CAPITULO 8
JORGE CASTAÑEDA permanecía aislado en su celda. Habían pasado ocho horas justas desde su detención y nadie se había dignado abrir la puerta para interrogarlo. Sentado en un banco duro de madera, pegado a la pared, con los tobillos y las manos esposadas, empezaba a retorcerse de hambre, sed y ganas de ir al servicio. Estaba en el sótano de la jefatura de Tijuana, un chupadero siniestro sin luz ni ventilación, y le llegaban, de cuando en cuando, los lamentos de su vecino de celda. Estaba rabioso el sinaloense por lo fácilmente que había caído, y repasaba una y otra vez las caras de los personajes que se habían cruzado con él en los últimos días, tratando de achacar a alguno de ellos la culpa de estar allí preso.
—La puta madame tiene los días contados. Y sus pendejas chicas conchabadas —murmuró en la soledad de su celda, cerrando los puños—. No voy a ver cómo arden esas putas en su tugurio, pero me lo voy a imaginar.
Había un tipo que volvía una y otra vez a su mente. Rocky, el inmenso rey de los coyotes de Tijuana que le había ofrecido cobertura y alojo para los secuestrados, a cambio de una comisión que él no estaba en disposición de dar. Imaginó que allí estaba su problema, en esa falta de acuerdo a la hora de pagarle un tanto del botín al gordo.
—Y esa montaña de sebo arderá con las putas.
El ruido del cerrojo de la puerta descorriéndose truncó sus imágenes de venganza. Lo cegaron luces de linternas, mientras dos hombres corpulentos lo alzaban del banco y lo arrastraban fuera sin decir palabra.
—¿Me soltáis ya, pendejos?
Su esperanza se disolvió como azucarillo en café cuando se encontró en la calle. Era noche cerrada y quizá fueran las cuatro de la madrugada, calculó, pero no le dejaron hacer más averiguaciones horarias porque lo metieron a la fuerza en un coche oscuro, cerraron la puerta de golpe, los dos tipos lo aprisionaron en el asiento trasero con sus cuerpos y un tercero se puso al volante: no le gustó nada todo aquello, y menos cuando uno de sus guardianes le colocó una venda negra en los ojos.
—¿Adónde carajo me llevan?
Dieron muchas vueltas para despistarle, hasta que finalmente el coche se detuvo y fue sacado a trompicones, arrastrado por la acera y conducido a un ruidoso montacargas. Jorge Castañeda empezó a tener frío, aunque hacía un calor horroroso, y fue incapaz de controlar el castañeo de sus dientes.
Cuando bajó del montacargas tuvo la sensación, pese a que no veía, de encontrarse en una sala desolada e inmensa, un viejo hangar: quizá fue por la reverberación de las pisadas, o que se sentía murciélago y las ondas se perdían en el vacío. Uno le hizo sentar en una silla, lo amarró a ella retorciéndole los brazos a la espalda y trabándolos contra el respaldo; otro sujetó los tobillos a las patas del asiento. Y entonces le sacaron la venda de golpe.
Había un foco encima de su cabeza y un tipo delante, una silueta, que avanzó hacia él con un cigarrillo entre los labios. Intuyó quién era, pero su confirmación vino cuando empezó a hablar.
—Bueno, Jorge, pendejo e hijo de mala chingada. Ahora es cuestión de que hables, por tu bien.
—¿De qué?
A dos pasos estaba el jefe de los policías que lo habían apresado. No se despojaba de las Rayban ni en plena noche. Se acercó tanto a él que pudo oler su perfume a colonia.
—Ya sabes de lo que tienes que hablar. Y si no, mis dos compadres te van a escabechar. ¿Sabes por qué se llama éste Paulino?
Tragó saliva, mientras uno de los que le habían arrastrado se situó frente a él y se arremangó la camisa.
—Su padre era vasco y admirador de Paulino Uzcudun. El chico quiso ser boxeador, pero mató a un pobre rival en el ring. Te puede partir la cabeza de un golpe y hacerte comer los sesos, pendejo, como no largues.
—¿De qué? —chilló, removiéndose en la silla que lo tenía aprisionado.
El primer puñetazo le dio de lleno en la mandíbula y le levantó la piel hasta el labio. Cayó de espaldas, con la silla, y se golpeó contra el duro suelo con la nuca. Bufó de dolor mientras notaba la sangre por el cuello y otro hombre, en la sombra, lo alzaba y lo volvía a su posición inicial.
—Te has caído. ¡Qué mala suerte!
—Llévenme a jefatura. Esto es ilegal.
—Vaya, vaya. Ahora resulta que los secuestradores y asesinos son gente de ley y orden. Otro.
El segundo puñetazo no lo derribó porque el hombre en la sombra, a su espalda, sostuvo la silla y frenó el impulso natural hacia atrás. Fue un golpe terrible que le dislocó la mandíbula y destrozó un colmillo. Le sacudió otro antes de que pudiera rehacerse, le reventó de un tercero la nariz y escuchó horrorizado el interrogado el chasquido de su hueso astillado.
—¡Oh, mierda! ¡Mi nariz! Me ha roto la nariz. Joder!
—Duele, ¿no?
Fred Vargas se sentó enfrente de él, junto a la banqueta, y escupió el humo del cigarrillo en la cara tumefacta del preso. La lluvia de golpes le había transformado los rasgos. La faz de Jorge Castañeda era lo más parecido a la de un boxeador sonado recibiendo un duro castigo en el cuadrilátero: sangre, carne levantada y la hinchazón morada de los huesos demolidos por los golpes. Miró a su verdugo mugiendo, a través de los párpados hinchados. Tragó saliva y sangre.
