4
Al volante de su impoluto Rover, erguido como un cochero real, Arthur Toogood descendía majestuosamente por la sinuosa carretera, seguido por Oliver en su furgoneta.
—¿A qué viene tanto jaleo? —había preguntado Oliver frente al edificio del Ejército de Salvación mientras Toogood, servicialmente, le tendía la maleta equivocada.
—Aquí nadie ha armado jaleo, Ollie; no es ese el tono ni mucho menos —contestó Toogood. Entregándole la maleta correcta, añadió—: Es el reflector. Puede ocurrirle a cualquiera.
—¿Qué reflector?
—El haz de luz que va girando, nos enfoca para echarnos un vistazo, lo encuentra todo en orden y sigue su curso —explicó Toogood con exasperación, sin interés ya en su propia metáfora—. Es totalmente aleatorio. No hay nada personal. No le des importancia.
—¿Qué revisan en concreto?
—Las cuentas fiduciarias, casualmente. Este mes les toca a las cuentas fiduciarias. De empresas, organizaciones benéficas, familiares y offshore. El mes que viene serán las carteras de valores, los préstamos a corto plazo o cualquier otra de las líneas de actividad del negocio.
—¿La cuenta de Carmen?
—Entre otras, muchas otras, sí. Lo que nosotros llamamos una redada nocturna agresiva. Eligen una línea de actividad, examinan las cifras, hacen unas cuantas preguntas y pasan a otra cosa. Simple rutina.
—¿Por qué se han interesado de pronto en la cuenta de Carmen?
A esas alturas el interrogatorio ya había sacado a Toogood de sus casillas.
—No es solo la de Carmen. Son todas las cuentas fiduciarias. Llevan a cabo una inspección general de las cuentas fiduciarias.
—¿Por qué en plena noche? —insistió Oliver.
Aparcaron en el reducido patio trasero del banco. Los cegó la implacable luz de los focos de seguridad. Tres peldaños conducían a una puerta de acero. Toogood dobló un dedo para marcar el código de acceso, cambió de idea y, en un gesto impulsivo, agarró a Oliver por el bíceps del brazo izquierdo.
—Ollie.
Oliver se soltó de un tirón.
—¿Qué?
—¿Esperas… esperabas algún movimiento en la cuenta de Carmen? Recientemente. En los últimos meses, pongamos, o en un futuro cercano.
—¿Un movimiento?
—Una entrada o salida de dinero. Da igual un movimiento que otro. Una operación.
—Los dos somos fiduciarios, tú y yo. Sé lo mismo que tú. ¿Qué pasa? ¿Te has metido en algún asunto turbio?
—¡No, claro que no! A este respecto estamos en el mismo bando. ¿Y no… no conoces ningún otro factor que pueda haber incidido en el estado de la cuenta en fecha reciente? ¿No has recibido algún aviso? ¿Al margen del banco? ¿A título personal? ¿Un aviso de alguien?
—Nada, ni un silbidito.
—Bien. Perfecto. Mantén esa actitud. Sé tú mismo. Un mago de niños. Ni un silbidito. —Un destello de codicia iluminó los ojos de Toogood bajo el ala del sombrero—. Cuando te hagan las preguntas de rutina, contesta exactamente lo que acabas de decirme. Eres su padre, eres un fiduciario, como yo, fiel al compromiso contraído. —Marcó un número. La puerta se abrió con un zumbido. Dejando entrar a Oliver en un pasillo de color gris metálico alumbrado con fluorescentes, añadió en confianza—: Son Pode y Lanxon, de Bishopsgate. Pode es de baja estatura pero mucho peso. Mucho peso en el banco. Lanxon es más de tu estilo. Alto y robusto. No, no, ve tú delante. La juventud siempre en cabeza.
Era una noche estrellada, advirtió Oliver antes de cerrarse la puerta. Una luna rosada pendía sobre ellos, troceada por la espiral de alambre de espino que coronaba la tapia del patio. Sentados a la mesa de reuniones del despacho de Toogood, junto a la ventana, había dos hombres, ambos preocupados por la calvicie. Pode, de baja estatura pero mucho peso en el banco, llevaba un traje de tweed y unas bifocales sin montura, y el exiguo pelo le cruzaba el cuero cabelludo en líneas paralelas, todas con origen en un mismo lado de la cabeza. Lanxon, el alto y robusto, de orejas como botones y aspecto de pertenecer a una asociación de exalumnos de algún colegio privado, lucía una corbata con estampado de palos de golf y una estropajosa peluca castaña de presentador de noticiario.
