, en el pene; las sentía, también, en el cuerpo de ella, el mismo latido poderoso que los arrastraba. Era como una borrachera infinita en la que un vaso llevaba a otro, en la que nunca había bastante líquido, en que mientras más se bebía más sed se tenía.
—No acabes nunca, nunca —jadeó Carmela a su oído.
Llegó el momento culminante, la concreción de tanto doloroso deseo sobre el vértice de sus piernas, y dijo Mike nuevamente a Carmela que la quería, y era cierto, la quería con locura en aquellos instantes de delirio en los que el cerebro huía y el cuerpo hablaba su propio lenguaje sin ataduras, en los que siguieron de lenta agonía, cuando con sus brazos inmovilizó el cuerpo que temblaba sacudido por espasmos mientras él se vaciaba en su interior, bañado en sudor, muriendo de placer.
—¿Te ha gustado?
Movió la cabeza, le sonrió, le acarició la cabeza.
—Has estado formidable, mi gringo —le susurró besando suavemente la boca del hombre.
Permanecieron abrazados, el resto de la tarde, sin vestirse. La cabeza de ella reposó sobre su hombro mientras la mata de sus cabellos oscuros cubría su pecho. Después de respirar entrecortadamente durante los primeros minutos, reponiéndose del esfuerzo amatorio, le dio por soñar en voz alta.
—¿Sabes qué me gustaría? Que me llevaras a ver el Cañón del Colorado. ¿Es como sale en las películas?
—Infinitamente mejor.
—Y luego a Nueva York. ¿Es verdad que la gente de esa ciudad está enloquecida?
—Como la de Tijuana, no más.
—Y luego me llevarás a jugar a Las Vegas.
—No creo —contestó de forma automática—. A esa ciudad no irás conmigo.
—¿No te gusta? —preguntó con inocencia, mirando sus ojos.
—La detesto. Por mí se puede ir al infierno.
La estuvo acariciando mientras ella cerraba los ojos y soñaba viajes imaginarios por el vecino norte. Las manos grandes y huesudas de Mike Demon iniciaban un tránsito que iba del cuello a la nuca, descendían luego por la espalda y seguían el contorno de sus caderas mientras Carmela encajaba su cabeza entre su hombro y barbilla.
—¿De verdad me quieres o lo dices porque me gusta oírlo?
—Eres una muchachita linda, inteligente y sexy. Se hace difícil no quererte. Imposible. Más después de este placer que me has dado.
Cerró Mike Demon los ojos y suspiró, feliz en su paraíso transitorio, mientras su amante se arrebujaba entre su brazo diestro y su hombro y su oscura cabellera se desparramaba por el torso.
—¿Cómo es tu esposa? —le preguntó luego, de repente, movida por esa morbosa curiosidad que azuza a las mujeres a conocer detalles de sus rivales.
—Ya te lo he dicho. No es como tú. No se parece en nada a ti. Es exactamente tu contrario.
—¿Y te gusta?
—Sí, me gusta. Estoy casado con ella.
—¿Más que yo?
—Tú, mi chamaquita, eres algo muy especial. Tú me desconciertas. Tenía que haberte conocido diez años antes.
—Antes era una niña.
Llegó el momento de la partida, que siempre le entristecía y le dejaba un mal sabor de boca a Mike Demon, sentimiento de culpa y pecado. No se movió de la cama mientras ella se vestía. Le ayudó a abrocharse el sujetador en la espalda. Asistió, sin mover un solo músculo, a la ceremonia inversa de cubrir aquella piel morena y suave con los vestidos blancos que resaltaban el tono oliváceo de su piel exquisita. Se inclinó ella, antes de partir, para que él accediera a sus labios, y saboreó Mike Demon aquel beso de despedida, ciñendo su cintura. Luego, cuando cerró la puerta de la habitación y la oyó bajar los escalones, se incorporó de la cama y se miró en el único y desportillado espejo de la habitación. ¿No era ya un poco mayor para ella? El cristal le devolvía la imagen de un hombre algo grueso ya, con el vientre ligeramente abombado y arrugas en el rostro. Se tocó el pene: le dolía. Tenía su glande un color encendido, de carne viva, por la frenética actividad desarrollada. Fue a orinar. Le escoció. Echó de menos una buena ducha mientras se vestía.
