17
La cima del monte era un mar mágico suspendido sobre el smog. Las cúpulas de las mezquitas flotaban en él como tortugas al sol. Los minaretes se alzaban como los blancos fijos del campo de tiro de Swindon. Aggie apagó el motor del Ford de alquiler y escuchó el zumbido decreciente del aire acondicionado. Abajo, en algún lugar, se extendía el Bósforo, oculto por el smog. Bajó la ventanilla para dejar entrar el aire. Del asfalto ascendió una bocanada de calor, pese a que ya atardecía. El hedor del smog se mezclaba con el aroma de la hierba mojada. Subió la ventanilla y continuó en estado de alerta. Unos cúmulos grises se congregaron resueltamente en el cielo. Empezó a llover. Aggie encendió el motor y puso en marcha el limpiaparabrisas. Dejó de llover; los cúmulos adquirieron una tonalidad rosada, y los pinos de alrededor se ennegrecieron hasta que las pinas parecieron gruesas moscas atrapadas en la tracería del follaje. Volvió a bajar la ventanilla y esta vez penetró en el coche la fragancia de los limeros y el jazmín. Oía el chirrido de las cigarras y los eructos de una rana o un sapo. Sobre un cable, vio unos cuervos de pecho gris en posición de firmes. Una explosión celeste la hizo saltar del asiento. Una ráfaga de chispas pasó sobre ella y se alejó valle abajo antes de que advirtiese que eran fuegos artificiales lanzados desde una casa cercana. Las chispas se desvanecieron y aumentó la oscuridad.
Vestía unos vaqueros y una cazadora de cuero, la misma ropa con la que había emprendido la fuga. No iba armada porque no había establecido contacto con la familia de Brock. Ningún paquete envuelto en papel de regalo le había llegado al hotel; ningún voluminoso sobre le había sido entregado por debajo de la reja de la sección de visados con un adusto «Firme aquí, señora West». Excepto Oliver, nadie en el mundo conocía su paradero, y la quietud que reinaba en lo alto de aquel monte era como el letargo en que había entrado su vida. Estaba desarmada, enamorada y en peligro, y mantenía la vista fija en una solitaria verja de hierro turca engastada en un muro a prueba de bomba a unos cien metros pendiente abajo. Detrás del muro se veía el tejado plano de la moderna fortaleza de ladrillo del doctor Mirsky, que para el ojo avezado de Aggie era solo la casa de otro abogado sin escrúpulos, con buganvillas, sistema de alarma con focos de detección, fuentes, cámaras de seguridad, perros alsacianos, estatuas, y dos hombres fornidos en el patio que vestían pantalón negro, camisa blanca y chaleco negro y no hacían nada en particular. Y en algún lugar dentro de esa fortaleza se hallaba su amante.
Habían llegado allí tras una infructuosa visita al bufete del doctor Mirsky en el centro de la ciudad. «El doctor Mirsky no se encuentra hoy aquí —les había informado una atractiva recepcionista sentada tras una mesa de color malva—. Si son tan amables, dejen su nombre y vuelvan mañana». No dejaron ningún nombre, pero una vez en la calle Oliver se revolvió los bolsillos hasta dar con un papel donde tenía anotada la dirección particular de Mirsky, extraída del documento que había robado en el despacho del doctor Conrad. Pararon a un venerable caballero que los tomó por alemanes y, señalando a lo lejos con el dedo, indicó a voz en grito: «Dahin, dahin». En la ladera del monte siguieron las instrucciones de otros venerables caballeros hasta que milagrosamente se hallaron en el camino particular correspondiente, pasaron frente a la fortaleza correspondiente y llamaron la atención de los perros, cámaras y guardaespaldas correspondientes.
Aggie habría dado cualquier cosa por entrar en la casa con Oliver, pero él se había negado. Prefería un mano a mano entre abogados, adujo. Quería que aparcase a cien metros de la entrada y esperase. Le recordó que era el padre de él a quien buscaban, no el de ella. «Y en todo caso, ¿de qué vas a servirme, con o sin pistola, sentada allí como un florero? Es mucho mejor que esperes a ver si salgo, y si no salgo, gritas». Se hace responsable de su propia vida, pensó Aggie. Y también de la mía. No sabía si sentirse alarmada u orgullosa, o lo uno y lo otro a la vez.
