18
Una vez, dejándose arrastrar por la fogosidad de su ya lejana juventud, Brock había hecho llorar a un hombre a golpes. Aquellas lágrimas, tan inesperadas, le causaron desconcierto y vergüenza. Al entrar en la Zahúrda de Plutón menos de una hora después de su conversación con Aggie, recordó ese incidente, como siempre que volvía a asaltarlo la tentación, y juró que se atendría a la lección aprendida en el pasado. Carter abrió la puerta de acero y, por el semblante de Brock, adivinó que se había producido alguna novedad significativa. Mace, atrapado en el pasillo, se apretó respetuosamente contra la pared para dejar paso a Brock. En la calle, Tanby aguardaba en su taxi, con el taxímetro corriendo y la radio de operaciones abierta. Eran las diez de la noche, y Massingham, sentado en un sillón, cenaba comida china con un tenedor de plástico y veía a un grupo de risueños periodistas de televisión felicitarse mutuamente por su ingenio. Brock desenchufó el televisor desde la puerta y ordenó a Massingham que se pusiese en pie. Él obedeció. La debilidad reflejada en el rostro de Massingham era una mancha que en los últimos días se había oscurecido más y más tras cada interrogatorio. Brock echó el cerrojo desde dentro y se guardó la llave en el bolsillo, sin poder explicarse ni entonces ni más tarde por qué lo hacía.
—He aquí la situación, señor Massingham —dijo, amable y tranquilo, actitud que se proponía mantener—. Mijaíl Ivánovich Orlov murió en el intercambio de disparos del Free Tallinn. Usted lo sabía, pero no consideró oportuno revelárnoslo. —Con la pausa que hizo a continuación no pretendía invitar a Massingham a hablar, sino darle tiempo para que tomase plena conciencia de la acusación—. ¿Por qué no, me pregunto? —Al no recibir respuesta, aparte de un gesto de indiferencia poco convincente, añadió—: También ha llegado a mi conocimiento que Yevgueni Orlov los considera a usted y a Tiger Single culpables por igual de la muerte de su hermano. ¿Coincide esa información con la suya?
—Fue cosa de Hoban.
—¿Disculpe?
—Hoban me cargó a mí el muerto.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo accedió usted a esa información si puede saberse?
Un prolongado silencio, seguido de unas palabras casi inaudibles:
—Eso es asunto mío.
—¿Se enteró por casualidad mediante su versión personalizada de la cinta de vídeo con las imágenes del asesinato de Alfred Winser? ¿Algún mensaje o posdata dirigido específicamente a usted para advertirle del peligro que corría?
—Me dijeron que yo era el siguiente de la lista. Mijaíl estaba muerto; yo lo había traicionado. Yo y mis seres queridos, William en especial, pagaríamos con sangre —explicó Massingham con la voz cascada—. Fue un montaje. Hoban jugaba con dos barajas.
—Más bien con tres, ¿no? Al fin y al cabo, usted y él engañaban ya a Tiger.
Massingham no respondió, pero tampoco lo negó.
—Usted participó de manera entusiasta en un plan anterior, allá por Navidad aproximadamente, concebido para despojar a su jefe. Single, de todos sus activos y crear una nueva entidad controlada por Hoban, Mirsky y usted mismo. ¿Es así, señor Massingham? ¿Tendrá la bondad de decir «sí»?
—Sí.
—Gracias. Dentro de un momento pediré a los señores Mace y Carter que entren y lo acusaré formalmente de varios delitos, entre ellos, obstaculizar la acción de la justicia ocultando información y destruyendo pruebas, y confabularse con personas conocidas y desconocidas para importar sustancias prohibidas. Si colabora conmigo ahora, subiré al estrado en su juicio y abogaré en favor de una reducción de la draconiana pena que le espera. Si no colabora ahora conmigo, presentaré su participación en este asunto de modo tal que se le apliquen las penas máximas en todos los cargos y sentaré a William a su lado en el banquillo, acusado de complicidad antes, después y durante el hecho. Además, negaré bajo juramento haber dicho lo que acabo de decir. ¿Qué será, señor Massingham? ¿Sí, colaboro; o no, no colaboro?
—Sí.
—Sí ¿qué?
—Sí, colaboro.
—¿Dónde está Tiger Single?
—No lo sé.
—¿Dónde está Alix Hoban?
—No lo sé.
—¿Veré a William en el banquillo de los acusados junto a usted?
—No, no lo verá. Estoy diciendo la verdad.
—¿Quién informó a las autoridades rusas acerca del Free Tallinn? Conteste con mucho cuidado, por favor, porque ya no tendrá oportunidad de rectificar la declaración.
—El muy hijo de puta me metió en eso —susurró Massingham.
—¿Y quién es el hijo de puta en cuestión?
—¡Maldita sea! Ya se lo he dicho. Hoban.
—Me gustaría entender la lógica de eso. Esta noche tengo la cabeza un poco espesa. ¿Qué se ganaba, desde el punto de vista de Hoban y usted, con la confiscación por parte de las autoridades rusas del Free Tallinn y unas cuantas toneladas de heroína refinada de la mejor calidad… y ya no digamos con la muerte de Mijaíl?
—¡Yo no sabía que Mijaíl viajaba en el condenado barco! Hoban no me lo dijo. Si hubiese sabido que Mijaíl estaba a bordo, no me habría prestado por nada del mundo a seguirle el juego.
—Seguirle el juego ¿respecto a qué?
—Hoban quería poner la gota que colma el vaso. Un último fracaso espectacular tras una larga serie. Y eso hizo.
—Pero también usted lo hizo.
—¡De acuerdo, lo hicimos los dos! Él lo propuso, y yo vi sentido a la idea. Le seguí el juego. Me dejé engañar como un imbécil. ¿Contento? Si se confiscaba el Free Tallinn, sería el factor decisivo y Hoban estaría en condiciones de mover a Yevgueni.
—«Mover» ¿en qué sentido? Y levante la voz, por favor. No le oigo bien.
—Mover en el sentido de persuadir. ¿Es que hablo en chino? Hoban tiene cierto ascendiente sobre Yevgueni. Está casado con Zoya. Es padre del único nieto varón de Yevgueni. Puede sacar provecho de esa situación. Si fracasaba la operación del Free Tallinn, no habría ya más resistencia ni más cambios de planes en el último momento por parte de Yevgueni. Ni siquiera Tiger conseguiría disuadirlo con sus zalamerías.
—Y Hoban, para mayor seguridad, puso a Mijaíl en el barco sin informarle a usted. El razonamiento empieza a debilitarse otra vez, me temo.
