CAPITULO 12
CUANDO MIKE Demon cruzó la frontera sur no sabía que no era una simple línea divisoria, sino una barrera que separaba dos mundos más que diferentes, antagónicos. Le venció la atracción por el sumidero de la corriente del agua, el vértigo por el abismo, y formó parte de esa marea humana privilegiada y ordenada que podía pasar en ambos sentidos por el puesto fronterizo, darse el gusto de deambular por el infierno del que todos ansiaban huir y regresar luego al paraíso. No fue un acto premeditado sino instintivo, irracional.
Salió del motel y, en vez de enfilar la autopista que debía devolverle a Los Ángeles, se dirigió a Tijuana simplemente porque vio un cartel que lo indicaba en la carretera y porque, claro, le apetecía por algunas historias que le habían contado de la ciudad; pero antes de dejar San Diego a su espalda pasó por un banco, un Abbey Bank: ingresó su cheque, transfirió la cantidad pactada a Andreas, al que llamó por teléfono para verificar su cuenta, exactamente la mitad, aunque no se lo mereciera.
—¿Qué haces, muchacho? ¿Quedamos para comer?
—Me vuelvo a Los Ángeles.
Pero no lo hizo.
Había una larga cola para pasar el puesto fronterizo, pero mucha más en sentido contrario, cuando los aduaneros miraban las caras de los conductores, las de sus acompañantes, pedían la documentación, abrían el maletero, dejaban que sus feroces perros lo husmearan todo. Tres cuartos de hora esperando bajo un sol de justicia, y al final pasó lentamente bajo la atenta mirada de un funcionario que iba acompañado de un border patrol de cabello albino y gafas de sol.
Cada día pasaban a Tijuana millares de norteamericanos seducidos por el caos reinante en la ciudad fronteriza, buscando una libertad que no tenían en su aséptico país tan extraordinariamente ordenado y reglamentado, en donde tantas cosas estaban prohibidas. Había mujeres que lo hacían para ponerse en manos de un cirujano plástico, que eran más baratos que al otro lado, pero no garantizaban ni el éxito ni la vida; esteticistas de la sonrisa que iban al dentista a que les hiciera una nueva dentadura de resina; drogodependientes que acudían a las farmacias que expedían toda clase de medicamentos sin receta; alcohólicos para los que México, con sus licores de altísima graduación, era un verdadero paraíso etílico; y puteros ávidos por probar sus afamados burdeles infestados de menores.
¿A qué iba él? ¿En qué grupo se incluía? Los chiquillos harapientos se colgaban de su espejo retrovisor, se subían al morro del coche en marcha, enlodaban con trapos sucios, mojados en agua pútrida, el parabrisas. Ajenos a sus protestas y a su mirada adusta, chillaban cuando arrancaba bruscamente y los tiraba en marcha, rodando por el suelo. Aquellos críos de siete, diez, doce años, tenían cara de viejos castigados por la vida, nunca habían tenido infancia y les esperaba un futuro de delincuencia, de esnifadores de crack o pegamento, o servir de pollero, hacer de camello, de mulo.
—¡Hijo de puta de gringo! ¡Tu purísima madre me chingaba! —le gritaban los rapazuelos cuando comprendían que no conseguirían un solo billete de él.
Tijuana tenía el encanto de la ciudad de paso que vivía peligrosamente, al margen de las leyes: una urbe forajida. Cientos de tipos venidos del sur del continente, con los pies encallecidos de cruzar países y saltar fronteras escondidos en las tinas de los camiones, entre sus ruedas, camuflados en cámaras frigoríficas, esperaban a que se hiciera la noche en las calles de la ciudad y fueran recogidos por los polleros que, por muchos dólares y sin garantías de éxito, intentarían pasarlos al otro lado, al paraíso soñado durante meses de caminatas y esperas. Y él y miles de norteamericanos hacían el tránsito en dirección inversa, dejando a sus espaldas el soñado paraíso ansiado por ellos, para sumergirse en el infierno que, a toda costa, los que vivían en él querían dejar atrás. Nadie se conformaba con lo que tenía, aunque había deseos irracionales.