Estaba en un solar abandonado donde había aparcados también un camión rosa con una botella de limonada pintada en el flanco y seis Volkswagen escarabajo, todos vacíos. Se requeriría una cámara de vigilancia muy potente, pensó Aggie, o un guardaespaldas muy sagaz, para advertir mi presencia a esta distancia. Además, ¿quién iba a fijarse en una mujer dentro de un utilitario marrón sin antenas, hablando por un teléfono móvil al anochecer? En realidad, no hablaba. Escuchaba uno por uno los mensajes de Brock. Nat, sereno como un buen capitán de barco en plena tempestad, sin reproches, sin alboroto: «Charmian, soy yo otra vez, tu padre; desearíamos que nos telefoneases en cuanto recibas este mensaje, por favor… Charmian, necesitamos tener noticias tuyas, por favor… Charmian, si no puedes comunicarte con nosotros por alguna razón, ponte en contacto con tu tío, por favor… Charmian, os queremos aquí de regreso lo antes posible, por favor». Donde dice «tío» léase el «representante británico más cercano».
Mientras escuchaba, recorrió con la mirada la verja de hierro, los árboles y setos de los jardines circundantes, y las luces que traspasaban el smog gris azulado. Y cuando acabó de escuchar a Brock, escuchó las voces contradictorias de su compleja naturaleza, intentando comprender qué le debía a Brock, qué a Oliver y qué a sí misma, si bien estas dos últimas deudas se reducían a una sola, porque cada vez que pensaba en Oliver, volvía a verlo entre sus brazos, riendo, moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad, sudando copiosamente a causa de la exagerada calefacción del coche cama, y en apariencia tan despreocupado y entusiasta que Aggie tenía la sensación de que había dedicado la vida entera a intentar sacarlo de la cárcel, y de que si lo abandonaba, volvería a encerrarlo en ella sin remisión. El Servicio contaba con un centro de recepción de mensajes, y Aggie sabía el número de memoria. Movida por su natural tendencia a contemporizar, se planteó telefonear para decir que Oliver y Aggie estaban sanos y salvos y que no se preocupasen. Sin embargo una parte más fuerte de ella sabía que incluso el menor mensaje era una traición.
Casi era noche cerrada; el smog empezaba a disiparse; los focos de detección proyectaban un cono blanco sobre la fortaleza, y los faros de los coches que cruzaban los puentes del Bósforo parecían collares móviles contra la negrura del agua. Aggie descubrió que estaba rezando, y que la oración no disminuía su capacidad de observación. Todo su cuerpo se tensó de pronto. Las dos hojas de la verja se separaban, un chaleco negro junto a cada una. Los haces de luz de unos faros ascendían hacia ella por la pendiente. Vio cambiar las luces largas por las cortas y oyó a lo lejos un sonoro claxon. El coche dobló ante la casa y cruzó la verja abierta. Antes de que la verja se cerrase, Aggie identificó un Mercedes plateado, con chófer. Un hombre corpulento viajaba en el asiento trasero, pero a aquella distancia; con tan fugaz visión y sin más referencia que las fotografías de Mirsky que le habían mostrado en Londres, a un millón de kilómetros de allí, le fue imposible reconocerlo.
Oliver llamó al timbre y, para su desconcierto, oyó una voz de mujer, lo cual le recordó que cuando se está obsesionado con una mujer, todas las demás conducen a ella. La mujer contestó primero en turco, pero en cuanto Oliver se dirigió a ella en inglés, cambió a un euro-norteamericano para informarle de que su marido no estaba en ese momento en casa y sugerirle que probase en el bufete. A lo cual Oliver respondió que ya había probado sin éxito en el bufete, que había tardado más de una hora en encontrar la casa, que era amigo del doctor Conrad, que tenía mensajes confidenciales para el doctor Mirsky, que su chófer se había quedado sin gasolina, y que quizá la señora Mirsky podía decirle cuándo regresaría aproximadamente su marido. Y dedujo que, mientras hablaba, su voz debía de haberle transmitido algo especial a aquella mujer, quizá una mezcla de autoridad y residual galanteo dejado por su reciente contacto amoroso con Aggie, porque a continuación ella, con un ronroneo relajado, casi poscoital, preguntó:
—¿Es usted inglés o norteamericano?
—Inglés hasta la médula. ¿Representa eso algún inconveniente?
—¿Y es cliente de mi marido?
—Todavía no, pero me propongo serlo, tan pronto como me reciba —contestó Oliver efusivamente.
La mujer permaneció unos segundos en silencio y finalmente sugirió:
—Siendo así, ¿por qué no entra y toma una limonada mientras espera a Adam?
