6
Para la reunión con Oliver tras varios años de separación, Brock tomó todas las precauciones habituales y otras menos habituales pero exigidas por la discreta crisis desatada en su departamento, y por su percepción casi religiosa de la singularidad de Oliver. Uno de los preceptos básicos en la profesión de Brock era que dos informadores nunca debían usar el mismo piso franco, pero, en el caso de Oliver, Brock insistió en que el lugar elegido no se hubiese utilizado en ninguna operación anterior. El resultado fue un chalet de tres dormitorios con paredes de ladrillo visto en una recóndita zona de Camden, situado entre una tienda de ultramarinos abierta las veinticuatro horas y un concurrido restaurante griego. Nadie prestaba atención a quién entraba o salía por la deslucida puerta del número 7. Pero no acababan ahí las precauciones de Brock. Quizá Oliver fuese una persona poco manejable, pero era el ojo derecho de Brock, su adquisición más preciada y su benjamín, como se había dejado sobradamente claro a todos los miembros del equipo. En la estación de Waterloo, en lugar de confiar el traslado de Oliver a una camioneta sin distintivos, Brock mandó a Tanby para que lo recibiese en el andén y lo acompañase a un servicial taxi londinense, se sentase a su lado en el asiento trasero y pagase el trayecto en efectivo como cualquier buen ciudadano. Y en Camden apostó a Derek y Aggie y a otros dos miembros del equipo de aspecto tan poco sospechoso como ellos por si Oliver, consciente o inconscientemente, tenía a alguien siguiéndole los pasos. En nuestro medio, solía preconizar Brock, vale más prever lo peor y multiplicarlo por dos. Pero con Oliver, si uno sabía lo que le convenía, era mejor multiplicar por un número tan alto como se quisiese.
Era primera hora de la tarde. A su llegada al aeropuerto de Gatwick la noche anterior, Brock había ido en su propio coche a su anónimo despacho del Strand y telefoneado a Aiden Bell por la línea segura. Bell era el comandante del grupo operativo interdepartamental al que Brock estaba asignado en el presente.
—El pueblo es propiedad de la compañía —explicó después de exponer la teoría del suicidio del capitán Alí con el debido escepticismo—. La alternativa es te hacemos rico o te matamos. El pueblo ha optado por hacerse rico.
—Muy sensato de su parte —comentó Bell, un exmilitar—. Mañana después de las plegarias reunión táctica. En la oficina.
A continuación Brock, como un pastor preocupado por su rebaño, estableció comunicación con sus destacamentos uno por uno, empezando por un piso cerrado a cal y canto en una esquina de Curzon Street, continuando con una furgoneta del servicio de averías de British Telecom estacionada junto al Hyde Park y terminando por el vehículo que servía de centro de operaciones a una brigada móvil destinada a un valle perdido en la parte más despoblada de Dorset. «¿Alguna novedad?», preguntaba a los jefes de unidad sin siquiera presentarse. «Nada de nada, señor», respondían decepcionados. «Ni señales, señor». Brock respiró aliviado. Dame tiempo, pensó. Dame a Oliver. En un silencio monacal, empezó a consignar sus gastos operacionales del último viaje en una solicitud de reembolso. Rompió aquel silencio el zumbido del intercomunicador de Whitehall y la voz desparpajada de un funcionario de la policía londinense, calvo y de muy alto rango, llamado Porlock. Brock pulsó de inmediato el botón verde que ponía en marcha la grabadora.
—¿Dónde demonios has estado, si el señorito me permite la indiscreción? —dijo Porlock, muy bromista él, y Brock vio en su memoria la falsa sonrisa desplegada en toda la amplitud de su mandíbula picada de viruela, preguntándose cómo un personaje tan declaradamente corrupto podía andar por la vida con tanto descaro y durante tanto tiempo.
—En ningún sitio al que me apetezca volver, gracias, Bernard —respondió con afectada formalidad.
En ese tono hablaban siempre, como si sus agresiones mutuas fuesen un mero entrenamiento, cuando en realidad Brock las vivía como un duelo a muerte donde no podía haber más que un vencedor.
—Y bien, Bernard, ¿qué te ronda por la cabeza? —dijo Brock—. Hay gente que duerme por las noches, según he oído decir.
—¿Quién mató, pues, a Alfred Winser? —preguntó Porlock con voz persuasiva, a través aun de su amplia sonrisa.
Brock simuló un esfuerzo de memoria.
—Winser. Alfred. Ah, sí. Bueno, desde luego no murió de un resfriado común, al menos por lo que he leído en los periódicos. Ahora que lo dices, pensaba que vosotros estaríais ya allí, frustrando las indagaciones de los lugareños.
—Y entonces ¿por qué no estamos allí, Nat? ¿Por qué ya no nos quiere nadie?
—Bernard, no me pagan para buscar explicación a las idas y venidas de los distinguidos caballeros de Scotland Yard. —Brock seguía viendo la insolente sonrisa, hablándole a ella. Algún día, pensó, si vivo lo bastante, le hablaré a través de los barrotes de una celda, lo juro.
—¿Por qué insisten esos maricas del Foreign Office en que espere a ver el informe de la policía turca antes de imponerles mis ingratas atenciones? —dijo Porlock—. Aquí interviene una mano oculta, y me da la impresión de que es la tuya… cuando no la tienes ocupada en otra cosa.
—Ahora sí que me has dejado de una pieza, Bernard. ¿Por qué iba a entorpecer la acción de la justicia un simple y baqueteado agente de aduanas a dos años de la jubilación?
—Persigues a los que blanquean el dinero, ¿no? Todo el mundo sabe que Single blanquea dinero para el Salvaje Este. Prácticamente se anuncian en las Páginas Amarillas.
—¿Y eso, Bernard, qué relación tiene con la fortuita muerte del señor Alfred Winser? No acabo de ver la causalidad, me temo.
—El caso Winser es afín, ¿o no? Si descubres quién mató a Alfred Winser, quizá consigas atrapar a Tiger. Me imagino a nuestros jefes de Whitehall encantados con la idea, sobre todo si de paso les lamen un poco el culo. —Remedó de manera insultante un habla de niño bien, unida a un homófobo ceceo—. «Deje que el bueno de Nat se encargue de esto. Este caso le viene que ni pintado al bueno de Nat».
Brock se permitió una pausa para el rezo y la contemplación. Estoy presenciándolo en vivo, pensó. Está ocurriéndome a mí en este mismo momento. Porlock viene con el propósito de proteger a quien lo tiene a sueldo, y actúa a cara descubierta. Vuelve a ponerte la máscara, pensó. Si eres un sinvergüenza, obra como tal y no te sientes a mi lado en las reuniones semanales.
—Mira, Bernard, yo no persigo a quienes blanquean dinero —aclaró Brock—. Persigo su dinero. Una vez perseguí a uno, es cierto, hace mucho tiempo —recordó, caricaturizando su nasal acento de Liverpool—. Gasté una fortuna en abogados y contables para investigar sus actividades, no dejé piedra por mover. Al cabo de cinco años y varios millones de libras de las arcas del Estado, me hizo un corte de mangas en vista pública y se marchó libre de todo cargo. Según me han dicho, los miembros del jurado todavía tratan de leer las palabras largas. Así que buenas noches, Bernard, y por mucho tiempo.