—No es fácil encontrarlo, señor Hawthorne —comentó Pode, no del todo en broma—. Arthur lo ha buscado como un loco por todo el pueblo, ¿verdad, Arthur?
—¿Le molesta el humo de la pipa? —preguntó Lanxon—. ¿Seguro que no? Sáquese el abrigo, señor Hawthorne; déjelo en cualquier sitio.
Oliver se quitó la boina pero no el abrigo. Tomó asiento. Siguió un tenso silencio mientras Pode ordenaba innecesariamente unos papeles y Lanxon atendía su pipa, escarbando en la cazoleta y echando tabaco húmedo en un cenicero. Persianas blancas, paredes blancas, luces blancas, observó Oliver con ánimo lúgubre. En esto se convierten los bancos por la noche.
—¿Qué te parece si nos tuteamos, Ollie? —propuso Pode.
—Me es indiferente.
—Nosotros somos Reg y Walter… nunca Wally si no te importa —dijo Lanxon—. Él es Reg. —Volvió a producirse un silencio—. Y yo, Walter —añadió en busca de unas risas que no consiguió.
—Y él es Walter —corroboró Pode, y los tres hombres sonrieron sin la menor naturalidad, primero a Oliver y luego en un mutuo intercambio.
Deberíais tener largas patillas grises, pensó Oliver, y narices cárdenas con escarcha en la punta. Deberíais llevar viejos relojes de bolsillo en el interior de los abrigos en lugar de bolígrafos. Pode sostenía un bloc de papel pautado amarillo. Anotaciones escritas por distintas manos, advirtió Oliver. Columnas de fechas y números. Pero no era Pode quien hablaba, sino Lanxon. Falto de elocuencia, a través del humo de su pipa. Iría derecho al grano, dijo. De nada servía andarse por las ramas.
—Para mi desgracia, Ollie, me ocupo de la seguridad interna del banco, lo que nosotros llamamos «observancia». Eso incluye desde el vigilante nocturno que aparece con la crisma rota hasta el blanqueo de dinero, pasando por el empleado que echa mano de la caja para redondearse el salario. —Tampoco esta vez rio nadie el comentario—. Y también las cuentas fiduciarias, como ya te habrá informado Arthur. —Dio una chupada a la pipa. Era de tubo corto. De niño, recordó Oliver, él tenía una no muy distinta, de caolín, que empleaba para hacer pompas de jabón en la bañera—. Acláranos un detalle, Ollie. ¿Quién es ese señor Crouch que no conocen ni en su casa?
«Una abstracción», había contestado Brock cuando Oliver le planteó esa misma duda en un bar de Hammersmith hacía un siglo. «Pensamos en llamarlo John Smith pero nos pareció poco original».
—Un amigo de la familia —respondió Oliver, dirigiéndose a la boina que mantenía sujeta en el regazo. «Anodino», le había inculcado Brock. «Muéstrate anodino. Sin chispa. Los policías los preferimos anodinos».
—¿Ah, sí? —dijo Lanxon, todo él inocencia perpleja—. ¿Qué clase de amigo, Ollie?
—Vive en las Antillas —contestó Oliver como si eso definiese aquella amistad.
—¿Ah, sí? ¿Seguramente un caballero de color, pues?
—No que yo sepa. Solo vive allí.
—¿Dónde en concreto?
—En Antigua. Consta en la documentación.
Error. No lo pongas en evidencia. Es mejor que quedes tú en ridículo. Muéstrate anodino.
—¿Es simpático? ¿Te cae bien? —preguntó Lanxon, enarcando las cejas en un gesto alentador.
—No lo conozco personalmente. Nos mantenemos en contacto a través de sus abogados de Londres.