Fue regresando a Estados Unidos, aquella noche, cuando la migra mejicana le detuvo en el mismo puesto fronterizo. Un agente, tras comprobar su documento de conducir y la matrícula del coche, le colocó las esposas sin que él pudiera darse siquiera cuenta de ello y fuera tarde para protestar.
—¿Qué coño significa esto?
—No me joda, gringo —le dijo, amenazadoramente, encañonándole con su revólver—. No me cause problemas.
Le metieron en un coche particular y le llevaron a un almacén abandonado. Su grito de protesta quedó estrangulado en su garganta por el miedo intenso y paralizante que lo dominó. No le gustó nada aquello. Aquella parte de Tijuana, a las afueras del núcleo urbano, estaba desierta, a oscuras. Rememoró historias terribles que llegaban a la prensa del otro lado, secuestros, asesinatos, descuartizamientos, rodajes de cintas snuffs, tráfico de órganos, y se adueñó de su cuerpo un vértigo que le hizo borrar el cúmulo de agradables sensaciones que horas atrás había experimentado con Carmela. Méjico era un chupadero de gringos, un reino de policías corruptos que liquidaban a los secuestrados antes de cobrar el rescate, de asesinos desalmados de uniforme, y aquel viaje nocturno parecía un maldito castigo a su exceso de placer, el duro peso en la balanza para equilibrar su falta.
—¿Dónde estoy? —preguntó a dos tipos gordos, inmensos, como luchadores de sumo, que le sacaron a trompicones del coche y le metieron en aquel destartalado edificio.
No le contestaron. Subió con ellos en un montacargas ruinoso que chirriaba y se estremecía. Le bajaron a empujones en uno de los primeros pisos. Luego fue arrastrado por un pasillo hasta una habitación desangelada, y allí estaba el amable Fred Vargas con sus cigarrillos con boquilla y la sonrisa cordial asomando por debajo de su bigote oscuro bien perfilado.
—Pura droga su chamaquita, gringo. Cae sobre ella como el oso sobre la miel. Bien que se la chingó esta tarde. ¿Cuántos asaltos fueron? Debió dejarle noqueado.
—¿Estuvo mirando? —le preguntó, furioso, mientras los dos gorilas se sentaban en una silla.
—No me hace falta mirarla, gringo— se acercó a él y le escupió en la cara el humo del cigarrillo—. Me la chingo cuando quiero, a todas horas. Tiene una chinga de oro y unas tetas de miel. No me extraña que enloquezca, compadre; yo también estoy loco por ella. Se puede llegar a matar por una mujer.
Lo miró con furia a los ojos. No había manera de saber si estaba diciendo la verdad o bien le estaba mortificando. Lo segundo lo había conseguido.
—Le voy a explicar bien a las claras la situación. Está en mis manos, güerito. Esto es un almacén abandonado y esto —y señaló de forma siniestra unas manchas oscuras en el suelo— la sangre del último tipo al que degollamos. Necesitamos que sea comprensivo, compadre. Tenemos muchas necesidades al Sur, somos muy pobres, y ustedes andan podridos en dólares. Se trata de hacer un reparto justo y equitativo, de justicia social.
—Ya lo hicimos.
—No me gusta hablar del pasado sino del futuro. Vamos a planificar el futuro. Sé, gringo, que tiene verdes al otro lado, pero no querría arruinarlo, no querría, en serio. Voy, simplemente, a hablar de negocios, le voy a ofrecer un estimulante material fotográfico y vamos a poner precio a cada foto. ¿Le parece?
