8

Oliver se halla en vuelo cautivo.

Si alguna duda albergaba sobre la conveniencia de incorporarse al negocio de su padre, los dorados meses del verano de 1991 le dan la respuesta. Esto es vida. Esto es estar bien conectado. Esto es formar parte del equipo a un nivel que hasta entonces no era más que un sueño. Cuando el Tigre salta —como les gusta decir a los articulistas de las páginas de economía, jugando con el apodo de su padre—, los hombres de menor valía le abren paso. Ahora el Tigre salta como nunca. Dividiendo a su personal directivo en unidades operativas, asigna a Massingham, su mariscal de campo, la sección Petróleo & Acero, lo cual no satisface en absoluto a Massingham, que preferiría la secundaria sección Sangre. Al igual que Tiger, ha visto dónde residen las ganancias más suculentas, que es el motivo por el que Tiger se ha reservado la sangre para él. Dos o tres veces al mes se lo encuentra en Washington, Filadelfia o Nueva York, a menudo acompañado de Oliver. Con un respeto rayano en temor, Oliver observa a su padre mientras este encandila con sus dotes de persuasión a senadores, representantes de los grupos de presión y funcionarios de sanidad. Escuchando sus argumentos de venta, uno casi no cae en la cuenta de que la sangre procede de Rusia. Es europea —¿o acaso no se extiende Europa desde la península Ibérica hasta los Urales?—; es caucásica, es —más embarazoso aún para las susceptibilidades de Oliver que a duras penas sobreviven— caucásica blanca; es el excedente una vez cubiertas las necesidades europeas. Por lo demás, se limita arteramente a cuestiones tan poco controvertidas como los permisos de desembarque, la clasificación, el almacenaje, las exenciones aduaneras, los futuros envíos y la implantación de personal móvil para supervisar la operación. Pero si en el punto de llegada la sangre rusa cuenta con todas las garantías, ¿qué ocurre en el punto de salida?

—Es hora de hacer una visita a Yevgueni —ordena Tiger, y Oliver emprende viaje en busca de su nuevo héroe.

Aeropuerto de Sheremetyevo, Moscú, 1991, en una espléndida tarde de verano, la primera de Oliver en la Madre Rusia. En la terminal de llegadas, al verse ante las sombrías colas y los ceñudos policías de aduanas, sucumbe a una momentánea inquietud, hasta que localiza a Yevgueni en persona, caminando hacia él con gritos de alegría seguido de una cuadrilla de dóciles agentes. Rodea completamente a Oliver con sus enormes brazos, aprieta su rasposa mejilla contra la de él. Un olor a ajo e instantes después también el sabor, cuando el viejo planta un tercer beso tradicional ruso en la boca atónita de Oliver. En un abrir y cerrar de ojos le sellan el pasaporte, sacan su equipaje por una puerta lateral, y Oliver y Yevgueni se hallan reclinados en el asiento trasero de un Zil negro conducido ni más ni menos que por el hermano de Yevgueni, Mijaíl, que hoy no viste un traje negro arrugado, sino unas botas de caña alta, pantalón militar y una cazadora de cuero bajo la cual Oliver alcanza a ver la empuñadura negra de una pistola automática de tamaño familiar. Los precede una moto de la policía y los siguen un Volga con dos hombres de cabello oscuro.

—Mis hijos —explica Yevgueni, guiñando un ojo.

Pero Oliver sabe que no lo dice en sentido literal, porque Yevgueni, para su pesar, tiene solo hijas. El hotel de Oliver es un pastel nupcial blanco en el centro de la ciudad. Se registra, y continúan el viaje en coche por calles anchas y llenas de baches, entre gigantescos bloques de apartamentos, hasta una zona arbolada de las afueras con casas individuales medio ocultas y vigiladas por cámaras de seguridad y policías de uniforme. Una verja de hierro se abre ante ellos, la escolta desaparece, y entran en el patio de grava de una mansión cubierta de hiedra en la que se congregan niños ruidosos, babushkas, humo de tabaco, teléfonos sonando, televisores enormes, una mesa de pimpón, todo en movimiento. Shalva, el abogado, lo saluda en el vestíbulo. Está allí una prima ruborosa llamada Olga que es «ayudante particular del señor Yevgueni»; está un sobrino llamado Igor que es gordo y jovial; están la esposa georgiana de Yevgueni, Tinatin, benévola y mayestática, y tres —no, cuatro— hijas, todas crecidas, casadas y un poco fatigadas, y la más bella y malhadada es Zoya, a quien Oliver, con dolorosa conciencia de ello, toma cariño en el acto. La neurosis femenina es su perdición. Y si a eso añadimos una fina cintura, caderas anchas y maternales, y unos ojos castaños y grandes de mirada inconsolable, Oliver no tiene ya escapatoria. Tiene en brazos a un bebé llamado Paul tan circunspecto como ella. Sus cuatro ojos examinan a Oliver en melancólica complicidad.

—Eres muy atractivo —declara Zoya con igual tristeza que si anunciase una defunción—. Posees la belleza de la irregularidad. ¿Eres poeta?

—Solo abogado, lamentablemente.

—La ley es también un sueño. ¿Has venido a comprar nuestra sangre?

—He venido a haceros ricos.

—Bienvenido seas —declama con la intensidad de una gran actriz trágica.

Oliver ha traído unos documentos para que Yevgueni los firme y una carta personal cerrada de Tiger, pero… «¡Todavía no, todavía no, primero te enseñaré mi caballo!». ¡Y claro que quiere verlo! El caballo de Yevgueni es una flamante motocicleta BMW que se yergue, mimada y lustrosa, sobre una alfombra oriental rosa en medio de un salón. Con toda la familia apiñada en la puerta —si bien Oliver ve principalmente a Zoya—, Yevgueni se descalza, se encarama a lomos de la bestia, apoya el trasero en el sillín, arquea los pies en torno a los pedales y revoluciona el motor al máximo. Luego desmonta y despide destellos de placer por entre las pestañas pegoteadas.

—¡Ahora tú, Oliver! ¡Tú! ¡Tú!

Observado por un clamoroso público, el heredero forzoso de la Casa Single entrega a Shalva su chaqueta a medida y su corbata de seda y salta sobre el sillín en relevo de Yevgueni. Acto seguido, para demostrar lo buen chico que es, hace temblar el edificio hasta los cimientos. Zoya es la única que no disfruta con el espectáculo. Mirando con malos ojos esa encarnación del desastre ecológico, estrecha a Paul contra su pecho y le tapa el oído. Lleva el pelo alborotado, viste con desaliño y tiene los hombros sólidos y bien torneados de una madre cortesana. Está sola y perdida en la gran ciudad de la vida, y Oliver ya se ha proclamado su policía, protector y compañero espiritual.

—En Rusia tenemos que cabalgar deprisa para quedarnos en el mismo sitio —informa Zoya a Oliver mientras se hace el nudo de la corbata—. Así que es normal.

—¿Y en Inglaterra? —pregunta él, y deja escapar una carcajada.

—Tú no eres inglés. Naciste en Siberia. No vendas tu sangre.

El despacho de Yevgueni es un remanso de paz. Es un anexo a la mansión con las paredes forradas de acogedora madera y el techo alto, quizá un establo en otro tiempo. No penetra el menor sonido del exterior. Los suntuosos muebles antiguos de abedul resplandecen con una intensidad entre marrón y dorada.

