CAPITULO 22

TARDÓ MIKE Demon en volver a Tijuana dos semanas. El jefe le había dado direcciones de clientes por los alrededores de San Francisco, y Mike Demon no encontraba el momento de girar y bajar hacia el sur. Creía que dos semanas de no verla le apaciguaría. Pero no fue así, sino todo lo contrario: el síndrome de abstinencia le pasó factura en forma de irritación permanente y estado de ansiedad. A veces se encontraba siguiendo por la calle a una mujer latina, de cabellos oscuros y andares sinuosos, y hasta que no conseguía sobrepasarla y certificar que no era Carmela no descansaba. Otras soñaba con que Suzanne se transmutaba en la camarera del restaurante Carnitas de Uruapan, que sus cabellos rubios y rizados se oscurecían y se estiraban, que era la madre de su hijo, su esposa. Aquel delirio mental con el que difícilmente sobrevivía le hizo perder el interés por las cosas cotidianas. Cuando no conducía o corría por el barrio, se sentaba delante del televisor e intentaba, sin éxito, concentrarse en los partidos de la liga norteamericana de baloncesto.

La llamó un martes por la noche, desde un teléfono público al que se había acercado con la excusa de hacer footing. No descolgó el auricular la primera vez, no lo cogió la segunda sino que lo hizo un hombre y, por la voz, dedujo que era su supuesto hermano, el proxeneta que le había llevado hasta ella en el restaurante Carnitas de Uruapan.

—Lo siento, compadre, no la encuentro. ¿Quién la llama?

—Un amigo.

—Pero ese amigo debe de tener nombre, me imagino.

Guardó silencio antes de contestar. Estuvo tentado de colgar el auricular y desistir. Despreciaba tanto a ese tipo como amaba de forma enloquecida a su exquisita hermana, y se preguntaba cómo de la misma simiente podían salir personas tan dispares, opuestas.

—Mike. ¿Cuándo volverá?

—Ah, el americano —Mike Demon tuvo la sensación molesta de que el otro se estaba riendo—. Me habla constantemente de usted y he de confesarle que no siempre bien. Creo que me dice que tiene muy poca palabra, compadre, que le promete muchas cosas que luego no cumple. No es elegante engañar a una mujer, gringo. A una vieja tan linda y dulce como es Carmelita.

—Quería hablar con ella.

—Pero quizá ella no quiera hablar con usted. A mi hermanita le gusta la gente honrada, que no mienta, que cumpla siempre lo que promete, y me parece que usted no está en ese grupo.

—Quería hablar con ella —insistió.

—Pues no creo que hoy sea posible.

Colgó el auricular con violencia y el aparato no le devolvió los centavos que se había tragado. Estaba nervioso e irritable. Se fue a correr por el barrio. Pasó por el lado del coche de Buzz, que hizo un giro brusco y estuvo siguiendo sus evoluciones gimnásticas durante un buen rato a una discreta distancia. Oscurecía, y las luces de la calle se iban encendiendo paulatinamente y destilando parva luminosidad sobre el asfalto, entre las ramas de los árboles cargados de hojas que dificultaban su paso. No había ninguna ventana de la casa de la anciana señora Betts iluminada: no se iban a encender más; un repartidor encontró su cadáver petrificado mirando el televisor encendido, y a su gato maullando entre sus piernas. La noticia salió en el canal local de noticias y le produjo un desagradable escalofrío a Mike Demon en la espina dorsal mientras Suzanne repetía: «Pobre mujer, pobre mujer. Morir sola, sin nadie al lado…»

—A la gente hay que matarla cuando ya no se puede valer por sí misma —dijo en voz alta, mientras saltaba por delante del parterre de Mildred—. ¿Acaso no matan a los caballos cuando se parten una pata?

—Mike —le llamó la amiga de Suzanne, que abría la puerta de su casa en aquel momento.

Mildred Eaton salió al porche con un vestido insinuante que la desnudaba más que si no llevara nada encima. De noche, el deterioro de su carne no era visible. Una blusa de seda verde se adaptaba a su desproporcionado busto y un pantalón corto abrazaba la parte superior de sus muslos. No parecía que llevara sujetador, ni braguitas. Se detuvo Mike jadeando ante ella. Mildred alargó su mano y le rozó el brazo.

—Estás sudando. ¿Por qué no pasas dentro?

—¿Qué le pasa a tu marido? —le preguntó mientras seguía moviendo las piernas aunque no se moviera del sitio, y mantenía el ritmo gimnástico de su respiración.

—Un infarto. Come demasiados perritos calientes y tiene las arterias hechas un verdadero desastre. ¿Por qué no pasas dentro? Seré cariñosa, querido —le dijo.

—¿No deberías acompañarlo en el hospital?