—Ponerlo en el barco, no creo. Seguramente lo decidió Mijaíl. Pero Hoban sabía de antemano que se había revelado la naturaleza del cargamento, y no se lo impidió.
—Así que Mijaíl resultó muerto, y usted, en lugar de beneficiarse de un derrocamiento comercial, se vio envuelto en un mayúsculo odio de sangre a la georgiana.
—Fue una trampa. Yo soy el traidor, y por lo tanto el principal objetivo. Pero, según la versión de Hoban, Tiger me incitó a la traición, y por lo tanto tan culpable como yo.
—He vuelto a perderme. ¿Por qué es usted el traidor? ¿Cómo llegó a esa posición? ¿Por qué no dio Hoban personalmente el soplo sobre el Free Tallinn? ¿Por qué no hacía Hoban su trabajo sucio?
—El soplo debía proceder de Inglaterra. Si procedía de Hoban, sus antiguos camaradas lo descubrirían tarde o temprano y Yevgueni acabaría enterándose.
—¿Ese es el razonamiento tal como Hoban se lo presentó a usted?
—¡Sí! Y tenía sentido. Si el soplo procedía de Inglaterra, podía deducirse que procedía de Tiger. Si pasaba yo la información, lo hacía por orden de Tiger. Tiger, pues, engañaba a Yevgueni. Delatar a Tiger formaba parte del plan.
—Y también delatarlo a usted.
—Al final… resultó ser así…, sí. Interpretado a la manera de Hoban, sí. Interpretado a mí manera, no —contestó Massingham. Había recobrado la voz, y con ella cierta farisaica indignación.
—¿Le siguió el juego, pues?
Massingham no respondió. Brock dio medio paso hacia él, y con medio paso bastó.
—Sí. Le seguí el juego. Pero no sabía que Mijaíl estaba a bordo. No sabía que Hoban se volvería contra nosotros. ¿Cómo iba a saberlo?
Brock parecía absorto en sus reflexiones. Asentía vagamente con la cabeza, se tocaba el mentón.
—Así que accedió a dar el soplo —dijo por fin, pensando en voz alta—. Pero ¿cómo? —No hubo respuesta—. Déjeme adivinar. El señor Massingham acudió a sus viejos amigos de lo que llamamos el Foreign Office. —Siguió sin haber respuesta—. ¿A alguien que yo conozco? Repito: ¿A alguien que yo conozco?
Massingham negó con la cabeza.
—¿Por qué no? —preguntó Brock.
—¿Qué iba a decirles cuando me preguntasen cómo había averiguado que el Free Tallinn salía de Odessa con ese cargamento? ¿Que lo había oído casualmente en un bar? ¿Que había escuchado una conversación telefónica gracias a un cruce de líneas? Se me habrían echado encima en cuestión de segundos.
—Sí, sin duda —concedió Brock después de pensarlo por un instante—. Les habría despertado más curiosidad usted que el Free Tallinn. Eso no habría dado resultado, ¿verdad? Usted necesitaba un aliado pasivo que no hiciese preguntas, y no a un miembro pensante del Servicio de Inteligencia. Así pues, ¿a quién acudió, señor Massingham? —Brock estaba tan cerca de él y su actitud era tan reflexiva que no era necesario ni pertinente alzar la voz mucho más allá de un susurro. Por eso mismo, su repentino grito resultó aún más desconcertante—. ¡Señor Mace! ¡Señor Carter! ¡Entren, por favor! ¡Deprisa! —Y los dos hombres debían de estar justo al otro lado de la puerta, ya que, encontrándola cerrada con llave y sospechando que Brock estaba en peligro, la echaron abajo y se colocaron a ambos lados de Massingham casi antes de que Brock hubiese terminado de dar la orden—. Señor Massingham —prosiguió Brock—. Deseo que me diga, delante de estos dos caballeros, a qué departamento de seguridad británico informó, con la mayor reserva, del cargamento ilegal que se hallaba a bordo del buque Free Tallinn cuando zarpó de Odessa.
—A Porlock —susurró Massingham con la respiración entrecortada—. Tiger me dijo que… si alguna vez necesitaba ayuda de la policía, me dirigiese a Porlock… que Porlock tenía una red… podía arreglar cualquier cosa… si violaba a alguien… si pescaban a William esnifando… si alguien chantajeaba a alguien o si necesitaba quitar a alguien de en medio… fuera lo que fuese, Porlock cooperaría… Porlock trabajaba para él.
De pronto, para bochorno de ambos, rompió a llorar, acusando a Brock con sus lágrimas. Pero Brock no tenía tiempo para remordimientos de conciencia. Tanby se había asomado a la puerta con un mensaje que comunicar, y Aiden Bell, al frente de un puñado de hombres muy duros, permanecía en estado de alerta en el aeropuerto de Northolt.
Habían cruzado el estrecho por un largo puente y, siguiendo las contradictorias instrucciones de Oliver, exploraban otra serie de colinas —«la próxima a la izquierda, no a la derecha… ¡No, espera un momento, a la izquierda!»—, pero Aggie no se quejaba, sino que daba rienda suelta a la intuición de Oliver, erguido en el asiento contiguo como un sabueso, olfateando, arrugando la frente, intentando recordar. Pasaba de medianoche y no había ya venerables caballeros a quienes preguntar. Había pueblos y restaurantes en elevadas atalayas y juerguistas nocturnos en coches rápidos que se echaban de pronto sobre ellos como aviones de combate enemigos, los adelantaban como exhalaciones y de inmediato se perdían de vista en el valle. Había negras hondonadas de campos yermos y pequeñas nubes de bruma que aparecían súbitamente ante ellos, los envolvían y los dejaban salir poco después.
—Un azulejo de color azul —dijo Oliver—. Una especie de azulejo musulmán con unas palabras escritas en letra muy recargada, y los números tres y cinco en blanco.
Había anotado varias aproximaciones de la dirección, y él y Aggie, sentados hombro con hombro dentro del coche aparcado en alguna área de descanso, habían escrutado primero un mapa de carreteras y luego un callejero, buscando en el índice toponímico. —«¿Podría ser este, Oliver? ¿Y ese otro, Oliver?»—, y Aggie apenas había recurrido a su recién nacida intimidad, excepto para guiarle el dedo sobre el plano alguna que otra vez y, en una única ocasión, para besarle la sien, que tenía mojada de sudor frío y temblorosa. Desde una cabina telefónica, Aggie había tratado en vano de encontrar en el servicio de información a una operadora anglófona que pudiese proporcionarle la dirección y el número de teléfono de Orlov, Yevgueni Ivánovich u Hoban, Alix, patronímico desconocido. Pero debía de ser día festivo o el cumpleaños de alguien o simplemente una de tantas noches de descanso para las operadoras telefónicas de Estambul, ya que solo obtuvo promesas en un inglés macarrónico y la cortés sugerencia de que volviese a intentarlo por la mañana.
