CAPITULO 21

LAS braguitas de seda negra le daban un aspecto muy sexy, quizá porque era la única prenda que llevaba encima. Yacía la muchacha sobre la cama de la habitación, y se reflejaba su cuerpo pequeño y proporcionado en el espejo del techo. Fred Vargas la observó mientras se anudaba ante el espejo del armario ropero la fina corbata a su cuello: tenía unos bonitos pechos, pequeños y torneados, erguidos y oscuros, con amplios rosetones negros, pero a él le gustaban más las mujeres de al otro lado de la frontera: la rollizas californianas de muslos exuberantes y tetas enormes alimentadas con leche y carne, redondeadas por la grasa.

—Háblame de ese americano.

—¿Qué americano?

—El que te tiras cada semana, chamaquita, el que anda babosito detrás de ti.

—No sé de quién me estás hablando —contestó ella, buscando cobijo bajo las sábanas.

Se volvió despacio Fred Vargas con la chaqueta en la mano. Llevaba la pistola guardada en la sobaquera y un cinturón vistoso, de plata, mantenía los pantalones en su sitio.

—No te hagas la ignorante, Carmela. Tu hermano me lo ha contado todo. Y Rocky. Ese tipo chiflado que bebe los vientos por ti, ese enamorado y casado que te cita, que te llama, que tiene celos de una putita como tú.

—Es uno como los demás.

—¿Por qué eres tan rematadamente mentirosa, mi chamaquita? —avanzó hasta sentarse en el borde de la cama. Se colocó, entonces, las gafas de sol Rayban.

—¿Qué quiere que le diga?

—¿Qué estaría dispuesto a hacer él para tenerte?

—No lo sé.

—Pero te quiere, te dice que está muy enamorado de ti. ¿No es cierto?

—Lo dice, pero no es cierto.

—Claro que es cierto. No me sea modesta la chiquilla. Ese tipo se está volviendo loco por ti. ¿A qué se dedica?

—No hablamos. Sólo hacemos el amor.

—Vamos, venga —hizo un gesto de hastío, de impaciencia—. No me tomes el pelo. Ese gringo no es de los que sólo cogen y se van. Te lleva a comer, te lleva a bailar: yo lo vi.

—Pues entonces sabrá usted más que yo.

—¿Está casado?

—No hablamos.

—¿Está casado? —volvió a preguntar, pero con un tono de voz más seco.

—No habla de su vida privada.

En un segundo, Fred Vargas arrancó la sabana de las manos de la muchacha y ciñó con la mano su cuello. No apretó.

—No me hagas perder la paciencia, pendeja. ¿Está casado?

Movió la cabeza afirmativamente, temblando.

—¿Tiene algún hijo?

—Creo que uno —dijo con un hilo de voz.

—¿Y a qué se dedica?

—Nunca hablamos de eso.

Presionó la garganta con el pulgar y el índice. Aflojó luego a continuación, para que pudiera hablar.

—Me parece que es agente de seguros —tartamudeó, asustada—. Baja a San Diego.

—Baja a San Diego, engaña a su mujercita y cruza la frontera. Un tipo con una doble vida. Seguro que tiene plata.

—No le haga ningún daño, señor Vargas —suplicó Carmela cuando él se levantaba y con la chaqueta bajo el brazo iba hacia la puerta.

—Claro que no. ¿Te importa mucho él? ¿No te habrás enamorado tú también? No, no nos engañemos; tú lo único que quieres de él es que te pase al otro lado, perderme de vista a mí, a Rubén y a todo esto. ¿Es eso?

Carmela negó con la cabeza.

—Claro que es eso. No somos tontos. Lo sabemos todo. Pero tú no te vas a escapar de aquí, chamaquita, te vamos a tener con nosotros aunque sea apresada a la pata de la cama con argollas. Vales mucho. Eres bonita, limpia, tienes carita de almíbar, y eso lo valoran mucho los clientes, los gringos que vienen para cogerte. Porque debes desengañarte, pendeja, los gringos lo único que quieren de ti es eso, cogerte y nada más, y luego, cuando pasan la frontera se olvidan.

Carmela sollozaba, sin atreverse a cubrir de nuevo su cuerpo con la sábana.

—Quiero que colabores conmigo, que me digas todo lo que pueda interesarme de ese maldito gringo. Que seas buena, mi chamaquita, o te doy a mis hombres que andan hambrientos de mujer y te aseguro que no son amantes suaves sino toros rabiosos. Sé leal, muchacha, con quien te da de comer o te echo por acá para que te violen y te descuarticen. ¿Me oíste?