—Mike Demon, ¿acaso eres de la liga de la decencia? —exclamó, irritada.

Mildred era buena en la cama: muy buena, de las mejores, pero no por eso le gustaba estar con ella.

—Otro día.

—¿Ya te vas?

Mildred sólo era una especie de puta pintarrajeada, siliconada, con labios recauchutados; un físico esculpido según el modelo de las apetencias del americano medio que soñaba con las chicas de Hugh Heffner abriendo la puerta vecina de su casa. La viva imagen de la ramera de Babilonia que su padre le inculcó a través de la lectura de los textos sagrados. La suciedad del pecado frente a la pureza de aquella virgen latina, apresada en la cárcel de la miseria poco más de cien millas al sur.

Volvió a casa. Tropezó con Suzanne en la misma puerta, cuando trataba de abrirla con su llave.

—Has tardado mucho —le dijo, en tono de reproche.

—Hoy he hecho un recorrido más largo.

—Hueles mucho a sudor. ¿Te vas a duchar?

—¿Dónde está Marc? —preguntó mientras subía de dos en dos los peldaños de la escalera y se sacaba la camiseta húmeda por la cabeza.

—En casa de un amigo, haciendo los deberes. Creo que me ha dicho que se quedará a dormir allí —hizo una breve pausa para, a continuación, decir—: Estamos solos.

Cuando acabó de ducharse y descorrió la cortina se encontró a Suzanne. Había entrado sigilosamente en el cuarto de baño y no la había oído. Estaba desnuda. Era la tercera vez en la vida que la veía sin ropa fuera de la cama, en un contexto diferente del dormitorio. Levantó sus senos con las palmas de sus manos húmedas y se los besó, se los lamió, se los frotó tan vigorosamente que ella le echó los brazos al cuello y buscó su acoplamiento.

—No me haces nunca el amor, Mike Demon —se quejó.

Lo hicieron como dos amantes, no como marido y mujer. La sentó sobre la cisterna del retrete y en esa posición, con él de pie, le hizo el amor. Pero ni en esos momentos de éxtasis placentero dejó de pensar en Carmela: las sonrosadas y suaves areolas eran sus oscuros pezones de sabor salado. Fue con ella todo lo brutal que pudo. La estrujó contra las frías baldosas del cuarto de baño, golpeó su nuca contra la pared, alzó sus piernas y se hundió entre ellas con saña.

—¡Para, Mike! ¡Para! —jadeó ella.

No se detuvo hasta el éxtasis. La mordió en el cuello, en los hombros, mientras sus dedos estrangulaban los pechos.

—Deberíamos hacerlo más a menudo —le dijo cuando acabó—. O irnos a un motel para librarnos de Marc. Los niños son el mejor anticonceptivo, ¿no crees?

Deslizó Suzanne Demon su boca húmeda como una babosa por los labios de Mike, succionó su cuello creando una gran mancha rojiza, quedó prendida luego de su tetilla derecha mientras que la lengua frotaba su extremo erizado y sensible.

—¿Te excita que te lama ahí? —preguntó, alzando los ojos hasta que su mirada coincidió con la de Mike.

—Más me excitaría en otro lugar, querida.

—Siempre lo mismo. Yo no estoy preparada todavía. Eso lo hacen las putas.

—En el sexo —sentenció Mike Demon— un marido espera que su esposa se comporte como una verdadera puta.

—Me ha gustado que hayas sido tan brutal —dijo mientras se desanudaba de los brazos de su marido y tocaba con sus pies el frío suelo del lavabo.

El sexo tenía que ser brutal y sucio para ser excitante. Al más primario de los instintos humanos no se podía aproximar uno con cursilería y por atajos. Lo estuvo pensando mientras ella se envolvía en un albornoz y suspiraba satisfecha.

Bajó a Tijuana a la mañana siguiente. Llovía a mares. Había entrado una perturbación desde México y algunos colectores de L.A. se habían desbordado, invadiendo los torrentes las carreteras. Por la radio transmitían mensajes de alerta a los automovilistas y les aconsejaban que no se desplazaran si no era estrictamente necesario. El trayecto que normalmente hacía en poco menos de tres horas se duplicó. Entró en la ciudad cuando ya anochecía y el caos, con aquella lluvia que cogía a todos por sorpresa, era monstruoso. No funcionaba ningún semáforo y en las bocacalles reinaba la ley de la selva. Fue en una de las esquinas, mientras buscaba un lugar donde aparcar, cuando el carro que iba detrás le dio un fuerte golpe y él fue precipitado con violencia contra el parabrisas de su Ford, golpeándose en la frente.

—¡Maldita sea!