Y enseguida un hombre de chaleco negro abrió la verja lo suficiente para dar paso a un peatón, mientras otro hombre, hablando en turco, mandaba callar a los dos perros alsacianos. Y a juzgar por las expresiones de ambos vigilantes, habría podido pensarse que Oliver acababa de aterrizar procedente del espacio exterior, ya que primero miraron con perplejidad a uno y otro lado de la carretera y luego observaron los zapatos de Oliver, sin una mota de polvo. Oliver señaló pendiente abajo con el pulgar y soltó una carcajada.
—El chófer ha ido por gasolina —dijo con la esperanza de que si no lo entendían, lo interpretasen al menos como explicación.
La puerta de entrada estaba ya abierta cuando Oliver llegó. La custodiaba un boxeador profesional vestido con traje negro. Era fachendoso, poco amigable y de la estatura de Oliver, y mantuvo las manos parcialmente cerradas a los costados mientras registraba a Oliver con la mirada.
—Bienvenido —dijo por fin, y lo guio a través de un patio exterior hasta una segunda puerta, que a su vez daba a un jardín con una piscina iluminada y un patio interior enlosado, adornado con campánulas y bombillas de colores, donde había balancines suspendidos de vigas. En un balancín se sentaba una niña parecida a como sería Carmen cuando alcanzase la madura edad de seis años, con trenzas y una doble mella donde deberían haber estado los incisivos superiores. Se apretujaba contra ella un Romeo de ojos de azabache, dos años mayor, cuyo rostro resultó a Oliver misteriosamente familiar. La niña, provista de una cuchara, comía helado de un plato común. Esparcidos por el suelo, había cuentos para colorear, tijeras de recortar, lápices de colores y fragmentos de guerreros desmontables. Una mujer rubia de piernas largas, en las dos últimas semanas de embarazo, estaba sentada frente a los niños. Y el doctor Conrad no había mentido: era preciosa. A un lado tenía un ejemplar abierto de Peter Rabbit, de Beatrix Potter, en inglés.
—Niños, este es el señor West, de Inglaterra —anunció con cómica solemnidad, extendiendo una mano hacia él—. Le presento a Friedi y Paul. Friedi es nuestra hija; Paul es nuestro amigo. Acabamos de descubrir que las lechugas son somníferas, ¿verdad, niños?… Ah, y yo soy la señora Mirsky… Paul, ¿qué significa «somnífero»?
Oliver supuso que era sueca y estaba aburrida, y recordó que Heather, a partir del quinto mes de embarazo, coqueteaba con toda persona de sexo masculino mayor de diez años. Friedi, que era Carmen a los seis, sonrió y se llevó otra cucharada de helado a la boca; Paul, por su parte, miró a Oliver y mantuvo la mirada fija en él para acusarlo. Pero ¿de qué delito? ¿Contra quién? ¿Dónde? El boxeador del traje negro apareció con un granizado de limón.
—Que da sueño —contestó Paul al cabo de un rato, cuando ya nadie recordaba la pregunta, y de pronto Oliver cayó en la cuenta: ¡Por Dios, pero si es Paul! ¡El Paul de Zoya! ¡Ese Paul!
—¿Ha llegado hoy? —preguntó la señora Mirsky.
—De Viena.
—¿Estaba allí por negocios?
—Algo así.
—El padre de Paul también viaja mucho a Viena por negocios —dijo, articulando lenta y claramente en atención a los niños pero mirando a Oliver con una expresión ponderativa en sus enormes ojos—. Vive en Estambul, pero trabaja en Viena, ¿no, Paul? Es un gran comerciante. Hoy en día todo el mundo es comerciante. Alix es nuestro mejor amigo, ¿eh que sí, Paul? Lo admiramos mucho. ¿También usted es comerciante, señor West? —preguntó lánguidamente, ciñéndose el chal en torno al pecho.
—Más o menos.
—¿Comercia con alguna mercancía en particular, señor West?
—Básicamente con dinero.
—El señor West comercia con dinero. Y ahora, Paul, dile al señor West qué idiomas hablas… ruso naturalmente, turco, un poco de georgiano, inglés. Contesta, Paul. El helado no es somnífero.
Paul es el niño triste de todas las fiestas, pensó Oliver, identificándose con él. Inconsolable como su madre. Paul el melancólico, el repudiado, el eterno hijastro, aquel a quien ruegas una sonrisa, aquel cuyos ojos empañados se iluminan cuando entras en la habitación, y permanecen fijos en ti llenos de reproche cuando llega la hora de marcharte con tus trucos a otra parte. Paul, intentando rescatar de su turbulenta memoria de ocho años un borroso encuentro con un monstruo loco llamado Cartero, de los tiempos en que el abuelo y la abuela vivían en un castillo rodeado de árboles en las afueras de Moscú, donde había una moto que el Cartero montó mientras mamá me abrazaba contra su pecho y me tapaba el oído con la mano.
