CAPITULO 4
LE levanta la mano y le sonríe. Es inútil su gesto. Andreas Paulsen es perfectamente reconocible sin hacer ninguna clase de aspavientos. Es difícil que esa mole de más de doscientas sesenta libras y metro ochenta de estatura pase desapercibida. Pero lo mágico del caso, lo bueno del asunto, es que de joven era delgado, flaco, huesudo, nada que ver con el paquidermo en que se ha convertido. ¿De dónde le viene entonces ese grosor descomunal, su aspecto de ogro bueno que, de cerca, resulta dudoso que lo sea porque uno cree que puede llegar a comerte? Los gordos son felices, suele decir la gente. Andreas engordó porque era infeliz, porque su primera mujer huyó con otro vendedor de seguros, con su amigo más apreciado, al que uno dejaría a ciegas con la esposa creyendo que nunca acabaría acostándose con ella. Y perdió la apuesta, claro. Comprende al amigo; no comprende a Andreas Paulsen. No puede entender a un tipo que tenga una mujer guapa y sexy como Loverace —no, no es un pseudónimo pornográfico de actriz hard, era el nombre de la bella—, y la deje con un semental latino embutido en un traje de vendedor de seguros. No la volvió a ver. Nadie supo de ella. Desapareció sin dejar rastro en Nueva Orleans, pero también sin reclamarle nada. Era una puta, le solía decir él, y cualquier día me hubiera dejado. Pero a Andreas le dejaron a la edad de treinta y cinco años, y en los quince que siguieron se puso a devorar todo lo que pasó por delante de su boca, compulsivamente, deformando un cuerpo de bateador de béisbol en esa roca de sebo en que se había convertido, a base de dobles hamburguesas con queso, vasos tamaño King Kong de Coca-Cola, bolsas gigantescas de nachos con salsa de queso y bandejas de Banana Split. Tampoco le ayudó su nueva compañera, a la que conoció en un centro de desintoxicación de adicciones. Se fugaron a la semana para seguir comiendo hasta reventar. Se casaron y se descasaron un montón de veces, y en las traumáticas separaciones ambos se echaron libras encima mientras sus cuerpos se parecían cada vez más a los de los elefantes marinos que salían en los programas de divulgación científica de televisión, y caminaban resbalando por su propio tocino. La grasa se había convertido en gelatina debajo de la piel, en materia oleosa y líquida que confería a esos cuerpos consistencia de camas de agua, con la piel en continuo movimiento deslizándose sobre la carne, en oleadas. No: Andreas Paulsen no era precisamente el prototipo de gordo feliz, sino todo lo contrario.
Andreas Paulsen ocupaba dos sillas de la cafetería y pagaba billete doble en los aviones. Para que pudiera sentarse los camareros hubieron de apartar la mesa. No estaba ocioso cuando entró y le hizo una seña, alzando el brazo. Un enorme plato de ensalada con pollo, picatostes, rodajas de queso graso y nachos estaba por la mitad, y una jarra de cerveza que sólo un gigante como él podía alzar le ayudaba a trasegar esa cantidad de comida.
—Amigo, deberías cuidarte o el corazón será incapaz de mover esas toneladas de carne.
—¡Vete a la mierda, muchacho! ¿Así me saludas? ¡Hay que chingarse!
Mike Demon estrechó su mano sudada. Buscó luego en dónde secarla. Optó por el pantalón. Y se acomodó frente a él.
—¿Qué quiere tomar? —le preguntó el camarero al recién llegado.
—Una cerveza.
—¿Y para comer?
—Me basta con mirar lo que se come mi amigo. Nada, gracias.
Andreas le repasó con sus ojos redondos y oscuros mientras deshuesaba con los dientes una pata de pollo y luego tiraba de las hilachas de carne que engullía a gran velocidad. Dio un trago a su cerveza.
—Celebro verte y que estés tan bien, caramba —le dijo sin dejar de comer, que era su actividad principal.
—No puedo decirte lo mismo, Andreas. Das miedo de gordo que estás. ¿No haces algún deporte?
—Esto es un deporte. ¿No ves con qué celeridad muevo las mandíbulas?
No pareció afectarle lo más mínimo su observación. Prueba de ello fue el puñado de nachos con queso fundido que se metió en su boca y tragó casi sin masticar. Ser gordo empieza siendo un problema psíquico, y acaba convirtiéndose en un problema físico del que no se salía. Ese estómago dilatado no se sacia nunca y exige perentoriamente comida como un despótico dictador, y no para de rugir hasta que está colmado hasta arriba y una arcada lo vacía ligeramente para nivelarlo.
