CAPITULO 19
TRANSCURRIÓ una semana sin verla. Y Mike Demon se resintió, como un puto yonqui al que le faltara su chute habitual de heroína. Bakeray le infló de trabajo, lo que fue motivo de distracción. Durante cuatro días estuvo yendo de un lado a otro del condado de la Naranja, convenciendo a agricultores cuyas pólizas vencían para que las renovaran en su compañía a pesar de la subida de los precios. Debía de demostrar ante sus clientes una suerte de entusiasmo que realmente no experimentaba, cantar las alabanzas de la firma, representar un papel que ya le empezaba a cansar. Perdió uno de los contratos de los considerados como estrella, categoría que había alcanzado porque era mi cliente antiguo, tenía una inversión importante en la compañía y gozaba de cierta influencia. Cuando la noticia llegó a oídos de Bakeray éste montó en cólera, cogió el teléfono y le llamó.
—Es tu jefe —le dijo Suzanne pasándole el auricular y, en voz más baja, para que no lo oyera— y parece de muy mal humor.
Bakeray sabía ser muy desagradable cuando abroncaba a un subalterno. Demon dejó que le gritara sin pronunciar una palabra, alejó incluso un palmo el teléfono de su pabellón auditivo, salvándolo de sus chillidos.
—¿No tienes nada que decir? —aulló, cuando terminó.
—Que sólo es un contrato menos. No es para tanto. Me deduces las comisiones, y en paz.
—¿Sabes una cosa, Mike? Desde que estoy al frente de la compañía no hemos perdido un solo cliente, esa es nuestra divisa de ataque. Tú marcas una negativa inflexión en esa tendencia.
—Te conseguiré dos nuevos contratos para resarcirte.
—Eso espero. ¡Que te vaya bien!
—¿Por qué estaba tan indignado? —le preguntó Suzanne cuando colgó el teléfono.
—Debe tener problemas con su mujer. Es un histérico.
—Que tiene problemas con su mujer es evidente.
—¿Qué quieres decir?
Se sentó en el sofá de la planta baja con el diario en la mano, pero desistió de abrirlo y enfrascarse en su lectura, pendiente de lo que le tuviera que decir Suzanne. Ella sólo pronunció un nombre.
—Mildred.
—Ah. ¿Por eso?
—¿Cómo que por eso? —la indignación se hacía evidente en el físico de Suzanne. El labio inferior le temblaba visiblemente y una mancha rojiza invadía su cuello—. ¿Te parece poco la desfachatez de ese hombre, haciendo sexo con esa mujer en nuestra casa? Eso fue una falta absoluta de respeto hacia nosotros.
—No fueron muy discretos.
—Tu jefe es un enfermo.
—Pues hay muchos enfermos de esa clase —dijo Mike Demon, en un intento de quitar hierro al asunto.
—¿Lo dices por tu amigo Andreas? —Suzanne se dejó caer en el sofá, pero en su punto extremo, a dos cuerpos de distancia de su marido que ya había abierto el diario pero no leía—. Me lo contó Anita aquella noche. Está desesperada con él. Es muy posible que se divorcie. No lo aguanta. Tiene un marido patético.
Se libraba de momento de cualquier cargo. Esa era una buena ocasión para que Suzanne hubiera insinuado una leve sospecha. No lo hizo. ¿Confiaba en él o resultaba más cómoda la ignorancia?
Se inventó una excusa para marchar hacia el sur, a San Diego de nuevo, pero no osó pedirle a Bakeray que se hiciera cómplice de su mentira. Llamó a Paulsen para que no metiera la pala durante sus dos días de ausencia.
—¿Ya sabes lo que te haces, muchacho? ¿Por quién demonios andas colado? ¿La mejicana del demonio?
—Preocúpate de tus asuntos, Gordo.
Cuando se despidió de Suzanne aquella mañana, la notó especialmente tensa.
—¿Otra vez a San Diego? ¿Por qué te envía siempre Bakeray allí si ya está Paulsen?
—No se fía de él. El holandés tiene los días contados en la empresa. Bebe y come en exceso como para controlar la zona.
Se levantó de la cama y se envolvió en la bata mientras él, maletín en mano, se dirigía hacia las escaleras y descendía por ellas.
—¿No se fía de Paulsen? —su esposa le seguía escaleras abajo sin quitarse la redecilla que se ponía cada noche en la cabeza para no despeinarse.
—No, no se fía.
—¿Te dije que el otro día vino Mildred a casa?