—Te voy a explicar exactamente cuál es tu situación, pendejo, y tú actúas en consecuencia. Estamos en un almacén abandonado en medio del desierto y nadie va a oír tus gritos. Aquí nadie nos va a molestar, y nosotros tenemos todo el tiempo del mundo para hacerte hablar. Si eres un tipo listo, largarás antes de que sea demasiado tarde. Esto, lo que te ha hecho Paulino, es el entremés, los antojitos picantes, pero a partir de ahora te vamos a hacer picadillo. Te voy a ser sincero aunque no quisiera alarmarte: dudo de que salgas con vida de aquí.
El temblor del prisionero se aceleró. El corazón le latía con violencia y las venas del cuello se le hinchaban hasta reventar. No pudo contener los esfínteres, y el guardián que tenía detrás le soltó una risotada junto a la oreja.
—El mamón este se acaba de mear.
—Y se cagará, antes de morirse en su propio vómito.
—¿Qué quieren saber? —preguntó el preso, en voz baja, sin mirarlos.
—Empezamos a circular por la senda correcta —Fred Vargas palmeó cariñosamente la nuca del atado—. Queremos conocer el escondrijo de la plata. Lo que sacaste del banco, lo que limpiaste en el burdel, el monto del secuestro. ¿Dónde lo guardas?
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Jorge Castañeda.
—¿Conque es eso? ¿La plata? —movió la cabeza de derecha a izquierda—. Yo no tengo la plata, no la tengo.
El golpeador lanzó su puño contra su cuello y durante unos instantes el interrogado se quedó sin respiración, palideció, pareció morir. Cuando volvió en sí al cabo de unos segundos, una arcada violenta precipitó al suelo lo que había cenado la noche anterior.
—Puto cerdo —exclamó Paulino desprendiéndose de su camisa manchada de sangre—. ¿Por qué no lo matamos ya?
—Bajadle los pantalones —ordenó Fred.
Intentó el sinaloense oponer resistencia en vano. Se los bajaron hasta los tobillos y lo mismo hicieron con los calzones. Rieron los tres torturadores de su aspecto mientras se tomaban un respiro.
—¡Qué poco trabajo darías a una vieja, puto! —le gritó Paulino.
El otro, el que estaba a su espalda, se dejó ver: era el verraco Moisés.
—A lo mejor le gusta que le den por culo. El primero en tirármelo.
—Señores, señores —intervino Fred Vargas—. Nada de orgías, ni menages a trois, porque a ese puto güevón seguro que le van e iba a disfrutar. Mejor se la cortamos.
—Claro. Ahora que la tiene pequeña.
—Y se la hacemos comer —dijo Paulino.
—Ve a buscar la sierra eléctrica, Paulino —ordenó Fred Vargas.
El torturado hizo un esfuerzo por llamar la atención, se removió en su asiento, farfulló palabras ininteligibles.
—Parece que quiere hablar.
Fred Vargas se sentó en la banqueta, a su lado, y lo escrutó.
—Tendrías que verte, amigo —le dijo—, el aspecto tan lamentable que presentas. Bien. ¿Dónde está el dinero? ¿Dónde lo ocultas?
—Lo tiene un testaferro —susurró a punto de desvanecerse.
—¡No me jodas! —gritó el policía, sin poder ocultar su irritación—. ¿Cómo que un testaferro? ¿Quién cojones? Su nombre, vamos, su dirección, teléfono, número de cuenta. ¡Me cago en la leche! —desenfundó la pistola y la hundió en la boca del detenido. Le rompió, con la violencia del ademán, los dientes e hirió, con el filo de la mira, la garganta. Sacó el cañón tinto en sangre y lo limpió con la camisa del detenido—. Habla.
—Está en San Diego —confesó, bramando de dolor, escupiendo sangre y saliva por la boca—, en el Abbey Bank, en una cuenta a nombre de mi hermano.
—¿Cómo coño se llama tu hermano, pendejo de mierda? ¿Y dónde vive?
—Pete Castañeda. Vive en Escondido, San Diego, Estados Unidos.
—¡Me estás tomando el pelo! ¡Como que el dinero está en Estados Unidos! ¡Será cabrón este güey! La calle, el número y el teléfono.
Lo dio y Fred lo anotó en un bloc de notas.
—Espero que hayas dicho la verdad —le dijo levantándose—, porque si no es la última mentira que dices, y yo mismo voy a ser el encargado de volarte la cabeza.
Se retiró unos pasos, hacia el fondo de la nave desierta. Empezaba a amanecer y se filtraban por la hilera de enormes ventanales, huérfanos de cristales, las primeras luces del sol y el canto de los pájaros del desierto. Volvió al cabo de unos segundos Fred Vargas junto al interrogado, con el teléfono en la mano y la pistola en la otra.
—Te felicito. No has mentido.
Y abrió fuego a bocajarro.
—Lo ha matado, jefe —dijo Paulino, cuando se apagó el eco de la detonación.
—Ya lo sé.
—¿Qué diremos?
—Que escapó. Y nadie lo va a encontrar —dijo, guardando el arma humeante en la sobaquera—. Hacedlo trocitos con la sierra mecánica y lo desperdigáis en un radio de cien kilómetros. Luego limpiáis todo esto de sangre.
La vida del capo sinaloense había sido más breve que densa. Permaneció en la silla, ligado a ella, con los pantalones bajados y la expresión última de sorpresa en el rostro mientras una hilera de sangre, que brotaba de la herida oscura de la cabeza, daba su nota de color a la caricatura siniestra, esculpida en carne y hueso, en que había sido convertido su rostro.
Moisés y Paulino se embutieron en sendos monos antes de empezar a trabajar. Fred Vargas salió fuera, al campo, a respirar aire.