Pero Porlock aún no había terminado.
—Oye, Nat.
—¿Qué?
—Suéltate la melena. Conozco un pequeño club nocturno en Pimlico. Va gente muy agradable, y no toda de sexo masculino. Invito yo.
Brock apenas pudo contener la risa.
—Andas un tanto equivocado, ¿no crees, Bernard?
—¿Y eso a qué viene?
—Se supone que los policías son sobornados por los sinvergüenzas. No van por ahí sobornándose mutuamente, al menos en mi tierra.
Tras zafarse de Porlock, Brock abrió una imponente caja fuerte empotrada en la pared y extrajo una agenda en cuarto, de tapa dura y papel pautado, con un marbete donde se leía la palabra hidra, escrita de su puño y letra. La abrió por el día de la fecha y, con su prolija caligrafía de juzgado, anotó lo siguiente:
01:22 hs, llamada no solicitada del com. Bernard Porlock para pedir información respecto a la investigación del asesinato de A. Winser. La conversación grabada terminó a las 01:27 hs.
Y al acabar de rellenar la solicitud de reembolso, telefoneó a su esposa Lily a su casa de Tonbridge, pese a que pasaba ya de las dos de la madrugada, y se dejó obsequiar con la narración de los escabrosos sucesos ocurridos en el Ateneo Femenino del pueblo, que le confió en un ininterrumpido torrente de palabras.
—Y la tal señora Simpson, Nat, va derecha a la mesa de las confituras y coge el tarro de mermelada de Mary Ryder y lo estampa contra el suelo. Luego mira a Mary y dice: «Mary Ryder, si vuelvo a ver a tu Herbert frente a la ventana de mi baño con su repugnante miembro en la mano a las once de la noche, le echaré el perro, y lo lamentaréis los dos».
Brock no explicó dónde había estado aquellos últimos días, y Lily no preguntó. A veces el secretismo la entristecía, pero por lo general era como un compromiso mutuo y precioso de servicio. A la mañana siguiente a las ocho y media en punto, Brock y Aiden Bell cruzaron el río en dirección sur a bordo de un taxi. Bell era un hombre elegante, dotado de una aparente distinción que inspiraba confianza a las mujeres, inconscientes del peligro que corrían. Lucía un traje verde de tweed de aspecto militar.
—Anoche recibí una invitación de un san Bernardo calvo —informó Brock con el susurro de corto alcance que de mala gana empleaba para divulgar secretos—. Quería llevarme a un club de alterne de Pimlico que él conoce, para así poder tomarme unas fotografías comprometedoras.
—Un hombre de gran sutileza, nuestro Bernard —comentó Bell con severidad, y por un momento ambos hicieron un fondo común de su indignación. Bell añadió—: Algún día.
Ni Bell y Brock eran ya lo que parecían. Bell era un militar y Brock, como había recordado a Porlock, un modesto agente de aduanas. Sin embargo los dos habían sido asignados al grupo operativo mixto, y los dos sabían que el principal objetivo del grupo era salvar las diferencias artificiales entre los departamentos. El segundo sábado de cada mes, todos los miembros sin obligaciones en otra parte estaban invitados a asistir a aquellas informales sesiones de plegarias celebradas en un lúgubre edificio en forma de caja a orillas del Támesis. Aquel día la oradora era una mujer bien informada de Investigaciones que les ofreció el último y catastrófico recuento de las actividades delictivas internacionales:
—tantos kilos de material nuclear apto para la industria armamentista vendidos bajo mano a tal o cual disidente de Oriente Próximo;
—tantos miles de ametralladoras, fusiles automáticos, gafas de visión nocturna, minas de tierra, bombas dispersoras, misiles, tanques y piezas de artillería entregados mediante certificados de destinatario final falsos al último narcotirano o déspota africano proclive a los métodos terroristas;
—tantos billones de dinero procedente de la droga desaparecidos misteriosamente en la llamada economía blanca;
—tantas toneladas de heroína refinada enviadas por barco a los puertos europeos vía España y el norte de Chipre;
—tantas toneladas introducidas en el mercado británico en las últimas doce semanas, con un valor en la calle de tantos cientos de millones, tantos kilos incautados, equivalentes según un cálculo aproximado al 0,0001 por ciento del total bruto.
La venta de narcóticos ilegales, dijo la mujer con voz melodiosa, ascendía en la actualidad a una décima parte del comercio internacional.
Los norteamericanos gastaban setenta y ocho billones de dólares anuales en el consumo de drogas.
La producción mundial de cocaína se había duplicado en los últimos diez años y la de heroína se había triplicado. En su conjunto, el sector facturaba anualmente cuatrocientos billones de dólares.
La elite militar de Sudamérica había abandonado la guerra en favor de la producción de droga. Los países donde no era posible cultivarla ofrecían refinerías y complejos medios de transporte a fin de entrar en el negocio.
Los gobiernos no involucrados se hallaban en un dilema: ¿Debían frustrar el éxito de la economía sumergida —en el supuesto de que ello estuviese a su alcance— o participar de su prosperidad?
En las dictaduras, donde la opinión pública no contaba para nada, la respuesta era obvia.
En las democracias existía una doble actitud: los partidarios de la intolerancia absoluta daban patente de corso a la economía sumergida en tanto que los partidarios de la despenalización le daban carta blanca, comentario que la mujer bien informada utilizaba como indicación para penetrar a hurtadillas en la guarida de la Hidra.
—La delincuencia no es ya un hecho al margen del Estado si es que alguna vez lo ha sido —declaró con la firmeza de una directora de colegio en su alocución de despedida a los alumnos recién graduados—. Hoy en día la magnitud de las ganancias es demasiado grande para dejar la delincuencia en manos de los delincuentes. No nos enfrentamos ya con temerarios forajidos que tarde o temprano se delatarán ellos mismos por torpeza o reincidencia. Considerando que un alijo de heroína descargado sin percance en un puerto británico tiene un valor de cien millones de libras y un capitán de puerto disfruta de un salario de cuarenta mil, nos enfrentamos con nosotros mismos. Con la capacidad del capitán de puerto para resistirse a una tentación de un nivel sin precedentes. Con el superior del capitán de puerto. Con la policía portuaria. Con sus superiores. Con los agentes de aduanas. Con sus superiores. Con las autoridades, banqueros, abogados y administradores que vuelven la cabeza y miran en otra dirección. Es absurdo pensar que esa gente puede sincronizar sus esfuerzos conjuntos sin un mando central y un sistema de control, y la connivencia activa de personas situadas en altos cargos. Ahí es donde interviene la Hidra.