—Del museo de San Petersburgo —explica Yevgueni, acariciando un enorme escritorio con la palma de la mano. Al estallar la revolución, el museo fue saqueado y la colección se dispersó por toda la Unión Soviética. Yevgueni le siguió la pista a esos muebles durante años, cuenta. Luego, para restaurarlos, buscó a un exrecluso octogenario que había cumplido condena en Siberia—. Los llamamos Karelka —dice con orgullo—. Eran los preferidos de Catalina la Grande.

En las paredes cuelgan fotografías de hombres que Oliver por algún motivo sabe que están muertos y diplomas enmarcados e ilustrados con dibujos de barcos en alta mar. Oliver y Yevgueni se sientan en las butacas de Catalina la Grande bajo una araña de hierro artúrica. Con su viejo rostro tallado en roca, sus gafas con montura de oro y su habano, Yevgueni es el buen consejero y poderoso amigo que todos desean. Shalva, el sacerdotal abogado, sonríe y fuma sus cigarrillos. Oliver ha traído acuerdos redactados por Winser y reescritos por Oliver en un inglés asequible. Massingham los ha traducido al ruso. Desde un extremo de la mesa Mijaíl observa con la atención de los sordos, devorando con sus ojos abisales palabras que no oye. Shalva se dirige a Yevgueni en georgiano. Mientras habla, la puerta se cierra, lo cual sorprende a Oliver, ya que no estaba abierta. Vuelve la cabeza y ve a Alix Hoban plantado junto a la puerta como un esbirro que tiene prohibido avanzar a menos que se le ordene. Yevgueni hace callar a Shalva, se quita las gafas y se dirige a Oliver.

—¿Confías en mí? —pregunta.

—Sí.

—¿Y tu padre? ¿Confía en mí?

—Por supuesto.

—Entonces nosotros también confiamos en vosotros —declara Yevgueni y, desestimando las objeciones de Shalva con un gesto, firma los documentos y los desliza sobre la mesa para que Mijaíl firme también. Shalva se pone en pie y, colocándose al lado de Mijaíl, le indica dónde. Despacio, realizando un supremo esfuerzo en cada letra, Mijaíl graba trabajosamente su nombre. Hoban se acerca, ofreciéndose como testigo. Firman con tinta mientras Oliver piensa en sangre.

En una bodega con el suelo de piedra, se asan brochetas de cerdo y cordero en el fuego de leña de la chimenea abierta. Unas setas con ajo crepitan sobre ladrillos huecos. Hay hogazas de pan de queso georgiano amontonadas en platos de madera. Oliver debe llamarlas khachapuri, dice Tinatin, la esposa de Yevgueni. Para beber, sacan un tinto dulce que, según proclama Yevgueni misteriosamente, es vino casero de Belén. En la mesa de abedul, van apilándose precariamente bandejas de caviar, embutidos ahumados, patas de pollo picantes, trucha marina ahumada, aceitunas y tarta de almendras hasta que no queda a la vista un solo centímetro cuadrado de su superficie primorosamente abrillantada. Yevgueni y Oliver ocupan los extremos de la mesa. Entre ellos están sentadas las hijas de opulentos pechos, todas con sus taciturnos maridos menos Zoya, que languidece en un favorecedor aislamiento con el pequeño Paul sobre una rodilla, dándole de comer como si fuese un enfermo y desviando la cuchara solo alguna que otra vez hacia sus propios labios, carnosos y sin pintar. Pero en la imaginación de Oliver sus ojos oscuros permanecen fijos en él eternamente, como lo están los de él en ella, y el niño es una mera prolongación de su etérea soledad. Habiéndosela representado primero como modelo de Rembrandt y luego como heroína de Chéjov, se indigna al verla levantar la cabeza y fruncir el entrecejo en conyugal desaprobación cuando entra Alix Hoban con su teléfono móvil entre dos jóvenes trajeados de rostro pétreo, la besa de_ manera rutinaria en el mismo hombro en que Oliver, imaginariamente, había plantado hacía unos instantes sus apasionados besos, pellizca la mejilla de Paul de modo tal que el niño da un respingo de dolor, y se sienta junto a ella sin interrumpir su conversación telefónica.

—¿Habías coincidido ya antes con mi marido, Oliver? —pregunta Zoya.

—Sí, claro, varias veces.

—Yo también —dice ella enigmáticamente.

Separados por la larga mesa, Oliver y Yevgueni brindan repetidamente. Han brindado por Tiger, han bebido por sus respectivas familias, por su salud, por su prosperidad y, pese a ser aún los tiempos del comunismo, también por los muertos que Dios ha acogido en su gloria.

—¡Me llamarás Yevgueni, y yo te llamaré Cartero! —brama Yevgueni—. ¿Te molesta que te llame Cartero?

—¡Llámame como quieras, Yevgueni!

—Soy tu amigo. Soy Yevgueni. ¿Sabes qué significa Yevgueni?

—No.

—Significa «noble». Quiere decir que soy una persona especial. ¿Tú también eres una persona especial?

—Me gustaría creerlo.

Otro bramido. Se traen copas de plata labrada y se llenan hasta el borde de vino casero de Belén.

—¡Por la gente especial! ¡Por Tiger y su hijo! ¡Os queremos! ¿Vosotros también nos queréis?

—Mucho.

Oliver y los hermanos brindan por su amistad apurando las copas de un trago y volviéndolas luego boca abajo para demostrar que están vacías.

—¡Ahora eres un verdadero mingrelio! —anuncia Yevgueni, y Oliver percibe una vez más la mirada de reproche de Zoya.

Pero en esta ocasión Hoban también la advierte, que quizá es lo que Zoya quiere, porque él suelta una ronca carcajada y le dice algo entre dientes, a lo que ella responde con una risa cáustica.

—Mi marido está muy contento de que hayas venido a Moscú para ayudarnos —explica Zoya—. Le gusta mucho la sangre. Es su métier. ¿Decís métier?

—Pues no.

A altas horas de la noche, partida de billar en el sótano bajo los efectos del alcohol. Mijaíl es director técnico y arbitro, el cerebro que planea las tacadas de Yevgueni. Shalva observa desde un rincón; desde otro, Hoban, con altiva mirada, sigue el juego sin perderse detalle mientras parlotea por el teléfono móvil. ¿Con quién habla en tono tan almibarado? ¿Con su querida? ¿Su agente de bolsa? Oliver no lo cree. Se imagina a hombres ocultos en las sombras como el propio Hoban, en portales oscuros y con ropa oscura, esperando a oír la voz de su jefe. Los tacos revestidos de latón no tienen suela. Las bolas amarillentas apenas caben en las troneras demasiado sesgadas. La mesa está inclinada; el tapete muestra los rotos y bolsas de anteriores juergas, y las bandas suenan a lata cada vez que golpea una bola. Cuando un jugador acierta a meter una bola, cosa infrecuente, Mijaíl da el tanteo vociferando en georgiano y Hoban, con desdén, lo traduce al inglés. Cuando Yevgueni falla un tiro, cosa frecuente, Mijaíl profiere un inflamado juramento caucasiano contra la bola, la mesa o la banda, pero nunca contra el hermano que adora. En cambio, el desprecio de Hoban aumenta con cada nueva demostración de incompetencia por parte de su suegro: la profunda inhalación de aire como un gesto de dolor contenido, la fantasmal mueca de sorna en los finos labios que continúan hablando por el teléfono móvil. Aparece Tinatin y, con una delicadeza que conmueve a Oliver, obliga a Yevgueni a acostarse. Un chófer espera para llevar a Oliver al hotel. Shalva lo acompaña hasta el Zil. Antes de entrar, Oliver se vuelve para echar una mirada afectuosa a la casa y ve a Zoya, sin niño y sin sujetador, que lo observa desde una ventana del piso superior.