Se bajó para examinar los desperfectos y también lo hizo el otro conductor. Nadie tenía en México seguro de accidentes de coche, y los incidentes de tráfico se resolvían al momento con buenas palabras o no se resolvían. El tipo que bajó del otro carro, chorreando agua, estaba borracho. Era gordo, tenía mal aspecto, una cara grisácea y mal rasurada, y una corbata ridícula se anudaba en su cuello como si fuera la cuerda de un ahorcado.

—¡Hijo de mala chingada! —fue lo primero que le dijo.

—¡Ha sido por su culpa! —le espetó Mike Demon.

—¡Y un carajo! Iba despacio.

—Pero no frenó.

—Iba despacio. Me ha jodido el carro, puto gringo.

Su carro estaba jodido desde que lo había comprado. Un viejo Chevrolet que le había vendido un gringo o se lo había dejado en garantía de una partida de cartas. Seguía lloviendo y del carro del mexicano, con el morro abierto, salía humo. Examinó Mike Demon su coche. El impacto le había hundido el maletero y eso le iba a suponer hacerle la chapa y quedarse sin vehículo por lo menos tres días. Maldijo al mejicano.

—¿Quién me lo paga? —le gritó a bocajarro bajo una lluvia que arreciaba y ya había echado a perder su traje.

—¡Puto yanqui! Espere un momentito, un momentito. ¡Pendejo!

No entendió Mike Demon qué se proponía aquel borracho temerario. Fue a su carro y volvió. Cuando lo hizo llevaba en la mano una pistola, se la hundió en la tripa y le apretó con la mano libre el cuello. Estaba cargado de tequila pero todavía se tenía de pie, y era muy capaz de hacerle daño. Mike Demon se encogió mientras retrocedía y el otro avanzaba sin soltarle del cuello. Y los automovilistas y los viandantes, cobijados bajo paraguas, diarios, o protegidos por sus propias manos, pasaban por su lado con indiferencia, ciegos bajo esa lluvia copiosa.

—Te voy a llenar de plomo la barriga, maldito gringo, como no me des toda la puta plata que lleves encima.

Nunca había tenido en su vida un comportamiento temerario. Calibró, en décimas de segundos, la posibilidad de golpear de repente esa mano y que el alcoholizado conductor soltara la pistola, pero pudo más el temor de que aquel tipo apretara el gatillo como acto reflejo y le reventara las tripas al sentirse amenazado. La lluvia caía con fuerza y pegaba los cuatro pelos de la cabeza de aquel individuo a su frente conformando un flequillo ridículo. Pero sus ojos llameaban de furia, sus gruesos labios temblaban mascullando ininteligibles maldiciones, y el cañón de la pistola se hundía, un poco más, en su estómago. Se sintió Mike Demon muy próximo a una muerte absurda bajo la lluvia, y decidió no darle ninguna oportunidad.

Le soltó, bajo la lluvia, dos billetes de cincuenta dólares que pasaron convertidos en pasta de papel a sus dedos. Le dejó entonces el mejicano, con una sonrisa.

—Se ha cagado encima, jodido gringo. A un mejicano no le toma el pelo un chingado como usted.

Pasó luego por su lado a toda velocidad con su coche que seguía con el capó abierto, y le lanzó una cortina de agua gris contra los pantalones. Daba lo mismo ya todo. Montó Mike Demon en su vehículo y dio varias vueltas a la manzana mientras golpeaba con fuerza el volante y la ira le sacudía por dentro. Estaba lamentando no ir armado. Respiraba con fuerza, se ahogaba, agarraba el volante como si fuera el cuello del adversario.

—¡Puto mejicano! —chilló, dando rienda suelta a su cólera.

Aún le quedaba dinero y el pasaporte. Condujo hasta el hotel Lucerna, bajo una lluvia torrencial que no permitía ver más allá de un par de metros. No le miraron con buenos ojos los recepcionistas cuando pidió una habitación y servicio de lavandería y planchadora al mismo tiempo. Tenía el aspecto de haber caído en el interior de un enorme charco.

—Lo siento, señor, no tendrá su ropa hasta mañana al mediodía. Déjela en una bolsa, colgada de la puerta, y se la pasaremos a recoger.

Subió a la habitación. Le recordaba dolorosamente a Carmela. Ella estaba en todas partes mientras se desnudaba y veía por los ventanales del dormitorio una espectacular tormenta eléctrica que se desataba sobre el cielo, blanqueándolo, y los truenos hacían retumbar los cristales de las ventanas. Dejó toda la ropa en una bolsa y la sacó al pasillo tal como le habían indicado. Y después llamó a Suzanne.

—¿Dónde estás, Mike? Estaba muy intranquila.

—Percances, querida. Me ha cogido de lleno este maldito diluvio y he tenido un pequeño accidente. Nada grave, un golpe, pero que inutilizará mi coche un par de días cuando le tenga que hacer la carrocería. Quizá haya llegado el momento de cambiarlo.