Sus palabras le produjeron un súbito escalofrío. Cerró la puerta de la calle que ya había abierto y se volvió lentamente a ella.
—Creía que habías dejado su amistad.
—Exacto. Y ella quería saber por qué.
—¿Se lo dijiste?
—Sí. Y ella, con cinismo, lo negó.
—¿No esperarías que confesara que se había revolcado con un hombre en nuestra cama? Hasta pasado mañana, cariño.
La besó en los labios y se puso al volante de su Ford gris metalizado. Arrancó y condujo por el barrio que se despertaba. El autobús escolar amarillo entraba por la calle principal para llevar a los niños al colegio. El vigilante Buzz le hizo una seña con la mano cuando sobrepasó su coche aparcado.
—Ayer vi al merodeador —le gritó por la ventanilla bajada de su portezuela.
—¿Sí? ¿Y quién era?
—Me gustaría hablar con usted de ello, señor Demon.
—En otra ocasión. Tengo prisa.
Tomó la autopista de salida y desembocó en la free way que iba hacia el sur. ¿De qué demonios quería hablarle el vigilante? Se concentró en la densa circulación. Pero no pudo deshacerse de la cara algo burlona y prepotente de aquel desgraciado pistolero, pese a que se empeñó en borrarla. ¿Qué quería insinuar? ¿Que él era el merodeador del barrio? ¿Que le había visto entrar en casa de Mildred clandestinamente? Tenía que cortar aquella relación, no le convenía, y además Mildred le asqueaba. Detestaba a toda mujer que llevara una iniciativa sexual porque sentía que usurpaba su rol.
Al mediodía, por encima de una colina, apareció el Old Town de San Diego: un cristal de cuarzo que recibía y devolvía todos los rayos del sol en un bello juego de luces. No se metió en la ciudad, prefirió bordearla; condujo hasta que la aguja del medidor de gasolina del depósito rozó la zona crítica y dejó el coche en un Denys para tomarse un almuerzo.
—Buenos días, señor. ¿Fumadores o no fumadores?
—Tanto da.
La pelirroja camarera le acomodó junto a la ventana. Podía vigilar, mientras comía, su auto. No se sacó la chaqueta. Hacía demasiado frío allí dentro. Pidió un plato combinado de huevo a la plancha, hamburguesa, chips y una tortita con sirope. Bebió cerveza y café. Luego fue a una cabina, metió unos cuantos centavos y llamó a Carmela, pero la mejicana no le cogió el teléfono y empezó a tener pensamientos lúgubres, a sentirse furioso.
Dos millas más adelante se detuvo en una gasolinera a repostar. Los empleados eran indios navajos. No miraban con buenos ojos a los rostros pálidos; había siempre en la fina línea que sajaba sus rostros cuarteados una mirada de reproche.
—Lleno.
Asintió sin despegar los labios el empleado. Era delgado, alto, con una larga cabellera anudada a la espalda por una cinta. Dentro del establecimiento, un indio grueso y con aspecto de estar alcoholizado le cobró. Estuvo alerta Mike Demon de que solo le pasara una vez la tarjeta Visa por su máquina y firmó la factura.
La caravana para entrar en México era de las más densas con las que se había topado últimamente. Los de la Border Patrol y los aduaneros debían de andar buscando un alijo de drogas, a resultas de un chivatazo, y miraban todos los coches, escudriñaban sus maleteros, golpeaban con barras metálicas los bajos de las carrocerías buscando un doble fondo. Invirtió hora y media en pasar esa delgada línea divisoria entre dos mundos antagónicos, separados por un foso de miseria insalvable. Estaba histérico cuando finalmente el policía del lado yanqui, parapetado detrás de unas gafas oscuras, le hizo una seña de que siguiera. Cuando un grupo de chiquillos se lanzó sobre su parabrisas con sus paños mugrientos para, en teoría, limpiarlo, aceleró el coche y estuvo a punto de atropellar a uno de ellos, que cayó de bruces sobre el asfalto.
—¡Hijo de puta de gringo! ¡Muérete, cabrón!
La calle principal de Tijuana estaba saturada de tráfico. Subió el cristal de la ventanilla: el ambiente apestaba a gasolina y a tubo de escape. No encontró ningún sitio en donde dejar el coche. Estuvo dando vueltas y más vueltas por las manzanas del centro de la ciudad hasta que coincidió con un coche que dejaba libre su puesto de aparcamiento; activó el intermitente y lo entró. Dio un dólar al vagabundo que se ofreció a vigilarlo.