A la mañana siguiente, bajo un cielo parcialmente nublado, Yevgueni lleva a Oliver a conocer a algunos buenos georgianos. Con Mijaíl al volante, visitan un edificio gris tras otro. En el primero, los guían por un pasadizo medieval que huele a hierro viejo, ¿o es quizá sangre? En el siguiente los abraza y les ofrece café dulce una vieja reliquia de los tiempos de Bréznev, de setenta años y ojos de lagarto, que guarda su gran escritorio negro como si fuese un monumento a los caídos.

—¿Eres el hijo de Tiger?

—Sí.

—¿Cómo es posible que un tipo tan pequeño dé hijos tan grandes?

—Según he oído decir, tiene una receta.

Una carcajada estentórea.

—¿Cuál es su hándicap últimamente?

—Doce, me han dicho —contesta Oliver, aunque nadie le ha dicho tal cosa.

—Hazle saber que Dato tiene el once. Se pondrá como una fiera.

—Se lo diré.

—¡Una receta! ¡Esa sí que es buena!

Y el sobre que nunca se menciona: el sobre azul grisáceo, grande, resistente que Yevgueni saca como por arte de magia de su maletín y desliza sobre el escritorio mientras la conversación versa acerca de asuntos más alegres. Y el untuoso vistazo de Dato al registrar el paso del sobre y negarse a la vez a admitir su existencia. ¿Qué contiene? ¿Copias del acuerdo que Yevgueni firmó ayer? Es demasiado grueso. ¿Un fajo de billetes? Es demasiado delgado. ¿Y qué es este edificio? ¿El Ministerio de la Sangre? ¿Y quién es Dato?

—Dato es de Mingrelia —declara Yevgueni con satisfacción.

En el coche, Mijaíl pasa lentamente las hojas de un cómic norteamericano pirateado. Una duda asalta la mente de Oliver y su rostro no la disimula a tiempo: ¿Sabe leer Mijaíl?

—Mijaíl es un genio —gruñe Yevgueni tal como si Oliver hubiese formulado la pregunta en voz alta.

Entran en un ático repleto de acicaladas secretarias, como las de Tiger pero de mejor ver, e hileras de ordenadores que muestran la información bursátil de todo el mundo. Los recibe un joven esbelto que se llama Iván y viste un traje italiano. Yevgueni entrega a Iván un sobre idéntico al anterior.

—¿Y cómo va la vida en la vieja Inglaterra? —pregunta Iván en una versión apática del inglés de Oxford de los años treinta.

Una bonita muchacha coloca una bandeja con camparis en un aparador de palo de rosa que parece haber residido también en el museo de San Petersburgo en el pasado.

—Chin-chin —dice Iván.

Llegan a un hotel de estilo occidental a un paso de la Plaza Roja. Policías de paisano montan guardia ante las puertas de vaivén, fuentes rosadas adornan el vestíbulo, el ascensor está iluminado por una araña de cristal. En la segunda planta, unas crupiers con escotados vestidos los observan desde las ruletas vacías. Deteniéndose frente a una puerta marcada con el número 222, Yevgueni toca el timbre. Abre Hoban. En una sala circular llena de humo de tabaco, aguarda sentado en una butaca dorada un hombre de unos treinta años, barbudo y adusto, llamado Stepan. Ante él hay una mesita de centro dorada. Yevgueni deja el maletín sobre ella. Como siempre, Hoban observa.

—¿Ha conseguido ya Massingham esos Jumbos de mierda? —pregunta Stepan a Oliver.

—Mis noticias al salir de Londres eran que está todo listo para empezar en cuanto concluyan aquí los preparativos —contesta Oliver con distante formalidad.

—¿Eres hijo de un embajador inglés o qué carajo eres?

Yevgueni se dirige a Stepan en georgiano. Emplea un tono admonitorio y firme. Stepan se levanta a regañadientes y tiende la mano.

—Encantado de conocerte, Oliver. Somos hermanos de sangre, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —asiente Oliver.

Una risa estridente y siniestra que a Oliver no le gusta en absoluto resuena en sus oídos durante todo el camino de regreso a su hotel.

—La próxima vez que vengas, te llevaremos a Belén —promete Yevgueni a Oliver cuando se abrazan una vez más.

Oliver sube a su habitación para preparar las maletas. Sobre la almohada, encuentra un paquete envuelto en papel de tela marrón, junto con un sobre. Abre el sobre. La carta está escrita con el mismo esmero que si fuese una prueba de caligrafía, y Oliver tiene la sensación de que se han redactado varios borradores antes de llegar a una versión aceptable.

Oliver, tienes un corazón puro. Lamentablemente, finges todo lo que haces. Por lo tanto, no eres nada. Te quiero.

Zoya.

Abre el paquete. Contiene una caja negra lacada de las que venden en cualquier tienda de recuerdos. Dentro hay un corazón, recortado en papel de seda de color albaricoque. No está manchado de sangre.

Para ir a Belén, uno se ve obligado a abandonar su avión de British Airways en cuanto se detiene en la pista de estacionamiento del aeropuerto de Sheremetyevo, cumplimentar a toda prisa los trámites de aduana con la colaboración de otra cuadrilla de serviciales agentes de inmigración, y transbordar a un bimotor Ilyushin, con emblemas de Aeroflot pero sin pasajeros desconocidos, que aguarda impaciente para emprender el vuelo hacia Tiflis, en Georgia. A bordo se halla el clan familiar de Yevgueni, y Oliver los saluda en bloque, con abrazos a los más próximos y gestos a los más alejados, y en el caso de Zoya —que es la más alejada de todos, sentada con Paul en un rincón de la cola, mientras su marido y Shalva ocupan los asientos delanteros— con un insulso gesto de relativa familiaridad dando a entender que bueno, sí, ahora que lo piensa, cómo no, claro que la reconoce.