—¿Dónde estás?

—En San Diego.

—Dame el teléfono de tu hotel.

¡Maldita sea! No había caído. Era un puto estúpido por haber realizado esa llamada.

—¡No te oigo! ¡Suzanne! ¡No te oigo! ¡Maldita tormenta! Esto se corta…

Colgó. Prendió el televisor. Eran cerca de las diez pero no tenía hambre ni podía bajar a cenar, a no ser que lo hiciera con la bata de la ducha. Llamó nuevamente a la mejicana y lo volvió a coger su hermano.

—Quería hablar con Carmela.

—¿Y quién quiere hablar con ella?

—Mike.

—El gringo —oyó un rumor al otro lado del auricular, como si se estuviera riendo.

—¿Se pone, maldita sea?

—Despacio, compadre. No pierda la calma. En Méjico es muy peligroso perder los nervios. Aquí nos matamos por una mala contestación o una palabra más alta que otra. ¿Quiere a Carmela?

—Quería hablar con ella.

—Pero, ¿sabe qué, gringo? Me parece que ella no quiere hablar con usted. No cumplió su promesa y la chamaca anda resentida, se lo toma en cuenta, ¿entiende?

—He venido precisamente para hablar de eso.

—¡Caramba, qué bien! ¿La va a pasar al otro lado de la border? Eso sí que es bueno, muy bueno. Mi hermana sueña con estar al otro lado del muro y yo le digo que no se debe de hacer muchas ilusiones, que los pobres lo siguen siendo aunque crucen esta chingada frontera. Pero otra cosa distinta es si usted, como buen caballero, se ofrece a cuidarla, le da un buen trabajo, la instala en una buena casa…

—Pero me gustaría discutir todo esto con ella.

—Claro, claro. Estas no son cosas que se deban tratar con un intermediario. Veré qué puedo hacer, porque en estos momentos ella no está. Creo que está ocupada, ya me entiende. Llegaron hace tres horas un grupo de empresarios mejicanos, todos gordos y güevudos, con mucha plata, de ademanes suaves, y se encapricharon de la chamaquita.

—¿Dónde está? —preguntó, conteniendo la rabia.

—¿Dónde está usted?

—En el Lucerna.

—¡Pues vaya que es gracioso! Ella está allí también, haciendo sus negocios. Dígame el número de la habitación y pasará a hacerle una visita.

Le dio el número a regañadientes. Colgó y esperó. Tenía la sensación de que se estaban riendo de él y, a medida que se daba cuenta de la burla, le entraban instintos homicidas. La imagen de Carmela follando con un grupo de hombres de negocios mejicanos lo soliviantó. Se llenó de furia mientras una catarata de imágenes sórdidas bombardeaba su cerebro pese a que las rechazaba; precisamente por ello se hacían más reales, para mortificarle. Cerró los puños con rabia, cruzó la estancia en un sentido y otro mientras se veía abriendo las puertas de las habitaciones de todo el hotel, buscando a Carmela.

—¡Maldita puta!

No tenía que ser muy difícil hacerse con un arma de fuego en Tijuana, pero llovía demasiado para andar callejeando con el batín de la ducha puesto. Abrió la puerta: la bolsa con su ropa seguía colgada del pomo. Telefoneó a la recepción, furioso.

—No se han llevado de mi habitación la ropa para lavar y planchar.

—Ahorita envío una camarera a buscarla, señor.

—¿No tendrían ropa para prestarme? No llevo más trajes en la maleta.

—Veré qué puedo hacerle. ¿Cuál es su talla de camisa?

Se la dijo. Y su altura y hasta su peso. Veinte minutos más tarde un camarero le entraba en el dormitorio unos tejanos y una camisa de lona tipo vaquero. Se los probó. Al menos los pantalones no se le caían y podía abrocharse la camisa al cuello. Prendió el televisor y estuvo cambiando de canal, sin parar, sin ver nada y viéndolo todo, hasta que fueron las doce de la noche y la posibilidad de que apareciera Carmela se esfumó.

Se iba a desvestir resignado, para meterse en la cama, cuando llamaron discretamente a la puerta de la habitación y sin pensarlo más, abrió. Enseguida se arrepintió de haberlo hecho. Dos tipos con pésima catadura le empujaron hacia dentro, cerraron rápidamente y le encañonaron con sus pistolas.

—¿Es usted Mike Demon? —le preguntó uno de ellos y, como se quedara mudo, insistió colocándole el cañón de su arma sobre el pecho—. ¡Conteste, carajo!

—Yo soy. ¿Qué ocurre?

El que le apuntaba siguió haciéndolo y el otro le colocó unas esposas a la espalda.