Lanxon arruga el entrecejo y sonríe al mismo tiempo, expresando sus reacias dudas. Se consuela llevándose la pipa a los labios. No aparecen pompas de jabón. Adopta el rictus que entre los fumadores de pipa pasa por una sonrisa.
—No lo conoces personalmente, pero en obsequio ingresó ciento cincuenta mil libras en la cuenta de Carmen. Por mediación de sus abogados de Londres —declaró a través de una nociva nube de humo.
«Tiene el visto bueno», afirma Brock. En un bar. En un coche. Paseando por un bosque. «No seas tonto. Forma parte del trato». Oliver se resiste. Se ha resistido todo el día. «Me trae sin cuidado si tiene o no el visto bueno. No soy yo quien lo ha dado».
—¿No te parece un comportamiento un tanto insólito? —inquirió Lanxon.
—¿A qué te refieres?
—Al hecho de donar semejante suma a la hija de alguien que no se conoce. Por mediación de unos abogados.
—Crouch es rico —respondió Oliver—. Es un pariente lejano, tío segundo o algo así. Se autodesignó ángel custodio de Carmen.
—Lo que denominamos el síndrome del tío indeterminado —apostilló Lanxon, y miró primero a Pode y después a Toogood con un visaje de suficiencia que presagiaba un infausto panorama.
Sin embargo Toogood vio en aquello una afrenta.
—¡No es un síndrome de clase o género alguno! Es una práctica bancaria normal y corriente. Un hombre rico, amigo de la familia, autodesignado ángel custodio de un niño…, eso sí es un síndrome, te lo aseguro. Y muy corriente —concluyó con tono triunfal, contradiciéndose a cada palabra y aun así expresando de manera convincente su postura—. ¿Me equivoco, Reg?
Pero el pequeño Pode, que tenía mucho peso en el banco, estaba demasiado absorto en su bloc de papel pautado para contestar. Había descubierto un nuevo enfoque del asunto, este mucho más inasequible a las previsiones de Oliver, y lo examinaba meticulosamente a través de sus bifocales con la luz de la lámpara de lectura reflejada en su calva a rayas.
—Ollie —dijo Pode con una voz fina y circunspecta, un estoque en comparación con la maza de Lanxon.
—¿Qué?
—¿Qué tal si repasamos esto desde el principio?
—Repasar ¿qué?
—Te ruego un poco de paciencia. Si no te importa, Ollie, me gustaría empezar por el día de apertura de la cuenta y seguir el proceso razonadamente a partir de ese momento. Soy un técnico. Me interesan los antecedentes y procedimientos. ¿Tendrás un poco de paciencia?
Oliver el anodino hizo un gesto de conformidad.
—Según nuestros datos —prosiguió Pode—, viniste a ver a Arthur a este mismo despacho, habiendo concertado previamente la hora, hace casi dieciocho meses, y justo una semana después del nacimiento de Carmen. ¿Correcto?
—Correcto —confirmó Oliver. Anodino como el barro.
—Por entonces eras cliente del banco desde hacía seis meses. Y te habías trasladado recientemente a esta zona tras un período de residencia en el extranjero. Por cierto, ¿dónde estuviste? Se me ha olvidado.
«¿Has visitado Australia alguna vez?», pregunta Brock. «No, nunca», responde Oliver. «Perfecto, porque es ahí donde has pasado los últimos cuatro años».
—En Australia —dijo Oliver.
—Y allí viviste de… ¿qué?
—Fui de empleo en empleo. Cuidé ovejas. Serví pollo frito en restaurantes de poca monta. Todo lo que me salía al paso.
—¿No te dedicabas aún a la magia, pues? ¿No por aquellas fechas?
—No.
—Y cuando volviste, ¿cuánto tiempo hacía que no eras residente del Reino Unido a efectos tributarios?
«Vamos a borrarte del registro de contribuyentes —había dicho Brock—. Reaparecerás con el nombre de Hawthorne, residente de regreso tras una estancia en Australia».
—Tres años. No, cuatro —respondió Oliver, rectificándose para acentuar su anodina naturaleza—. Más bien cuatro.
—Así pues, cuando acudiste a Arthur eras residente en el Reino Unido a efectos tributarios pero trabajabas por cuenta propia. Como mago. Casado.
—Sí.