Inclinándose de pronto en su balancín, Oliver cogió del suelo un cuento de colorear y unas tijeras y —cuando Paul dio su consentimiento con un gesto— arrancó una página doble del cuento. Tras plegarla varias veces, recortó y agujereó con las tijeras hasta crear una hilera de felices conejos unidos hocico con cola.
—¡Es fantástico! —exclamó la señora Mirsky, la primera en hablar—. ¿Tiene hijos, señor West? Porque si no tiene hijos, ¿cómo puede ser tan experto? ¡Es usted un genio! Paul, Friedi, ¿qué le decís al señor West?
Pero a Oliver le preocupaba mucho más qué diría el señor West al doctor Mirsky. Y qué diría a Zoya y Hoban cuando pasasen a recoger a su hijo. Hizo aviones y, para deleite de todos, volaban realmente. Uno cayó al agua, de modo que enviaron un avión de rescate en su busca, y luego pescaron los dos con un palo para dejarlos en tierra firme. Hizo un pájaro, y Friedi se negó a echarlo a volar porque era precioso. Sacó de la oreja de Friedi por arte de magia un billete de cinco francos suizos, y se disponía a extraer otro de la boca de Paul cuando el estridente graznido bitonal de un claxon y el alegre «¡Papá!» de Friedi anunciaron que el buen doctor Mirsky había vuelto a casa.
Alboroto en el patio exterior, rápidas pisadas de criados, el ruido de las puertas de un coche al cerrarse, un gutural aullido de perros felices y un relajante clamor de saludos polacos, mientras un hombre enérgico y bullicioso de pelo negro y amplias entradas irrumpe en el jardín, se quita la corbata, la chaqueta, los zapatos y todo lo demás y, con un bramido de satisfacción, se lanza en cueros a la piscina y recorre dos largos bajo el agua. Asomando a la superficie como un oso semiafeitado, agarra un albornoz multicolor que le tiende el boxeador, se envuelve en él, abraza a su esposa y a su hija, saluda a Paul —«¡Hola, Pauli!»— y le revuelve afectuosamente el pelo, vuelve a inclinarse ante su esposa y por último, con manifiesto desagrado, ante Oliver.
—Siento muchísimo haberme presentado de este modo —se disculpó Oliver con su más encantadora voz de clase alta—. Soy un antiguo amigo de Yevgueni y le traigo recuerdos del doctor Conrad.
Por única respuesta, el doctor Mirsky clavó en él su mirada, varios siglos más vieja que la de Paul y embutida entre los párpados hinchados.
—Si no le importa que hablemos en privado… —dijo Oliver.
Oliver siguió la espalda multicolor y los talones descalzos del doctor Mirsky. El boxeador del traje negro siguió a Oliver. Cruzaron un pasillo, subieron por una corta escalera y entraron en un despacho con vistas panorámicas del montañoso paisaje nocturno, salpicado de inquietas luces. El boxeador cerró la puerta y se apoyó contra ella, llevándose una mano al corazón bajo la chaqueta.
—Veamos, ¿qué carajo quiere? —dijo Mirsky con voz grave, casi una descarga de artillería.
—Soy Oliver, el hijo de Tiger Single y socio adjunto de Single & Single de Curzon Street. Busco a mi padre.
Mirsky masculló una orden en polaco. El boxeador puso las manos cariñosamente bajo las axilas de Oliver, las exploró y descendió luego por el pecho hasta la cintura. Obligó a Oliver a volverse y, en lugar de besarlo y arrastrarlo a la cama como Zoya, le palpó la entrepierna como Kat y prolongó la caricia hasta los tobillos. Le sacó la cartera del bolsillo y se la entregó a Mirsky. Luego hizo lo mismo con el pasaporte a nombre de West y la variada morralla de sus bolsillos, que como de costumbre habría sido la vergüenza de un colegial de doce años. Ahuecando las manos, Mirsky cargó con todo y lo llevó al escritorio. A continuación se puso unas rebuscadas gafas. Dos mil francos suizos —había dejado el resto en la bolsa de viaje—, calderilla, una fotografía de Carmen en una silla de playa, un recorte todavía sin leer de una revista llamada Abracadabra que ofrecía «trucos recientes y recientemente desvelados», un pañuelo limpio por mandato de Aggie. Mirsky inspeccionaba el pasaporte a la luz de una lámpara.
—¿De dónde carajo ha sacado esto?