—Tendrá que acompañarnos, gringo —dijo el que más hablaba, guardando su arma entre el cinto y la camisa, y dirigiéndole una sonrisa nada tranquilizadora.

Salió del hotel Lucerna escoltado por los dos tipos, como si hiera invisible. El recepcionista miró hacia otro lado. También lo hicieron otros huéspedes y el portero cuando le metieron en un coche aparcado. Aquella era la clase de gente que diría que no habían visto nada, si se les preguntaba por la desaparición de un norteamericano en Tijuana. Lo metieron en un coche aparcado junto al hotel, bajándole la cabeza para que no se golpeara al entrar. Seguía lloviendo, pero con menos intensidad, y el carro se movía con cierta dificultad por calles anegadas de agua que los sumideros de las cloacas no daban abasto para tragar. Un río turbio e infecto arrastraba papeles de diario, vasos de parafina, envases de refresco de plástico y cuerpos de ratas ahogadas que atrancaban las bocas de las cloacas.

—¡Vaya forma de llover! —se quejó el que conducía mientras las varillas del limpiaparabrisas no daban abasto para desalojar el agua que caía—. Parece como si el cielo meara.

Había oído Mike Demon mil y una historias macabras acerca de los secuestros perpetrados por la policía de Tijuana, de lo poco escrupulosos que eran sus agentes, de su corrupción generalizada y, sobre todo, de su peligrosidad y violencia. Realmente la gente no acudía a la policía porque, aparte de no resolver ninguno de sus casos —el índice de fracasos se situaba en el 85% siendo ésta una apreciación generosa— se comportaban bastante peor que los maleantes y delinquían con total impunidad. Rezaba para que le llevaran a unas dependencias policiales y no le sacaran al desierto. El que le había encañonado conducía, sin parar de fumar ni de beber tequila de una petaca que sacaba, cada vez que se paraba el coche en un cruce, del bolsillo de su mugrienta americana que algún día fuera blanca. El otro, sentado a su lado, intentaba ver la expresión de su rostro a través de la oscuridad.

—No se me asuste, gringo, si no ha hecho nada malo. Es una simple comprobación.

—¿Por qué?

—Una denuncia.

—¿De quién?

—Corre mucho, eso ya lo sabrá cuando lleguemos.

Suspiró de alivio cuando el vehículo se detuvo ante una mugrienta dependencia sobre cuya puerta de entrada se dejaba ver un letrero luminoso con la palabra «policía». Le subieron por unas escaleras, mientras se cruzaba con agentes de uniforme que se hicieron a un lado para dejarlo pasar. Y allí, en aquella segunda planta en donde había un grupo de personas vociferantes que no paraban de soltar amenazas de muerte a pesar de que estaban esposadas a sus correspondientes asientos, le empujaron al interior de una pequeña celda con barrotes y echaron el cerrojo.

—Se espera —le dijo el que más hablaba, chupándose con la lengua el bigote y después, riendo—. ¡Qué remedio!

Tenía una simple banqueta y metro y medio de largo por medio de ancho para pasear. Y un cubo de metal, sucio, para vomitar u orinar. Esperó sentado mientras maldecía su suerte y calculaba lo que tendría que pagar para conseguir su libertad. Podía darse por afortunado; los que le habían prendido eran policías legales y todo hubiera sido peor de no haberlo conducido a aquellas dependencias oficiales. El tiempo se eternizó, se volvió una sustancia espesa y pegajosa, y su incomodidad creció. No estaba a gusto en la celda, no estaba a gusto con las ropas prestadas, sin tener un mínimo de privacidad, enjaulado como una fiera, a la vista de todo el mundo que por allí pasara. Oyó unas pisadas y se abrió de nuevo la celda. Un policía gordo, con el uniforme sudado y descolorido, descorrió el cerrojo y le hizo una seña con la mano para que saliera.

—Vamos.

Bajaron la escalera, avanzaron por un largo pasillo y desembocaron en un despacho en donde había una mesa cuadrada enorme, una luz cenital mustia y una pared de cristal al fondo de las que se utilizan en los interrogatorios, que permiten ver al interrogado pero impiden que éste vea a quienes lo están espiando.

—Un momento.

Se cerró la puerta y él permaneció sentado ese momento que resultaron ser quince minutos, en la más completa soledad. Miró a su alrededor, por si descubría cámaras de vídeo, y se percató de que las paredes estaban acolchadas. Entonces se abrió la puerta y entró un tipo delgado, bien trajeado, aparentemente de su edad, pero cuyo pelo y bigote eran de un negro intensos.

—¿Qué tal, señor Demon? —le saludó mientras tomaba asiento enfrente de él y abría una carpeta.

—No sé por qué me han detenido. Esto es un ultraje —saltó—. Quiero ver al cónsul de los Estados Unidos.