—Procura recordar lo que se veía desde las ventanas —instó Aggie, deteniendo el coche en un mirador para turistas y apagando el motor—. Algún elemento especial del paisaje, cualquier cosa. Estaba en el lado europeo. Mirabas hacia Asia. ¿Qué veías?
Oliver estaba tan distante, tan ensimismado. Era el Oliver del día que lo conoció en la casa de Camden con su abrigo de color gris lobo, dolido, mirando alrededor con fiereza, desconfiando de todos.
—Nieve —respondió Oliver—. Era un paisaje nevado. Palacios en la orilla opuesta. Barcos, luces de colores. Había una verja —continuó a medida que las imágenes cobraban forma en su memoria—. Una verja bajo una torre de entrada —precisó—. Al fondo del jardín. El terreno descendía en terrazas, y al fondo del jardín se levantaba una tapia con una verja, y sobre la verja estaba esa torre de entrada. Y al otro lado pasaba una calle estrecha. Adoquinada. Nos acercamos hasta allí.
—¿Quiénes?
—Yevgueni, yo y Mijaíl. —Un instante de silencio por Mijaíl—. Dimos un paseo por el jardín. Mijaíl estaba orgulloso de él. Le gustaba tener una finca grande. «Como Belén», decía una y otra vez. Había luz en la torre de entrada. Vivía alguien allí. Gente de Hoban. Guardias o lo que fuese. Mijaíl no les tenía mucho aprecio. Escupió y puso cara de pocos amigos cuando los vio en una ventana.
—¿Y el aspecto?
—No llegué a verlos.
—No me refiero a esa gente, Oliver. Hablo de la torre de entrada.
—Almenada.
—¿Qué demonios significa eso? —preguntó Aggie con tono jocoso, tratando de sacarlo de su abismo.
—Torrecillas. Dientes de piedra. —De manera imprecisa, dibujó la forma en el vaho del parabrisas y repitió—: Almenada.
—¿Y la calle adoquinada?
—¿Qué?
—¿Estaba en un pueblo, quizá? Los adoquines hacen pensar en un pueblo. ¿Viste farolas al otro lado de la tapia cuando contemplaste el jardín nevado?
—Vi semáforos —contestó Oliver, todavía ausente—. A la izquierda de la torre de entrada. La villa se encontraba en el ángulo de un cruce. Al fondo, la calle adoquinada, apenas un camino vecinal; a un lado, una carretera de verdad, y los semáforos estaban donde el camino confluía con la carretera. ¿Por qué ha dicho que hablaba como si tuviese una cebolla en la boca? —dijo Oliver, pensando en voz alta mientras ella buscaba en el mapa—. ¿Por qué daba por supuesto que lo seguiría? Probablemente estaba enterado de mi visita a Nadia.
—Concéntrate en esto —aconsejó Aggie.
—Había dos carreteras —prosiguió Oliver, consultando con su memoria—. Una costera y una de montaña. A Mijaíl le gustaba la carretera de montaña porque le permitía exhibir sus dotes de conductor. Había una tienda de porcelanas y un supermercado. Y un letrero luminoso de una marca de cerveza.
—¿Qué cerveza?
—Efes. Turca. Y una mezquita. Tenía un viejo minarete con una antena en lo alto. Oímos al almuecín.
—Y viste la antena —dijo ella, poniendo el coche en marcha—. De noche. Elevándose por encima de una tapia con una torre de entrada y una calle adoquinada y un pueblo y el Bósforo más abajo y Asia al otro lado. Y sabemos que es el número treinta y cinco. Vamos allá, Oliver. Necesito tus ojos. No te duermas, no es el momento.
—La tienda de porcelana.
—¿Qué tiene de especial?
—Se llamaba Jumbo Jumbo Jumbo. Me vino a la cabeza la imagen de tres elefantes en una tienda de porcelana.
En otra cabina encontraron una guía telefónica hecha jirones y la dirección de Jumbo Jumbo Jumbo, pero cuando consultaron el plano, resultó que la calle no existía, o si existía, había cambiado de nombre. Sorteando socavones, deambularon por la zona hasta que de repente Oliver echó hacia adelante la cabeza y agarró del hombro a Aggie. Habían llegado a una confluencia. Ante ellos nacía una calle adoquinada. A la izquierda, corría paralela una tapia de ladrillo. A media calle, los afilados dientes negros de una antigua torre se hincaban en el cielo estrellado. A su derecha se alzaba una mezquita. Incluso había una antena en el minarete, aunque Aggie se preguntó si no sería en realidad un pararrayos. Más adelante brillaban los discos rojos de un par de semáforos. Dejando encendidas solo las luces de posición, Aggie avanzó hacia ellos bajo la sombra de la torre almenada. No se veía luz en la ventana en forma de arco. Al llegar al semáforo, dobló a la izquierda colma arriba, dejando atrás un indicador donde se leía ankara.
—Ahora otra vez a la izquierda —ordenó Oliver—. Para aquí. A unos cien metros por este camino hay una verja alta de dos hojas y un patio. Allí, donde se ven aquellos árboles. La casa está debajo de los árboles.
Aggie aparcó silenciosamente en un arcén de arena, esquivando las latas y botellas esparcidas por el suelo. Apagó las luces. Eran dos amantes en busca de intimidad. El Bósforo volvía a extenderse bajo ellos.
—Entraré solo —anunció Oliver.
—Yo también voy —dijo Aggie. Tenía su bolso en el regazo y hurgaba en él. Extrajo el teléfono móvil y lo escondió bajo el asiento—. Dame el dinero turco que lleves.
Oliver le entregó un fajo; ella le devolvió la mitad y ocultó el resto bajo el asiento, junto con los pasaportes a nombre de Single. Retiró la llave del contacto y la separó del llavero con la etiqueta de identificación de la agencia de alquiler. Salió del coche. Oliver se apeó también. Aggie abrió el maletero, cogió el juego de herramientas, sacó la llave fija para las tuercas de las ruedas y se la colocó al cinto con la palanqueta hacia abajo. Cerró el maletero y, con una pequeña linterna, empezó a escudriñar la arena del arcén.
—Por si la necesitas, te informo de que llevo mi navaja suiza —comentó Oliver.