—Me lo ha proporcionado Massingham —respondió Oliver, acordándose de su visita a Nightingales para hablar con Nadia y lamentando no estar allí en ese momento.
—¿Es amigo de Massingham?
—Somos colegas.
—¿Lo envía Massingham?
—No.
—¿Lo envía la policía inglesa?
—He venido por propia iniciativa, para encontrar a mi padre.
Mirsky volvió a pronunciar unas palabras en polaco. El boxeador contestó. Siguió una entrecortada conversación, por lo visto acerca del modo en que Oliver había llegado, y el boxeador fue reprendido y obligado a abandonar el despacho.
—Pone usted en peligro a mi esposa y mi familia, ¿no se da cuenta? Ha hecho mal en venir aquí, ¿comprende?
—Le escucho.
—Quiero que salga de esta casa. Ahora mismo. Si vuelve a aparecer por aquí, que Dios le ayude. Llévese esa mierda. No la quiero. ¿Quién lo ha traído hasta aquí?
—Un taxi.
—¿Una mujer conduciendo un taxi en Estambul?
La han visto, pensó Oliver, impresionado.
—La ha puesto a mi disposición la agencia de alquiler de coches del aeropuerto. Hemos tardado una hora en encontrar la casa. Tenía otro encargo pendiente y no le quedaba gasolina —dijo Oliver. Mirsky lo observó con aversión mientras guardaba de nuevo su morralla en los bolsillos—. Tengo que encontrarlo —insistió Oliver, metiéndose la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta—. Si usted no conoce su paradero, dígame a quién puedo preguntar. Está en apuros. Debo ayudarlo. Es mi padre.
En el patio se oyó la alegre charla de la señora Mirsky y los niños cuando los dejaba en manos de una criada para acostarlos. El boxeador regresó y aparentemente informó de que las órdenes se habían cumplido. Dio la impresión de que Mirsky, de mala gana, ordenaba algo distinto. El boxeador puso reparos, y Mirsky lo hizo callar de un bramido. El boxeador se marchó y volvió con unos vaqueros, una camisa a cuadros y unas sandalias. Mirsky se despojó del albornoz, quedándose desnudo, y a continuación se puso los vaqueros y la camisa y se calzó las sandalias. Lanzó un juramento y, dejando al boxeador de nuevo en retaguardia, precedió a Oliver por un pasillo trasero hasta el patio de entrada. Aguardaba allí un Mercedes plateado de cara a la verja cerrada, con un chófer al volante. Mirsky abrió la puerta del chófer, lo hizo salir de un tirón y dio otra orden a gritos. El boxeador extrajo una pistola de la axila izquierda y se la entregó a Mirsky, que, moviendo la cabeza en un gesto de desaprobación, se la colocó al cinto con el cañón hacia arriba. El boxeador escoltó a Oliver hasta la puerta del pasajero, sujetándolo del brazo, y lo obligó a sentarse rápidamente. La verja se abrió. Con Mirsky al volante, salieron a la carretera, doblaron a la izquierda y descendieron hacia las luces de la ciudad. Oliver deseó volver la cabeza con la esperanza de ver a Aggie, pero no se atrevió.
—¿Es usted buen amigo de Massingham?
—Massingham es un hijo de puta —repuso Oliver, presintiendo que aquel no era momento para medias verdades—. Engañó a mi padre.
—¿Y qué? Todos somos unos hijos de puta, y hay hijos de puta que ni siquiera saben jugar al ajedrez.
Mirsky frenó en seco en medio de la carretera, bajó la ventanilla y aguardó. A su derecha, un tortuoso camino de tierra subía hacia la cima del monte, donde se alzaba un grupo de antenas con luces intermitentes en la punta. El cielo estaba plagado de estrellas; una reluciente luna mitigaba la negrura del horizonte, y su resplandor cabrilleaba en las aguas del Bósforo. Mirsky seguía esperando, atento a los retrovisores, pero ninguna Aggie descendió por la carretera hacia ellos. Mascullando una palabra malsonante, Mirsky arrancó bruscamente, abandonó la carretera y enfiló el camino, tomó una curva a toda velocidad, recorrió quinientos metros a través de la hierba y los escombros que invadían el camino y paró en un ensanchamiento. Estaban rodeados de altos árboles. Oliver recordó su rincón secreto de Abbots Quay y se preguntó si aquel sería el de Mirsky.