Un cartel enorme, pagado por la migra norteamericana, advertía de los peligros del desierto en una bocacalle céntrica, iluminado por los reflectores para hacerlo bien visible.
«Este es un lugar en el que usted no querría estar, el calor es tan intenso y las distancias tan largas que una persona no puede llevar suficiente agua para sobrevivir, ningún sueño vale la pena si el resultado es la muerte. No lo haga, la vida es muy preciosa. Estas personas le advertirían también si pudieran.»
Y las enmudecidas personas eran los muertos, un ejército de esqueletos con los huesos blanqueados por el sol y las falanges de las manos hundidas en la arena.
Con espacios publicitarios como este, las autoridades norteamericanas querían desalentar a los miles de mexicanos que diariamente intentaban cruzar la frontera sin permiso. En el argot fronterizo, a los inmigrantes ilegales, a los pollos, se los podía ver a cualquier hora a lo largo de la valla construida por el gobierno estadounidense para dificultar un paso que hasta hacía seis años era tan sencillo como atravesar una calle. Pero los tiempos habían cambiado y las diferencias entre uno y otro mundo se habían abismado.
Dejó el coche en la calle más céntrica, la avenida Revolución, encajonado entre una sucia camioneta y un desvencijado Chevrolet de los años cincuenta cuyos faros estaban rotos. Caminó sin hacer caso a un desarrapado indigente que le seguía con la sucia mano extendida y le pedía dinero a cambio de proteger su coche. Quizá sería más inteligente pactar con él, no fuera a reventarle los neumáticos con la punta de una navaja. Le dio un par de dólares y lo maldijo cuando lo vio correr en dirección opuesta a su vehículo, a sablear a otro gringo.
—¡Será cabrón!
Reinaba el bochorno. Tijuana era, sobre todo, una ciudad calurosa y húmeda que olía a pobre, a las basuras fermentadas que nadie recogía de las aceras, a gasolina mal quemada por los miles de coches que atestaban sus calles y unían sus bocinas a ese incesante clamor general que reinaba. Era una ciudad frenética del sur, con gente por todas partes, con mariachis en plena calle que elevaban el zumbido de sus guitarras y sus potentes vozarrones que acababan en gallos.
Entró en un centro comercial para huir de la calle, pero el calor, el ruido, era el mismo dentro que fuera. Aquel país no tenía el aire acondicionado del vecino del norte, que literalmente congelaba; en eso se notaba su pobreza, y en los carros desvencijados, y en la cantidad de parias y locos que poblaban las calles y se ponían, espontáneamente, a dirigir el tráfico caótico, poniendo su grano de anarquía en la ya existente.
Recordó que había prometido comprar algo a Suzanne y al niño. Entró en una de las tiendas de los grandes almacenes, un bazar en donde había de todo y la gente, enloquecida, removía el género con las manos en busca de gangas ante la mirada de cuatro o cinco gorilas que vigilaban la salida para que nadie marchara sin pagar. Cogió un pañuelo de seda, un collar navajo, un sombrero de charro mejicano para el niño, una botella de tequila para amenizar las fiestas con barbacoa, dos discos de corridos mexicanos, un vestido blanco con ribetes multicolores en el cuello y en el extremo de las mangas, bordado a mano, muy indígena, y fue a pagar.
—¿Con tarjeta, señor?
—En efectivo.
Frustró al cajero. Ellos preferían las tarjetas de crédito, porque luego las duplicaban, te venían a la cuenta cargos extraños de los que no sabías su origen. Le pagó en dólares, y el mejicano le devolvió dos de los billetes.
—¿No son buenos? —le preguntó.
—No, señor.
—¿Por qué?
—Tienen marcas, y este establecimiento no coge dólares marcados.