Se oyó un chasquido en algún lugar de la sala y detrás de la mujer apareció proyectado en una pantalla el inevitable soporte visual, mostrando la anatomía del cuerpo político británico como un árbol genealógico. Dispersas por todo él se hallaban las numerosas cabezas de la Hidra y, en color dorado, las hipotéticas líneas que las conectaban. Instintivamente Brock posó la mirada en la policía londinense, donde imperaba la silueta calva de Porlock como un arrogante medallón romano y surgían de él líneas doradas como manantiales de munificencia. Nacido en Cardiff en 1948, rememoró Brock. Incorporado en 1970 a la Brigada de Investigación Criminal de la región centrooccidental de Inglaterra, amonestado por exceso de celo en el cumplimiento del deber, es decir, por falsear pruebas. Baja por enfermedad, ascenso por traslado. Incorporado en 1978 a la policía portuaria de Liverpool, obtenida la espectacular condena de una banda de narcotraficantes ineptos que competía imprudentemente con un rival bien asentado. Tres días después de concluir el juicio, vacaciones en el sur de España con todos los gastos pagados en compañía de los jefes de la banda rival. Después de alegar que reunía información criminal de vital importancia, exonerado, traslado por ascenso. Investigado en 1985 por presunta aceptación de incentivos del jefe identificado de una organización mafiosa belga dedicada al narcotráfico. Exonerado, elogiado, ascenso por traslado. En 1992 descubierto por un periódico sensacionalista inglés mientras comía en un restaurante de alterne de Birmingham con dos miembros de un grupo serbio especializado en la adquisición ilegal de armas. Pie de foto: «el pícaro porlock. ¿De qué lado está, comisario?». Cincuenta mil libras de indemnización como resultado de una demanda por calumnia, exonerado tras una investigación interna, ascenso por traslado. ¿Cómo puedes mirarte a la cara en el espejo cada mañana al afeitarte?, se preguntó Brock. Respuesta: sin el menor problema. ¿Cómo duermes por las noches? Respuesta: a pierna suelta. Respuesta: tengo más conchas que un galápago y la conciencia de un cadáver. Respuesta: quemo informes, aterrorizo testigos, ando con la cabeza bien alta.
La reunión terminó, como era habitual, con un ánimo de jocosa desesperación. Por una parte, se alentó a la tropa: todo estaba permitido, todo era poco en la guerra contra la perversidad humana. Pero también sabían que, aun viviendo mil años y saliendo airosos en todos sus esfuerzos, como mucho causarían unas cuantas heridas superficiales al eterno enemigo.
Oliver y Brock se hallaban en el jardín trasero de la casa de Camden, sentados en sendas hamacas bajo una sombrilla de vivos colores. Enfrente, sobre una mesa, tenían una bandeja con té y pastas. Buena porcelana, té de verdad y no de bolsa, un suave sol de primavera.
—Las bolsas llevan té picado —comentó Brock, que se permitía sus pequeñas manías—. Para tomar una taza de té como es debido, hay que usar las hojas, no el té picado.
Oliver estaba a la sombra con las piernas encogidas. Llevaba la ropa con que había viajado: vaqueros, botas de media caña y un desastrado anorak azul. Brock lucía un ridículo sombrero de paja que esa mañana, a modo de broma, le habían comprado los miembros del equipo en el mercado de Camden Lock. Oliver no sentía la menor animadversión hacia Brock. Brock no lo había inventado ni seducido ni sobornado ni chantajeado. Brock no había cometido crimen alguno contra el alma de Oliver que no se hubiese cometido hacía ya mucho tiempo. Fue Oliver, y no Brock, quien frotó la lámpara, y fue Brock quien apareció obedeciendo el mandato de Oliver.
Es pleno invierno y Oliver no está del todo en sus cabales. Hasta ahí llega su conocimiento de sí mismo, pero no va más allá. Los orígenes, causas, duración y grado de su locura se le escapan, al menos en ese momento. No andan lejos, pero los reserva para otra ocasión, otra vida, otro par de coñacs. La tétrica penumbra creada por las luces de neón una noche de diciembre en Heathrow le recuerdan el vestuario de uno de los muchos internados donde había estado. Llamativos renos de cartulina y villancicos grabados agudizan su sensación de irrealidad. Un cartel nevado pende de una de las cuerdas de un tendedero, deseándole paz y alegría en la tierra. En breve va a ocurrirle algo asombroso, y lo devora la impaciencia por averiguar de qué se trata. No está ebrio pero en rigor tampoco está sereno. Unos cuantos vodkas en el vuelo, un botellín de vino tinto acompañando al pollo de plástico y un Rémy Martin o dos a continuación no han hecho más, piensa, que proporcionarle el estímulo necesario para seguirle el ritmo al tumulto desatado ya dentro de él. Lleva solo equipaje de mano y nada que declarar, aparte de una irreflexiva agitación en el cerebro, una tormenta de indignación y exasperación que empezó hace tanto tiempo que es imposible remontarse a sus orígenes, que azota su mente como un huracán mientras los otros miembros de su congregación interna permanecen expectantes en tímidos grupos de dos y de tres y se preguntan mutuamente cómo demonios va a ponerle freno Oliver. Se aproxima a letreros de distintos colores y, en lugar de desearle paz y alegría en la tierra y buena voluntad entre los hombres, le exigen que se defina. ¿Es un extranjero en su propio país? Respuesta: sí, lo es. ¿Llega de otro planeta? Respuesta: sí, así es. ¿Es azul, rojo, verde? Su mirada vaga hasta posarse en un teléfono de color tomate. Le resulta familiar. Quizá se fijase en él a la ida tres días atrás e inconscientemente lo reclutase como aliado secreto. ¿Pesa mucho, ese teléfono? ¿Tiene vida propia? ¿Está caliente? A su lado se lee el aviso: «Si desea dirigirse a un agente de aduanas, utilice este teléfono». Oliver lo utiliza. O mejor dicho, su brazo se extiende por propia iniciativa hacia el auricular, su mano lo coge y lo acerca a su oído, dejándole la responsabilidad de hablar. El teléfono lo habita una mujer, y Oliver no esperaba encontrarse con una mujer. Oye decir «¿Sí?» al menos dos veces y luego «¿Puedo ayudarle en algo, caballero?», lo cual lo induce a pensar que aunque no ve a la mujer, ella sí lo ve a él. ¿Es guapa, joven, vieja, adusta? Poco importa. Con su innata cortesía, contesta que, bueno, en realidad sí podría ayudarle; querría hablar en privado sobre un asunto confidencial con alguna persona en un puesto de autoridad. Al oír su propia voz por el auricular, le sorprende su serenidad. No he perdido el dominio de mí mismo, piensa. Y ya separado por completo de su yo terrestre, lo invade una abrumadora sensación de gratitud por hallarse en manos de alguien tan competente. El problema es que si no actúas ahora, nunca lo harás, le explica la aplomada voz de su yo terrestre. Te hundirás, te ahogarás. Es ahora o nunca. No me gusta dramatizar, pero ha llegado el momento. Y quizá su yo terrestre dice algo de esto en voz alta por el teléfono rojo, porque de pronto Oliver nota que la mujer desconocida se pone tensa y elige con cuidado las palabras.
—Quédese exactamente donde está, por favor, al lado del teléfono. No se mueva. Alguien irá a buscarlo en unos instantes.