—Cállate, Oliver. —Aggie se agachó y recogió una lata oxidada sin tapa. Cerró el coche con llave y a continuación sostuvo en alto la lata y la llave—. ¿Ves esto? Si nos separamos o surgen problemas, se lleva el coche el primero que llegue. Sin esperar al otro. —Puso la llave dentro de la lata, y la lata junto a la cara interna de la rueda delantera del lado izquierdo—. Punto de encuentro, la base del minarete. Alternativa en caso de emergencia, el vestíbulo de la principal estación de tren cada dos horas a partir de las seis de la mañana. Oliver, te adiestraron para este trabajo.
—No me pasa nada. Estoy bien.
—En el supuesto de que nos separemos, el primero que llegue al coche, avisa a Nat lo antes posible por la línea caliente. Pulsa el uno y luego la tecla send, encendiendo antes el teléfono, claro está. ¿Atiendes, Oliver? Tengo la sensación de estar hablando sola. Ven aquí. —Abocinó las manos en torno al oído de Oliver—. Acabo de darte instrucciones para la operación. Haz el favor de tenerlas en mente hasta el final. Muchas personas, cuando se equivocan, creen que son unos héroes, y en realidad son unos auténticos gilipollas. Ese es un error garrafal. ¿Me oyes, Oliver? Ve tú delante, conoces el terreno. ¡Vamos!
Oliver encabezó la marcha; Aggie lo siguió. Era un camino sin asfaltar, embarrado y lleno de charcos. Desde detrás, el delgado haz de la linterna alumbraba sus pasos. Oliver olía a zorro o tejón y a relente nocturno. Aggie apoyaba la mano en su hombro. Oliver se detuvo y se volvió hacia ella, incapaz de verla en la oscuridad pero percibiendo preocupación en su mirada. Eso mismo se refleja en la mía, pensó. Oyó un búho, luego un gato y después música bailable. Una opulenta villa apareció más arriba, a su derecha, con todas las luces encendidas y gran número de coches aparcados en el camino de acceso. Las sombras de los asistentes a la fiesta danzaban en las ventanas.
—¿Quiénes son esos? —susurró Aggie.
—Millonarios corruptos.
La deseaba intensamente. De buena gana habría tomado el Orient-Express con ella en la antigua estación de Estambul y le habría hecho el amor durante todo el trayecto hasta París. Recordó entonces que el Orient-Express no llegaba ya a Estambul. Un búho de alas blancas alzó el vuelo ruidosamente entre las ramas de los cinamomos, dándole un susto de muerte. Oliver se acercaba ya a la verja, con Aggie pegada a él. La verja se hallaba a quince metros del camino, al pie de una empinada rampa de asfalto. A un lado había una garita de guardia. Luces de seguridad iluminaban la verja; gruesas cadenas mantenían sujetas las dos hojas, y una espiral de alambre de espino la coronaba. En cada pilar resplandecía el número 35, grande y blanco sobre un fondo morisco. Atravesando rápidamente la rampa seguido de Aggie, Oliver llegó a una segunda entrada, más modesta, para el servicio y los repartos: dos hojas de acero de un metro ochenta de altura, rematadas con púas para empalar mártires cristianos, le impedían el paso. Al otro lado se extendía la fachada posterior de la villa, una maraña de tuberías, chimeneas y gárgolas. No se veía luz en ninguna ventana. Aggie examinó la cerradura enfocándola con la linterna y luego, empuñando la llave fija, introdujo el extremo con forma de palanqueta en el intersticio entre las dos hojas de la puerta, tanteó y la retiró con cuidado. Un cable eléctrico asomaba por un diminuto agujero abierto junto a la cerradura. Se humedeció el dedo con la lengua, tocó el cable y movió la cabeza en un gesto de negación. Metió la llave fija bajo la cinturilla del pantalón de Oliver, apoyó la espalda contra la tapia y entrelazó las manos ante el abdomen con las palmas hacia arriba.
—Así —susurró.
Oliver obedeció, y Aggie se encaramó a sus manos pero no pasó mucho tiempo sobre ellas. Oliver notó una breve presión mientras trepaba y luego la vio volar hacia las estrellas por encima de las púas para mártires. Oyó su correteo al caer al otro lado y el pánico se adueñó de él. ¿Cómo voy a seguirla? ¿Cómo saldrá ella de ahí? Una de las hojas de la puerta de acero chirrió y se abrió. Oliver se deslizó por el hueco. Una vez dentro del recinto, se orientó en el acto. Un pasadizo enlosado discurría entre la villa y la tapia. Había jugado allí al escondite con las nietas de Yevgueni. Un arbotante formaba un arco contra el cielo. Enormes tuberías de desagüe, semejantes a cañones viejos, atravesaban el pasadizo a ras de tierra. Las niñas saltaban sobre ellas como si fuesen las piedras de un arroyo. Oliver actuó de guía, apoyando una mano en la tapia para mantener el equilibrio. Recorrió el pasillo acristalado que comunicaba el ático de Tiger con el ascensor a través del terrado, y su renqueante paso por él con un pie descalzo. Habían llegado a la parte delantera de la villa. A la luz de la luna, las terrazas descendentes del jardín se extendían lisas como naipes. Abajo, la tapia y la torre de entrada parecían murallas recortables de una fortaleza de juguete.
Aggie le rodeó la cintura con los brazos y, con delicadeza, recuperó la llave fija.
—Espera aquí —indicó.
Oliver no tenía otra alternativa. Aggie se movía ya sigilosamente a lo largo de la fachada, atisbando el interior a través de cada cristalera, cruzando ante ellas con felinos saltos, mirando de nuevo y avanzando, deteniéndose y volviendo a asomarse. Al llegar al extremo opuesto, hizo una señal a Oliver, y él se encaminó hacia allí, consciente de su torpeza. A la luz de la luna se veía con igual claridad que de día pero en blanco y negro. En la primera ventana no advirtió nada familiar. La habitación estaba vacía. Había flores marchitas esparcidas por el suelo: rosas, claveles, orquídeas, trozos de papel de plata. Un par de maderos clavados en forma de cruz descansaban en un rincón apoyados contra la pared. Algo más abajo de su intersección, Oliver vio otro madero de menor longitud clavado perpendicularmente en el palo vertical y recordó la forma de la cruz ortodoxa. En el centro se alzaba una estrecha mesa de caballetes como las que usan los pintores, pero Oliver no detectó manchas ni salpicaduras. Aggie le indicaba que siguiese adelante.