Lo maldijo por dentro mientras buscaba dos billetes impolutos y se los entregaba.
—¿Estos están bien?
—Estos sí, señor, requetebién.
—Deme una bolsa para meter todas las compras.
—Tendrá que pagarla aparte.
Empezaba a sacarle de sus casillas, pero no podía perder la paciencia. Quizá era lo que andaba buscando el cajero. Lo miró a los ojos. No se perturbaba; le devolvía la mirada con insolencia, bravuconamente. Los pueblos, todos, tienen memoria histórica y el mexicano no olvida El Álamo y lo que luego sucedió. El vecino del norte siempre era el enemigo prepotente que les había robado casi todo su país y ahora eran ellos, silenciosamente, con nocturnidad, los que lo recuperaban sin la fanfarria de los ejércitos, sin disparar un solo tiro, arrastrándose por el letal desierto, ahogándose en el río Grande, burlando los faros de las implacables patrullas de la Border Patrol.
—¿Se va a comprar la bolsa, señor?
—¿Y cuánto vale esa bolsa?
—Dos dólares, señor.
Pagó dos dólares por una miserable bolsa de plástico con asas y marchó del establecimiento furioso. Iba demasiado cargado. Regresó al coche y abrió el maletero. Otro tipo, andrajoso, que hedía a alcohol y a orina, se le acercó.
—¿Le guardo la compra, señor? Si no, se la pueden robar.
Si no, se la iba a robar él. Debía tener cerca una palanca para hacer saltar su maletero, y lo que más le importaba a Mike Demon no eran los regalos sino su coche abierto. Le puso en la mano un billete de cinco dólares, cerró de golpe y echó la llave.
—No lo pierdas de vista.
—Descuide, señor.
Desapareció el vigilante de su coche en cuanto se dio la vuelta. Anduvo Mike Demon por la calle principal, con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido y empezó a preguntarse por qué se había desviado a Tijuana en vez de seguir hasta Los Ángeles. ¡Qué mierda de interesante puede tener esta puta ciudad! El calor agobiaba y su camisa estaba completamente empapada. Una picazón molesta se extendía por su espalda, le invadía la garganta. Compró un diario a un vendedor ambulante, El Mexicano. Se había dejado los cigarrillos en la guantera del coche, pero más que las ganas de fumar le podía la sed. Tenía que beber aunque sólo fuera para reponer todo lo que estaba sudando, de lo que la camisa chorreante era el mejor indicador. Entró en un bar que no era de los peores, se sentó en una mesa cercana a la puerta y esperó en vano a que le sirvieran. Desplegó el diario y empezó a pasar las hojas con cierta furia. Su sección de anunciantes eróticos era considerable y el nivel de español de Mike Demon aceptable. Venían los norteamericanos a la ciudad a beber y a follar, sobre todo. Instintivamente comenzó a leerlos todos como posible cliente de cada uno de los servicios. Su sección de clasificados era un catálogo de ofertas que rebasaron el servicio de «masaje». Ya ni siquiera utilizaban el eufemismo para maquillar las ofertas de sexo venal. «Aidee atrevida y exxxitante. 19 años. Sólo ejecutivos. Excelente servicio a hotel y motel». Otro: «Chica atractiva. Lista para complacer. Servicio Completo. $60.00 Dlls. a domicilio. Damas caballeros o parejas». Sigue: «Alondra. Atractiva. 28 años. Ojos verdes. Dispuesta a complacerte. Quiere comprobarlo 80 Dlls. X media hora. Hotel y motel». Más: «Chica guapa bien proporcionada, cariñosa y complaciente. Dispuesta a dar placer. Servicios hotel y ubicación». Continúa: «Esbeidy: haré tus sueños realidad. Sólo llámame. Servicio a domicilio». «Abril. Chica sinaloense. Amplio criterio. Complaciente. Llamar hotel y motel». «Muñeca americana. Genuina. Sin engaños. Güera. Piel Dorada. 22 años. Medidas perfectas. Placer garantizado». «Hola. Somos chicas agradables y discretas. Llámanos. Te estamos esperando». «Hola soy Nayeli. ¿Te gustan las cosas sin prisas? Llámame. ¿Qué esperas? Será un placer atenderte. Tengo 20 años». «Hombres strippers travestis. Hombres. Mujeres. Parejas. Sólo exigentes». Todavía más: «Colegialas 12-20 años ansiosas de placer. 50% descuento en servicio completo. Únicamente domicilio las 24 horas». «Voluptuosa y sensual. Muñecota mexicana. No niego mi país. Hago todo con clase. Cuerpazo». Ya ni disimulaban mediante la palabra «masaje». Entraban al descaro: «Adrián. Hombres y parejas. También tengo amigos 20 años. Realizo cualquier fantasía que tengas en mente». «Irving. Joven dotadísimo. Atención damas y parejas. Excelente para todos. Llama y disfrutarás al máximo».