—Y Arthur te ofreció una taza de té, cabe esperar, ¿o no, Arthur?
Un momento de hilaridad para recordarnos el gran interés de los banqueros en el toque humano por delicadas que sean las decisiones que se ven obligados a tomar.
—No tenía suficiente dinero en la cuenta para eso —repuso Toogood para demostrar que tampoco él se quedaba a la zaga en cuanto a humanidad.
—Son los antecedentes lo que quiero conocer, Ollie, ¿comprendes? —explicó Pode—. Dijiste a Arthur que deseabas poner algo de dinero en fideicomiso, ¿no? Para Carmen.
—Así es.
—Y Arthur aquí presente, dando por sentado que te referías a una suma modesta, te sugirió sensatamente que considerases la posibilidad de invertir ese dinero en bonos del Tesoro o en una sociedad de crédito hipotecario o un seguro-ahorro. ¿Para qué pasar por las interminables complicaciones de una cuenta fiduciaria en toda regla? ¿Correcto, Ollie?
Carmen cuenta seis horas de vida. Oliver se halla en una de las antiguas cabinas telefónicas rojas que los concejales de Abbots Quay insisten en conservar para deleite de los turistas extranjeros. Lágrimas de alegría y alivio bañan su rostro. «He cambiado de idea —dice a Brock entre sollozos—. Acepto el dinero. Todo me parece poco para ella. La casa para Heather y lo que sobre para Carmen. Siempre y cuando no sea para mí, lo acepto. ¿Es eso corrupción, Nat?». Y Brock contesta: «Es la paternidad, Oliver».
—Correcto —asintió Oliver.
—Pero te mantuviste firme en tu decisión de abrir una cuenta fiduciaria, por lo que veo. —Otra ojeada al bloc amarillo—. Una cuenta fiduciaria con todas sus implicaciones.
—Sí.
—Ese era tu planteamiento. Querías guardar el dinero en sitio seguro para Carmen y tirar la llave, dijiste a Arthur. Tomas nota de todo, Arthur. Hay que reconocer que no se te escapa una. Querías tener la absoluta certeza, Ollie, de que ocurriera lo que ocurriese en el futuro, a ti, a Heather o a cualquier otra persona. Carmen dispondría de sus ahorros.
—Sí.
—Metidos en una cuenta fiduciaria. Inaccesibles. Esperándola hasta que sea una mujer, se case o haga lo que sea que hagan las jóvenes cuando ella alcance la madura edad de veinticinco años.
—Sí.
Un remilgado reajuste de las bifocales. Labios apretados de beato en misa. Las yemas de dos dedos para volver a poner en su sitio con toda delicadeza una de las líneas paralelas de cabello negro. Reanudación.
—Y te habían informado, o eso dijiste a Arthur aquí presente, de que era posible abrir una cuenta fiduciaria con una cantidad simbólica y aumentarla siempre que a ti o a alguna otra persona os sobrase un poco de dinero.
Para aliviar un repentino picor en la punta de la nariz, Oliver se la frotó enérgicamente con la palma de la enorme mano, los dedos extendidos hacia arriba.
—Sí.
—¿Y quién te informó de eso, Ollie? ¿Quién o qué te incitó a acudir a Arthur aquel día, una semana después del nacimiento de Carmen, y decir «Quiero abrir una cuenta fiduciaria», concretamente una cuenta fiduciaria, hablando además del tema con pleno conocimiento, según las notas de Arthur?
—Crouch.
—¿El mismo señor Geoffrey Crouch, que reside en Antigua y con quien mantienes contacto a través de sus abogados de Londres? Fue Crouch, pues, quien primero te aconsejó abrir una auténtica y legítima cuenta fiduciaria para Carmen.
—Sí.
—¿Cómo?
—Por carta.
—¿Del propio Crouch?
—De sus abogados.
—¿Sus abogados de Londres o sus abogados de Antigua?
—No lo recuerdo. La carta también está incluida en el expediente, o debería. En su momento entregué toda la documentación pertinente a Arthur.
—Quien la archivó puntualmente —corroboró Toogood con satisfacción.
Pode consultaba su hoja amarilla.