—No se me altere, compadre, y vayamos por partes. El señor cónsul de su país está durmiendo y hasta mañana al mediodía no suele despertarse. Así es de resacoso el tequila. Así que mejor no le molestemos. Y las preguntas, si no le parece mal, las hago yo. ¿Qué ha venido a hacer a Tijuana, señor Demon?

—Turismo.

De la carpeta sacó su pasaporte y lo hojeó. Se lo debían haber cogido los policías que le detuvieron y él no se había dado cuenta.

—Usted vive en Los Ángeles.

—Sí.

—Pero viene con mucha frecuencia a Tijuana. Hay un montón de sellos en su pasaporte. Este mes, dos veces, el mes anterior, cuatro veces. ¿A qué viene a esta ciudad? No es una ciudad para hacer turismo. Esta semana se registró la muerte de un industrial ferretero que se resistió a un secuestro. La oleada de violencia a que se enfrenta esta ciudad está llevando a que muchos comerciantes e industriales mexicanos decidan radicar en ciudades de Estados Unidos, como San Diego, Chula Vista y Nacional City, entre otras, con el fin de escapar de los asaltos, secuestros y homicidios, y usted hace el camino inverso. ¿Qué tiene Tijuana, señor?

—Tequila —respondió con sorna.

—No estoy para bromas. Es muy tarde. A estas horas estaba durmiendo. No me conteste con pendejadas de ese estilo o no ve la luz de la calle en muchos días, señor Demon del carajo —a medida que hablaba su tono se hacía más alto y agresivo—. Le voy a decir a qué chinga vienen los gringos aquí: a por drogas. ¿Es usted, señor Demon, miembro de algún cártel?

—Nunca he estado involucrado en negocios de drogas. Nunca.

—No le hace falta tanta vehemencia. Si fuera narco su respuesta sería idéntica. Si no viene por drogas, viene por mujeres.

¿Me equivoco, señor Demon? México se ha convertido en uno de los destinos principales para el turismo sexual y los pederastas, particularmente los que nos llegan de Estados Unidos. ¿Sabía usted que somos un punto de entrada, uno de los principales países de procedencia de las alrededor de 18.000 personas que son traficadas cada año a territorio estadounidense? Le puedo dejar el informe, compadre, para que se empape. ¿A eso viene a Tijuana? ¿Porque hay jóvenes y guapas putitas?

Palideció. Negó con la cabeza. Comenzaba a sospechar que aquel hombre sabía más de lo que aparentaba. Lo miró de frente por primera vez, pues hasta entonces había permanecido cabizbajo. Fue cuando se dio cuenta de que lo había visto antes al otro lado de la frontera, en un motel de carretera, de que era el tipo mexicano que le había parecido un policía de narcóticos: el mismo que dos semanas atrás se había dejado ver en el hotel Lucerna cuando cenaba con Carmela en el restaurante El Acueducto. El descubrimiento, lejos de tranquilizarle, le alteró.

—Ha tenido hoy un accidente. Hasta de eso me he enterado, señor Demon. O sea que será mejor que me diga qué viene a hacer exactamente a Tijuana, cuando ésta es una ciudad fea, caótica, sucia… la cloaca de México. Hace treinta años, Tijuana era una pequeña ciudad fronteriza de poco más de 30.000 habitantes. Hoy supera oficialmente el millón de habitantes, pero se calcula que en realidad hay más de millón y medio de personas. Es decir, que en 30 años Tijuana ha multiplicado su población por 50. ¿Y sabe por qué? Este crecimiento tan salvaje sólo tiene una explicación: es la puerta más importante que tiene México para entrar en los Estados Unidos. En catorce kilómetros de frontera la migra norteamericana realiza anualmente medio millón de arrestos, casi todos de mexicanos que huyen de la pobreza y pretenden entrar ilegalmente en su país. Yo ya sé cuál es la oculta razón de sus idas y venidas a la ciudad, míster.

—Turismo —contestó, decidido a cerrarse en banda.

—Bien. No me deja otra opción que abrirle un atestado, y presentar ante el juez una acusación contra usted por inducción a la prostitución.

—¿De dónde ha sacado esa información?

—Tengo mis fuentes, señor. Y veo que han dado en el clavo. Usted viene a Tijuana para estar con una prostituta. Usted le promete a esa prostituta pasarla clandestinamente al otro lado. Un delito de conspiración para tráfico ilegal de personas. Lo tiene mal, señor Demon. Le vamos a llevar a juicio y no le vamos a dejar en libertad hasta que no sea procesado.

—Quiero un abogado.