En Tiflis existen muchas probabilidades de llegar en medio de un violento vendaval que hace oscilar las alas y arroja contra el pasaje arenilla e inmundicias mientras corre hacia la terminal en busca de refugio. Por lo demás, se prescinde de toda formalidad, a no ser que se considere como tal la presencia de la mitad de los hombres respetables de la ciudad vestidos con sus mejores trajes y un pequeño mediador llamado Temur quien, como todos en Georgia, es primo, sobrino, o ahijado de Tinatin, o como mínimo hijo de su más íntima amiga del colegio. Café y coñac y una pirámide de comida lo esperan a uno en la sala de VIPS, brindis y más brindis antes de seguir camino. Un convoy de Zils negros, una escolta de motoristas y un camión en retaguardia con soldados de las fuerzas especiales uniformados de negro lo hacen desaparecer a uno a velocidad de vértigo, sin la protección de los cinturones de seguridad, rumbo al oeste a través de un imponente macizo montañoso, hacia la tierra prometida de Mingrelia, cuyos habitantes tienen la inteligencia de dejar embarazadas a sus mujeres antes que los invasores para poder así jactarse de poseer la sangre más pura de Georgia, un legítimo derecho que Yevgueni le recuerda alegremente mientras el Zil avanza por tortuosas carreteras esquivando perros vagabundos, ovejas, cerdos pintos con collares triangulares de madera, mulas de carga, camiones en sentido contrario y enormes socavones. Todo ello con un ánimo de euforia infantil avivado por frecuentes tragos de vino y del whisky de malta libre de impuestos que ha comprado Oliver, pero también por la certidumbre de que, tras meses de estratagemas, las tres Propuestas Específicas quedarán firmadas, pagadas y servidas en cualquier momento de los próximos días. ¿Y no es este acaso el protectorado personal de Yevgueni, el hogar de su juventud? ¿No exige cada mojón de la peligrosa carretera que las perfecciones de la región sean señaladas, compartidas y admiradas por la esposa de Yevgueni, Tinatin, y por su hermano, al volante, y en especial por el propio Oliver, el sagrado huésped para quien todo aquello es nuevo?

Detrás de ellos, en otro coche, viajan dos de las hijas de Yevgueni, y una de ellas es Zoya, que lleva a Paul sentado en el regazo, sujeto por la cintura, y sus mejillas se rozan a cada bache y cada curva. E incluso con la nuca percibe Oliver que la melancolía de Zoya es solo por él y sabe que no debería haber venido, que debería haber dejado ese trabajo, que finge todo lo que hace y por lo tanto no es nada. Pero ni siquiera el ojo omnipresente de Zoya puede empañar el placer que le produce a Oliver la jubilosa alquimia de Yevgueni. Rusia nunca ha merecido a Georgia, insiste Yevgueni, expresándose en parte con su peculiar inglés, en parte por mediación de Hoban, que viaja encogido y malhumorado en el asiento trasero entre Oliver y Tinatin: cada vez que la Georgia cristiana ha solicitado a Rusia protección contra las hordas musulmanas, Rusia le ha arrebatado sus riquezas y la ha dejado en la miseria…

Pero esta homilía se ve interrumpida por otra cuando Yevgueni tiene que señalar unos fortines en lo alto de las montañas y la carretera a Gori, donde se hallan la maldita casucha en la que Iósif Stalin llegó al mundo y la catedral que, si damos crédito a Yevgueni, es tan antigua como el propio Cristo, donde fueron coronados los primeros reyes de Georgia. Dejan atrás un grupo de casas con celosías en los balcones colgadas precariamente al borde de un profundo precipicio, y una armazón de hierro como un campanario para indicar el lugar donde yace enterrado el hijo de una familia rica. El muchacho rico era alcohólico, cuenta Yevgueni con toda seriedad a través de Hoban, embarcándose por lo visto en una especie de fábula moral. Cuando su madre acudió a reprocharle su conducta, se voló los sesos con un revólver delante de ella, y Yevgueni se lleva los dedos a la sien para ilustrarlo. El padre, un hombre de negocios, quedó tan afligido que hizo sepultar al hijo dentro de una cuba de miel de cuatro toneladas para que el cuerpo no se descompusiese.

—¿Miel? —repite Oliver con incredulidad.

—Para conservar los cadáveres, la miel da un muy buen resultado —responde Hoban con tono irónico—. Pregúntale a Zoya, estudió química. Si se lo pides, quizá se preste a conservar tu cadáver.

Guardan silencio hasta que la armazón de hierro se pierde de vista. Hoban hace una llamada con el teléfono portátil. Este es distinto, observa Oliver, del que utiliza en Moscú o Londres. Va conectado mediante un cable a una caja mágica negra. Con una sola gota de sangre de una persona, descifra todos sus secretos. Pulsa tres botones y está ya susurrando. El convoy se detiene en una gasolinera solitaria para llenar depósitos. Encerrado en una jaula improvisada junto al pestilente retrete, un oso pardo examina sin especial cariño a la comitiva.

—Mijaíl Ivánovich dice que es importante saber de qué lado duerme un oso —traduce Hoban con manifiesta sorna, apartando los labios del teléfono pero sin cortar la comunicación—. Si el oso duerme del lado izquierdo, hay que comerse el lado derecho. La carne del lado izquierdo será demasiado dura para comerla. Si el oso se hace las pajas con la garra izquierda, se come la garra derecha. ¿Te apetece un poco de oso?

—No, gracias.

—Deberías haberle escrito. Se volvió loca esperando tu regreso. —Hoban reanuda la conversación telefónica. Sobre el firme de la carretera cae un sol de justicia, formando charcos de alquitrán. Las fragancias del pinar inundan el interior del coche. Pasan ante una casa enclavada entre unos castaños. La puerta está abierta—. Puerta cerrada, el marido está en casa —declama Hoban, traduciendo nuevamente a Yevgueni—. Puerta abierta, el marido se ha ido al trabajo, así que puedes entrar y tirarte a la mujer. —Ascienden, y a ambos lados el paisaje se allana bajo ellos. Montes de cumbres nevadas resplandecen bajo un cielo infinito. Enfrente, casi ahogado en su propia bruma, se extiende el mar Negro. Una ermita a un lado del camino advierte de la inminencia de una curva peligrosa. Bajando la ventanilla, Mijaíl lanza un puñado de monedas a la falda de un anciano sentado en el portal—. Ese tipo está podrido de dinero —comenta Hoban, anhelante. Yevgueni ordena parar junto a un sauce con cintas de colores atadas a sus viejas ramas. Es un árbol de la esperanza, explica Hoban, actuando una vez más de intérprete para Yevgueni—. Solo pueden pedírsele buenos deseos. Los deseos perversos se cumplen contra quien los formula. ¿Tú tienes deseos perversos?

—Ni uno solo —responde Oliver.

—Yo en particular tengo deseos perversos a todas horas. Sobre todo por la noche y al despertarme por la mañana. Yevgueni Ivánovich nació en la ciudad a la que los soviéticos dieron el nuevo nombre de Senaki —continúa Hoban mientras Yevgueni vocifera y extiende un recio brazo hacia el valle—. Mijaíl Ivánovich nació también en Senaki. «Nuestro padre era comandante de la base militar de Senaki. Teníamos una casa en una colonia militar a las afueras de Senaki. Esa casa era una muy buena casa. Mi padre era un buen hombre. Todos los mingrelios querían a mi padre. Mi padre fue feliz aquí». —Yevgueni alza más aún la voz y dirige el brazo hacia la costa—. «Yo fui a un colegio de Batumi. Estudié en la Academia Naval de Batumi». ¿Te interesa seguir oyendo estas gilipolleces?

—Sí, por favor.

—«Antes de trasladarme a Leningrado, estuve en la Universidad de Odessa. Aprendo sobre barcos, construcción naval, navegación. Mi alma está en las aguas del mar Negro. Está en las montañas de Mingrelia. Moriré en esta tierra». ¿Quieres que deje abierta mi puerta para que te tires a mi mujer?

—No.