—Dorkin & Woolley, un acreditado bufete con oficinas en la City. El señor Peter Dorkin es apoderado del señor Crouch.
Oliver decidió mostrar un poco de temperamento. Temperamento anodino.
—Y entonces ¿por qué lo preguntas?
—Una simple verificación de los antecedentes, Ollie. Para mayor certeza.
—¿Es ilegal o qué?
—Ilegal ¿qué? —repuso Pode.
—La cuenta de Carmen. Lo que se ha hecho. Los antecedentes. ¿Es ilegal?
—En absoluto, Ollie —ahora a la defensiva—, nada más lejos. No existe la menor ilegalidad ni irregularidad alguna. Salvo que, según parece, en Dorkin & Woolley tampoco conocen personalmente al señor Crouch, ¿comprendes? Bueno, eso no es algo nuevo, supongo. —Le preocupaba el rigor semántico—. Es irregular, quizá, pero no nuevo. En todo caso, tu señor Crouch lleva desde luego una vida muy recluida.
—No es mi señor Crouch; lo es de Carmen.
—Sin duda lo es. Y también es su fiduciario, según veo.
Toogood detectó otra afrenta en esa observación.
—¿Qué tiene de raro que Crouch sea fiduciario? —preguntó, muy ofendido, a los dos hombres de Londres simultáneamente—. Crouch aportó el dinero. Él dispuso la creación del fideicomiso. Un amigo de la familia, parte del entramado de los Hawthorne. ¿Qué tiene de raro que quiera asegurarse de que los ahorros de Carmen se administren como es debido? ¿Por qué no va a llevar una vida recluida si es ese su deseo? También yo llevaré una vida recluida algún día. Cuando me jubile.
Lanxon, el alto y robusto, decidió volver a la carga. Apoyando un abullonado codo en la mesa, inclinó su voluminosa humanidad, pipa en mano y estropajoso tupé al frente, un agente de seguridad de la cabeza a los pies.
—Así pues —dijo, entornando los ojos para añadir sagacidad a su expresión—, por consejo del señor Crouch, abriste la cuenta de Carmen Hawthorne, constando tú mismo, el señor Crouch y Arthur aquí presente como fiduciarios, con una aportación inicial de quinientas libras, cantidad que dos semanas después se vio incrementada con otras ciento cincuenta mil libras, gracias a la generosidad del señor Crouch. ¿Es eso? —Había acelerado el ritmo.
—Sí.
—¿Ha entregado el señor Crouch más dinero a tu familia, que tú sepas?
—No.
—¿No ha entregado más dinero o no sabes si lo ha hecho?
—No tengo familia. Mis padres murieron. No tengo hermanos. Por eso adoptó Crouch a Carmen, supongo. No había nadie más.
—Excepto tú.
—Sí.
—¿Y a ti personalmente no te ha dado nada? ¿Directa o indirectamente? ¿No obtienes ningún beneficio de Crouch?
—No.
—¿Ni ahora ni nunca?
—No.
—¿Tampoco en el futuro, según tus previsiones?
—No.
—¿Has hecho alguna vez tratos con él, has tenido relaciones comerciales con él, le has pedido dinero prestado, aunque sea de manera indirecta, por mediación de los abogados?
—No a todas las preguntas.
—¿Quién pagó, pues, la casa de Heather, Oliver?
—Yo.
—¿Con qué?
—Con dinero.
—¿Sacado de un maletín?
—Sacado de mi cuenta corriente.
—¿Y cómo reuniste ese dinero, si no es indiscreción? ¿A través de Crouch, quizá, a través de sus abogados, de sus oscuras actividades económicas?
—Lo ahorré en Australia —contestó Oliver con aspereza, y empezó a sonrojarse.
—¿Pagabas el impuesto sobre la renta al fisco australiano durante tu estancia allí?
—Todos mis ingresos eran eventuales. Puede que me aplicasen alguna retención. No lo sé.
—No lo sabes. ¿Y naturalmente no llevabas ninguna contabilidad? —dijo Lanxon, y miró a Pode de soslayo con expresión perspicaz.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no me apetecía recorrer quince mil kilómetros a dedo con los libros de contabilidad en la mochila, sencillamente por eso.