—Deberías ir al médico, que te pusiera a dieta.
—No funcionan —bebió cerveza. Los labios de Andreas eran anchos como los de una mujer siliconada, repulsivos en su grosor. Su papada grasienta engullía el cuello. Hace una pausa quizá para respirar y vuelve al ataque, como si estuviera en lucha con ese plato de comida que nadie en su sano juicio acabaría—. Las dietas no funcionan. Ni los médicos. Sólo una operación de estómago, pero la demoro todo lo que puedo. No me aseguran más que un sesenta por ciento de éxito. ¿Y si estoy dentro del cuarenta por ciento restante? Soy joven para morir, chico, y me gusta vivir.
—Comer como un cerdo no es vida. Te estás matando a cámara lenta.
Una llamarada de ira en sus ojos. Un estremecimiento en sus manos. Luego se ríe de su propia furia.
—No me llames cerdo, vamos, anda. Yo no me quejo de los delgados, ni de los negros, ni de los putos chinos. No me discrimines, puto Mike Demon del demonio, o te llevo ajuicio. Anda, pide un café y nos vamos.
—¿Adonde?
—A trabajar, por supuesto. ¿Cómo anda Sussy?
—Bien. Se cuida mucho. Ya sabes cómo es ella.
—¿Y tu hijo… Ben?
—Marc, se llama Marc. Sale a su abuelo.
—¿Y eso es bueno?
Ahora es él el que le lanza una mirada de odio profundo.
—Bien sabes que no. Mi padre se suicidó.
—Perdona, lo olvidé.
—Un tiro en la sien. Pam. No se me va de la cabeza, mierda. Creo que fumo por eso.
—Yo ya no fumo. Lo dejé. Al menos dejé algo.
—Y ya no follas.
—Ahí te equivocas, amigo. Folio como el que más, con ayuda. Voy un día de estos a alargarme el pene. Veinte centímetros apenas sobresalen, les hace cosquillas en la entrada. Creo que me implantaré la polla de un negro.
No se imaginaba a ninguna puta cabalgando su grasiento cuerpo. Ninguna mujer podía lubricarse follando a ese cerdo, cuyos senos debían ser mayores que los de la mujer que lo cabalgara. Borró Mike Demon la imagen por insoportable, tanto como aquel enorme plato que se había zampado y estaba ya limpio de comida. Y se levantaron. Paulsen marchaba detrás de él, moviéndose con la torpeza del que frota los muslos entre sí contra su voluntad.
—¿Tienes el coche cerca?
—A dos manzanas.
—¿Y eso es cerca? ¡Dos manzanas!
La parte vieja de San Diego era como un parque temático mexicano. Los restaurantes de cocina tex-mex se extendían a lo largo del parque Balboa y se alternaban con alguno de cocina española como el Café Olé, que ofrecía la genuina tortilla de patata y la paella. La zona estaba concurrida por chicanos, turistas, estudiantes y no pocos policías que se movían entre la gente haciendo pendular sus enormes porras. Una pareja de uniformados alzó de la acera a un borracho y se lo llevó a rastras hasta el coche celular. Andreas entró con enorme dificultad en el suyo y, cuando Mike Demon se acomodó frente al volante, le indicó la primera dirección.
—¿Y por qué quieres que te acompañe yo?
—Porque quiero que tengas un cincuenta por ciento de su comisión, si el resultado de la venta es positivo.
—¿Estás loco?
—No, en realidad quería que olieras el coño de esa zorra.
—¿Una granjera?
—La mujer del granjero. Vacas, pollos, conejos. Aunque a lo mejor es viuda: al tío no lo he visto nunca. Quizá lo tenga enterrado en el jardín.
Arrancó. El que Andreas Paulsen consiguiera colocarse el cinturón de seguridad era una tarea imposible. Desistió de hacerlo, y Mike Demon rezó porque no tropezaran con ningún policía estricto. Se dirigieron al Old Town cruzando las lagunas interiores de San Diego, una Venecia moderna con tipos que hacían windsurf un barco de guerra que cruzaba por la zona más profunda de la rada y docena de piraguas que competían bajo un cielo luminoso. Lucía el sol y el cielo tenía un brillante color azul cobalto. Bajó la ventanilla del coche. El aire era fresco, la brisa marina agradable, hasta armónico el estridente canto de las gaviotas que sobrevolaban la marina, que picoteaban entre las docenas de enormes lanchas ancladas que se balanceaban, pescando desperdicios alimenticios.
