CAPITULO 3

CIENTO treinta y dos millas al sur de Los Ángeles un accidente burocrático cambiaba la faz de un paisaje yermo y rompía bruscamente su continuidad natural. El hombre trazaba líneas fronterizas de forma tan aleatoria como absurda, y sus caprichos eran luego fuente de conflictos. Aquellas dos partes de un mismo territorio, que seguía el litoral del Pacífico y se beneficiaba de las excelencias de su clima y la belleza de su tierra, poco o nada tenían que ver pese a la continuidad del paisaje. En Baja California la tropa de desheredados del Tercer Mundo, los sin tierra, sin hogar, sin fortuna y sin esperanza, acechaban para poder dar el salto a El Dorado de la Alta California. En pocos lugares de la Tierra la diferencia entre el norte y el sur era más notable que aquí. Como dos vasos comunicantes, el flujo de personas entre uno y otro de aquellos dos compartimentos estancos era constante, pero había una salvedad: mientras los del norte pasaban esa frontera permeable en ambos sentidos, los del sur se veían obligados a cruzarla con nocturnidad y alevosía, confundidos en la noche, como delincuentes.

Tijuana era una ciudad que había multiplicado su número de habitantes en progresión geométrica durante los últimos años. Y ese desvarío en el crecimiento de población, en su gran mayoría por los desesperados venidos de todo el sur del continente, estaba relacionado con la multiplicación por mil de los índices de delincuencia, lo que acarreaba como consecuencia directa un aumento de la corrupción. Los secuestros, asesinatos, el tráfico de drogas y la prostitución movían un mercado que daba pingües beneficios y motivaba un flujo de dinero constante. En pocos años la ciudad creció de tal modo, de forma tan monstruosa, que no hubo forma posible de control, que se les fue de las manos a las autoridades si es que tuvieron en su mente algún día controlarla. Creció la venta de residencias —propiedad de empresarios atemorizados y reacios a contemporizar con los ilegales— en las afueras de la ciudad, en guetos fortificados a salvo de los delincuentes que practicaban la extorsión con una impunidad inverosímil. Y los inversionistas mexicanos apenas salían de Tijuana por temor a ser los siguientes en el blanco de los maleantes, que exigían el depósito de rescates so pena de secuestrar a las víctimas en cuestión o hacer pedazos a sus parientes más queridos, a sus niños.

Carnitas de Uruapan, en el este de la ciudad, en el Blvd. Agua Caliente N° 12650, abría sus puertas justo al mediodía, cuando las campanas de la iglesia-convento próxima enmudecían. Un letrero rústico, de madera, con las letras grabadas en bajorrelieve y horadado por disparos de revólver, oscilaba colgado de dos cadenas ante la puerta. Un tipo gordo y alto, puro músculo y cero grasa, guardaba la entrada y vigilaba que los carros aparcados de los clientes no peligraran. Era un restaurante familiar ubicado en una de las principales arterias de Tijuana, con ventiladores en el techo que mugían por falta de aceite, una cocina al descubierto, un ejército de camareras y unos cocineros que destilaban sudor sobre los platos que preparaban. La carta grasienta, manuscrita y con faltas de ortografía, anunciaba sin rubor las mejores enchiladas de la zona. Por sus fogones y cuando las llamaradas lo permitían, gordas cucarachas se cebaban con los desperdicios que caían. Y una batería de barreños de plástico, azules, llenos de agua jabonosa, acogían sin remilgos los platos de todos los comensales, que salían de ellos menos pegajosos y caían planeando en otro barreño lleno de agua turbia, del que iban directamente a la mesa.

Rocky García traspasó el umbral sin problemas, acariciando el estómago del guardia de seguridad que le puso, a su vez, la enorme mano diestra en el hombro. Cruzó luego el restaurante vacío y fue a sentarse en una de las mesas de la esquina, poniendo su enorme culo sobre un banco de iglesia sin respaldo. Los estragos de la comida basura eran tan visibles a un lado como al otro de la frontera, y el estar un poco gordo o un mucho era señal de poder económico. Como si el dinero estuviera relacionado con el peso en carne del individuo abierto en canal, o con el volumen de aire desplazado al andar, o la superficie de asiento que necesitara su culo.

—¡Carmela! —gritó con voz aguda—. Mi tequila.

Carmela era india. Tez morena, cabello muy negro, cuerpo pequeño y proporcionado, andares demasiado altivos para una camarera. Como todas las chicas empleadas en el restaurante, vestía una falda acampanada de algodón con bordes encarnados y una camisa entallada con profundo escote. Se agachó para servirle la bebida, y Rocky observó la cruz dorada que colgaba de su cuello y lo que asomaba detrás de ella, turgente, apenas abrazado por la doble copa blanca del sujetador.

—¿Está tu hermano?

—¿Pa qué lo quiere? —respondió ella, poniéndose en guardia.

—Para platicar con él, mi chamaquita. Vamos, dile que Rocky tiene un bisness que le puede interesar.

Rubén Rodríguez se parecía extraordinariamente a Carmela. Un indio tan bello como canalla, con una mirada de hielo y una cicatriz que le afeaba la barbilla. Llevaba el cabello muy negro, recogido en la nuca, y un bigote le cubría el labio superior; vestía una zamarra tejana amplia y unos pantalones desgastados, y botas de tacón que lo hacían parecer más alto.

—¿Has comido?

Negó con la cabeza mientras tomaba asiento junto a Rocky y se llenaba un vaso de tequila. Hicieron ambos un gesto a Carmela, que volvió a la mesa de mala gana.