Otro alto en el camino. Mijaíl y Yevgueni salen del coche resueltamente y cruzan la carretera. Llevado por un impulso, Oliver va tras ellos. Unos hombres altos y flacos que se acercan por el arcén arreando a dos asnos cargados de repollos y naranjas se detienen a observar. Unos gitanillos harapientos se apoyan en sus bastones y contemplan a los hermanos que, seguidos de Oliver, pasan entre ellos y ascienden por una estrecha escalera negra invadida por la maleza. Los hermanos llegan a una gruta con el suelo pavimentado de piedra negra. La escalera es de mármol. Un pasamanos de mármol negro corre paralelo a ella. Alojada en una concavidad del muro, se alza una estatua de un oficial vendado del Ejército Rojo exhortando a sus tropas al combate. Tras el cristal deslucido de una urna empotrada en la roca hay una fotografía manchada y desvaída de un joven soldado ruso con gorra de visera. Mijaíl y Yevgueni permanecen de pie ante ella, hombro con hombro, las cabezas gachas, las manos cruzadas en oración. Cada uno a su tiempo, retroceden y se santiguan varias veces.

—Nuestro padre —explica Yevgueni lacónicamente.

Regresan al Zil. Al salir de una curva muy cerrada, Mijaíl se encuentra frente a un control militar. Bajando el cristal de la ventanilla pero sin parar, se golpea el hombro izquierdo con la mano derecha, indicando alto rango, pero los centinelas no se dejan impresionar. Lanzando un juramento, Mijaíl se detiene, y Temur, el mediador, salta del coche de atrás y besa a uno de los soldados, que a su vez le devuelve el beso y lo abraza. El convoy puede continuar. Alcanzan la cima. Un exuberante paisaje se abre ante ellos.

—Dice que nos queda una hora más de viaje —traduce Hoban—. A caballo, dice, se tardarían dos días. Ahí es donde estaría en su ambiente, en los tiempos de los jodidos caballos.

Un llano en un valle, centinelas, un helicóptero con las aspas en rotación, un muro de montañas. Yevgueni, Hoban, Tinatin, Mijaíl y Oliver montan en el primer helicóptero con una caja de vodka y un retrato de una anciana triste con un cuello de encaje blanco que ha viajado con ellos desde Moscú, perdiendo algún que otro pedazo del marco de yeso. El helicóptero remonta una cascada, sigue un camino de caballos, escala por el muro de montañas y desciende entre picos blancos hasta posarse en un valle verde con forma de cruz. En cada brazo de la cruz se asienta una aldea, y un viejo monasterio de piedra se alza en el centro, entre viñedos, establos, ganado pastando, bosques y un lago. El grupo se apea torpemente, Oliver el último. Los montañeses, hombres y niños, se aproximan hacia ellos, y Oliver sonríe al comprobar que los niños son en efecto castaños. El helicóptero despega de nuevo y se lleva consigo el atronador ruido de los motores al otro lado de la cima. Oliver percibe olor a pinos y a miel y oye el susurro de la hierba y el borboteo de un arroyo. Una oveja desollada pende de un árbol. De un hoyo sale humo de leña. Sobre la hierba se han extendido vistosas alfombras tejidas a mano. Numerosas cuernas y calabazas huecas llenas de vino esperan amontonadas en una mesa. Los aldeanos se congregan alrededor. Yevgueni y Tinatin los abrazan. Hoban se sienta en una roca, el teléfono al oído y la caja negra a sus pies, sin abrazar a nadie. El helicóptero regresa con Zoya y Paul y otras dos hijas con sus maridos, y vuelve a marcharse. Mijaíl y un gigante barbudo, provistos de sendas escopetas de caza, se adentran en el bosque. Oliver se deja llevar por el grupo hacia una granja de un solo piso construida de madera que se halla en el centro de un prado en pendiente. Dentro, en un primer momento reina una total oscuridad. Gradualmente ve una chimenea de ladrillo, una estufa metálica. Huele a alcanfor, espliego y ajo. En los dormitorios, los suelos están sin alfombrar y de las paredes cuelgan charros iconos con los marcos desportillados: el santificado Jesús de niño, mamando del pecho cubierto de su madre; Jesús clavado a la Cruz, pero estirando tan alegremente sus miembros que de hecho emprende ya el vuelo hacia lo alto, y ahí lo tenemos. Jesús recién llegado a casa sano y salvo, sentado a la diestra de Dios Padre.

—Lo que Moscú prohíbe, los mingrelios lo quieren —dice Hoban en nombre de Yevgueni, y bosteza. Añade—: Faltaría más.

Aparece un gato, y todos le hacen alharacas. La anciana triste enmarcada en yeso desmenuzable debe ocupar su lugar sobre la chimenea. Los niños esperan a la entrada para ver las maravillas que Tinatin ha traído de la ciudad. En el pueblo, alguien ha puesto música. En la cocina, alguien canta, y es Zoya.

—¿Estarás de acuerdo conmigo en que canta como un ganso? —pregunta Hoban.

—No —responde Oliver.

—Entonces te has enamorado de ella —constata Hoban con satisfacción.

El festejo se prolonga durante dos días, pero Oliver no descubre hasta el final del primero que asiste a una reunión de negocios de alto nivel entre los ancianos del valle. Antes aprende otras muchas cosas. Que cuando se caza un oso, conviene disparar a los ojos, porque un blindaje de barro seco les protege el resto del cuerpo. Que en las celebraciones es costumbre derramar vino en la tierra para alimentar los espíritus de nuestros antepasados. Que los vinos mingrelios proceden de muchas clases distintas de uva, con nombres como Koloshi, Paneshi, Chodi y Kamuri. Que brindar con cerveza equivale a echarle una maldición a la persona por la que se brinda. Que los antepasados de los mingrelios no son otros que los legendarios argonautas que, bajo el mando de Jasón, construyeron una gran fortaleza a menos de veinte kilómetros de allí con el objeto de albergar el Vellocino de Oro. Y hablando con un sacerdote de mirada vesánica que no parece saber siquiera que ha existido la Revolución Rusa, Oliver averigua que, para santiguarse, debe primero juntar el pulgar y otros dos dedos —o quizá eran solo el pulgar y el meñique, ya que su mano tenía los dedos demasiado torpes para verlo claramente— y apuntarlos hacia arriba para indicar la Santísima Trinidad, y entonces tocarse la frente y a continuación los lados derecho e izquierdo del vientre, de modo que no vea la cruz del diablo al mirar hacia abajo.

—Otra solución, es meterse un trébol por el culo —aconseja Hoban en voz baja, y luego repite el chiste en ruso para instruir a su interlocutor telefónico.

La reunión de negocios, a la que Oliver asiste, resulta ser una consecuencia del Gran Sueño de Yevgueni, y ese Gran Sueño consiste en unir las cuatro aldeas del valle cruciforme en una sola cooperativa vinícola que, aunando las tierras, el trabajo y los recursos, y reconduciendo los cauces de agua, y empleando las técnicas de países como España, produzca el mejor vino no solo de Mingrelia, no solo de Georgia, sino del mundo entero.