Y en este punto acude a la memoria de Oliver un recuerdo superfluo de un bar de Varsovia con teléfonos en las mesas para ponerse en contacto con las chicas de las mesas vecinas, método por el cual acabó invitando a una cerveza a una maestra de un metro ochenta de estatura llamada Alicja que le advirtió que nunca se acostaba con alemanes. Esta noche, en cambio, se encuentra con una mujer menuda, de complexión atlética y corte de pelo masculino, que viste una camisa blanca con charreteras. ¿Es la sagaz mujer que lo ha llamado «caballero» antes de oír su voz? Oliver lo ignora, pero percibe que la intimida su corpulencia y que se pregunta si es un chiflado. Manteniéndose a distancia, la mujer repara en el traje caro, el maletín, los gemelos de oro, los zapatos hechos a mano, el rostro enrojecido. Se aventura a acercarse un paso más y, mirándolo a la cara con la barbilla levantada, le pregunta cómo se llama y de dónde llega, y mentalmente hace la prueba de alcoholemia a sus respuestas. Le pide el pasaporte. Oliver se palpa los bolsillos; como de costumbre no lo encuentra. Lo localiza por fin, sumerge una mano para rescatarlo, casi lo dobla en su afán de complacer, y se lo entrega.
—Tiene que ser algún alto cargo —advierte él, pero la mujer está demasiado ocupada pasando hojas.
—Este es su único pasaporte, ¿no?
Sí, el único, replica con soberbia su yo terrestre, y casi añade «mi buena señora».
—No posee, pues, doble nacionalidad ni nada por el estilo, ¿verdad?
No.
—Este es por tanto el único pasaporte con el que viaja, ¿no?
Sí.
—¿Georgia, Rusia?
Sí.
—Y acaba de llegar de allí, ¿no? ¿De Tiflis?
No. De Estambul.
—¿Y quería hablar de algo relacionado con Estambul? ¿O con Georgia?
Deseo hablar con un funcionario de alto rango, repite Oliver. Recorren un pasillo abarrotado de asiáticos temerosos sentados en sus maletas. Entran en una sala de interrogatorios sin ventanas, con una mesa atornillada al suelo y un espejo atornillado a la pared. En su estado de trance autoprovocado, Oliver se sienta a la mesa por propia voluntad y contempla maravillado su imagen en el espejo.
—Ahora iré a buscar a alguien, ¿de acuerdo? —dice la mujer con severidad—. Me quedo su pasaporte, y después ya se lo devolverán, ¿de acuerdo? Vendrá alguien lo antes posible. ¿De acuerdo?
De acuerdo. Absolutamente de acuerdo. Pasa media hora, se abre la puerta, y aparece, en lugar de todo un almirante cargado de galones dorados, un joven rubio y flaco con camisa blanca y pantalón de uniforme, que le ofrece una taza de té dulce y dos bizcochos azucarados.
—Disculpe el retraso. Es por las fechas, me temo. En Navidad todo el mundo se marcha. Viene ya de camino la persona indicada. Quería usted hablar con un superior, creo.
Sí, así es. El joven permanece de pie detrás de él, observándolo mientras toma el té.
—Nada como una buena taza de té cuando volvemos a casa, ¿verdad? —dice al reflejo de Oliver en el espejo—. ¿Tiene algún domicilio fijo?
Oliver deletrea su rutilante dirección de Chelsea mientras el joven la anota en una libreta.
—¿Cuánto tiempo ha estado en Estambul?
Un par de noches.
—¿Con eso ha tenido tiempo suficiente, supongo, para hacer lo que lo había llevado allí?
De sobra.
—¿Viaje de placer o de negocios?
Negocios.
—¿Había estado antes allí?
Con frecuencia.
—Su trabajo lo obliga a viajar mucho, ¿no?
A veces demasiado.
—Acaba siendo deprimente, ¿no?
Puede serlo. Depende. El aburrimiento y la aprensión empiezan a adueñarse del yo terrestre de Oliver. No era el momento ni el lugar, se dice. La idea era buena pero un poco extremada. Pide el pasaporte, coge un taxi, vuelve a casa, duerme bien, haz de tripas corazón, y sigue adelante con tu vida.
—¿A qué se dedica, pues?
Inversiones, responde Oliver. Gestión de activos. Carteras. Sobre todo en la industria del ocio.
—¿A qué otros sitios viaja, aparte de Estambul?
Moscú. San Petersburgo. Georgia. A donde el trabajo me lleve, de hecho.
—¿Le espera alguien en Chelsea? ¿Alguien a quien deba telefonear, avisar, decir que ha llegado bien?
En realidad, no.
—No quiere que se preocupen por usted, ¿eh?
¡No, por Dios! Una alegre risotada.
—¿Tiene a alguien, pues? ¿Esposa? ¿Hijos?
Ah, no, no, gracias a Dios. O al menos todavía no.
—Novia.
Esporádicamente.
—Esas son las mejores, de hecho, ¿no? Las esporádicas.
Supongo que sí.
—Traen menos complicaciones.
Muchas menos. El joven se marcha. Oliver se queda otra vez solo, pero no por mucho tiempo. Se abre la puerta y entra Brock, con el pasaporte de Oliver en la mano. Y de uniforme, la única vez que Oliver lo vio vestido así y, como más tarde supo, la primera vez que se lo ponía en sus veinte y tantos años asignado a tareas menos reconocibles. Y solo tras un largo aprendizaje logra Oliver representarse a Brock de pie al otro lado del espejo durante el informal interrogatorio del joven, incapaz de dar crédito a su suerte mientras se coloca con apuros el traje de gala.
—Buenas noches, señor Single —dice Brock, estrechando la mano pasiva de Oliver—. ¿O puedo llamarte Oliver para evitar confusiones con tu venerado padre?
La sombrilla se dividía en triángulos de colores verde y naranja. Oliver se hallaba bajo una porción verde, que confería a su amplio rostro un tono cetrino. El sombrero de Brock, en cambio, reflejaba un dorado resplandor y, bajo la desenfadada ala, sus vivos ojos despedían destellos de júbilo propios de un duende.
—Así pues, ¿quién reveló a Tiger tu paradero? —preguntó Brock con la actitud relajada de quien pretende, sacar a relucir un tema más que obtener una respuesta—. No es vidente, ¿verdad? Ni omnisciente. Ni tiene ojos en todas partes. ¿O sí? ¿Quién se ha ido de la lengua?
—Tú, probablemente —repuso Oliver con brusquedad.
—¿Yo? ¿Por qué iba yo a hacer una cosa así?
—Por un cambio de planes, probablemente. Brock mantuvo la sonrisa sin inmutarse. Evaluaba el estado de su bien más preciado, examinando su evolución en aquellos años de inactividad. Llevas ya a tus espaldas un matrimonio, una hija y un divorcio, pensaba. Y yo sigo tal como antes, gracias a Dios. Buscaba en Oliver indicios de desgaste y no veía ninguno. Eres un producto acabado y no lo sabes, pensó, recordando a otros informadores que había rehabilitado. Crees que un día el mundo vendrá a cambiarte, pero nunca viene. Eres quien eres hasta la muerte.
—Quizá tú has hecho otros planes —contraatacó Brock de buen talante.
—Sí, ya. Seguro. «Papá, te echo de menos. Vamos a hacer las paces. Lo pasado, pasado está». Seguro.
—Conociéndote, no puede descartarse. Por nostalgia. Un poco de culpabilidad. Al fin y al cabo, cambiaste varias veces de idea en cuanto a tu gratificación, si no recuerdo mal. Primero vacilaste. Luego fue que no, Nat, ni en broma. Luego que sí, Nat, acepto el dinero. Creía que acaso hubiese ocurrido lo mismo respecto a Tiger.