—¿Qué es lo que quieren ustedes?

—Comer unas enchiladas, chula —le dijo Rocky—. Y tráenos también un poco de ensalada. Es bueno y saludable pastar la hierba como las vacas.

—OK. Ya les ordeno el pedido.

Se alejó y Rocky olfateó el aire que dejó tras ella.

—Huele rebién tu hermanita.

—Todos los Rodríguez olemos a limpio, Rocky. Somos de ducha diaria.

—¿Sabes que es una lástima que esta chica tan hermosa se esté perdiendo aquí? Esta joyita tan linda no está hecha para este restaurante pringoso. En tres meses se le van a caer las manos a pedazos.

—No hay otra cosa —gruñó Rubén.

Rocky sacó un habano del bolsillo de su guayabera, mordió su punta, lo escupió, prendió un fósforo y lo encendió de dos potentes chupadas. Mientras, habían entrado en el restaurante una familia numerosa con críos pequeños que ocuparon una bancada cercana, y dos gringos despistados que no sabían dónde se metían pero que, una vez dentro, tuvieron reparos en salir por si el mastodonte de la entrada se lo impedía.

—Tu carnala es una chamaquita muy requeteguapa, con cuerpo de junco, Rubén.

—No insista.

—Y tú un pendejo que no sabe distinguir un diamante aunque brille en un lodazal.

Callaron mientras Carmela dejaba los platos sobre la mesa y previamente pasaba sobre la tabla un trapo sucio, con el que lanzaba al suelo migas de comensales anteriores.

—¿Es de oro la cruz? —le preguntó entre risas Rocky tomando el collar entre sus gruesos dedos, obligándola a abatir la cabeza.

—¡Métase los dedos donde le quepan, gordo!

—Me gusta que seas brava —le dijo, soltándola y apresando con los dedos la primera enchilada. Le dio un bocado y se llenó la boca de pasta frita y carne mechada—. ¡Coronas con lima para pasar esto! ¡Puta madre lo resecas que están las condenadas!

Cuando les trajo las cervezas siguieron hablando. El habano de Rocky humeaba sobre un cenicero y sus labios gruesos se movían a un ritmo cansino mientras masticaba la comida. Rubén lo observaba sin poder disimular la repugnancia que le causaba el sujeto.

—¿Tiene novio tu hermanita?

—¿Adonde chinga quiere ir a parar?

Desapareció como por ensalmo el tono afable en la cara de Rocky y se incendiaron sus pequeños ojos con rabia, dos rubíes que destellaban fuego.

—Mira, pendejo, me debes todavía la mitad del carro, el Rolex que llevas, hasta la puta camisa que sudas.

Guardó silencio Rubén y abatió la cabeza. Se concentró en su plato. Bebió cerveza. Miró el cigarro que humeaba y que Rocky tomaba de cuando en cuando para darle una chupada.

—¿No es virgen?

—¡Pregúntele a ella!

—No, que es muy brava tu carnala y la veo capaz de arañarme. Veamos, Rubén, y escucha el bisness que te propongo. Tienes una hermanita que es muy chula, que todo el mundo la mira, que está requetebién, sí señor. Y eso para una chamaquita es una bendición, y para su hermano, un regalo.

—¡Olvídese de ella! —bramó.

Rocky le cogió con fuerza de la muñeca y tiró de él.

—No me chingues, carajo, que todo me lo debes a mí. No me jodas, cabrón, o te vas a hacer de pollero ahorita ya. Te propongo un bisness que un tipo listo como tú tiene que aceptar si no es un guevón sin cerebro. Tu carnala puede ganar plata de verdad, pero plata plata, ¿me oyes? Y tú vivir como un rey a su costa, de administrador. Carmela es la típica india por la que suspiran los gringos. Fíjate en esos dos con cara de vendedores de biblias y lee lo que están pensando, y no les culpo. ¡Tiene un culito tu carnala que tiene que ser placer de dioses chingarla!

—¿Cómo se atreve? —le respondió Rubén, cerrando el puño.

—¡Basta de rodeos, pinche! —aplastó el puro, rebañó el plato con una torta de maíz tibia, apuró la cerveza de la misma botella y chupó la corteza de lima hasta secarla de su jugo—. Si sigues mi consejo vas a nadar en plata. Tengo contactos, tengo gringos que darían lo que fuera por chingarla, funcionarios importantes, policías.

—¿Me está pidiendo que le venda a mi hermana?

—Empiezas a entender. Me alegro —golpeó su frente con los dos dedos de la mano extendidos como si fueran el cañón de una pistola, sonrió—. Carmela sería una excelente puta porque no tiene pinta de serlo, y eso es lo que busca la gente en Tijuana, pinche: sexo y bebida. ¿Cómo tiene el cuerpecito?

—¿Cree que lo he visto? ¿Está loco?

—Eres de la familia, ¿no?

—¿Y qué?

—Yo las primeras tetitas que vi fueron las de mi carnala, y el primer coñito que olí fue el suyo. ¡No me chingues, Rubén del carajo!

—Yo la respeto.

—Claro. Carajo. Y yo. Y los que se vayan con ella. Vas a nadar en pura plata, vas a poder pagarme el carro de golpe y comprarte uno nuevo, vas a agenciarte un traje de seda y a chingarte a una gringa rubia y tetuda de Las Vegas—. Cogió la botella de tequila y le llenó el vaso.

Tras un momento de dudas, Rubén chocó el suyo con el del gordo Rocky en el mismo momento en que Carmela venía a su mesa a retirarles los platos.

—¿Qué andan tramando ustedes? Seguro que nada bueno.