—¿Y tu mujer?
—Creo que terminaremos divorciándonos.
—¿Otra vez? Un poco de seriedad, Andreas. Creía que estabas enamorado de ella.
—Uno sólo se enamora de una mujer: la primera. Las demás son sucedáneos. Y ésta ni a sucedáneo llega.
—Vamos, no te creo.
—¿Conociste a Loverace?
—Como si la hubiera conocido. No haces otra cosa que hablar de ella.
—Me enamoré de esa putilla como un adolescente y ahora no sé dónde coño anda, si vive o se la comieron los cocodrilos del Mississippi. ¡Qué guapa era! ¿Llevas whisky en el coche?
—Abre la guantera. Encontrarás una petaca.
La petaca recubierta de piel de vaca tembló entre los dedos gruesos de Andreas antes de que consiguiera abrirla. Le costó girar el tapón de rosca, pero cuando lo hizo y quizá para rentabilizar el esfuerzo su trago fue largo, inacabable. Más le valía a Mike que tirara la petaca y se comprara otra nueva. Andreas eructó y le pidió perdón a continuación.
—¿Jack Daniel’s?
—Four Roses.
Bordearon La Jolla. Mike le explicó a Andreas las veces que se bañó desnudo en aquella playa por la noche, y rememoró un buen polvo al calor de una hoguera con una quinceañera obsesionada por dejar atrás la virginidad.
—Cuenta, me gusta. Cuenta los detalles —Andreas volvió la petaca vacía a la guantera, se acomodó en el asiento, intentó sin éxito estirar las piernas: tenía las rodillas muy próximas a su mandíbula—. Ahora giras a la derecha, hacia el campo.
El paisaje seguía siendo verde, aunque se perdía el aroma de la brisa marina y se dejaba de escuchar a las gaviotas. Era el mismo cielo. Se veían, recortadas entre un mar de hierba, grandes casas de madera pintada junto a enormes silos de grano. Cruzaron un campo de remolachas y Andreas le indicó que girara a la izquierda, que tomara una pista particular de tierra.
—Ahora recto, sin pérdida. Háblame de la quinceañera calentorra.
—Buenas tetas, buen culo y buen coño.
—Eso lo tienen todas, Mike del demonio —dijo Andreas, riendo.
—No es cierto. Las que tienen buenas tetas no suelen tener culo, o las que tienen culo tienen unas tetas de mierda. Las únicas compensadas son las chicas de Playboy, porque no existen.
—Eso lo remedia la cirugía. Pero los coños, amigo, son iguales.
—Los de tus putas.
—Mike del demonio. ¿Por qué te llamas Demon? ¡Vaya apellido, carajo! ¿Tu padre pertenecía a alguna secta diabólica?
—Sí, y tu madre era la cabra que se follaba.
—¡Serás hijo de puta! Porque voy atado en esta puta lata que tienes de coche, porque si no te sacudía de lo lindo, te enseñaba modales.
La granja que visitaron era de las más grandes de la región. Casi un centenar de hectáreas donde había cultivos, cercos con vacas y corderos, hangares de pollos y cuadras de cerdos apestosos, cuya mierda se olía a muchas millas a la redonda. Detuvo el coche frente a la puerta principal de la casa y Andreas descendió despacio para enfrentarse a un chicano bajo y muy moreno que avanzó hacia ellos sujetando un fiero rottweiler que les gruñó de forma nada amistosa.
—¿Lo tienes atado, muchacho? Conmigo cogería un empacho y se moriría —se rió de su propia ocurrencia mientras se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo—. Dile a la señora Perrot que Andreas Paulsen y su socio han llegado para hablarle del seguro.
—Esperen aquí, señores, que la aviso.
—Ni nos ofrece un vaso de agua. ¡Estos indios! —se quejó Andreas cuando el chicano se retiró al interior de la casa y Mike Demon buscó la sombra del techo para guarecerse. Un termómetro cercano marcaba a la sombra los cien grados Fahrenheit.
Tardó un minuto en salir de nuevo el muchacho con el perro.
—Pueden pasar.