—No tengo la menor idea de dónde carajo está su padre, ¿de acuerdo? —dijo Mirsky con tono de reacia complicidad—. Es la verdad. Le digo la verdad, y usted desaparece de mi vida, se aleja de mi casa, mi esposa y mis hijos, vuelve a su jodida Inglaterra o a donde le dé la gana, me importa una mierda. Soy un padre de familia. Creo en los valores de la familia. Su padre me caía bien, ¿de acuerdo? Siento mucho que haya muerto, ¿de acuerdo? Lo siento. Así que vuelva a su país, funde una nueva dinastía y olvídese de él. Soy un abogado respetable. Eso es lo que quiero ser. Ya no me dedico a los negocios sucios, ni lo haré a menos que sea necesario.
—¿Quién lo mató?
—Puede que aún no lo hayan matado. Puede que lo maten mañana, esta noche, ¿qué más da? Cuando lo encuentre, estará muerto, y conseguirá que lo maten también a usted.
—¿Quién lo matará?
—Todos. La familia entera. Yevgueni, Tinatin, Hoban, todos los primos, tíos, sobrinos…, ¿qué sé yo quién lo matará? Yevgueni ha reinventado el odio de sangre, ha declarado la guerra a toda la especie humana sin exención alguna. Es un hombre del Cáucaso. Todo el mundo tiene que pagar. Tiger, el hijo de Tiger, el perro del hijo, y hasta su canario.
—¿Y todo a causa del Free Tallinn?
—Con el Free Tallinn se jodió todo. Hasta Navidad… sí, de acuerdo, tomamos ciertas medidas…, Massingham, yo y Hoban… Estábamos ya un poco hartos de los errores de los demás y pensamos que era ya hora de reorganizarse, modernizarse, mejorar la seguridad.
—Deshacerse de los viejos —matizó Oliver—. Apropiarse del negocio.
—Claro —concedió Mirsky, magnánimo—. Mandarlos a la mierda de una vez. Así son los negocios, ¿qué tiene de raro? Intentamos tomar el poder. Un golpe incruento. ¿Por qué no? Por medios pacíficos. Yo soy un hombre pacífico. He recorrido un largo camino. Un mocoso harapiento de Lvov, estudia para llegar a ser un buen comunista, aprende a follar en cuatro idiomas a la edad de catorce años, magna cum laude en derecho, llega a ser un pez gordo del Partido, con influencias, un buen tenderete, ve por dónde van los tiros, se convierte en un buen católico, recibe el bautismo, una fiesta por todo lo grande, se afilia a Solidaridad pero el remedio no es eficaz al ciento por ciento, los nuevos mandamases creen que conviene meterme en la cárcel, así que vengo a Turquía. Aquí soy feliz. He abierto un nuevo bufete, me he casado con una diosa. Quizá algún día me convierta al islam. Me adapto a todo… y soy pacífico —repitió categóricamente—. Hoy en día hay que ser pacífico, no existe otra opción, hasta que un ruso chiflado decide empezar por su cuenta la tercera guerra mundial, y a joderse.
—¿Adónde lo han llevado?
—Al sitio adonde lo hayan llevado. ¿Qué sé yo? ¿Dónde está Yevgueni? En el sitio adonde llevaron el cadáver. ¿Dónde está Alix? En el sitio adonde fue Yevgueni. ¿Dónde está Tiger? En el sitio adonde lo haya llevado Alix.
—¿Qué cadáver?
—¡El cadáver de Mijaíl, joder! ¿Quién iba a ser? Mijaíl, el hermano de Yevgueni. ¿Tiene serrín en la cabeza o qué? Mijaíl, por Dios, que murió en el tiroteo del Free Tallinn. ¿Por qué cree que Yevgueni se ha propuesto iniciar una guerra? Estaba obsesionado con recuperar el cadáver. Pagó una fortuna por él. «Traedme el cadáver de mi hermano. En un ataúd de acero, con mucho hielo. Luego mataré al mundo entero».
Oliver percibió muchas cosas simultáneamente. Que veía las imágenes en negativo, y no en positivo, de manera que por unos segundos la luna fue un círculo negro en el cielo blanco. Que se hallaba sumergido bajo el agua, privado del habla y el oído. Que Aggie le tendía una mano pero él se estaba ahogando. Cuando recobró sus facultades, Mirsky hablaba otra vez de Massingham.
—Alix informa a Randy sobre el cargamento, y Randy se lo sopla a sus antiguos jefes, el jodido Servicio Secreto británico. Sus antiguos jefes lo notifican a Moscú. Moscú moviliza a la marina rusa en pleno, organiza un nuevo Pearl Harbor, mata a cuatro hombres, confisca el barco, tres toneladas de mierda de primera calidad vuelven a Odessa para que los de aduanas se hagan de oro. Yevgueni enloquece, ordena que le vuelen la cabeza a Winser. Eso solo para empezar. Ahora viene lo serio.