—Costará muchos millones —informa Hoban lacónicamente—. Quizá billones. No tienen la más repajolera idea. «Debemos construir carreteras. Debemos construir presas. Debemos comprar maquinaria y levantar un almacén en el valle». ¿Y quién pagará toda esa mierda? —La respuesta es, como se sabrá, Mijaíl y Yevgueni Ivánovich Orlov. Yevgueni ha hecho venir ya a vinicultores de Burdeos, La Rioja y el valle de Napa. Han opinado unánimemente que las vides son magníficas. Sus espías han registrado las temperaturas y precipitaciones, medido los ángulos de las laderas, tomado muestras de tierra y analizado el índice de concentración de polen en el aire. Expertos en irrigación, ingenieros de caminos, exportadores e importadores han confirmado la viabilidad del plan. Yevgueni conseguirá el dinero, anuncia a los aldeanos, a ese respecto pueden estar tranquilos—. Dará a estos gilipollas hasta el último rublo que ganemos —corrobora Hoban.

Anochece deprisa. Por encima de las cumbres, el cielo adquiere un intenso color rojo sanguíneo y momentos después se oscurece. Farolillos encendidos penden de los árboles, suena la música, la oveja desollada gira sobre el fuego. Unos cuantos hombres empiezan a cantar, otros forman un círculo y baten palmas, un grupo de muchachas ejecuta una danza. Fuera del círculo, los ancianos conversan entre sí, aunque Oliver ya no los oye y Hoban ha dejado de traducir. Se desata un altercado. Un anciano amenaza a otro con su escopeta. Las miradas se centran en Yevgueni, que bromea, consigue unas risas aisladas y avanza un paso hacia quienes lo escuchan. Abre los brazos. Primero reprende, luego promete. A juzgar por los aplausos, debe de haber sido una promesa sustancial. Los ancianos se apaciguan. Hoban, agrandándose con la oscuridad, se apoya contra un cedro mientras musita tiernamente por su teléfono mágico.

En Casa Single la tensión es audible. Las mecanógrafas de remilgada indumentaria procuraban no hacer ruido. La Sala de Transacciones, barómetro de la moral de la empresa, es un hervidero de rumores. ¡Tiger va fuerte esta vez! ¡Single se juega aquí el todo por el todo! El Tigre se apresta a caer sobre la presa del siglo.

—¿Dices, pues, que Yevgueni está animado? Excelente —comenta Tiger con tono enérgico en una de las improvisadas reuniones informativas posteriores a las escapadas de Oliver al Salvaje Este.

—Yevgueni es un tipo fuera de lo común —responde Oliver con lealtad—. Y Mijaíl lo apoya en todo.

—Bien, bien —dice Tiger, y se sumerge de inmediato en la espesura de los costes operacionales y las salidas a Bolsa.

En una carta, Tinatin insta a Oliver a ponerse en contacto con aún otra pariente lejana más, esta vez una muchacha llamada Nina, profesora en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos e hija de un violinista mingrelio ya fallecido. Interpretándolo como una indirecta de la madre de Zoya para que Oliver desvíe en otra dirección su impresionable mirada, Oliver manda en el acto una carta a la viuda del violinista y es invitado a tomar el té en Bayswater. La viuda es una actriz retirada con un amplio vestido, que tiene por costumbre echarse atrás el pelo con el dorso de la mano; su hija Nina, en cambio, es una joven de cabello negro y ojos abrasadores. Nina accede a dar clases de lengua georgiana a Oliver, empezando por su hermoso pero desalentador alfabeto, pero le advierte que tardará años en aprender a hablar.

—¡Cuantos más años, mejor! —exclama Oliver con galantería.

Nina es una persona altruista por naturaleza, y sus lazos con Georgia y Mingrelia se han fortalecido con el exilio. La conmueve la incondicional admiración de Oliver por todo aquello que es más querido para ella, aunque providencialmente nada sabe de petróleo, chatarra, sangre o sobornos por valor de setenta y cinco millones de dólares. Oliver la mantiene en la ignorancia. Pronto Nina comparte su cama. Y si Oliver es consciente de que en un tortuoso sentido Zoya ha servido de estímulo a esa unión, no se siente culpable, ¿qué razón habría para ello? Lo alegra pensar que, acostándose con Nina, se distancia de la depredadora esposa de un importante asociado, la mujer cuyo cuerpo desnudo aún se muestra provocadoramente ante él desde una ventana del piso superior de la casa de Moscú. Orientado por Nina, Oliver se rodea de obras de la literatura y el folklore georgianos. Escucha música georgiana y engancha un mapa del Cáucaso en una pared de su postinero y vergonzosamente desordenado piso de un bloque de apartamentos construido en Chelsea Harbour con recursos financieros gestionados por Single.

Y el Cartero es feliz. No feliz feliz, ya que Oliver no ve la felicidad absoluta como un ideal alcanzable. Pero sí activamente feliz. Creativamente feliz. Feliz en su cauto enamoramiento, si es amor lo que siente por Nina. Feliz también en su trabajo, en la medida en que el trabajo consista en visitar a Yevgueni y Mijaíl y Tinatin, y siempre y cuando la insidiosa sombra de Hoban no ande demasiado cerca y Zoya continúe actuando como si él no existiese. Puesto que si antes la triste mirada de Zoya lo devoraba sin cesar, ahora parece no advenir siquiera su presencia. Sale de la cocina cuando Oliver trocea verduras con Tinatin. En los pasillos y escaleras, yendo de habitación en habitación con Paul a remolque, utiliza el cabello a modo de cortina para ocultar el rostro.

—Dile a tu padre que dentro de una semana firmarán todos los documentos —anuncia Yevgueni junto a la mesa de billar paleolítica tras cerciorarse de que no lo oye nadie salvo Hoban, Mijaíl y Shalva—. Dile que cuando todo esté firmado, tiene que venir a Mingrelia a cazar un oso.

—En ese caso, tú tienes que venir a Dorset a cazar un faisán —contraataca Oliver, y se abrazan.

Esta vez no hay correspondencia en mano. Oliver lleva los dos mensajes en la cabeza. En el vuelo de regreso su entusiasmo es tal que medio decide proponer el matrimonio a Nina. Es el 18 de agosto de 1991.

De eso hace ya dos noches, y Nina solloza en georgiano. Solloza por el teléfono, solloza cuando llega al piso de Oliver, solloza mientras permanecen sentados en el sofá uno junto al otro como una anciana pareja, contemplando horrorizados cómo se tambalea la nueva Rusia al borde de la anarquía, su líder aprehendido por la vieja guardia, surgida audazmente de la tumba, los periódicos cerrados, los tanques en las calles de la ciudad, y los personajes de las altas esferas del poder defenestrados en masa de sus puestos, llevándose consigo sus bien urdidas Propuestas Específicas respecto al metal de desecho, el petróleo y la sangre.