Oliver avanzó hasta la segunda cristalera. Allí vio una cama de niño y una mesilla de noche, una lámpara de lectura, un montón de libros y una pequeña bata colgada de una percha. Pasó a la tercera ventana y estuvo a punto de echarse a reír a carcajadas. Adosados contra las paredes, estaban algunos de los muebles de abedul de los que se preciaba Yevgueni. En el centro del suelo de parquet, ocupando el lugar de honor, dormía la BMW bajo su funda, como un poni de Shetland envuelto en una manta. Deseando dirigir la atención de Aggie hacia esa cómica visión, volvió la cabeza y vio que ella se había quedado inmóvil, con la espalda pegada a la pared y las manos extendidas, señalando repetidamente con el mentón hacia la cristalera más próxima a ella, la última de la fachada. Se agachó y se dirigió hacia allí. Quedándose en el lado opuesto de esa misma cristalera, observó la habitación. Zoya estaba sentada en la mecedora de Tinatin. Llevaba un largo vestido negro, como un traje de noche, y unas botas rusas negras. Tenía el pelo recogido en un descuidado moño, y su rostro era un icono de sí misma, demacrado, los ojos desorbitados. Mantenía la vista fija en la alta cristalera, pero con la mirada tan lúgubre y perdida que Oliver dudó que viese algo aparte de los demonios de su propia mente. Una vela parpadeaba en una mesa junto a ella. Sostenía una Kalashnikov sobre las rodillas, con el dedo índice de la mano derecha doblado en torno al gatillo.
En un primer momento Aggie no comprendió qué intentaba decirle Oliver mediante gestos, y él tuvo que repetir varias veces su mensaje mímico, al principio sin levantar los brazos, luego con las manos en alto. Finalmente Aggie se sacó la llave maestra del cinturón, se puso en cuclillas y le indicó que hiciese lo mismo. Encogiendo los brazos parcialmente ante el pecho, formó una cuna, y Oliver la imitó. A continuación Aggie lanzó la llave con la fuerza necesaria para salvar el metro y medio de anchura de la cristalera, y Oliver la atrapó en el aire con una sola mano, contraviniendo por completo sus instrucciones. Con una serie de gestos, trató de explicarle a Aggie otras cosas. Se dio palmadas en el pecho, señaló en dirección a Zoya, asintió con la cabeza y alzó el pulgar para que Aggie no se preocupase: somos viejos amigos. Luego extendió las palmas de las manos y las movió hacia el suelo indicando lentitud: vamos a tomarnos esto con calma. Volvió a señalarse él mismo: esta vez llevo yo la voz cantante; entro yo, y tú te quedas fuera. Se tocó la sien sin mucha convicción para dar a entender el posible trastorno mental de Zoya y luego, frunciendo el entrecejo en expresión de duda, ladeó la cabeza a izquierda y derecha para poner en tela de juicio su vulgar diagnóstico. Con actitud reverencial, representó un abrazo: fui su amante; ella es responsabilidad mía. Era difícil saber qué había entendido Aggie de todo aquello pero, a juzgar por su docilidad, Oliver supuso que la mayor parte porque ella, tras observarlo atentamente, se besó las yemas de los dedos y sopló el beso en dirección a él.
Oliver se irguió y supo que si hubiese estado allí solo, se habría apoderado de él el miedo, y probablemente también el desconcierto; sin embargo, gracias a la presencia de Aggie, veía las cosas con absoluta claridad y no albergaba la menor duda acerca de lo que debía hacer. Sabía que las ventanas de la casa eran de cristal blindado, porque Mijaíl le había mostrado con satisfacción las bisagras y cierres reforzados que se requerían para sostener el enorme peso. Por consiguiente, la improvisada palanca no era su primer recurso, sino más bien el último. En todo caso era innegable que Aggie, entregándole la llave, dejaba en sus manos la tarea, como él quería. La idea de hacer entrar a Aggie en batalla por él, de ver a Aggie abatida por una salva de balas de Kalashnikov en premio a sus esfuerzos y convertida en un cadáver más en la catastrófica estela que él dejaba a su paso, le resultaba insoportable. El cristal blindado era una cosa. Una ráfaga de metralleta a alta velocidad a una distancia de menos de dos metros era otra muy distinta.
De modo que se colocó la llave maestra bajo el cinturón, estilo Aggie, y con movimientos rígidos, caminando de costado, se desplazó hasta el centro de la cristalera y luego un poco más allá para que Zoya le viese toda la cara a través de un panel, y no dividida en dos por el marco. Llamó al cristal blindado con los nudillos, primero con suavidad, después con golpes más enérgicos. Cuando ella levantó la cabeza y pareció fijar en Oliver la mirada, él forzó una débil sonrisa y con voz lo bastante alta, esperó, para traspasar el cristal, dijo:
—Zoya, soy Oliver. Déjame entrar.
Lentamente, Zoya abrió aún más los ojos hasta que parecieron a punto de salírsele de las órbitas y de pronto, en un arrebato de febril actividad, comenzó a manosear el arma que sostenía en el regazo como preludio del proceso de apuntar el cañón hacia él. Oliver golpeó el cristal con las palmas de las manos y acercó la cara tanto como pudo sin llegar a ofrecer una imagen cómica.
—¡Zoya! ¡Déjame entrar! ¡Soy Oliver, tu amante! —anunció a voz en grito, sin acordarse en ese momento, bien está admitirlo, de la presencia de Aggie. Pero habría dicho eso mismo en cualquier caso, y era obvio que la propia Aggie lo habría instado a decirlo, ya que Oliver, con el rabillo del ojo, vio que ella asentía enérgicamente con la cabeza en muestra de apoyo.
Sin embargo la reacción de Zoya fue idéntica a la de un animal cuando oye un sonido recordado solo a medias: lo reconozco… casi… pero ¿es amigo o enemigo? Se había puesto en pie, vacilante —Oliver tuvo la impresión de que estaba desnutrida—, pero sujetaba aún el arma. Y después de observar a Oliver por unos instantes, lanzó una severa mirada alrededor, escudriñando la habitación, como si sospechase que su aparición en la ventana era solo un señuelo para atraer hacia allí su atención mientras le tendían una emboscada por la espalda.
—¿Puedes abrir esta puerta, Zoya, por favor? —insistió Oliver—. Necesito entrar. ¿Hay alguna llave en la cerradura? Si no, podrías ir a la puerta principal y dejarnos entrar por allí. Solo estoy yo, Zoya. Yo y una amiga. Te caerá bien. Nadie más, te lo prometo. ¿Por qué no intentas hacer girar la llave? Es una de esas llaves de latón pequeñas y redondas, si no recuerdo mal. Hay que dar tres o cuatro vueltas.