—¡Vaya tranquilo, señor! Yo se lo vigilo y le corto la mano al que se lo quiera robar.
Y entró en un bar a tomar un café y a llamar por teléfono, sobre todo a esto último. Carmela siguió sin cogerlo.
Anochecía y estaba prisionero de aquella maldita ciudad que, sin ella, aborrecía y carecía de toda lógica. Se fue caminando hacia el Lucerna. Se abatía sobre él un aire pegajoso y sucio que pegaba la camisa al cuerpo.
—La habitación 313.
—Lo siento, señor, está ocupada. Le puedo dar la 314.
—Está bien —asintió malhumorado.
Subió con su maletín en la mano. Era una habitación gemela, incluso tenía mejores vistas que la vecina puesto que estaba situada en una esquina y dominaba dos calles. El caos de la ciudad, el maldito tráfico, la serenata de las bocinas, de los músicos mariachis, le llegaba amplificado a pesar del grosor de los cristales de la ventana. Llamó a recepción y pidió que le pusieran con el número de Carmela. Esta vez sí cogieron el teléfono, pero fue una voz masculina la que habló al otro lado del auricular.
—Quería hablar con Carmela.
—¿Quién la llama?
Dudó antes de identificarse.
—Mike.
El otro parecía conocerle.
—Ah, Mike, el americano. ¿Qué tal, gringo? ¿Cómo le va con mi hermanita? Me habla mucho de usted. Me dice que es todo un caballero, muy educado, un modelo de buenas maneras.
El auricular le quemaba en la mano. Dudó si colgar. Veía el rostro burlón, desafiante, de su interlocutor, imaginaba su boca bajo el recortado y negro bigote.
—¿Está con usted?
—No, no creo. Pero no tardará. ¿Qué quiere que le diga?
—Que estoy en el Lucerna. La habitación 314.
—Veo que le gusta mi hermana. Carmela es una chamaca guapa, no hay duda, y dulce.
—¿Dónde está?
—No lo sé, gringo. No me informa últimamente de lo que hace. Pero le daré su recado en cuanto la vea, descuide.
—Gracias.
Colgó. Encendió el televisor y empezó a beber todo lo que había en el bar. A las dos horas de espera estaba como anestesiado, con el cerebro embotado por el alcohol. Consiguió quedarse dormido delante de la pantalla; esa fue la razón por la que tardó en darse cuenta de que llamaban a la puerta, que ni oyera los golpes después de que se volvieran reiterativos ante su silencio. Y que luego se arrastrara hasta ella, girara el pomo y abriera.
—¿Cómo has tardado tanto? —le preguntó furioso, dejándola pasar.
Carmela entró en la habitación y buscó un sillón en donde dejarse caer. Sollozaba y ocultaba el rostro de su mirada, bajándolo. Mike Demon se acercó, se acuclilló ante ella hasta ponerse a la altura de sus ojos y la miró fijamente a la cara. Alguien la había pegado. Tenía una mancha morada en uno de sus pómulos y los ojos anegados en lágrimas. La cogió de la mano y se la besó, temblando de rabia e inquietud.
—¿Qué te han hecho, dime? ¿Quién te ha lastimado?
Alzó entonces la cabeza. Parecía una Dolorosa, una de esas vírgenes envueltas en lágrimas que había en algunas iglesias de México y eran copia de las iglesias españolas. Tenía los labios resecos, estaba terriblemente desmejorada, como si hubieran pasado diez años en esas dos semanas de ausencia.
—Tienes que sacarme de Tijuana, Mike, tienes que pasarme al otro lado. Mi vida aquí es un infierno. ¡Sálvame, por favor!
—¿Y ese golpe?
—Un cliente.
—¿Has vuelto a la prostitución? —preguntó, gritando al mismo tiempo.
—Me han obligado a ello. Yo no quería, pero me obligaron. Y si no transijo, me golpean.
—¿Tu hermano?
—Sí, mi hermano.
Se levantó bruscamente del suelo, dio varias vueltas por la habitación. En aquellos momentos, un informativo hablaba del hallazgo de cuatro mujeres mejicanas descuartizadas en un descampado cerca de la frontera y entrevistaban a un grupo de policías de aspecto poco tranquilizador, que aseguraban que darían pronto con los culpables.
—Quiero hablar con tu hermano. Dile que quiero hablar con él.
Carmela se levantó del butacón con las pocas fuerzas que le quedaban y aprisionó una de sus manos entre las suyas. La apretó con tanta fuerza que le hizo daño.