Empezó a sospechar que había caído en una trampa espantosa de la que le iba a ser muy difícil salir. Tenía ganas de vomitar, de orinar, y luchó por mantener su dignidad a toda costa ante aquellos matones que le miraban de forma afable mientras ideaban cómo destrozarlo. Todo pecado conlleva su castigo y empezó a temer que el excesivo pecado de aquella tarde le hubiera llevado a esa situación, y que el dolor que le aguardaba estuviese a la altura del placer que ya olvidaba.
Fred Vargas sacó un sobre grande de su americana y de él una serie de instantáneas, y en ellas estaba Mike con Carmela, comiendo, paseando, tomando refrescos en una terraza, bailando, besándola, amándola. Había una docena de fotos de buena calidad que atestiguaban que le habían estado siguiendo en todas y cada una de las ocasiones en que había entrado en Tijuana. Se quedó sin respiración.
—Carmela es su puta —le dijo, furioso.
—No, gringo, nada de eso. No la insulte. Ella es una buena chica, no sabe nada de esto, la pobrecita, ni de que le tenemos aquí a usted esta noche. Ella le ama, si eso le sirve de algo, gringo, y no sé por qué razón. En el fondo, en el fondo, esta historia de amor me conmueve y, ¿sabe una cosa, míster Demon? Le envidio. El sueño de su chica es pasar al otro lado, estar cerquita de usted, pero me temo que esa posibilidad le da pánico al gringo por si se entera su mujercita. Imagine, por un momento, que hago llegar estas fotos a la señora Demon. No me gustaría arruinar un matrimonio. Por eso le voy a vender todas estas fotos. Dos mil dólares cada una, y se las voy a vender a un ritmo de una por semana. ¿Qué le parece?
—Me parece un robo.
—No está en disposición de negociar, compadre. Nunca lo ha estado conmigo —le dijo acercando la colilla incandescente de su cigarrillo a sus ojos—. Estos tipos inmensos que le trajeron hasta aquí le pueden partir el cuello a una orden mía, abrirle el vientre y rellenárselo con periódico, darle por el culo antes de matarlo. No me rebaje ni un puto dólar del precio de cada foto. Yo le diré cuándo y dónde ha de pagarme y le entregaré a cambio la copia y el negativo cada vez. Este asunto entre usted y yo acabará cuando tenga en su poder todas las fotos comprometidas.
Movió la cabeza con abatimiento. Estaba perdido. Nunca debía haber pasado a Tijuana. Su situación se acercaba a la de una pesadilla sin fin. Maldijo su debilidad y maldijo a la mejicana.
Los dos gorilas le bajaron en el montacargas y luego lo llevaron hasta su coche. Uno de ellos, al despedirse, le lanzó un puñetazo contra la nariz, sin motivo: se la partió. Condujo chorreando sangre hasta la frontera mejicana y nada le dijo el policía del control. Fueron los de la migra norteamericana los que quisieron saber de su herida.
—No es nada grave. Una pelea de taberna.
—Tiene negra la nariz, amigo. Cuídese. Yo, de usted, dejaría de pasar a Tijuana una buena temporada.
En el camino de regreso a Los Ángeles estuvo pensando cómo podía justificar su nariz rota ante Suzanne. Optó por la solución más rápida: estrelló su coche contra un árbol y dio por teléfono un parte de accidente a su compañía de seguros al mismo tiempo que llamaba a su esposa para darle cuenta del percance.
—¿Te has hecho daño, Mike?
—Creo que me he roto la nariz. No llevaba el cinturón.
—¡Oh, Dios mío!
Durante quince días permaneció con la mitad de la cara vendada ante el regocijo de Marc, que se quedaba mirándole y le gritaba diciendo que se parecía a la Momia. Hasta que una llamada de Fred Vargas le puso en movimiento.
—¿Qué le pasa en la voz? —le preguntó, con cinismo—. Le ha cambiado, la tiene nasal.
—Pregunte a sus hombres. Ellos me partieron la nariz por indicación suya.
—Son unos brutos. Bien, hoy vamos a negociar la primera foto, la del restaurante.
Calló un momento.
—Quedamos en 2.000 dólares.
—Creo que vale 3.000 verdes, compadre. No vamos a discutir por mil más o menos. ¿A que no?