En Curzon Street aún es verano pero no trinan los pájaros. Es como si el petróleo, la chatarra y la sangre nunca hubiesen existido. Admitir su existencia es admitir su pérdida. Los libros de la historia reciente se han reescrito de manera tácita; los jóvenes hombres y mujeres de la Sala de Transacciones han sido enviados en busca de otro botín. Por lo demás, no ha ocurrido nada, absolutamente nada. No se ha ido por el desagüe la inversión de decenas de millones; no se han prodigado anticipos a cuenta de las futuras comisiones; no se ha untado la mano a mediadores y funcionarios norteamericanos; no se han abonado las cuotas iniciales del contrato de arrendamiento de los Jumbos con cámara frigorífica. La calefacción, la luz, el alquiler, los coches, los salarios, las gratificaciones, los seguros de enfermedad, los seguros de enseñanza, el teléfono y los gastos de representación de las cinco elegantes plantas de Curzon Street y sus despilfarradores inquilinos no corren peligro. Y Tiger es el menos afectado de todos. Su andar es más ligero, su porte más orgulloso que nunca, su visión más amplia, su traje de Hayward más impecable. Solo Oliver —y quizá Gupta, el factótum indio de Tiger— conoce el dolor oculto bajo la armadura, sabe lo cerca que está de quebrarse el frágil héroe. Pero cuando Oliver, movido por su incurable compasión, busca un momento para acompañar a su padre en el sentimiento, Tiger responde con una ferocidad que deja a Oliver temblando de muda ira.

—No hace ninguna falta que me compadezcas, gracias. No necesito tus ternuras ni tus cómodas preocupaciones éticas. Solo quiero tu respeto, tu lealtad, tu inteligencia aunque no sea gran cosa, tu compromiso y, mientras yo sea el socio principal, tu obediencia.

—Ah, bueno, perdona —balbucea Oliver, y viendo que Tiger permanece firme en su actitud, vuelve a su despacho y telefonea a Nina sin encontrarla.

¿Qué ha sido de ella? Su última cita no fue muy afortunada. Al principio se convence de que Zoya ha iniciado una campaña contra él. Finalmente recuerda de mala gana que estaba borracho y, en su embriaguez, dio a conocer a Nina —inducido por la pura bondad de su corazón solitario, sin más propósito— un par de detalles reveladores acerca de sus transacciones con el tío Yevgueni, como ella lo llama. Recuerda vagamente que, en un momento de frivolidad, comentó que Rusia quizá había perdido el rumbo, pero Single había perdido hasta la camisa. Ante la insistencia de Nina, Oliver consideró que era su responsabilidad ofrecerle una versión esquemática de cómo Single, con la ayuda e inspiración de su tío Yevgueni, había planeado hacer un negocio redondo a costa de ciertos fluidos vitales rusos, tales como, bueno, sí, hablando claro, sangre. Al oírlo, Nina palideció, y se enfureció, le golpeó el pecho con los puños y salió atropelladamente del piso jurando —no por primera vez, pues poseía su buena cuota de volubilidad mingrelia— no volver a poner los pies allí.

—Por despecho, se ha buscado otro amante, Oliver —admite su trastornada madre por teléfono—. Dice que eres demasiado decadente, querido, peor que un condenado ruso.

Pero ¿qué se sabe de los hermanos? ¿De Tinatin y las hijas? ¿De Belén? ¿De Zoya?

—Los hermanos han sido depuestos —responde Massingham, que se consume de envidia desde que se vio despojado del papel de mediador en favor del detestado socio adjunto—. Desterrados. Exiliados. Enviados a Siberia. Avisados de que no quieren ver sus horribles caras en Moscú o Georgia nunca más.

—¿Y Hoban y sus amigos?

—Ah, mi apreciado muchacho, esos son de los que siempre caen de pie.

¿Esos? ¿Quiénes son esos? Massingham no da más explicaciones.

—Yevgueni ha acabado en el montón de chatarra, y no hablemos ya del petróleo y la sangre —concluye con saña.

Las comunicaciones con Rusia, sumida en los conflictos internos, son caóticas, y se prohíbe a Oliver de manera permanente telefonear a Yevgueni o cualquiera de sus subordinados. Aun así, pasa una tarde entera en cuclillas dentro de una insalubre cabina telefónica de Chelsea engatusando y suplicando a la operadora del servicio de llamadas al extranjero. Imagina a Yevgueni en pijama sobre su motocicleta revolucionando el motor al máximo y el teléfono sonando inaudiblemente a unos pasos de él. La operadora, una señora de Acton, ha oído decir que una muchedumbre ha irrumpido en la central telefónica de Moscú.

—Espera unos días, cariño, es lo mejor —aconseja, como la enfermera del colegio cuando Oliver se quejaba de un dolor.

Es como si la última ventana a la esperanza acabase de cerrarse en la cara de Oliver. Zoya tenía razón. Nina tenía razón. Debería haberme negado. Si me presto a vender la sangre de los pobres rusos, ¿dónde pondré el límite, si es que lo pongo? Yevgueni, Mijaíl, Tinatin, Zoya, las montañas blancas y los festejos lo atormentan como promesas incumplidas. En su piso de Chelsea Harbour, arranca de la pared el mapa del Cáucaso y lo tira al cubo de la basura de la cocina blanca y vacía. La madre de Nina le recomienda otro profesor para sustituir a su hija, un anciano oficial de caballería que fue su amante en otro tiempo, hasta que perdió sus facultades. Oliver resiste un par de clases con él y cancela el resto. En Single, trabaja en silencio, manteniendo cerrada la puerta del despacho y encargando sándwiches para el almuerzo. Le llegan rumores como confusos partes de guerra. Massingham ha oído que hay un depósito de desechos militares enterrado en las afueras de Budapest. Tiger lo envía a inspeccionarlo. Después de una semana perdida vuelve de vacío. En Praga, un grupo de matemáticos adolescentes se ofrece para reparar ordenadores industriales por una tarifa mucho menor que la de los fabricantes, pero necesitan equipo por valor de un millón de dólares para empezar. Massingham, nuestro embajador itinerante, vuela a Praga, se entrevista con un par de genios barbudos de diecinueve años y a su regreso declara que la propuesta es un timo. Pero con Randy —como Tiger insiste en recordar a Oliver— uno nunca puede fiarse. En Kazajstán existe una fábrica textil capaz de producir kilómetros de alfombras de Wilton, el doble de magníficas que las auténticas, y venderlas a una cuarta parte del precio. Tras inspeccionar supuestamente un edificio en construcción inundado y con las vigas de hierro oxidadas, afirma que están aún muy lejos de su nivel óptimo de producción. Tiger se muestra escéptico pero sigue su consejo. Ha llegado noticia del hallazgo de un extraordinario filón de oro en los Urales, no se lo digas a nadie. En esta ocasión es Oliver quien pasa tres días apostado en una granja de las montañas de Mugodzhar, acosado por las imperiosas llamadas telefónicas de su padre, en espera de un intermediario de confianza que finalmente no se presenta.

Tiger, por su parte, ha elegido el camino de la soledad y la contemplación. Mantiene una mirada distante. Dos veces, según rumores, ha sido emplazado en la City para rendir cuentas. En la Sala de Transacciones se oyen en susurros ingratas palabras como «inhabilitación». Misteriosamente, Tiger empieza a viajar. En una visita al Departamento de Contabilidad, Oliver encuentra por azar una nota de gastos donde consta que unos tales «señor y señora Single» se alojaron durante tres días en la suite real de un lujoso hotel de Liverpool y ofrecieron espléndidas recepciones. En cuanto a la señora Single, Oliver supone que se trata de Katrina, la gerente del Kat’s Cradle. Los justificantes del consumo de gasolina entregados por Gasson, el chófer, revelan que el señor y la señora Single se trasladaron en el Rolls-Royce. Liverpool es un territorio que Tiger conoce bien desde hace años. Allí demostró su valía como abogado defensor de las clases criminales oprimidas. Dos semanas después de ese viaje aparecen en Curzon Street tres caballeros turcos de anchas espaldas y resplandecientes trajes que, al dejar sus datos en el libro de visitas de la conserjería, dan como dirección «Estambul» y anuncian que tienen una entrevista con Tiger en persona. Más alarmante aún, Oliver juraría que ha oído la voz nasal de Hoban, junto con la de Massingham, a través de la puerta azul de dos hojas cuando sube a ver a Pam Hawsley con un pretexto, pero Pam es impenetrable como de costumbre:

—Es una reunión, señor Oliver. Sintiéndolo mucho, no puedo decirle nada más.