—De sobra sabes que el dinero de la gratificación era para Carmen —replicó Oliver desde la sombra al otro lado de la mesa.
—También esto es para Carmen. O podría serlo. Cinco millones de libras. Tal vez tú y Tiger llegasteis a un acuerdo, pensé. Tiger pone el dinero, y Oliver, el afecto. Me imagino perfectamente una lealtad filial recobrada en virtud de un pago inicial de cinco millones a nombre de Carmen. ¿Qué lógica tiene, si no? Ninguna, que yo sepa, al menos desde el punto de vista de Tiger. No es lo mismo que si hubiese enterrado una bolsa de billetes en el huerto de la familia, ¿no te parece? —No hubo respuesta ni Brock la esperaba—. No puede regresar con una pala y una linterna a desenterrarlos dentro de un año cuando necesite el dinero, ¿no? —Tampoco hubo respuesta—. No es ni siquiera de Carmen hasta que pase un cuarto de siglo. ¿Qué ha comprado Tiger con esos cinco millones de libras? Su nieta ni sabe que tiene un abuelo. Si te sales con la tuya, nunca lo sabrá. Debe de haber comprado algo. Por eso me dije que quizá había comprado a nuestro Oliver. ¿Por qué no? Las personas cambian, pensé, el amor todo lo puede. Quizá realmente habéis hecho las paces. Con cinco millones de libras para endulzar la píldora, todo es posible.
Inesperadamente, Oliver alzó los brazos en un gesto de rendición, los estiró hasta que le crujieron y los dejó caer de nuevo a los lados.
—Eso es una sarta de estupideces, y tú bien lo sabes —dijo sin especial animosidad.
—Alguien ha tenido que informarle —insistió Brock—. No te ha encontrado por casualidad. Algún pajarito le ha susurrado al oído.
—¿Quién mató a Winser? —contraatacó Oliver.
—No sé si me importa demasiado, ¿y a ti? No si paso revista al extraordinario elenco de candidatos. Hoy por hoy Single & Single cuenta con más maleantes entre sus estimados clientes que los ficheros de Scotland Yard. Podría haber sido cualquiera de ellos; en lo que a mí respecta, da igual uno que otro. —Nunca le llevas la delantera, pensó Brock, soportando impasible la ceñuda expresión de Oliver: nunca lo engañas, nunca consigues desviar su atención; él mismo ha previsto las peores posibilidades hace mucho tiempo. Tú te limitas a confirmar cuáles de sus previsiones se han cumplido. Brock conocía algunos supervisores que se creían Dios con zapatos de tacón cuando trataban con informadores. No así Brock, con nadie y menos con Oliver. Con Oliver, Brock se veía a sí mismo como un invitado no grato, un invitado que en cualquier momento podían echar a la calle—. Lo mató tu amigo Alix Hoban de Trans-Finanz Viena, según cierto confidente, con la colaboración de un nutrido reparto de matones en los papeles secundarios. Además, hizo entretanto una llamada telefónica. Suponemos que informó a alguien sobre el desarrollo de los acontecimientos. Pero lo mantenemos en secreto, porque no nos conviene llamar demasiado la atención sobre la Casa Single.
Oliver aguardó la segunda parte de este anuncio pero, viendo que no llegaba, apoyó el mentón en la mano y el codo en la enorme rodilla y clavó en Brock una mirada estimativa.
—Trans-Finanz Viena, según recuerdo, pertenecía íntegramente a la empresa andorrana First Flag Construction Company —dijo a través de un ramillete de gruesos dedos.
—Pertenecía y pertenece, Oliver. Conservas la portentosa memoria de siempre.
—Al fin y al cabo, esa jodida empresa la monté yo, ¿no?
—Ahora que lo mencionas, creo que sí.
—Y First Flag es el feudo exclusivo de Yevgueni y Mijaíl Orlov, los principales clientes de la Casa Single, ¿o eso ha cambiado?
Oliver no había alterado el tono de voz. Aun así, Brock advirtió que le requería cierto esfuerzo pronunciar el nombre Orlov.
—No, Oliver, no lo creo. Existen tensiones, pero sospecho que formalmente tus buenos amigos los hermanos Orlov ocupan aún el primer lugar para Single.
—¿Y Alix Hoban sigue siendo su representante?
—Sí, Hoban es aún el representante de los Orlov.
—Todavía es de la familia.
—Todavía es de la familia, eso tampoco ha cambiado —confirmó Brock—. Está en nómina y cumple órdenes, sean cuales sean sus otras actividades.
—¿Y por qué, pues, mató Hoban a Winser? —Perdiendo el hilo de su propia argumentación, Oliver se contempló las anchas palmas de las manos como si buscase la respuesta en las líneas—. ¿Por qué el hombre de confianza de los Orlov mató al hombre de confianza de Tiger? Yevgueni apreciaba a Tiger. Más o menos. En la medida en que les permitiese hacerse de oro. Y también Mijaíl. Tiger devolvía el cumplido. ¿Qué ha cambiado, Nat? ¿Qué ocurre?
Brock no tenía previsto llegar tan pronto a ese punto. Ilusamente, había imaginado un proceso gradual del que surgiría la verdad. Pero con Oliver, para ahorrarse sorpresas, uno no debía dar nada por supuesto. Había que dejarlo a su aire y seguirle el ritmo, reajustando el paso sobre la marcha.
—Verás, Oliver, me temo que es uno de esos casos en que el amor degenera en rencor —explicó con cautela—. Un vaivén del péndulo, por así decirlo. Uno de esos cambios de tiempo que se producen incluso en las familias mejor organizadas, me temo. —Dado que Oliver no parecía dispuesto a echarle una mano, continuó—: A los hermanos se les han torcido las cosas.
—¿Cómo?
—Algunas de sus operaciones se fueron al traste. —Brock andaba con pies de plomo, y Oliver lo sabía. Brock estaba poniendo nombre a los peores temores de Oliver, movilizando los fantasmas siempre alertas de su pasado, añadiendo nuevos miedos a los ya existentes—. Una considerable suma de dinero caliente que pertenecía a Yevgueni y Mijaíl quedó bloqueada antes de pasar por el reciclaje de Single.
—¿Antes de llegar a First Flag, quieres decir?
—Quiero decir cuando estaban aún en circuito de espera.
—¿Dónde?
—Por todo el mundo. No todos los países cooperaron, pero sí la mayoría.
—¿Todas aquellas pequeñas cuentas que abrimos? —preguntó Oliver.
—Ya no tan pequeñas. Había alrededor de nueve millones de libras en la que menos. Los saldos de las cuentas de España ascendían ya a ochenta y cinco millones. En mi opinión, los Orlov empezaban a actuar de una manera un tanto descuidada, francamente. ¿Quién conservaría cantidades así en activos líquidos? Como mínimo podrían haber invertido en obligaciones a corto plazo durante la espera, pero no.
Oliver se había llevado las manos a la cara de nuevo, encerrándola en una prisión privada.