—No lo hagas, por favor. Es peligroso hacerlo. Él no tiene miedo a nada ni a nadie. Es un delincuente. Ha matado.
—¿Él es el que te pega?
Su silencio confirmó la sospecha.
—Lo voy a matar —dijo con una energía que a continuación le produjo un escalofrío.
—No podrás.
—¿Por qué?
—Está bien relacionado. Conoce a policías, polleros, narcos. No es tu mundo, mi gringo. No quieras entrar en esta cloaca.
Mike Demon se dejó caer en el sillón mientras ella permaneció de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. Ya no lloraba, pero los ríos de lágrimas que habían brotado de sus ojos habían dejado surcos oscuros en sus mejillas.
El americano empezó a reprocharse la situación a la que se veía abocado. Había estado coqueteando con la parte oscura de la vida, aburrido de deambular siempre por la parte diáfana, y lamentaba ahora la opción tomada. Tenía todos los números para ser feliz: un trabajo estable, una mujer bonita y fiel, un hijo que le necesitaba… y estaba dispuesto a echarlo todo por la borda por una ensoñación mejicana que arrastraba tras de simia serie de problemas. Pero ya era tarde para romper, para cortar la cuerda. Sus problemas, indefectiblemente, eran los suyos, su vida oscura, su deambular por el borde del abismo era un camino que hacían conjuntamente. Él sufría porque la prostituían, porque la maltrataban, porque la violaban. Podía optar por salir de esa habitación, quemar su teléfono, borrar su nombre de su memoria, pero era tarde para ello. Carmela se había metido dentro de él, se había adueñado de su cuerpo y de su alma, reinaba en sus sueños.
Se levantó y la tomó entre sus brazos, enloquecido por el deseo; la besó y la tocó mientras trasladaba su cuerpo inmóvil hasta la cama y, en ella tumbada, se apresuró a desnudarla con torpeza, saltando botones de su blusa, rasgando la tela de su ropa interior sin reparar en su mirada de terror. No advirtió que era uno más, el último de los desalmados que aquel día se disponía a violarla. La hizo suya farfullando por la boca palabras de deseo y amor, confundiéndolas ambas. No reparó en los golpes de sus manos pequeñas, en la forma como ella manoteaba sobre su cara y clavaba las uñas en su espalda, en sus lamentos de protesta ni en la tensión del cuerpo que se le resistía. Luego ella se rindió, quedó inerte entre sus brazos, a su merced. Y él siguió, ajeno a todo, los rituales de la posesión.
—Te quiero, Carmela, te quiero —le decía entre beso y beso, ahogándola, aspirando su aliento.
La saliva se mezclaba con el sudor, el sudor con el semen. El rostro de Carmela era invisible bajo la vorágine de cabellos negros en desorden. Su boca hinchada palpitaba. En el pecho, en las caderas, en los brazos, la huella indeleble de las manos que la habían sujetado para mantenerla quieta mientras la gozaban se distinguían, eran surcos más oscuros en su piel morena.
Después de quince minutos de lucha, amor, deseo y sexo Mike Demon se levantó, tambaleándose, y se dejó caer sobre un sillón de la habitación. Carmela estaba inmóvil, de bruces sobre la cama, y gimoteaba. La espalda era una línea suave que se truncaba sin aspavientos en el delicado trasero. Juntaba las piernas con fuerza y temblaba. Aquella visión le daba sed a Mike Demon. Empezó a sentir entonces dolor en la espalda y se pasó la mano por ella: tenía sangre. La mujer le había arañado con furia mientras él se abatía sobre ella enloquecido.
Se incorporó entonces para fumar un cigarrillo y buscó, sin éxito, el slip del que se había desembarazado para cubrir su desnudez. Carmela comenzó a moverse, alargó el brazo y cubrió su cuerpo con la sábana. En sus rasgados ojos muy abiertos, parpadeantes, había una mirada de reproche y miedo.
—La semana que viene vendré a por ti —le dijo Mike Demon, sentándose en el borde del lecho y aspirando el humo del cigarrillo que acababa de encenderse— y te pasaré al otro lado, cueste lo que cueste.
—Gracias, Mike —una mano morena salió de entre las sábanas y acarició su muñeca.
—Pero te lo advierto: mi mundo no es el paraíso que tú sueñas. Más bien es el infierno. Para mí, esto es el paraíso: esta habitación, de la que no saldría, y tú en ella. Pero nadie está contento con lo que tiene. ¿No es cierto? Todos somos unos insatisfechos por naturaleza.