A lo largo de toda la mañana Oliver aguarda en tensión la convocatoria que no se produce. A la hora del almuerzo, Tiger se marcha al Kat’s Cradle con sus fornidos invitados, pero salen del ascensor y el edificio antes de que Oliver alcance a verlos. Unos días después, cuando lleva a cabo una segunda inspección de los gastos de Tiger, advierte una serie de entradas con una sola palabra: «Estambul». También Massingham ha reanudado sus viajes. Sus destinos más frecuentes son Bruselas, el norte de Chipre y el sur de España, donde una compañía offshore de Single ha inaugurado recientemente una cadena de bares discoteca, casinos y urbanizaciones de chalets en propiedad compartida. Y dado que en la Sala de Transacciones se tiene a Randy Massingham por una especie de dinámico Pimpinela, se especula sobre por qué se lo ve tan radiante y qué secretos puede esconder en su maletín negro de exmiembro del Foreign Office.

Hasta que una tarde, cuando Oliver echa la llave a los cajones de su escritorio, Tiger en persona aparece en la puerta y le propone ir a cenar algo al Cradle, ellos dos solos, como en los viejos tiempos. Kat no está a la vista, Oliver sospecha que por indicación de Tiger. Los atiende en su lugar Álvaro, el maître. La mesa del rincón, reservada permanentemente para Tiger, es un nido de terciopelo rojo poco iluminado. Cenará pato, acompañado de un burdeos. Oliver elige lo mismo. Tiger pide dos ensaladas de la casa, olvidando que a Oliver no le gusta la ensalada. Empiezan como siempre hablando de la vida amorosa de Oliver. Reacio a admitir la ruptura con Nina, Oliver opta por adornarla.

—¿Quiere eso decir que por fin vas a sentar la cabeza? —exclama Tiger, encontrando la idea muy graciosa—. ¡Dios santo! Yo te imaginaba a los cuarenta como un apuesto solterón.

—Supongo que hay cosas que uno no puede planear —dice Oliver con los ojos húmedos.

—¿Le has dado la buena noticia a Yevgueni?

—¿Cómo? ¿Está localizable? Tiger se interrumpe a medio masticar, induciendo a pensar que acaso el pato no está a su gusto. Sus cejas se acercan entre sí, formando un frontispicio truncado. Para alivio de Oliver, al cabo de un instante la mandíbula reanuda su rotación. Por lo visto, pues, el pato sí le satisface.

—Estuviste en esa residencia campestre suya, creo recordar —dice Tiger—. Donde se propone criar vinos de calidad. ¿No?

—No es una residencia, padre. Es un puñado de aldeas en las montañas.

—Pero habrá una casa aceptable, supongo.

—Pues no. O no, al menos, con arreglo a nuestros parámetros.

—El proyecto sí es viable, ¿no? ¿Podría interesarnos, quizá?

Oliver suelta una risotada de suficiencia a la vez que a una parte de él se le hiela la sangre al imaginar la sombra de Tiger proyectándose hasta aquellos confines.

—Para serte sincero, son castillos en el aire, me temo. Yevgueni no es un hombre de negocios en el sentido que nosotros lo entendemos. Sería tirar el dinero.

—¿Por qué?

—Para empezar, no ha calculado los costes de infraestructura —explicó, recordando las desdeñosas alusiones de Hoban al proyecto—. Podría ser un pozo sin fondo. Carreteras, canalización, división de los campos en bancales nivelados. Sabe Dios cuántas cosas más. Piensa utilizar mano de obra local, pero no está cualificada. Además, hay cuatro aldeas y se llevan a matar. —Un pensativo trago de burdeos mientras busca con urgencia otras razones disuasivas—. Yevgueni ni siquiera desea modernizar el lugar. Cree que sí, pero no es verdad. Es todo puro fantaseo… Ha jurado mantener el valle tal como está y al mismo tiempo industrializarlo y proporcionarle riqueza. O lo uno, o lo otro, las dos cosas a la vez no pueden hacerse.

—Pero ¿habla en serio?

—Ah, como el Papa de Roma. Si algún día consigue reunir unos cuantos billones, allí irán a parar. Pregúntale a la familia. Están horrorizados.

Los numerosos médicos de Tiger le han recomendado que si bebe vino en las comidas, beba igual cantidad de agua mineral. Enterado de ello, Álvaro deja una segunda botella de Evian sobre el mantel de Damasco rosa.

—¿Y Hoban? —pregunta Tiger—. Es de tu misma edad. ¿Qué clase de persona es? ¿Despierto? ¿Hábil en su trabajo?

Oliver duda. Por norma, sus antipatías personales duran a lo sumo unos minutos, pero Hoban es la excepción.

—No tengo mucho en que basarme. Randy lo conoce mejor que yo. A mi modo de ver, tiene algo de lobo solitario. Un poco demasiado arribista. Pero buen elemento. A su manera.

—Según me ha dicho Randy, está casado con la hija preferida de Yevgueni.

—No me consta que Zoya sea su preferida —protesta Oliver, alarmado—. Es solo un padre orgulloso. Quiere a todas sus hijas por igual.

Pero observa fijamente a Tiger, aunque sea a través de los espejos rosados de la pared. Lo sabe, Hoban se lo ha contado, sabe lo de la carta y el corazón de papel. Tiger se lleva una pizca de pato a la boca, seguida de un sorbo de burdeos, un sorbo de Evian y un ligero roce de servilleta.

—Dime una cosa, Oliver. ¿Te habló alguna vez el viejo Yevgueni de sus conexiones marítimas?

—Solo me comentó que estudió en la Academia Naval y estuvo enrolado en la marina de guerra una temporada. Y que lleva el mar en la sangre, y también las montañas.

—¿Nunca te mencionó que en una época toda la flota mercante del mar Negro estaba bajo su control?

—No. Pero con Yevgueni uno va conociendo detalles a tropezones, que él dosifica a su antojo.

Una pausa mientras Tiger se abisma en uno de esos monólogos interiores que concluyen en una decisión pero ocultan el razonamiento que ha conducido a ella.

—Sí, bueno, creo que daremos rienda suelta a Randy aún durante un tiempo, si no te importa. Tú puedes hacerte cargo otra vez cuando volvamos a la brecha.

En South Audley Street, padre e hijo se detienen en la acera y admiran el cielo estrellado.

—Y cuida bien a tu Nina, muchacho —aconseja Tiger con seriedad—. Kat la tiene muy bien considerada. Como yo.

Transcurre otro mes y, para manifiesta indignación de Massingham, el Cartero parte en misión a Estambul, donde Yevgueni y Mijaíl han plantado su tienda.