—Para colmo, uno de los barcos de los hermanos fue abordado cuando transportaba un cargamento embarazoso —añadió Brock.
—¿Rumbo adónde?
—A Europa. A cualquier parte. ¿Qué más da?
—¿A Liverpool?
—De acuerdo, a Liverpool. Directa o indirectamente, viajaba con rumbo a Liverpool… ¿Puedes bajar ya de las nubes, Oliver, por favor? Tú conoces el hampa rusa. Si te aprecian, todo lo ven bien. Si creen que juegas con dos barajas, te ponen una bomba en la oficina, te echan un misil por la ventana del dormitorio y tirotean a tu mujer en la cola de la pescadería. Así es esa gente.
—¿Qué barco era?
—El Free Tallinn.
—Procedente de Odessa.
—Exacto.
—¿Quién lo abordó?
—Ni más ni menos que los rusos, Oliver. Sus compatriotas. Las fuerzas especiales rusas, en aguas rusas. Rusos abordando a rusos, sin colaboración de nadie.
—Pero los informasteis vosotros.
—No, eso es precisamente lo que no hicimos —respondió Brock—. El soplo les llegó de otra parte. Tal vez los Orlov pensaron que los había delatado Alfie. Son solo suposiciones.
Oliver hundió aún más la cara entre las manos y siguió en conferencia con sus demonios interiores.
—Winser no traicionó a los Orlov. Los traicioné yo —declaró con voz de ultratumba—. En Heathrow. Hoban mató al mensajero equivocado.
La ira de Brock, cuando se desataba, inspiraba miedo. Surgía de la nada, sin previo aviso, y cubría todo su rostro como una mascarilla mortuoria.
—Nadie los traicionó —dijo entre dientes—. A los delincuentes no se los traiciona, se los atrapa. Yevgueni Orlov es un vulgar matón georgiano, al igual que el retrasado mental de su hermano.
—No son georgianos; simplemente quieren serlo —masculló Oliver—. Y Mijaíl no es un retrasado mental; es diferente, solo eso. —Pensaba en Sammy Watmore.
—Tiger blanqueaba el dinero de los Orlov y Winser era un cómplice muy dispuesto. Eso no es traición, Oliver. Es justicia. Por si no lo recuerdas, ese era tu deseo. Querías arreglar el mundo, y estamos en ello. Nada ha cambiado. Yo nunca te dije que fuésemos a hacerlo con polvos mágicos. La justicia no es eso.
—Prometiste que esperarías —reprochó Oliver, todavía desde detrás de las manos.
—Y esperé. Te prometí un año, y he tardado cuatro. Uno para garantizar tu seguridad. Otro para seguir el rastro de papeles. Otro para que las damas y caballeros de Whitehall se convenciesen de que había que mover el culo y el cuarto para hacerles que se diesen cuenta de que no todos los policías ingleses son maravillosos ni todos los funcionarios ingleses son unos santos. En ese tiempo podrías haberte ido a cualquier parte. Tuvo que ser Inglaterra. La elección fue tuya, no mía. Como huida escogiste tu matrimonio, tu hija, su cuenta fiduciaria, tu país. Durante esos cuatro años Yevgueni Orlov y su hermano Mijaíl han inundado lo que antes llamábamos el mundo libre de toda aquella inmundicia que cae en sus manos, desde heroína afgana para los adolescentes hasta semtex checo para los amantes de la paz irlandeses o detonadores nucleares rusos para los demócratas de Oriente Próximo. Y Tiger, tu padre, ha financiado sus operaciones, ha blanqueado sus ganancias y les ha allanado el camino. Por no hablar del dinero que él mismo se ha embolsado. Tendrás que perdonarme si después de cuatro años me he impacientado un poco.
—Prometiste que no lo pondrías en peligro.
—Si corre peligro, no es culpa mía. Eso es cosa de los Orlov. Y si unos maleantes deciden empezar a volarse mutuamente los sesos e informar acerca de sus respectivos envíos a Liverpool, de mí no oirán más que aplausos. No siento el menor cariño por tu padre, Oliver. Eso es tarea tuya. Soy quien soy. No he cambiado. Ni yo ni Tiger.
—¿Dónde está?
Brock prorrumpió en una carcajada de desdén.
—Al borde del colapso nervioso, ¿dónde si no? Con un dolor inconsolable, deshecho en lágrimas. Puedes leerlo en los comunicados de prensa. Alfie Winser era su amigo y compañero de armas de toda la vida, te complacerá saber. Superaron juntos los obstáculos del arduo camino, compartieron los mismos ideales. Amén —se burló. Oliver seguía esperando—. Ha desaparecido de nuestros radares. No ha sonado una sola campana en ninguna parte, y permanecemos alertas las veinticuatro horas del día. Media hora después de enterarse de la muerte de Winser se marchó de la oficina, pasó un momento por su piso, y ya no se ha sabido nada más de él desde entonces. Hoy hace seis días que no se pone en contacto con la oficina: ni una llamada de teléfono ni un fax ni un mensaje por el correo electrónico. Nada, ni siquiera una postal. Es un hecho sin precedentes en la vida de Tiger. Un día sin una llamada telefónica de él, es una emergencia nacional; seis, el apocalipsis. El personal da la cara por él en todo, telefonea discretamente a sus lugares de retiro conocidos, y de paso a las casas de alguna gente que podría haberle dado refugio, y hace lo imposible por no levantar revuelo.
—¿Dónde está Massingham? —preguntó Oliver. Massingham, el jefe de personal de Single.
Ni la expresión ni la voz de Brock se alteraron. Mantuvo el mismo tono de reprobación, de desprecio.
—Limando asperezas. Vagando por el mundo. Tranquilizando a los clientes.
—¿Y todo eso por Winser?
Brock hizo como si no lo oyese.
—Massingham telefonea de vez en cuando, básicamente para preguntar si hay novedades. Aparte de eso, no dice mucho más. Al menos por teléfono. Lo propio de Massingham. Lo propio de cualquiera de ellos, si nos paramos a pensar. —Cavilaron los dos en silencio hasta que Brock expresó en alto el temor que empezaba a arraigar en la mente de Oliver—. Tiger podría haber muerto, claro está, lo cual sería un feliz acontecimiento… no para ti, quizá, pero sí para la sociedad. —Brock esperaba arrancar a Oliver de su ensoñación. Sin embargo Oliver se negó a despertar—. La salida honrosa supondría todo un cambio en el caso de Tiger, debo decir. Aunque dudo que supiese dónde encontrar la puerta. —Nada—. Además, de pronto reaparece y ordena a su banco suizo una transferencia de cinco millones de libras a la cuenta de Carmen. Por norma, los muertos no hacen esas cosas, según tengo entendido.
—Más treinta.
—¿Cómo dices? Últimamente ando un poco duro de oído, Oliver.
—Cinco millones treinta —precisó Oliver con voz más alta e iracunda.
¿Y ahora dónde demonios tienes la cabeza?, deseó preguntar Brock observando a Oliver, que continuaba con la mirada perdida. Y si consigo hacerte salir de ahí, ¿adónde demonios te irás después?
—Les envió flores —explicó Oliver.
—¿A quién? ¿De qué estás hablando?