—No, ya, es de suponer —admitió Lanxon, dirigiendo otra mirada a Pode, esta vez mucho menos perspicaz—. ¿Con cuánto dinero, pues, volviste de Australia, Ollie? ¿Cuánto ahorraste, por así decirlo?
—Después de pagar la casa para Heather y los muebles y la furgoneta y el equipo lo había gastado prácticamente todo.
—¿Tuviste alguna otra ocupación en Australia? ¿Nunca te dedicaste a la compra y venta de algo, de lo que podríamos llamar mercancías o, digamos…, sustancias…?
No pasó de ahí. Toogood se apresuró a atajarlo. Toogood cargó con todo el peso de la imputación. Levantándose parcialmente de la silla, apuntó su porcino dedo índice al corazón de Lanxon.
—¡Eso es un atropello, Walter! Ollie es mi estimado cliente. Retíralo ahora mismo.
Oliver fijó la mirada en un segundo plano mientras Pode y Toogood aguardaban en incómodo silencio a que Lanxon saliese por su cuenta del atolladero, cosa que hizo recurriendo a sus farragosas insidias.
—Entretanto, pues —recapituló Lanxon—, tenemos a Ollie y Arthur a cargo del fideicomiso; tenemos a un curioso abogado de Londres que estampa el sello en todo lo que decidís, y tenemos al señor Crouch, que vive recluido en su casa de la isla antillana de Antigua y, como de costumbre, nadie puede localizar, ni siquiera sus abogados.
Oliver permaneció callado, limitándose a observarlo dar palos de ciego, como era propio de esa clase de gente.
—¿Has estado alguna vez allí? —preguntó Lanxon, alzando aún más la voz.
—¿Dónde?
—En su casa. En Antigua. ¿Dónde va a ser?
—No.
—Imagino que poca gente ha puesto allí los pies, ¿verdad? Eso suponiendo, claro está, que exista dicha casa.
—¡Estás tomando el rábano por las hojas, Walter, ni más ni menos! —reprochó Toogood, indignado ya en grado sumo—. Crouch no es un simple sello en manos de un abogado; es un hombre con una mente privilegiada para las finanzas, comparable en cualquier momento a la de un agente de bolsa y a veces incluso superior. Oliver y yo nos ponemos de acuerdo sobre la estrategia, se la comunicamos a Crouch por mediación de sus abogados, recibimos su aprobación. Dime algo más en regla que eso. —Con un brusco giro en la silla, apeló a Pode, que tenía mucho peso en el banco—. La central fue informada en su día de todo esto, Reg. Lo revisó el Departamento Jurídico; lo enviamos por puro trámite al Departamento de Investigaciones Penales, y nadie dijo ni pío. Lo revisó el Departamento de Cuentas Fiduciarias. El Departamento de Ingresos ni se inmutó. La central nos felicitó y nos animó a seguir adelante. Y eso hicimos. Con gran acierto, aunque no esté bien que yo lo diga. En menos de dos años, las ciento cincuenta mil libras iniciales se han convertido en ciento noventa y ocho mil, y siguen en aumento. —Con igual vehemencia, se volvió hacia Lanxon—. No ha cambiado nada excepto las cifras. Esa cuenta es un asunto de la sucursal y debe administrarse a nivel local. Por Oliver y por mí como titulares locales, que es lo lógico y normal. Ha variado solo la suma de dinero, no el acuerdo básico. El acuerdo básico se estableció hace dieciocho meses.
Oliver retrajo lentamente los miembros e irguió el tronco.
—¿Qué cifras? —preguntó—. ¿En qué han cambiado? ¿Qué me ocultáis? Soy el padre de Carmen, y no solo un fiduciario de su cuenta.
Pode tardó una eternidad en responder. O quizá la demora existiese solo en la mente de Oliver. Quizá Pode respondió en el acto, y la mente de Oliver, tras registrar las palabras de Pode, pasó la cinta a baja velocidad una y otra vez hasta asimilar la enormidad del mensaje.