Los camareros pasaban por su lado sin dirigirle la palabra. Finalmente cogió a uno de ellos por el brazo y le espetó furioso.
—Llevo media hora esperando. ¿Me va a servir una simple cerveza?
—¡Suélteme, señor!
Lo soltó. Se frotó el camarero la manga que había tenido asida, como si la hubiera manchado con sus dedos, le miró luego con el mayor de los desprecios, fue hacia la barra y regresó con una copa alta llena de espumosa cerveza. ¿Habría escupido dentro? Miraba Mike Demon el vaso, sin atreverse a hundir los labios en él, hasta que la sed se hizo tan insoportable que se arriesgó y lo vació de un trago largo.
—¿Sabe de algún lugar para comer?
Alzó las cejas el camarero mientras recogía su dinero y demoraba el momento de devolverle el cambio.
—Quédese con la vuelta —le dijo finalmente.
—Gracias, señor —la propina le estimuló la memoria—. Dos cuadras bajando a la derecha encontrará Carnitas de Uruapan, junto a la plaza Patria; no tiene pérdida. Se come bien y barato.
Antes de volver al infierno de la calle, entró en los urinarios. Volvía a dolerle el pene, y ligeramente los riñones. El olor, en aquel antro cerrado y con apenas un hilillo de agua que descendía por una pared amarillenta, era indescriptible. Un par de tipos sin piernas, con los troncos de sus cuerpos sobre tablas con ruedas que avanzaban impulsándose con los nudillos de las manos, le tiraron del pantalón mientras orinaba contra aquella pared sin ningún tipo de privacidad. Tenía a aquellos sucios y deformes engendros a sus pies, a cada uno de sus lados, manchando con sus manos mugrientas de arrastrarse por el suelo el blanco de su pantalón, y podía, si quisiera, mearlos en la cara, pero no eran dignos de eso siquiera; no parecían humanos los hombres tronco, sino gusanos arrastrándose por la suciedad del suelo del mingitorio y se valían del horror que producían en la gente para malvivir con las limosnas. ¿Cómo habían perdido sus piernas? Quizá no las habían tenido nunca y habían nacido así. En otro país no habrían sobrevivido a la sala de partos. Arrojó un par de monedas al suelo, que rodaron por las losas húmedas de los orines y las pisadas de los usuarios de los retretes, y los vio pelearse por el níquel, como alimañas, mientras él empujaba la puerta batiente y volvía al bar, rascándose el cuello, la axilas, las mejillas.