—Esto no es Estados Unidos. Aquí no hay abogados debajo de cada piedra. Y algo tendrá que decir a su esposa, me imagino, o quizá sea yo quien me ponga en contacto con ella. ¿Qué le parece? Le va a salir muy caro haber chingado con esa chamaquita. No dudo que es hermosa, aquí en Tijuana tenemos putas muy bonitas, muy dulces y educadas, que lo sé yo por experiencia propia. Pero si uno es gringo se ha de andar con cuidado y es malo encoñarse de una, como ha hecho usted. Quien se enamora de una puta, cornudo toda la vida.

Se sintió derrotado. Hundió la cabeza entre las manos y suspiró. El policía se alzó de su silla, se acercó a él y apoyó su mano cubierta de anillos de oro en su hombro.

—Podemos llegar a un acuerdo. No quiero joderlo, gringo. No quiero que sufra una mala pasada por un encoñamiento pasajero. Soy macho y le entiendo. Yo también me casé, pero reconozco que hay chamaquitas con las que es muy agradable tener tratos.

El detenido alzó los ojos y miró a su apresador al mismo tiempo que le preguntaba.

—¿Cuánto dinero quiere?

—Veo que bajan enseñados a Tijuana ustedes, los gringos, y no se andan con rodeos. Mil dólares.

—No los tengo.

—¿Qué tiene?

—Puedo sacar quinientos en un cajero automático.

—Me vale de primer pago. Okey.

Se acercó con una pequeña llave y le abrió las esposas. Mike se acarició las doloridas muñecas.

—Ya está de nuevo libre. ¿Ve qué fácil que es? Ahora vaya a su hotel y consiga el dinero. A las diez de la mañana uno de mis hombres irá a buscarlo y le dará, a cambio, su pasaporte. No somos tan malos en Tijuana —y le dio unas palmaditas en los hombros.

Regresó al hotel Lucerna a las tres de la madrugada. Pensaba que había tenido una pesadilla y se asombraba por su final feliz. No podía escapar sin tener el pasaporte. En el vestíbulo del hotel había un cajero para tarjetas. Sacó quinientos dólares con su Visa, los colocó debajo de la almohada. Se desnudó para dormir el resto de la noche, las cuatro horas que faltaban para que amaneciera, cuando sonó el teléfono y lo dejó sonar un buen rato, temeroso de cogerlo.

—Diga.

—Señor Demon, aquí recepción. Una señorita pregunta por usted.

Le dio un vuelco el corazón. Contestó como un autómata, sin pensarlo.

—Que suba.

Un minuto más tarde llamaban a la puerta y él abría envuelto en el batín de baño. Carmela entró en la habitación, le besó levemente en los labios y buscó el asiento del sillón que miraba a la ciudad.

—Siento haber tardado tanto —le dijo mientras se quitaba unos preciosos zapatos de tacón de aguja, que él nunca hasta aquel momento había visto, y se acariciaba los dedos de los pies, con las uñas pintadas de rojo, que parecían exquisitas cerezas.

Pasado el primer momento de muda estupefacción fue hacia ella colérico, la cogió por los hombros, la zarandeó y la obligó a alzarse.

—¡Maldita puta chicana! —le escupió a la cara—. Me has denunciado a la policía. Me he pasado buena parte de la noche detenido por tu culpa. ¿Qué coño les has dicho? Me están extorsionando por tu culpa. Vinieron dos matones a la habitación, me esposaron, me metieron en un coche; yo creía que me iban a matar. Estuve luego en una asquerosa celda, me interrogó después un policía que sabía todo lo nuestro. ¡Eres una miserable zorra! —chilló.

La muchacha se puso a llorar. Se desplomó, zafándose de sus garras, y cayó como un saco en el butacón. Estaba realmente asustada. Y él estaba muy furioso. Se daba cuenta de que podía llegar a matar, en un ataque de ira incontrolada, a quien se cruzara en su camino.

—¡Yo no he dicho nada a nadie! —negó con vehemencia, entre sollozos—. ¿Cómo puedes pensar eso de mí? Habrá sido mi hermano, esa mala persona, pero yo no. Te lo juro por mi madre, por la Virgen de las Nieves. Yo no soy así.

La tomó de las manos, se las besó. Estaba arrodillado sobre la moqueta verde de la habitación, envuelto en la bata de baño, y no era consciente de su estampa ridícula. Enjugó con sus manos el llanto que cubría su cara, le ofreció un pañuelo, la tomó luego en brazos, la llevó como se lleva a una mera pluma, sin sentir su peso, hasta la cama.

—Te quiero, Carmela —gimió.