La casa estaba amueblada por el catálogo de Sears y no evidenciaba buen gusto, aunque sí mucho gasto. El suelo aparecía cubierto con una chillona moqueta azul y las paredes tapizadas con madera rústica. Los muebles eran clásicos, de estilo rococó, sacados del atrezzo de alguna película de época. Colgaban cornucopias de las paredes y había espejos de todos los tamaños por todas partes. La dueña de la casa descendió por una escalera de caracol enorme, asida al brillante pasamano de madera barnizada. La primera impresión —que siempre era la que valía— le dijo a Mike Demon que era una mujer operada, que sobrepasaba con creces los cincuenta, que llevaba diversos implantes en su cuerpo y que una serie de estiramientos faciales habían acabado definitivamente con la expresión de su cara. ¿Guapa? Sí, claro, pero así lo era cualquiera; guapa de quirófano, mérito del cirujano plástico que cortó por allí, cosió por allá tomando la foto de una actriz como patrón. ¿Qué actriz?, se preguntó Mike observándola detenidamente. Juraría que habían clonado en ella la frialdad de Kim Novak.
—Señora Perrot, he venido con mi colega el señor Demon.
—Ah, encantada, pasen. Están en su casa.
Era de las que daban la mano pero no la apretaban, dejaba que fuera el otro el que lo hiciera y el otro desistía de hacerlo no sabiendo si estaba viva, o bien ya no se le podían mover los dedos por la artritis. Pasaron al salón. Lo hermoso eran las vistas al exterior, a un campo verde de golf privado. Pero la decoración, los muebles y las lámparas eran un tremendo contrasentido. Andreas se hundió en un mullido sofá de cuero, del que tendría enormes dificultades para salir cuando se levantara, y Mike lo hizo en una silla dieciochesca que tenía grabada en su espaldar la imagen del Rey Sol.
La señora Perrot tomó asiento enfrente de ellos, en su diván, acomodó su figura con gracia, subió la falda por el muslo con un imperceptible movimiento de la pierna derecha y se sostuvo la cabeza con la zurda, con expresión de voy a estudiar la situación.
Dejó hablar a Andreas. El socio de Mike se extendió en infinidad de detalles mientras humedecía las puntas de los pulgares con saliva e iba pasando las hojas del contrato. Sólo se detuvo para respirar, o para toser. Indemnizaciones, contingencias y una inacabable relación de supuestos: rayo, incendio, inundación, helada, huracán, tornado, sequía, robo, atentado terrorista. Si conseguían que firmara la póliza de marras se iban a embolsar la mayor comisión de su historia. Con aquel contrato aseguraba cada vaca, cada cabeza de ganado, gallina, cerdo, col, lechuga, muebles —aunque mejor quemados—, paredes exteriores, vida de sus peones y la propia.
—Tache el seguro de vida —dijo al final después de reflexionar, lo que se evidenció con movimientos, como pequeños seísmos de su cabecita.
—Lo tachamos. No hay problema. Así reducimos el gasto. Queda por unos veinticinco mil dólares. Pero, ¿seguro que no quiere una póliza de vida?
—No tengo hijos, señor Paulsen, y mi ex marido es un indeseable que no quisiera que se beneficiara de mi muerte. Quiero legar mis bienes a una institución benéfica.
—Entiendo. Nada de seguro de vida, pero sí le aconsejo uno de invalidez, de enfermedad. Hay que pensar en el futuro, cuando uno se haga mayor.
Sonrió Mike Demon por dentro. El gordo Paulsen era un viejo zorro que se las sabía todas: la señora Perrot ya era mayor. Ahora que la tenía más cercana le ponía diez años más de los que había supuesto al verla.
—Por seis mil dólares más queda asegurada de por vida, con los gastos de enfermedad pagados, con toda clase de intervenciones clínicas a nuestro coste.
Movió la cabeza. La señora Perrot leía la copia de su contrato mientras su colega gastaba saliva, gesticulaba y subrayaba con el dedo extendido las partes que consideraba vitales del texto contractual. Terminó de hablar. Se hizo un silencio profundo sólo truncado por el zumbido de una mosca que había entrado por alguna ventana abierta y que se estaba congelando por la brutalidad del aire acondicionado que reinaba en aquella casa de estilo trasnochado.
—Y bien… —rompió el silencio Andreas, impaciente.