—Tiger envió flores a Carmen y Heather. La semana pasada, desde Londres, en un Mercedes con chófer. Sabe dónde viven y quiénes son. Las encargó por teléfono y dictó un mensaje extraño para la tarjeta, presentándose como un admirador. A una de las floristerías elegantes del West End. —Buscando a tientas en el anorak, palpándose los bolsillos, Oliver dio por fin con un papel y se lo tendió a Brock—. Ahí tienes. Marshall & Bernsteen. Treinta jodidas rosas. De color rosa claro. Cinco millones treinta libras. Treinta monedas de plata. Con eso, está diciendo: Gracias por volverme la espalda. Está diciendo que sabe dónde encontrarla siempre que le venga en gana. Está diciendo que es suya. Carmen. Está diciendo que Oliver puede escapar pero no esconderse. Quiero protección para ella, Nat. Quiero que alguien hable con Heather. Quiero que sea informada. No quiero que se contaminen. No quiero que Tiger ponga nunca los ojos en Carmen.
Si bien los inesperados silencios de Brock sacaban a Oliver de sus casillas, debía reconocer, a su pesar, que también le impresionaban. Brock no avisaba. No decía: «Un momento». Sencillamente dejaba de hablar hasta que terminaba de examinar el asunto en cuestión y estaba en condiciones de emitir un juicio.
—Podría querer decir eso —concedió Brock por fin—. O podría querer decir alguna otra cosa, ¿no?
—¿Cómo qué? —preguntó Oliver con tono agresivo.
Brock se hizo esperar de nuevo.
—No sé, Oliver…, como por ejemplo que echa en falta un poco más de compañía en su vejez.
Refugiado en el cuello de su anorak, Oliver observó a Brock cruzar el jardín, golpear con los nudillos la cristalera y reclamar la presencia de Tanby. Vio aparecer a una muchacha de su misma estatura pero en buena forma. Pómulos pronunciados, larga coleta rubia, y esa costumbre que tienen las chicas altas de apoyar todo el peso del cuerpo en una pierna y levantar la cadera del lado opuesto. La oyó decir con acento escocés:
—Tanby ha salido a hacer un recado aquí cerca, Nat.
Oliver observó a Brock entregarle el papel con el nombre de la floristería. Sin dejar de escuchar, la muchacha leyó el nombre. Oyó el susurro de Brock y lo reprodujo verbalmente en su informada imaginación: Necesito localizar al empleado que tomó el encargo de enviar treinta rosas a Abbots Quay la semana pasada, a nombre de Hawthorne, y el Mercedes con chófer que las entregó —gestos de asentimiento de la muchacha acompasados al murmullo de Brock—; necesito saber cómo se pagaron el coche y las flores; necesito el origen, la hora, la fecha y la duración de la llamada, y una descripción de la voz del cliente en caso de que no la grabasen, aunque quizá la grabaron porque es una práctica frecuente. Oliver creyó que la muchacha lo miraba por encima del hombro de Brock y la saludó con la mano, pero ella entraba ya en la casa.
—¿Y qué has hecho con ellas, Oliver? —preguntó Brock con cálida cordialidad después de volver a tomar asiento.
—¿Con las flores?
—Déjate de tonterías.
—Las envié a Northampton, a casa de la mejor amiga de Heather. Si es que han ido. Norah, se llama. Una lesbiana soltera.
—¿De qué quieres que sea informada exactamente?
—De que estaba en el bando correcto. Puede que sea un traidor, pero no soy un delincuente. No debe avergonzarse de haber tenido una hija conmigo.
Brock percibió lejanía en la voz de Oliver, lo observó ponerse en pie, rascarse primero la cabeza y luego un hombro, echar un vistazo alrededor como si hasta ese momento no hubiese advertido dónde estaba: el pequeño jardín, los manzanos que empezaban a florecer, el rumor del tráfico al otro lado de la tapia, las fachadas posteriores de estilo Victoriano —cada una en su rectángulo de jardín—, invernaderos, ropa tendida. Lo observó sentarse de nuevo. Esperó como un sacerdote aguardaría el regreso de su penitente.
—Debe de haber sido un trago amargo para Tiger, huyendo y escondiéndose a su edad —comentó con ánimo provocador, considerando que era ya el momento de interrumpir las divagaciones de Oliver—. Si es eso lo que está haciendo —añadió. No hubo respuesta—. Acostumbrado a comer bien, ir de un lado a otro en su Rolls-Royce con el chófer al volante, vivir con todos sus mecanismos de autoengaño en su sitio, sin asperezas, sin brusquedades, y de pronto le vuelan la cabeza a Alfie y Tiger se pregunta si es él el siguiente de la lista. Un panorama poco alentador, imagino. Con más de sesenta años y tan solo. No me gustaría tener sus sueños al acostarme. ¿Y a ti?
—Cállate —dijo Oliver.
Brock, impertérrito, movió la cabeza en un gesto de pesar.
—Por no hablar de mi propia situación.
—¿Tu situación?
—Me paso quince años persiguiendo a un hombre. Conspiro contra él, me salen canas, descuido a mi esposa. Me desvivo por pillarlo en falta. Y de la noche a la mañana me entero de que está escondido en una zanja con los perros tras sus pasos y mi único deseo es tenderle la mano, darle una taza de té caliente y ofrecerle una amnistía total.
—Gilipolleces —dijo Oliver mientras los ojos sagaces de Brock chispeaban y lo escrutaban bajo el ala del sombrero de paja.
—Y en cuanto a sentimientos nobles, Oliver, tú me aventajas con diferencia, he tenido ocasión de comprobarlo. En resumidas cuentas, pues, todo se reduce a ver quién lo encuentra primero, tú o los hermanos Orlov y sus alegres muchachos.
Oliver dirigió la mirada hacia el punto del jardín donde había estado la muchacha, pese a que se había ido hacía rato. Contrajo su amplio rostro, reflejando la irritación de un campesino en medio del bullicio de la capital. Luego habló con claridad y sumo cuidado, cada palabra sometida mucho antes a su propia aprobación.
—No cuentes conmigo para nada más. Todo lo que tenía que hacer por ti, está ya hecho. Quiero protección para Carmen y su madre. Esa es mi única preocupación. Cambiaré de nombre y me iré a vivir a otra parte. No cuentes conmigo para nada más.
—¿Y quién lo encuentra?
—Vosotros.
—No tenemos medios suficientes. Somos pobres, insignificantes e ingleses.
—¡Y una mierda! —exclamó Oliver—. Sois un ejército secreto más que considerable. He colaborado con vosotros.
Pero Brock movió la cabeza en un gesto de negación no menos rotundo.
—No puedo mandar varias unidades a buscar a ciegas por todo el mundo, Oliver. No puedo anunciar mis intenciones a todos los políticos extranjeros de la guía telefónica. Si Tiger está en España, he de suplicar de rodillas a los españoles, y cuando por fin se dan cuenta de que existo, Tiger ha puesto ya tierra por medio y yo me encuentro leyendo sobre mí en los periódicos españoles, con la salvedad de que no sé español.
—Aprende —dijo Oliver con aspereza.