La deseaba como un loco, la deseaba aún más por ser una imagen doliente que se estremecía. Comenzó a desabrocharle el vestido. Su busto moreno se agitaba debajo del sostén. Su carne le enloquecía. La creía, con fe ciega, y de nuevo estaba postrado ante ella. Besó su cuello, sus pechos, su vientre, mientras deslizaba la poca ropa que cubría su cuerpo, se la sacaba por las piernas que besaba como besaba los dedos de sus pies, sus plantas, la cara oculta de sus muslos y finalmente su sexo, provocando breves y violentas sacudidas de placer. Carmela temblaba de miedo, de deseo, y tomaba con sus manos aquella cabeza enloquecida que recorría cada parcela de su cuerpo. Definitivamente no iba a dormir aquella noche o lo que quedaba de ella, escasas tres horas, el americano. Hicieron el amor hasta que la extenuación los derrotó y sus cuerpos se licuaron. Luego se sintió mejor. Ya no se acordaba de nada desagradable, ya su mente borraba los recuerdos de dos horas atrás, la maldita pesadilla de ese último viaje a Tijuana.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien. Cuando me haces el amor es como si liberaras el fuego que guardas dentro. Me place que te guste tanto.

Ella reptó sobre su cuerpo y se solapó con el suyo. Él era más grande, mucho más tosco. Acarició su piel, su nuca, la suave espalda, la curvatura de sus glúteos y la amplitud de sus generosas caderas mientras le susurraba al oído que lo perdonara, que era un bruto, un zafio.

—Quiero que me prometas que vas a pasarme al otro lado —le dijo ella, mirándole a los ojos fijamente.

—Te lo juro —le respondió, mientras besaba con fuerza sus labios y trenzaba su cintura entre sus brazos, hasta casi ahogarla.

A la mañana siguiente, se despidió de Carmela con un cachetazo en la nalga y un beso en el cuello.

—No hace falta que te levantes hasta las doce. La habitación está pagada —le susurró. Después dio los quinientos dólares a un tipo con aspecto de facineroso que le esperaba en la recepción del hotel y que, después de contarlos, le entregó el pasaporte haciendo una mueca burlona.

—¡Vaya con Dios, gringo! —le deseó, dándole la espalda.

Cuando regresó a Los Ángeles se encontró con una Suzanne tan preocupada por su suerte que quiso ver su coche.

—¿Te lo arreglaron bien en San Diego?

—No había ningún taller disponible. Pero el coche arranca. Lo llevaré al chapista en cuanto tenga un momento —le dijo con su ropa limpia, recién planchada.

—¿Te han lavado la ropa en el hotel? Huele a detergente tu camisa.

—Sí, lo hicieron. Tuve que dar toda mi ropa a lavar y a planchar después de aquel diluvio. No me fue posible volverte a llamar.

Mientras se duchaba, pensaba si no sería mejor decírselo todo a Suzanne. Era una locura plantearse semejante disyuntiva. Le pediría el divorcio, claro, y él se casaría con Carmela, y siendo ella su esposa podría ver cumplido su sueño de pasar al otro lado. Conocía a Suzanne pero no sabía nada de Carmela, nada sino lo que ella le había dicho de sí misma, que podía ser real o inventado. Y lo poco que sabía no le tranquilizaba, como ese medio hermano que la vendía y que informaba a la policía de sus andanzas. Cuando estaba al otro lado veía las cosas de un modo diferente, más cerebral.

—He sufrido tanto por ti estos dos días —le confesó Suzanne, mientras Marc se untaba una tostada con manteca de cacahuete—. Ha habido muertos por las tormentas. ¿Te enteraste?

Tomó la mano de Suzanne con la suya y la aplastó contra la mesa. Dejó de temblar en ese momento.

Eran una familia media estadounidense, como millones: con un hijo, una hermosa casa, un trabajo estable. Se preguntó por qué razón quería echar todo eso por la borda, qué derecho tenía una extraña desheredada del Tercer Mundo a truncar ese sueño americano. A veces creía que todo aquello lo hacía sencillamente porque se aburría, y que esa vida clandestina, oscura y marginal, le servía para encarar con éxito su faceta de hombre feliz y hogareño. Él y casi todos los hombres eran fruto de la dualidad, se movían en una zona de grises porque casi nadie era bueno o malo al cien por cien. Todo era muy complejo. Nada era simple.

—¿En qué piensas?

—En lo mucho que te quiero.

—No me lo dices con frecuencia —le dijo Suzanne, cogiéndole la mano y apretándola—. Pero se agradece que lo hagas. Yo también.

—¡Mamá! ¡Papá! —gritó Marc, celoso de sus arrumacos—. ¿Cuándo vais a hacer un hermanito?

—¿Quieres un hermanito? —preguntó Mike Demon a su hijo, sonriendo y acariciándole la cabeza—. Creo que no sabes lo que dices, amigo. Nadie desea ser destronado por un rival más joven y más guapo. Piensa bien las cosas antes de decirlas, o te arrepentirás.