No le habían oído hablar todavía y Mike se estaba preguntando qué papel iba a representar en toda esa pantomima. ¿A qué había venido? ¿Cómo iba a justificar su comisión? ¿Cómo podía reclamar ese cincuenta por ciento si no hacía absolutamente nada, si no movía un solo dedo? La señora Perrot parecía desconcertada por el exceso de información que había vertido su colega. Veía su granja en llamas, barrida por los huracanes, sus animales muertos, sus operarios convertidos en ladrones, y se preguntaba si la suma de lo desembolsado multiplicado por la serie de años valdría la pena a cambio de esa tranquilidad ante los desastres. Mike imaginó que uno, cuando paga un montante tan importante, debe de estar deseando que se le queme algo, que se le muera algún animal, que el ácido haga inservibles sus campos para hacer gastar a la compañía de seguros la décima parte de lo que le ha dado. Veinte páginas de un contrato no se firman así como así, de la noche a la mañana. Tuvo una idea brillante, o al menos eso creyó. Se puso del lado del cliente, adoptó su punto de vista, se confabuló con él, se hizo la guerra a sí mismo ante el estupor y la furia no disimulada de su colega que, a medida que él hablaba, iba abriendo más y más los ojos por el asombro, y se mordía la lengua para no rebatirle.
—Lo tiene que pensar, señora Perrot. Es muy complejo, es dinero, y entiendo que es una decisión que nadie puede tomar a la ligera. Pero es una póliza renovable cada año, que puede cancelar cuando quiera. Tómese el tiempo que necesite. Consulte a su abogado, incluso. Yo lo haría. Y nos da una contestación sin prisas. Nuestra compañía no desea clientes no convencidos. Mañana estaremos por San Diego, pero pasado voy a Los Ángeles, aunque mi colega el señor Paulsen se quedará aquí. Hágame caso, señora Perrot, y estudie el contrato y verá lo completo y complejo que es. Ninguna compañía de seguros ofrece tanto a cambio.
—Es usted muy amable, señor…
—Demon. Mike Demon.
—Seguiré su consejo. Y les llamaré en cuanto tome una decisión. Tengo que estudiarlo, en efecto, y ponerlo en conocimiento de mi asesor fiscal.
—Por supuesto, lo entendemos.
—Y ahora me van a permitir que les ofrezca un poco de ponche.
El ponche era un asqueroso jugo de cerezas caliente. Lo sirvió en copas de champán modelo seno de madame Pompadour. Brindaron con el jarabe que se les quedó pegado en el estómago. Le dieron la mano al despedirse y el chicano, con su cancerbero rabioso, les acompañó hasta el coche. Fue al cerrar las portezuelas y al arrancar cuando le sobrevino a Andreas Paulsen, imparable, el ataque de cólera que había estado reprimiendo durante los últimos diez minutos de la reunión.
—¡Valiente hijo de puta! —le gritó mientras conducía por la pista de tierra, entre los campos de coles y remolacha—. Te he pedido que vinieras de Los Ángeles hasta San Diego para que me eches un cable, te ofrezco el cincuenta por ciento, y el cable me lo echas al cuello para estrangularme. Lo teníamos, hijo de puta, y abriste tu maldita boca para joderlo todo. ¡Cabrón de mierda!
Mike Demon detuvo el coche en seco y se volvió al vociferante Andreas. En ocasiones así uno lamentaba no tener un arma de fuego a mano, se dijo Mike Demon, porque ésa sería la forma más rápida y definitiva de callarlo. Lo cogió por el cuello de su desabrochada camisa que le estrangulaba la papada, tiró con fuerza de ella hasta saltar sus botones y gritó aún más que él, aproximando la boca a su oído.
—¡No iba a firmar, mercachifle del demonio! Tus métodos sirven para vender biblias, pero no para ventas millonadas. Nadie da tanto dinero a cambio sin antes reflexionar, y eso es lo que le he aconsejado. Ella debe de estar pensando lo distinto y serio que soy yo, en contraposición a ese enorme y gordo vendedor ambulante que se queda sin resuello cuando canta los números. Va a firmar, maldita bola de sebo, va a firmar y te haré tragar el contrato.
Allí estaban los dos después de gritarse como energúmenos, en el coche que seguía parado pero con el motor en marcha, en medio de las posesiones de la señora Perrot. Allí siguieron en silencio durante un instante más, reflexionando, recuperando el aliento, acompasándolo hasta llegar a la normalidad y apaciguar el ritmo acelerado de sus corazones.
—He perdido el control. Lo siento, muchacho —reconoció Andreas, alargando la mano.
—Y el ponche era indescriptiblemente malo —siguió Mike, distendiendo la situación, apretando la mano sudada que le ofrecía su colega.
—Malo de cojones, es cierto. ¿Y ella? ¿Qué te ha parecido?
—Que es capaz de desmontarse.
Arrancó. El coche levantó una polvareda y se dirigió a la carretera asfaltada. Un letrero les indicó que estaban a punto de salir de la propiedad.