Oliver habló con tono inexpresivo, la vista al frente, fija en las luces de la ciudad a través de los árboles.
—¿Qué hacía Mijaíl en el Free Tallinn?
—Viajar con la carga. Protegerla. Como favor a su hermano. Ya se lo he dicho. Estaban perdiendo demasiada mercancía. Demasiados errores, demasiadas cuentas congeladas, demasiado dinero tirado por el desagüe. Había ya mucho malestar. Todos echaban las culpas a todos. Mijaíl quiere comportarse como un héroe ante su hermano, así que embarca con el cargamento, armado de su Kalashnikov. La marina rusa aborda el barco, Mijaíl mata a un par de marineros, se crea mal ambiente. Ellos lo matan a él, y ahora tiene que pagarlo todo el mundo. Es lógico.
—Tiger vino a verlo —dijo Oliver con el mismo tono mecánico de antes.
—¡Y un carajo!
—Vino a Estambul hace solo unos días.
—Quizá sí, quizá no. Me llamó por teléfono. A la oficina. Eso es lo único que sé. No sonaba como un teléfono normal. Tampoco él hablaba como un hombre normal. Parecía que tuviese una cebolla en la boca. Quizá era una pistola. Mire, lo siento, ¿de acuerdo? Ya sé que es su padre, joder.
—¿Qué quería?
—Me insultó. Me acusó de intentar robarle en Navidad. «Robarle yo, lo dudo —dije—. En cambio, por esas fechas sí teníamos la clara impresión de que usted nos robaba a nosotros. En todo caso, ganó usted, así que poco importa». Entonces me dice que debo retirar esa descabellada reclamación de doscientos millones de libras. Hable con Yevgueni, le digo. Hable con Hoban. Esa reclamación no es idea mía. Quéjese al cliente, no a mí. Son ellos quienes han tomado la decisión. Y entonces me dice: «Si se presenta ahí mi hijo Oliver, no hable con él, es un lunático de mierda. Dígale que deje de joder, que no me siga. Dígale que se largue de Estambul y se busque una madriguera donde esconderse. Dígale que el juego ha terminado».
—Eso no se parece en nada a la manera de hablar de mi padre.
—Es su mensaje. En palabras mías. También es mí mensaje. Soy abogado. Transmito lo esencial. Lárguese de Estambul ahora. ¿Quiere que lo lleve a alguna parte? ¿El aeropuerto? ¿La estación de tren? ¿Tiene dinero? Lo dejaré en una parada de taxis.
Mirsky puso el motor en marcha.
—¿Por quién se ha enterado de que el traidor fue Massingham?
—Por Hoban. Alix está bien informado. Aún conserva contactos en Moscú, gente que forma parte del sistema. Espías.
Sin encender las luces, Mirsky quitó el freno de mano y dirigió el coche lentamente hacia la carretera, dejando que la luna le alumbrase el camino.
—¿Por qué le dijo Hoban que fue Massingham quien delató al Free Tallinn?
—Me lo dijo, sin más. Porque somos amigos. Porque nos metimos juntos en negocios cuando corrían malos tiempos y éramos un par de agentes secretos, trabajando por el bien del comunismo y embolsándonos un pavo bajo mano.
—¿Dónde está Zoya?
—En las nubes. No la moleste, ¿me oye? Las rusas están locas. Alix tiene que volver a Estambul e internarla en un sanatorio o algo así. Alix está descuidando sus deberes conyugales.
Habían llegado ya al pie del monte. Mirsky miraba sin cesar por los retrovisores. Oliver los miraba también. Vio acercarse el Ford por detrás, y cuando Mirsky aminoró la velocidad para arrimarse a la acera, vio pasar de largo a Aggie, con expresión tensa y las manos firmemente sujetas al volante.
—Es usted un buen tipo. Espero no verle nunca más la cara. —Se sacó la pistola de la cintura—. ¿Quiere una de estas?
—No, gracias —respondió Oliver.
Mirsky detuvo el coche poco antes de una rotonda. Oliver se apeó y aguardó en el bordillo. Apretando el acelerador, Mirsky dio una vuelta completa a la rotonda y emprendió el regreso a casa, sin volver a mirar a Oliver. Transcurrido un tiempo prudencial, lo sucedió Aggie.
—Mijaíl era el Sammy de Yevgueni —comentó Oliver con la mirada perdida. Habían aparcado cerca del agua. Oliver había dado el parte de su misión a Aggie.