Siguiendo las instrucciones del camarero llegó sin pérdida a Carnitas de Uruapan, un nombre extraño y resonante para un restaurante. Había en su puerta un tipo enorme con aspecto de matón, para disuadir a quien tramara largarse del local sin pagar. Pasó por su lado y entró. Un estrecho pasillo, oscuro, desembocaba en un gran patio y allí, bajo un sol de muerte, estaba instalado lo que parecía un comedor comunal, con mesas largas, bancos incómodos sin respaldo y comensales ruidosos que tanto utilizaban los tenedores como las manos. Aquel restaurante miserable estaba a la altura de los que tenía el Ejército de Salvación de su país para los sin techo. Iba a irse cuando una voz le detuvo, una mano le cogió de la manga de la camisa y lo condujo hasta una mesa.
—Aquí estará tranquilo, señor.
Se sentó. A medio metro tenía una familia completa mejicana, con sus patriarcas, sus matrimonios, sus ruidosos niños que no paraban de jugar con la comida y ensuciaban el tablero de la mesa. El resto de las mesas del restaurante estaban ocupadas por la gente más variopinta, desde parejas jóvenes hasta tipos patibularios que hablaban entre sí juntando las cabezas y dirimiendo turbios asuntos, pasando por algún norteamericano despistado como él, que una vez dentro no se atrevía a huir. Maldijo haber entrado. No sabía entonces lo que iba a lamentar en lo sucesivo haberlo hecho.
—Buenos días, señor. Tiene enchilada de pollo, de conejo, de higaditos, de verduras, de manzanas con nueces, de riñones cocidos, de tripas de cerdo.
La voz dulce que escuchó le hizo alzar la vista y quedó deslumbrado por algo parecido a un rayo de luz que refulgía entre tanta miseria. Había algo por lo que valía la pena dejarse envenenar en aquel tugurio de platos de plástico azul que lavaban en infectos barreños espumosos: la camarera. O esa camarera tan especial. Era una muchacha muy joven, con unos ojos oscuros y rasgados, una bonita boca carnosa y dos negras trenzas que le caían graciosamente sobre hombros perfectos, que su colorido vestido mejicano dejaba al descubierto. No era muy alta, pero sí exquisitamente proporcionada.
—¿Y bien? ¿Qué quiere, señor? —le apremió, sonriendo.
No le apetecía comer nada, pero la muchacha golpeaba con su lapicero el cuadernillo de hojas rayadas y espiral, impaciente.
—Está bien. Enchilada de pollo y nachos. Para beber una Coronas muy fría.
—Enseguidita, señor.
Voló hacia la cocina y la siguió con la mirada. Tenía las piernas delgadas, muy finas, el tobillo bien cincelado, el trasero pequeño, la cintura estrecha. Etérea como una pluma, recién salida de la adolescencia y adaptándose a una juventud esplendorosa. Era la cosa más bonita que había visto en sus periódicas huidas, y se preguntaba qué era exactamente lo que la hacía diferente al común de mujeres como para llamar su atención: la inocencia. Tenía aquella chiquilla un aspecto de inocencia virginal; su cuerpo respiraba con la naturalidad y frescura de quien no sabe que empieza a despertar pasiones; andaba con los brazos despegados, sueltos con respecto al torso, en perpetuo movimiento, como las trenzas que se agitaban a ambos lados de su hermosa cara; parecía que nadie hubiera tocado su cuerpo: ese era su principal encanto. Un ángel en un lodazal. Un perfume exquisito en el vertedero.
Regresó con aquella infecta comida sobre un plato de plástico azul y dejó la botella descorchada junto a él, con una rodaja de lima hundida en el cuello.
No tenía hambre. Aquel no era un sitio para comer. El ruido, el calor, la gente, el humo de los cigarros, los chillidos de los niños pequeños, hacían de ese restaurante un lugar insoportable. Jugó con la comida sin probar bocado, troceó la enchilada, sacó de entre la tortita de maíz el apestoso relleno de pollo con puré de lentejas, lo desplazó todo por el plato formando un engrudo de repugnante aspecto, bebió luego de un par de tragos la cerveza, y se dedicó durante un cuarto de hora a observar a aquel ángel moreno, a seguir con la mirada sus evoluciones por entre las mesas, a espiar sus esquivos gestos ante los requiebros obscenos de aquel grupo de siniestros matones de frontera, seguramente polleros, que seguían sin mostrar sus rostros; vio cómo sonreía a los chiquillos, a los bebitos, tocándoles la cabeza con su mano delicada, repartiendo sonrisas francas a diestro y siniestro.