Pero Zoya sostenía aún el arma y había conseguido dirigir el cañón hacia la entrepierna de Oliver, y se advertía tal letargo en sus movimientos, tal desesperación en su semblante, tan absoluta indiferencia a la vida y la muerte, que tan probable parecía que disparase como que no. Se produjo, pues, un largo silencio durante el cual Oliver se mantuvo firme ante la cristalera, Aggie observó entre bastidores, y Zoya trató de reconciliarse con la idea de tener a Oliver de nuevo ante ella después de tantos años padeciendo lo que la vida le hubiese deparado. Finalmente Zoya, apuntándolo todavía con el arma, dio un paso al frente, luego otro, hasta que se hallaron cara a cara separados por el cristal, y ella pudo examinarle los ojos y tomar una decisión sobre lo que veía en ellos. Manteniendo el arma empuñada con la mano derecha, extendió la izquierda y trató de descorrer el cerrojo, pero su delgada muñeca carecía de la fuerza necesaria. Optó por dejar el arma y, tras arreglarse el pelo para recibirlo, empleó las dos manos para franquearle el paso. Aggie entró inmediatamente después, se agachó a recoger la Kalashnikov y se la metió bajo el brazo.
—¿Podrías decirme, por favor, quién más hay en la casa? —preguntó Aggie a Zoya con tranquilidad, como si se conociesen de toda la vida.
Zoya negó con la cabeza.
—¿Nadie?
No hubo respuesta.
—¿Dónde está Hoban? —dijo Oliver.
Zoya cerró los ojos en expresión de repudio.
Oliver la cogió de los codos y la atrajo hacia sí. Le extendió los brazos y se los colocó alrededor de sus propios hombros. Luego la abrazó él a su vez, estrechando su cuerpo frío, dándole palmadas en la espalda y meciéndola. Entretanto Aggie comprobó el cargador de la Kalashnikov, la amartilló y, sosteniéndola cruzada ante el pecho, salió con sigilo de la habitación para inspeccionar la casa. Después de marcharse Aggie, Oliver mantuvo a Zoya entre sus brazos largo rato, esperando a que se relajase y entrase en calor contra su cuerpo, a que distendiese los puños y le soltase las solapas de la chaqueta, a que levantase la cabeza y le rozase la mejilla. Oliver notaba los latidos de Zoya contra el pecho y el temblor de su descarnada espalda, y las sacudidas de sus costillas cuando al cabo de unos minutos empezó a sollozar con prolongadas exhalaciones, expulsando de su pecho bocanada tras bocanada de dolor. Su extrema delgadez lo sobrecogió, pero supuso que no era algo nuevo en ella. Tenía el rostro cadavérico, y cuando alzó la barbilla y apretó la sien contra la mejilla de Oliver, él notó que su piel se deslizaba sobre el hueso como la de una anciana.
—¿Cómo está Paul? —preguntó Oliver con la esperanza de que si la persuadía a hablar de su hijo, conseguiría abrir la puerta a todo lo demás.
—Paul es Paul.
—¿Dónde está?
—Paul tiene amigos —explicó Zoya, como si ese fenómeno diferenciase a Paul del resto de los niños—. Ellos lo protegerán. Le darán de comer. Lo dejarán dormir. No habrá funerales para Paul. ¿Quieres ver el cadáver?
—¿Qué cadáver?
—Quizá ya no está.
—¿Qué cadáver, Zoya? ¿El cadáver de mi padre? ¿Lo han matado?
Las habitaciones delanteras de la villa estaban comunicadas entre sí. Aferrándose al brazo de Oliver con las dos manos, Zoya lo guio a través de la habitación con los muebles de Catalina la Grande y la moto cubierta y del dormitorio vacío de Paul hasta el cuarto con flores esparcidas por el suelo, la mesa de caballetes en el centro y los maderos clavados en forma de cruz ortodoxa.
—Es nuestra tradición —dijo Zoya, situándose junto a la mesa.
—¿Qué tradición?
—Primero lo ponemos en un ataúd abierto. Los aldeanos preparan el cuerpo. Aquí no tenemos aldeanos, así que lo preparamos nosotros mismos. No es fácil vestir a un cadáver con muchas heridas de bala. También la cara había quedado dañada. Aun así, llevamos a cabo la tarea.
—La cara ¿de quién?
—Junto al cadáver, colocamos sus objetos preferidos. Su paraguas. Su reloj. Su cinturón. Sus pistolas. Pero conservamos su cama arriba para él. Le reservamos un sitio a la mesa. Comemos por él a la luz de una vela. Cuando los vecinos vienen a despedirse de él, les damos la bienvenida y bebemos todos por él. Pero aquí no tenemos vecinos. Somos exiliados. También forma parte de la tradición dejar la ventana abierta para que el alma parta como un pájaro. Quizá su alma partió, pero eran días muy calurosos. Cuando el cadáver abandona la casa, se dan tres vueltas a las manecillas de los relojes contra su dirección natural, su mesa se pone patas arriba, se retiran todas las flores, y antes de que el ataúd emprenda su viaje se golpea la puerta tres veces con él.
—El cadáver de Mijaíl —dijo Oliver, y Zoya lo confirmó con prolongados y lúgubres gestos de asentimiento.
—Quizá deberíamos hacerlo, pues —propuso Oliver, disimulando su alivio con un resuelto ánimo.
—¿Cómo?
—Volver la mesa del revés.
—No fue posible. Cuando se fueron, me quedé sola, y yo no tengo fuerza suficiente.
—Juntos sí tenemos fuerza suficiente. Ya verás. Déjame a mí. ¿Qué te parece si simplemente la pliego?
—Recuerdo que eres muy amable —dijo Zoya, y sonrió con admiración mientras Oliver doblaba las patas bajo la mesa, las encajaba en su alojamiento y ponía la mesa boca abajo en el suelo de parquet.
—Quizá también deberíamos limpiar esto de flores. ¿Dónde hay una escoba? Necesitamos una escoba y un recogedor, será lo mejor. ¿Dónde guardas las escobas? —La cocina le recordó a la de Nightingales: amplia, con vigas vistas y olor a fría piedra—. Enséñamelas.