—Ollie, en la cuenta de tu hija Carmen se ha ingresado una gran suma de dinero, tan exorbitante que en un principio el banco supuso que se trataba de un error. A veces se cometen errores. Por ejemplo, dinero institucional abonado en la cuenta equivocada. Un baile de dígitos. Millones de libras depositadas en una improbable cuenta personal hasta que nos ponemos en contacto con el banco de procedencia y aclaramos el asunto. Pero en este caso el banco de procedencia sostiene que la cantidad de dinero correcta ha sido transferida a la cuenta correcta. Sumándose al saldo acreedor de la cuenta fiduciaria de Carmen Hawthorne. Él o la donante permanece en el anonimato por expresa voluntad. En cuestiones de confidencialidad bancaria, los suizos son inamovibles. Para ellos, la ley es la ley. El código ético es el código ético. «De un cliente», y lo demás podemos ya darlo por supuesto. Solo están en situación de garantizarnos que el dinero procede de una cuenta legítima y operativa desde hace tiempo y que tienen sobrados motivos para confiar en la integridad del cliente. A partir de ahí, tropezamos con un muro infranqueable.
—¿Cuánto? —dijo Oliver.
—Cinco millones treinta libras —respondió Pode sin vacilar—. Y nos gustaría saber de dónde han salido. Nos hemos puesto en contacto con los abogados de Crouch. De él no, nos aseguran. Les hemos preguntado si acaso el señor Crouch podría arrojar alguna luz en cuanto a la identidad del benefactor de Carmen. En estos momentos el señor Crouch se encuentra de viaje, nos dicen. Nos avisarán a su debido tiempo. Hoy en día estar de viaje no es excusa, francamente. De manera que si Crouch no envió el dinero, ¿quién lo envió? ¿Y cómo llegó a sus manos, para empezar? ¿Quién quiere hacer una aportación de cinco millones treinta libras al fideicomiso de tu hija sin ser un fiduciario, ni informar previamente a los fiduciarios, ni revelar su identidad? Pensamos que quizá tú podrías sacarnos de dudas, ¿comprendes, Oliver? Por lo visto, nadie sabe nada. Tú eres nuestra única opción.
Pode calló para dejar hablar a Oliver, pero Oliver nada tenía que decir. Había vuelto a replegarse. Estaba encorvado dentro del abrigo, la larga cabellera negra hacia atrás, los ojos grandes y castaños con la mirada fija en un punto lejano, la yema de un ancho dedo sobre el labio inferior. En su memoria se proyectaron escenas sueltas de la pésima película que había sido su vida hasta aquel entonces: una villa de fachada lisa a orillas del Bósforo; colegios, y fracasos en todos ellos; una sala de interrogatorios de paredes blancas en el aeropuerto de Heathrow.
—Tómate el tiempo que necesites, Ollie —instó Pode con el tono de quien exhorta a otro al arrepentimiento—. Rememora. Alguien de Australia, quizá. Alguna persona que haya mantenido relación contigo o con tu familia en el pasado. Un filántropo. Un millonario excéntrico. Otro Crouch. ¿Has invertido alguna vez en una mina de oro u otro negocio? ¿Has participado en algo con un socio, alguien que pueda haber tenido un golpe de suerte?
Oliver no respondió, ni dio siquiera señales de estar escuchando.
—Porque esto requiere una explicación, Ollie, ¿comprendes? Y además convincente —prosiguió Pode—. Una transferencia anónima de cinco millones de libras procedente de un banco suizo…, en fin, supera con creces lo que ciertas autoridades de este país están dispuestas a tragarse sin una buena explicación.
—Cinco millones treinta —rectificó Oliver. Y rememoró, remontándose en el tiempo hasta que su semblante reflejó la soledad de un preso que ha cumplido una larga condena. Al cabo de un rato, preguntó—: ¿De qué banco?
—Uno de los más importantes. Eso da igual.
—¿Qué banco?
—El Cantonal & Federal de Zúrich. C & F.
Oliver movió la cabeza en un distante gesto de asentimiento, admitiendo la coherencia del dato.
—Es un fallecimiento —sugirió con voz remota—. Alguien ha dejado una herencia.