—¿Ya está, señor? ¿Quiere algún postrecito? ¿Está desganado o no le ha gustado?
Movió Mike Demon la cabeza mientras ella se alejaba de nuevo a la cocina, tiraba el contenido íntegro de su plato a un gigantesco cubo de basura, rodeado por un enjambre de moscas, y lo lanzaba luego a un gigantesco barreño de agua jabonosa en donde yacían otros platos sucios. Se alegró el americano de no haber comido.
—¿No toma postre, compadre?
Se volvió despacio. Aquella voz masculina era tan desagradable como agradable era la de la camarera de Gamitas de Uruapan. El rostro estaba a su altura. Un mejicano delgado, muy moreno, con un oscuro bigote tapando su labio inferior, y que ocultaba sus ojos detrás de unas gafas ahumadas.
—Está bien, gracias —contestó con la duda de que fuera el encargado de esa infame casa de comidas.
—¿No se la tomaría a ella de postre?
Se encaró con él el desconocido. Pasó una pierna al otro lado del banco para poderle hacer frente.
—¿Bromea?
—¡Vamos, compadre! —la risa era repugnante. Tenía un diente de oro y el cabello muy negro, largo y aceitoso, cogido en una coleta en la nuca. Vestía todo él de oscuro, con camisa de seda y pantalón tejano que se aguantaba a su cintura con una vistosa correa de chapa, y advirtió Mike que llevaba en los pies botas picudas de cuero, llenas de polvo.
—No entiendo qué intenta decirme. No le conozco.
—Le he estado observando, compadre, y se estaba comiendo con la mirada a mi hermanita.
Hizo una pausa, y por primera vez sintió miedo y empezó a arrepentirse de haber entrado en ese restaurante, de haber cruzado esa frontera que separaba su mundo legal de éste tan vacuo de leyes, laxo. Ya no había en esa cara una sonrisa sino una expresión dura de ofendido, que desapareció como por encanto cuando siguió hablando.
—Le gusta, y no le culpo. ¿A quién no? Hasta a mí, si no fuera esa chamaquita mi hermana. Si quiere lo puedo arreglar.
—¿Qué?
—No se me ponga tonto, gringo. Se la quiere coger, es evidente. Si no, no la miraría de ese modo, con los ojos saltones. Pues yo se lo arreglo, se lo pongo fácil.
Tenía miedo ahora de que fuera un gracioso bromista, y cuando mordiera el anzuelo se pusiera a reír como un loco y llamara a su supuesta hermana para carcajearse a coro de él. Le horrorizaba hacer el ridículo. Pero el otro insistió.
—Dentro de media horita se la envío a su hotel.
—No tengo hotel; no me quedo a dormir en Tijuana —dijo, excitado a medida que la perspectiva se hacía más real.
—Da lo mismo. A dos cuadras del restaurante, entre la sexta y la séptima, en el número 88, recuerde, 88, hay una pensión con camas. Coja una habitación por una hora y le da su nombre a la recepcionista. Carmela vendrá enseguida, dentro de media horita exactamente, cuando salga del restaurante. Le paga a ella. No se va a arrepentir, se lo aseguro: esa chica es un lujo.
Se levantó y se alejó con un cigarro prendido y las manos en los bolsillos del pantalón, y Mike Demon quedó sobre ascuas, indeciso y excitado a la vez, cada vez más excitado que indeciso. Cambió su forma de pensar y empezó a felicitarse de ese impulso irracional que le había llevado a la ciudad y a entrar en ese infecto restaurante. «Carnitas de Uruapan», no se le podía olvidar nunca el nombre. Pagó la comida sin que ella supiera que iba a pagar luego por gozar de su cuerpo. ¿O sí lo sabía? ¿Cuándo se lo iba a decir su hermano? La siguió con la mirada cuando fue a la cocina. No debía de ser una puta habitual o estaba empezando en su oficio. No había en ella nada del descaro carnal de las rameras, esa osadía sexual con que manejan a sus clientes.