Al igual que Nadia, Zoya abrió varios armarios antes de encontrar lo que buscaba. Al igual que Nadia, Zoya explicó entre dientes la ausencia de los criados. Regresaron a la habitación delantera, y Zoya barrió distraídamente las flores mientras Oliver le sostenía el recogedor. Al cabo de un rato, le retiró la escoba de las manos y la apoyó contra la pared, porque se había echado a llorar de nuevo, y esta vez Oliver tuvo la impresión de que su compañía la había reanimado y esas lágrimas ejercían un efecto catártico. Y Oliver puso de sí cuanto pudo para atenderla: sus sentimientos, su compasión y su fuerza de voluntad se concentraron en ella. Para arrancarla con ternura de su estado de catatonia y devolverla a la vida, Oliver se vio obligado a imponerse la disciplina de no pensar en nada más; porque de lo contrario la habría apartado de un empujón, dejándola con sus lágrimas y convulsiones, para correr de vuelta a la cocina y mirar en el segundo armario de la izquierda, donde había una bolsa de viaje marrón a juego con su abrigo —«de mano», había dicho Nadia—, con el nombre «Señor Tommy Smart» escrito de puño y letra de Tiger en la etiqueta, abandonada entre botas mohosas, chanclos de goma y números atrasados de periódicos en ruso.
—A mi padre lo traicionó el tiempo —anunció Zoya, apartándose de él—. Y también Hoban.
—¿Cómo ocurrió?
—Hoban no quiere a nadie, así que no traiciona a nadie. Cuando traiciona, en realidad es leal consigo mismo.
—¿A quién ha traicionado Hoban, además de a ti?
—Ha traicionado a Dios. Cuando vuelva, lo mataré. Es necesario.
—¿Cómo ha traicionado a Dios?
—Eso no importa. Quizá nadie lo sepa. A Paul le gusta mucho el fútbol.
—A Mijaíl también le gustaba el fútbol —dijo Oliver, recordando algún que otro partidillo en el jardín y a Mijaíl, todavía con la pistola en la caña de la bota, saltando a por la pelota—. ¿Cómo ha traicionado Hoban a Dios?
—No importa.
—Pero estás dispuesta a matarlo por ello.
—Traicionó a Dios en el partido de fútbol. Yo estaba presente. No me gusta el fútbol.
—Pero fuiste.
—Paul y Mijaíl irán a ver el partido; ya está todo previsto. Hoban ha conseguido las entradas. Ha comprado demasiadas.
—¿Aquí en Estambul?
—Era de noche. Sobre el estadio de Inönü brillaba la luna llena. —Zoya desvió la mirada hacia la ventana. Volvía a temblar, y Oliver la abrazó—. Hoban ha conseguido cuatro entradas, y por tanto hay un problema. A Mijaíl no le gusta Hoban. No quiere que Hoban vaya. Pero si voy yo también, Mijaíl no lo resistirá, porque me quiere. Esto Hoban también lo sabía. Yo nunca había presenciado un partido de fútbol. Estaba asustada. El estadio de Inönü tiene capacidad para treinta y cinco mil espectadores. Es imposible conocerlos a todos. En el fútbol hay un descanso. En este descanso, los jugadores se retiran y hablan. Nosotros también hablamos. Llevábamos pan y embutido. Y vodka para Mijaíl. Yevgueni apenas permite tomar vodka a Mijaíl, pero Hoban ha traído una botella. Yo ocupo un asiento en un extremo del grupo. A mi lado se sienta Paul y más allá Mijaíl. En la otra punta está Hoban. Los focos dan una luz muy intensa. No me gustan los focos.
—Y hablasteis —dijo Oliver con delicadeza, guiándola.
—Hablo de fútbol con Paul. Me explica las sutilezas del juego. Está contento. Es raro que su padre y su madre asistan juntos a un acontecimiento como ese. Se habla también del Free Tallinn. Hoban propone a Mijaíl que haga un viaje por mar en el Free Tallinn. Lo tienta como el diablo. Será una hermosa travesía. El paso por el Bósforo desde Odessa es hermoso. Mijaíl disfrutará mucho. No se lo contarán a Yevgueni. Será un secreto, un regalo para sorprenderlo.
—¿Y Mijaíl accedió?
—Hoban fue muy sutil. Los diablos siempre son sutiles. Plantó la idea en la cabeza de Mijaíl, la fomentó, pero en su conversación se aseguró de que la idea saliese de Mijaíl. Felicitó a Mijaíl por su buena idea. Se volvió hacia mí. Mijaíl ha tenido una excelente idea. Viajará a bordo del Free Tallinn. Hoban es perverso. Es lo normal en él. Aquella noche estuvo más perverso de lo que es normal en él.
—¿Le has contado eso a Yevgueni o Tinatin?
—Hoban es el padre de Paul.
Habían regresado a la sala de estar, y allí se puso de manifiesto que Aggie, en alguna etapa de su adiestramiento, había adquirido nociones de enfermería, porque había preparado un consomé con pastillas de caldo y dos huevos, y en ese momento, sentada en el brazo del sillón que Zoya ocupaba, le daba el consomé con una cuchara, le tomaba el pulso, le frotaba las muñecas y le humedecía la cara con agua de colonia que había encontrado en el cuarto de baño. E inevitablemente Oliver se acordó de Heather en las ocasiones en que él padecía sus accesos de fiebre galopante y escalofríos, pero en tanto que Heather sentía una especie de poder sobre él al impartirle sus cuidados, Aggie simplemente parecía sentirse responsable de todo el universo, lo cual complacía a Oliver pero a la vez lo desconcertaba, porque hasta entonces había supuesto que a ese respecto él era un caso único. Oliver había ido a buscar la bolsa de Tiger y no le había revelado nada, excepto que dondequiera que estuviese o no estuviese, carecía de ropa para cambiarse. Tras desmontar la Kalashnikov, Aggie la había dejado en un rincón apoyada contra la pared y había traído velas nuevas porque, al igual que Oliver, tendía de manera instintiva a preservar el ambiente y no quería sobresaltar a Zoya con la aspereza de la luz eléctrica.
—¿Quién eres? —preguntó Zoya a Aggie.
—¿Yo? Soy solo la nueva chorba de Oliver —respondió ella, y soltó una alegre risotada.
—¿«Chorba»? ¿Qué significa eso, por favor?
—Estoy enamorado de ella —explicó Oliver, y observó mientras Aggie tapaba a Zoya con una manta, le ahuecaba las almohadas que había bajado de los dormitorios, y le humedecía la frente con un paño empapado en colonia—. ¿Dónde está mi padre?
Siguió un largo silencio durante el cual Zoya pareció recomponer su memoria. De pronto, para asombro de Oliver, se echó a reír.
—Fue absurdo —dijo, moviendo la cabeza con macabro humor.
—¿Por qué?
—Nos habían traído a Mijaíl. Desde Odessa. Primero lo llevaron a Odessa. Luego Yevgueni les pagó y nos lo mandaron aquí a Estambul. El ataúd era de acero. Parecía una bomba. Compramos hielo. Yevgueni hizo una cruz. Estaba fuera de sí. Lo colocamos en la mesa dentro de su ataúd, envuelto en hielo.