—Eso ya lo preguntamos, Ollie. Siento reconocerlo, pero teníamos la esperanza de que fuera ese el caso. Así, al menos existiría la posibilidad de ver algún documento. C & F asegura que el donante estaba vivo y en pleno uso de sus facultades mentales cuando ordenó la transferencia. Incluso dan a entender que han vuelto a ponerse en contacto con él y verificado sus instrucciones. No lo dicen así de claro, porque no es ese el estilo de los suizos, pero lo insinúan.
—No es un fallecimiento, pues —musitó Oliver, más para sí que para ellos.
Lanxon tomó una vez más el relevo.
—Muy bien. Supongamos que fuese un fallecimiento. ¿Quién es el muerto? ¿O quién no lo es? ¿Quién está aún vivo? ¿Quién podría dejar a Carmen cinco millones treinta libras en su testamento?
Mientras aguardaban, el ánimo de Oliver cambió gradualmente. Se dice que cuando un hombre es condenado a muerte, lo invade un estado de placidez y durante un tiempo realiza toda clase de tareas cotidianas con precisión y diligencia. Esa especie de cordial lucidez se apoderó entonces de Oliver. Se puso en pie, sonrió y se excusó cortésmente. Salió al pasillo y se dirigió al cuarto de baño que había visto antes camino del despacho de Toogood. Dentro, echó el seguro de la puerta y, mirándose en el espejo, evaluó la situación. Se inclinó sobre el lavabo, abrió el grifo del agua fría, ahuecó las manos bajo el chorro y se mojó la cara, imaginando que se desprendía así de una versión de sí mismo que no tenía ya vigencia. Como no había toalla, se secó las manos con el pañuelo, que tiró después al cubo de la basura. Regresó al despacho de Toogood y se quedó en el umbral de la puerta, llenando el vano con los pliegues del abrigo. Actuando como si Pode y Lanxon no estuviesen, se dirigió educadamente a Toogood.
—Por favor, Arthur, me gustaría hablar un momento a solas contigo. Fuera, si no hay inconveniente.
Dio un paso atrás para que Toogood lo precediese por el pasillo. Al cabo de unos instantes se hallaban de nuevo en el patio trasero, bajo las estrellas, rodeados por la tapia y el alambre de espino. La luna se había liberado de todas, sus ataduras terrenas y se solazaba voluptuosamente sobre los sombreretes de las muchas chimeneas del banco, bañada por una neblina lechosa.
—No puedo aceptar los cinco millones —dijo—. Es excesivo para una niña. Devuélvelos al sitio de donde han venido.
—Ni hablar —replicó Toogood con inesperado ímpetu—. Como fiduciario, no tengo autoridad para eso. Ni yo ni tú ni Crouch. No nos corresponde a nosotros demostrar que es dinero limpio. Les corresponde a ellos demostrar que no lo es. Si no lo consiguen, el dinero debe quedarse en la cuenta. Si lo rechazamos, dentro de unos veinte años más o menos Carmen puede demandar al banco, puede demandarnos a mí, a ti y a Crouch y meternos en un verdadero aprieto.
—Acude a los tribunales —sugirió Oliver—. Solicita una resolución judicial. Así estarás protegido.
Perplejo, Toogood empezó a decir algo, pero cambió de idea y adoptó otro enfoque.
—De acuerdo, acudimos a los tribunales. ¿En qué van a apoyarse? ¿En un presentimiento? Ya has oído a Pode: una cuenta legítima, un cliente de incuestionable integridad en pleno uso de sus facultades. Los tribunales dirán que no pueden hacer nada a menos que existan claros indicios de delito. —Retrocedió un paso—. No me mires con esa cara. Por cierto, ¿tú quién eres? ¿Qué sabes de tribunales?
Oliver no había movido los pies ni el cuerpo. Tenía las manos en los bolsillos del abrigo, y allí permanecieron. Por tanto, solo su corpulencia y la expresión de su rostro enorme y mojado bajo la luz de la luna podían haber provocado el súbito salto atrás de Toogood: la mirada cada vez más tétrica de sus ojos hundidos en contraste con el resplandor de las estrellas, la ira de la desesperación en torno a la boca y la mandíbula.
—Diles que no quiero seguir hablando con ellos —anunció a Toogood mientras montaba en la furgoneta—. Y abre la verja, Arthur, o tendré que echarla abajo.
Toogood abrió la verja.