Salió a la calle Mike Demon y, bajo la bofetada de calor acuoso, estuvo dudando entre regresar a su coche, comprobar que todos los regalos estuvieran en orden e iniciar su retorno a Los Ángeles, que estaba a más de cuatro horas; lo más fácil pero también lo menos estimulante. O sucumbir a ese deseo enfermizo que se le había despertado de repente. Fantaseó con la muchacha, se vio desnudándola en una habitación, cubriéndola de besos, lamiendo su sexo angosto antes de penetrarlo. Pudo más su instinto de cazador, su amor por el riesgo, la fascinación por la oscuridad. Y giró en dirección contraria adonde estaba aparcado su coche.
Era pronto. Recordó que el supuesto hermano le había hablado de media hora. Consumió el tiempo que le quedaba tomando una cerveza y unos nachos con guacamole que entraron con apetito dentro de su estómago vacío. Y luego fue al lugar indicado, tratando de dominar su nerviosismo.
A dos cuadras había una pensión modesta cuya puerta estaba ornada por cactus; la encargada era una mujer gorda de cara aceitosa con mejillas agujereadas por la viruela que le alargó una llave, un par de toallas y jabón de forma mecánica, sin cruzar palabra.
—Quince dólares.
Los dejó sobre el mostrador. Subió a la habitación por una escalera de madera y tomó posesión de un cuarto pequeño, mal ventilado, en donde revoloteaban las moscas. No había ducha: sólo un bidé, un lavabo de loza, un espejo a la altura del pecho comido por la herrumbre, la cama y un par de sillas para dejar la ropa. No vendría; se estuvo convenciendo de que la chica faltaría a su cita a medida que pasaban los minutos y no oía a nadie subir por aquella escalera de madera que crujía a cada escalón. Quizá era pronto y ella estuviera aún ocupada en el restaurante; quizá se había precipitado demasiado cegado por un irracional deseo hacia aquella desconocida. El mejicano le había gastado una broma de grueso calibre y se estaba carcajeando con sus compadres de aquel gringo estúpido que babeaba por una de sus nacionales. O, y eso le produjo un estremecimiento de inquietud que recorrió su espalda como un trallazo, era una encerrona e iban a entrar cuatro matones en la habitación que le iban a golpear hasta la muerte, y le iban a meter luego en el maletero de su coche para pedir rescate a su mujer. Estaba loco. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿A qué jugaba?
Alguien llamó suavemente a la puerta de la habitación, y Mike Demon se puso a temblar mientras giraba el pomo y daba dos vueltas a la llave que la cerraba. Allí estaba Carmela pero con otro vestido, una especie de malla ceñida, indecente, que resaltaba las formas que su traje de camarera velaba púdicamente, unas medias de rejilla, abrazadas por ligueros que se vislumbraban por debajo de su corta falda, y una boca roja, pintada sañudamente con carmín. Entró con su disfraz, quizá para marcar las diferencias con la otra Carmela ingenua que había visto momentos antes sirviendo mesas, o avergonzada, para que no la reconociera y, sin mediar palabra, sin ni siquiera mirarle, se fue despojando de todas sus ropas hasta quedar por completo desnuda.
La sangre le hervía por dentro a Mike Demon mientras su piel se cubría de espeso sudor y se mantenía quieto, expectante, contemplando esa maravilla de cuerpo desvelado, la precisión de sus formas exquisitas. Tenía sed y buscó desesperadamente algo de beber por la habitación, que no encontró.