—Le oí —fue su susurro.

A media tarde Fred Vargas se reunió con Rocky en Carnitas de Uruapan, y puso cara de fastidio cuando lo vio en compañía de Rubén.

—¿Qué haces por acá, cholo?

—Platicando con Rocky.

—Pues yo platiqué con tu carnala —le dijo, tomando asiento enfrente de él, junto al coyote—. Después de cogérmela, claro.

Rubén bajó la vista. Rocky encendió un cigarro habano. Fred Vargas alzó la mano y llamó a una camarera para que le sirviera un tequila reposado.

—Tengo cosas que platicar con el Gordo —le dijo.

Y Rubén, obediente, entendió, se levantó y se fue.

—¿Cómo quedaste con el americano? —le preguntó Fred Vargas.

—Se lo está pensando. Le dije lo que había, las dificultades de pasar la frontera, las tarifas y todo eso.

—¿Qué opinas de ese pendejo?

—Que está realmente colado por la chamaquita.

—¿Y tiene plata?

—Tiene, sin duda.

—Bueno. Llama a Chávez, que lo prepare todo, que esté muy al tanto cuando vaya el americano a reservar la habitación y que le dé siempre la misma, por supuesto. Le pagaremos lo habitual por cada foto.

Movió la cabezota Rocky mientras la nube de humo difuminaba su rostro.

—¿Se sabe ya algo de Jorge Castañeda?

No supo Rocky la clase de mirada que le dirigió el policía: llevaba los ojos ocultos bajo sus habituales Rayban. Pero sí advirtió un ligero temblor de su barbilla, que pudiera indicar furia contenida.

—Desaparecido. Andamos buscándolo. El cabrón ese liquidó a dos de mis mejores hombres y no voy a cejar hasta darle caza.

—Paulino y…

—Al otro no lo conoces.

—Murieron todos los del operativo de captura —señaló Rocky, como de pasada.

—Queda uno, que es una tumba. Y quedo yo —se alzó del banco y puso su mano sobre el hombro de Rocky—. Me voy, tengo cosas que hacer.

Había quedado para cenar con Eliseo Macías y su esposa en el céntrico hotel Baja Inn. Fue dando un largo paseo por el Bulevar Revolución hasta el Rodolfo Sánchez Tabeada, donde se encontraba el establecimiento hotelero. Diez años en la ciudad eran suficientes para detestarla. Empezaba a estar harto de su ruido, de su polución, de su circulación caótica, de aquellos locos que dirigían el tráfico en las intersecciones, de los harapientos vagabundos que olían a alcohol y orines, de las diminutas indias que vendían en esquinas abalorios, de las manchadas aceras que nadie barría, hasta de la estridencia de los grupos de mariachis que chillaban para concitar la atención de los turistas, sus aplausos, sus propinas. ¿Por qué no daba él el salto definitivo? Un día pasaría la frontera con su coche y ya no volvería. Un día tendría una casa de puta madre en Malibú, en la misma playa, de esas que se llevan las tempestades y se reponen como si nada.

—¡Señor Macías! —exclamó, yendo hacia la mesa del empresario, con una falsa alegría mientras éste se alzaba de su asiento, le alargaba la mano, cruzaba un cálido saludo y presentaba a su esposa.

—Marián, mi mujer.

—Encantado, señora —dijo Fred Vargas, tomando la mano de la señora que seguía sentada, depositando en su dorso tan breve como caballeroso beso.

—Fred Vargas es el nuevo comisionado contra el crimen organizado e inspector jefe de narcóticos —dijo Eliseo Macías mientras llamaba con un gesto de la mano al camarero.

—Lo sé, querido —dijo su esposa—. Lo he visto por televisión. ¡Qué terrible la fuga de ese gánster sinaloense! ¡Qué individuo tan sumamente peligroso y siniestro!

—Gajes del oficio —dijo Fred Vargas cobijándose tras la carta, buscando el plato más caro puesto que pagaba el empresario—. Pero daremos con él, no se preocupe. No se me va a escapar.

Hicieron sus pedidos: chuletones de carne con papas fritas.

—¿Qué clase de vino le apetece, Vargas? —preguntó inocentemente Eliseo Macías.

—¿Qué tal un Vega Sicilia?

El empresario estuvo a punto de ahogarse con su propia saliva.