—Si está en Italia, son los italianos; en Alemania, los alemanes; en África, los africanos; en Pakistán, los paquistaníes; en Turquía, los turcos…, y cada vez la misma historia. Untando manos a mi paso, y sin saber si los hermanos las han untado antes y mejor. Si ha ido al Caribe, hay que buscar isla por isla y sobornar hasta a los postes telegráficos para conseguir un solo teléfono pinchado.
—Pues dale caza a otro. Tienes donde elegir.
—Tú en cambio… —Brock se reclinó en la hamaca y contempló a Oliver con una expresión que podía interpretarse como lastimera envidia—. A ti te basta con respirar para presentir sus reacciones, adivinar sus movimientos, ponerte en su papel. Lo conoces mejor que a ti mismo. Conoces sus casas, sus argucias, a sus mujeres y lo que va a desayunar incluso antes de que lo pida. Lo has tenido aquí. —Se dio unas palmadas en el pecho mientras Oliver se negaba entre dientes una y otra vez—. Aun antes de salir a por él, has recorrido ya tres cuartas partes del camino. ¿He dicho yo algo?
Oliver sacudía la cabeza como Sammy Watmore. Mataste ya una vez a tu padre, y con eso es más que suficiente, pensaba. No voy a hacerlo, ¿me oyes? Estoy harto. Estaba harto hace cuatro años. Estaba harto incluso antes de empezar.
—Búscate a otro pobre desgraciado —dijo con tono hosco.
—Vuelvo con la misma canción de siempre, Oliver. El amigo Brock se reunirá con él a cualquier hora y en cualquier lugar, sin nada en la manga. Ese es mi mensaje. Si no se acuerda de mí, refréscale la memoria. Brock, el joven funcionario de aduanas de Liverpool, el mismo al que aconsejó cambiar de empleo después del juicio por el lingote turco. Brock cooperará si él coopera, dile. La puerta de Brock está abierta las veinticuatro horas del día. Le doy mi palabra.
Cruzando los brazos ante el pecho, Oliver se abrazó a sí mismo en una especie de peculiar ritual de oración.
—Nunca —masculló.
—Nunca ¿qué?
—Tiger nunca haría una cosa así. Nunca traicionaría. Soy yo quien se dedica a eso, no él.
—Con toda sinceridad, eso es una tontería, y tú lo sabes. Dile que Brock cree en la negociación creativa, como él. Poseo amplias facultades, entre ellas el olvido. Se trata de un juego de memoria, dile. Yo olvido, él recuerda. Sin investigaciones públicas, sin juicios, sin cárcel, sin confiscación de activos…, siempre y cuando él recuerde correctamente. Todo en la máxima reserva y entre nosotros, y al final una garantía de inmunidad. Saluda a Aggie.
La muchacha alta les había llevado té recién hecho.
—Hola —dijo Oliver.
—Hola —contestó Aggie.
—¿Qué ha de recordar? —preguntó Oliver cuando la muchacha se alejó y no podía ya oírlos.
—Lo he olvidado —respondió Brock. Pero de inmediato añadió—: Él lo sabrá. Y tú también. Mi objetivo es la Hidra. Persigo a esos policías sin escrúpulos y a esos funcionarios con sueldos excesivos que han contratado con él sus planes de pensiones complementarios. Los elementos corruptos de Scotland Yard y los abogados con camisa de seda y los comerciantes desaprensivos que viven en barrios elegantes. No en otros países. Los otros países pueden cuidarse solos. En Inglaterra. A la vuelta de la esquina. En la casa de al lado.
Oliver se soltó las rodillas, pero al instante volvió a sujetárselas, entrecruzando los dedos alrededor, con la vista fija en el césped como si contemplase su tumba.
—Tiger es tu Everest, Oliver; apartándote de él, no alcanzarás la cima —prosiguió Brock con tono paternalista a la vez que extraía del bolsillo interior de la chaqueta una ajada cartera de piel que Lily, su esposa, le había regalado en su trigésimo cumpleaños—. ¿Has visto a este individuo en alguno de tus viajes? —preguntó con aparente despreocupación, entregando a Oliver una fotografía en blanco y negro de un hombre corpulento, sin un pelo en la cabeza, que salía de un club nocturno llevando del brazo a una joven ligera de ropa—. Un viejo amigo de tu padre, desde los tiempos de Liverpool. Un policía corrupto. Actualmente ocupa un alto cargo en Scotland Yard y tiene excelentes conexiones por todo el país.
—¿Por qué no se pone una peluca? —dijo Oliver con sorna.
—Porque es la desfachatez en persona —replicó Brock con vehemencia—. Porque hace en público lo que otros granujas no harían en privado. Es su manera de excitarse. ¿Cómo se llama, Oliver? Su cara te suena, estoy seguro.
—Bernard —contestó Oliver, devolviéndole la fotografía.
—Bernard, exacto. Bernard ¿qué más?
—No dio su apellido. Vino a Curzon Street un par de veces. Tiger nos lo trajo al Departamento Jurídico y le conseguimos una villa en el Algarve.
—¿Para unas vacaciones?
—En propiedad, como regalo —corrigió Oliver.
—Me tomas el pelo. ¿A cambio de qué?
—¿Cómo voy a saberlo? Yo me ocupaba de los trámites inmobiliarios. Al principio se presentó como una venta. Cuando estaba ya todo a punto para efectuar el cambio de divisas, Alfie dijo que había dinero de por medio, que cerrase la operación y firmase la escritura de traspaso. Y eso hice.
—Así que es Bernard a secas.
—Bernard el calvo —confirmó Oliver—. Luego, además, sacó un almuerzo gratis.
—¿En el Kat’s Cradle?
—¿Cómo no?
—No es propio de ti olvidar un apellido, ¿verdad?
—No constaba. Es Bernard, una compañía offshore.
—¿Llamada?
—No era una compañía; era una fundación. La compañía pertenecía a la fundación. Guardando las distancias por duplicado.
—¿Cómo se llamaba la fundación? —insistió Brock.
—Derviche, domiciliada en Vaduz. La Fundación Derviche. Tiger hizo un chiste con eso: «Os presento a Bernard, nuestro derviche danzante». Bernard es dueño de Derviche; Derviche es dueña de la compañía; la compañía es dueña de la casa.
—¿Y cuál era, pues, el nombre de la compañía propiedad de la Fundación Derviche?
—Sky… algo más. Skylight, Skylark, Skyflier.
—¿Skyblue?
—Skyblue Holdings, Antigua.
—¿Y por qué carajo no me lo dijiste en su momento?
—Porque no me lo preguntaste —repuso Oliver con tono igualmente airado—. Si me hubieses pedido que siguiese la pista a Bernard, habría seguido la pista a Bernard.
—¿Tenía Single por norma repartir villas gratuitamente?
—No que yo sepa.
—¿Recibió alguien más una villa en obsequio?
—No, pero Bernard consiguió también una motora. Una de esas lanchas puntiagudas y superligeras. Bromeamos comentando que no la balancease demasiado si ofrecía sus atenciones a una dama en alta mar.
—¿De quién fue la gracia?
—De Winser. Y ahora, si me disculpas, tengo que ir a ensayar.
Observado por Brock, Oliver se desperezó, se alborotó el pelo con las dos manos como si le picase el cuero cabelludo y se encaminó tranquilamente hacia la casa.