—Sólo quiero algo de sexo —dijo él, como excusándose de su deseo mientras tomaba asiento en el extremo de la cama y se desembarazaba de sus zapatos.
Aquella cara era una especie de máscara inexpresiva. Tenía que retroceder Mike Demon años atrás para ver una cara así: Vietnam. Su puesto cómodo en la intendencia militar le dejaba el suficiente tiempo libre como para salir a cazar prostitutas en los barrios calientes de Saigón, y aquellas chicas que abrían solícitas sus piernas le entregaban su cuerpo pero no su alma, lo detestaban mientras colocaba sus fuertes manos sobre ellas, fantaseaban en verlo despanzurrado por una bomba mientras él vertía su semen. Aquella Carmela, india mejicana, era parecida a aquellas muchachas, hasta en su delicadeza y en los rasgos ligeramente orientales. No habló ella en ningún momento, por lo que hasta dudó de que realmente fuera la chica que le había atendido en el restaurante. Carmela se tumbó sobre las sábanas y separó sus piernas. Se desvistió Mike Demon, excitado, mirándola, mientras notaba como su piel se encendía, como el deseo provocaba que toda la sangre recorriera sus arterias como un caballo desbocado y azuzara su corazón; lo sentía bajo las costillas, implacable, marcándole un ritmo frenético. Revivía situaciones y momentos de la adolescencia que ya creía superados. Ella continuó sin mirarle, ni cuando se deshizo de su calzoncillo y avanzó desnudo hacia ella, ahogado por el deseo enfermizo de poseerla.
Aquella chica no se parecía a ninguna de las que figuraban en su agenda, putones descarados con pechos y culos que eran obscenas caricaturas sexuales, ni tenía nada que ver con las rameras de Hollywood Boulevard que trabajan rápido en los coches y se la podían mamar a un tío en un atasco sin que los demás automovilistas se percataran de ello. Le temía, pese a su aparente desinhibición, sus pinturas de guerra, la actitud lasciva de su cuerpo; le temblaba el pecho, aun antes de que se lo tocara; se estremecían sus piernas y su cuello estaba tan tenso que casi no podía tragar saliva, quizá porque él le daba miedo e ignoraba lo delicado que iba a ser con ella.
Mike Demon se sentó en el borde de la cama y la miró una vez más, esbozando una sonrisa, tratando de ser amable, de caerle bien. Le dijo algo que nunca había dicho a sus mujeres venales.
—Si no te apetece hacerlo, lo dejamos. Te lo digo en serio. Y te pago igual. No quiero que lo hagas odiándome.
No contestó ella con palabras sino arqueando el cuerpo, ofreciéndolo. Quizá pensara que era más rápido y menos complicado dejarse follar que dar conversación a un tipo desconocido. Su espalda se curvó sobre la cama, su pecho avanzó hacia las manos del hombre y los pies retrocedieron haciendo subir las rodillas y proyectando una sombra en su sexo. No lo miraba. Miraban al vacío sus enormes ojos con una mezcla de tristeza y hastío, mientras la diestra frotaba la entrada de su vagina, estimulándola, lubricándola.
Mike Demon la rozó con las yemas de sus dedos mientras un inexplicable temblor aceleraba su pulso: nunca había palpado piel tan suave. Luego la besó en el cuello, la tocó suavemente siempre en los hombros, deslizó su boca por su busto, lamió sus oscuros pezones en forma de abultadas estrellas de carne, y finalmente se encajó en su vientre, cubriéndola por completo con el suyo. Notó tensión cuando se hundió en ella, una resistencia física de un cuerpo que traicionaba los designios de su mente, pero Mike Demon ya no iba a retroceder y la abrazó violentamente mientras se movía y gemía de placer.
No dijo ella nada, ni una palabra, ni un suspiro, ni el más leve murmullo de gozo o desaire salió de su boca en todo el rato. Dejó que la gozara en silencio. Y cuando acabó, simplemente fue a lavarse.