—¿Se encontraba ya aquí mi padre?
—No.
—Pero vino a esta casa.
Zoya rio de nuevo.
—Fue de lo más teatral. Ridículo. Sonó el timbre de la puerta. No había criadas. Abrió Hoban, pensando que traían más hielo. No era hielo; era el señor Tiger Single con un abrigo. Hoban estaba encantado. Lo llevó a la habitación y dijo: «Mirad. Por fin nos visita un vecino. El señor Tiger Single ha venido a presentar sus respetos al hombre que ha asesinado». A Yevgueni le pesaba demasiado la cabeza. No pudo levantarla. Hoban tuvo que llevarlo ante él para que le creyese.
—¿Cómo? Llevarlo ¿cómo?
Zoya dobló el brazo tras la espalda, con la mano tan arriba como le fue posible. Luego alzó la barbilla e hizo una mueca de dolor.
—Así —añadió.
—¿Y después?
—Después Hoban dijo: «¿Lo saco al jardín y le pego un tiro?».
—¿Dónde estaba Paul? —preguntó Oliver, experimentando de pronto una inexplicable inquietud por el niño.
—Con Mirsky, gracias a Dios. Cuando llegó el cadáver de Mijaíl, envié a Paul a casa de Mirsky.
—Sacaron a mi padre al jardín, pues.
—No. Yevgueni dice: «No, no lo mates. Si estamos en presencia de los muertos, estamos también en presencia de Dios». Así que lo ataron.
—¿Quién lo ató?
—Hoban tiene a sus hombres. Rusos de Rusia, rusos de Turquía. Mala gente. No sé cómo se llaman. A veces Yevgueni los echa, pero más tarde se olvida o se arrepiente.
—¿Y después de atarlo? ¿Qué hicieron entonces con él?
—Lo obligaron a contemplar a Mijaíl en la mesa. Le enseñaron los orificios de bala. No le gustó lo que veía. Lo forzaron a mirar. Luego se lo entregaron a un guardián para que lo encerrase en una habitación.
—En la buhardilla hay una cama individual —informó Aggie—. Está empapada.
—¿De sangre?
Aggie negó con la cabeza y arrugó la nariz.
—¿Cuánto tiempo lo mantuvieron encerrado en esa habitación? —preguntó Oliver a Zoya.
—Quizá una noche, quizá más. Quizá seis. No lo sé. Hoban es como Macbeth: ha asesinado el sueño.
—¿Dónde está ahora? —dijo Oliver, refiriéndose a su padre.
—Hoban repite a todas horas: «Lo mataré. Déjame matarlo. Es un traidor». Pero a Yevgueni no le queda voluntad. Está destruido. «Mejor será que lo llevemos con nosotros. Hablaré con él». Lo bajan. Alguien le ha golpeado, quizá Hoban. Le vendo las heridas. Es tan pequeño… Yevgueni apela a su honor: «Te llevaremos de viaje. Hemos alquilado un avión. Tenemos que enterrar a Mijaíl, su cuerpo está ya corrompido. No debes resistirte, eres un prisionero. Debes acompañarnos como un hombre, o si no Hoban te matará de un balazo o te tirará del avión». Yo no lo oí. Es lo que Hoban me contó. Quizá sea mentira.
—¿Adónde iba el avión?
—A Senaki, en Georgia. Es un secreto. Lo enterrarán en Belén. Temur se encarga de los preparativos desde Tiflis. Será un doble funeral. Cuando Hoban mató a Mijaíl, mató también a Yevgueni. Es lo normal.
—Pensaba que Yevgueni no era bienvenido en Georgia.
—Su situación allí es precaria. Si está callado, si no compite con las mafias, lo toleran. Si manda grandes cantidades de dinero, lo toleran. Últimamente no ha podido mandar mucho dinero, así que su situación es precaria. —Zoya dejó escapar un profundo suspiro y cerró los ojos por un rato. Luego los abrió lentamente—. Yevgueni no tardará en morir, y Hoban será el rey de todo. Pero tampoco entonces estará satisfecho. Mientras quede un solo hombre inocente en la tierra, no estará satisfecho. —Una bella sonrisa asomó a sus labios—. Así que ten cuidado, Oliver. Tú eres el último hombre inocente.
Percibiendo el ambiente algo más distendido, Oliver se puso en pie, sonrió, se desperezó, se rascó la cabeza, movió los brazos en círculo, enarcó la espalda, e hizo en general todo aquello que solía hacer cuando llevaba mucho tiempo sentado en una misma posición, o cuando pensaba en tantas cosas a la vez que los motores de su cuerpo necesitaban liberar un poco de presión. Formuló unas cuantas preguntas —con aparente despreocupación—, como por ejemplo cuál era el apellido de Temur y qué día habían partido exactamente. Y mientras se paseaba por la habitación y tomaba nota mentalmente de las respuestas de Zoya, no pudo resistir la tentación de realizar un breve peregrinaje hasta la BMW de la habitación contigua, donde levantó la funda y contempló con una sonrisa sus resplandecientes contornos, constatando al mismo tiempo a través de la puerta que Aggie, con su inquebrantable solicitud, aprovechaba su ausencia para darle más caldo a su paciente.
Escapando de la línea de visión de Aggie, se acercó en silencio a la cristalera, agarró la llave y, con toda la suavidad posible, la hizo girar hasta descorrer completamente el pasador. A continuación empujó las puertas un par de centímetros, comprobando para su satisfacción que, como la cristalera de la sala de estar, se abrían hacia afuera. Y en ese punto se adueñó de él un sentimiento de culpabilidad casi insufrible, que prácticamente lo impulsó a regresar a la sala de estar, bien para confesar lo que acababa de hacer, bien para invitar a Aggie a acompañarlo. Pero le estaba vedado tanto lo uno como lo otro, porque si lo hacía, no estaría ya protegiéndola, cosa que, dados los riesgos de su empresa, consideraba lo más decente. Furtivamente, pues, como un colegial haciendo novillos, echó otra ojeada a través de la puerta que comunicaba las dos habitaciones y, una vez confirmado que Zoya y Aggie habían entablado conversación, abrió de par en par las puertas de la cristalera, retiró la funda de la moto, plegó la patilla, montó, dio al contacto, apretó el botón de arranque y, con un rugido que pareció surgir de las entrañas mismas de su ser, se adentró en la noche estrellada y atravesó el puente del Conquistador camino de Belén.