—Pues yo la encuentro sexy. Y tú le gustabas, cabroncete. ¿Te diste cuenta cómo te enseñaba las piernas?
—De lo único que me he dado cuenta es de ese infernal ponche de cerezas. Si nos llama para firmarnos el cheque le voy a decir que soy diabético.
Salieron a la carretera. El cielo había enrojecido y los cúmulos se amontonaban en el horizonte. La carretera desembocó en otra más importante, y ésa en otra que circunvalaba San Diego. La densidad del tráfico, a aquella hora de la tarde, era soportable.
—¿Tienes dónde dormir?
—Buscaré un motel.
—Te puedes quedar con nosotros. En casa hay espacio suficiente.
—Eres muy amable, Andreas, pero prefiero un motel.
—Un motel y una chica. ¿No es eso?
—Exacto, Andreas.
—¡Cochina suerte la tuya, Mike del demonio! Anita me controla como si fuera un delincuente sexual. A veces creo que llevo un busca o una de esas pulseras que te pone la policía cuando tienes la condicional para que no pongas tierra de por medio. Pero creo que le voy a contar a Suzanne lo que hace su maridito en San Diego. Imagino que lo harás con condón.
Llevo una buena provisión en el bolsillo. ¿De qué color lo quieres? ¿Has probado los que saben a melocotón?
—Yo no chupo pollas, y no uso, gordo.
—¿No usas? ¡Estás chiflado! ¿Y tu mujer?
—Yo no me voy de putas, Andreas. Te estás confundiendo contigo.
—Nos conocemos, muchacho. Todavía me acuerdo de la Kitti del año 82, una pelirroja de tetas enormes.
—No recuerdo a esa Kitti. Todas eran rubias.
—Pues yo sí, muchacho, y de la juerga salvaje que Ned organizó como fin de curso. Ese año fue memorable porque celebrábamos buenos resultados. Habíamos acabado de comer, y estábamos todos bastante bebidos, en especial tú, amigo. La Kitti del 82 hizo un striptease salvaje de despedida en nuestra sala de convenciones y, cuando se quedó en pelotas sobre la mesa, se ofreció generosamente. ¿Vas recordando, muchacho?
—¿No te lo estás inventando?
—Para nada, Mike Demon. En un momento de euforia y calentón todos perdimos los pantalones, y había que vernos la pinta con esa puta chaqueta azul ridícula, la corbata y las pelotas al aire. Muchos se la intentaron follar allí mismo, sobre la mesa, pero sólo lo conseguiste tú, muchacho; le clavaste un polvo colosal, de película porno, delante de un auditorio de tíos erectos pero que se cortaban a la hora de consumar. Y te aplaudimos, te jaleábamos hasta el final, te paseamos a hombros luego por el salón como un héroe, sólo faltaba una orquesta allí. ¿No recuerdas esa actuación memorable? Algún día se la explicaré a Suzanne, para que sepa de las habilidades como exhibicionista de su marido, y de que el chico puede trabajar de actor porno si Ned Bakeray lo echa a la puta calle. ¿Eres tan salvaje con tu mujercita?
—¿Estás seguro de que todo eso es verdad y no un invento tuyo? No lo recuerdo.
—Ajajá; ésa es una defensa de tu subconsciente: borrar los recuerdos incómodos. Bueno, ¿quieres los putos condones?
—No, no los quiero.
Andreas Paulsen volvió su colección de coloreados y perfumados preservativos al bolsillo de su chaqueta y no dijo más hasta que Mike Demon lo dejó ante la puerta de su casa.
—¿No pasas?
—No paso. Gracias, de todos modos. Besa a Anita de mi parte.
—«Besa a Anita de mi parte» —repitió, sacando su gigantesco cuerpo del vehículo—. ¿Por qué no la besas tú y te quedas con ella? ¿Sabes que nos hemos comprado una cama de agua?
—Pues cuida de no reventarla e inundar la casa.
—¡Qué cabrón eres, Mike! Piensa en mí cuando se la metas a alguien esta noche.
—Lo haré, Gordo.
—Y yo en Suzanne cuando Anita me busque.
El manotazo de broma no le alcanzó. Andreas estaba fuera y ascendía la rampa de su casa con la chaqueta bajo el brazo y la camisa desabrochada, sudando. Visto por detrás era un enorme culo y dos columnas en movimiento que se entorpecían entre sí. Mike Demon arrancó bruscamente e hizo derrapar el coche antes de tomar la primera bocacalle a la derecha.