—¿Quién es Sammy? —preguntó ella, marcando ya el número de Brock en el teléfono móvil.
—Un niño que conozco. Me ayudaba con mi magia.
Elsie Watmore oyó el timbre en sueños, y después del timbre oyó decir a su difunto marido Jack que volvían a reclamar la presencia de Oliver en el banco. A continuación, ya no era Jack sino Sammy quien, con la luz del pasillo encendida y envuelto en su batín, le decía que dos policías de paisano llamaban a la puerta, que debía de haberse cometido un asesinato, y que uno de ellos era calvo. Últimamente Sammy tenía una marcada propensión a las ideas morbosas. Muerte y desastres, esos eran sus temas preferidos, y nunca parecía cansarse de ellos.
—Si van de paisano, ¿cómo estás tan seguro de que son policías? —preguntó Elsie mientras se ponía la bata—. ¿Qué hora es?
—Han venido en un coche de policía —respondió Sammy, siguiéndola escalera abajo—. Un coche que lleva escrita la palabra policía.
—No te quiero rondando por aquí, Sammy, así que no vengas conmigo. Es mejor que te quedes arriba.
—No pienso quedarme arriba —repuso Sammy.
Esa era otra de las cosas que preocupaban a Elsie: la rebeldía de Sammy desde que Oliver se había marchado. Había aparecido junto con la incontinencia de orina por las noches y el deseo de que todo el mundo muriese en algún desastre. Acercó el ojo a la mirilla. El que estaba más cerca de la puerta llevaba sombrero. El otro iba descubierto y lucía una calva tan monda como la de un luchador, y Elsie nunca antes había visto a un policía completamente calvo. Su liso cuero cabelludo relucía bajo la lámpara del porche, y Elsie sospechó que se aplicaba algún ungüento especial. Detrás de ellos, aparcado justo al lado de la furgoneta mágica de Oliver, se hallaba su Rover blanco. Elsie abrió la puerta, pero no quitó la cadena.
—Es la una y cuarto de la madrugada —dijo por la abertura.
—Lo sentimos mucho, señora Watmore, se lo aseguro. Porque es usted la señora Watmore, ¿verdad?
Hablaba el del sombrero; el calvo solo observaba. Una voz londinense, cultivada, pero no tanto como él desearía.
—¿Y qué si lo soy? —replicó.
—Soy el sargento Jenning, de la Brigada de Investigación Criminal, y mi compañero es el agente Ames. —Agitó ante ella una tarjeta plastificada, pero podría haber sido su pase de autobús—. Actuamos sobre la base de información recibida acerca de cierta persona con la que nos gustaría hablar antes de que se cometa otro delito. Creemos que quizá usted pueda ayudarnos en nuestras pesquisas.
—¡Vienen por Oliver, mamá! —exclamó Sammy con un ronco susurro desde el codo izquierdo de Elsie, y ella estuvo a punto de darse media vuelta y ordenarle que cerrase aquella bocaza.
Retiró la cadena de la puerta, y los policías pasaron al vestíbulo, uno pegado a los talones del otro. Debe de ser cosa de esa exesposa suya, pensó; seguro que lo ha demandado para exigirle la pensión. O ha pillado una de sus borracheras y le ha dado una paliza a alguien. Se representó a Oliver encogido en el suelo, de costado, tal como lo había encontrado aquella vez en su habitación, con la mirada fija en la pared de una celda.
El policía del sombrero se descubrió. Ojos lagrimosos de alcohólico. Por alguna razón, avergonzado de sí mismo. El de la calva reluciente, en cambio, no se avergonzaba de nada. Había visto el registro de entradas del Reposo y, encorvado sobre él, lo hojeaba como si fuese suyo. Hombros de matón. Culo desproporcionadamente pequeño.
—Un tal West —dijo el agente calvo, humedeciéndose el pulgar con la lengua para pasar otra hoja—. ¿Conoce a algún West?
—Supongo que alguno se ha alojado aquí de vez en cuando. Es un apellido bastante corriente.
—Enséñasela —propuso el agente, y siguió pasando páginas mientras el sargento del sombrero extraía de su cartera un sobre de papel encerado y mostraba a Elsie una fotografía de Oliver a lo Elvis Presley, con el pelo ahuecado y los párpados hinchados, de la época en que se dedicaba a aquello de lo que había huido.
Sammy, de puntillas, trataba de echar una ojeada a la foto y decía:
—A mí, a mí.
—Nombre de pila, Mark —informó el sargento—. Mark West. Más de metro ochenta, cabello oscuro.
Elsie Watmore tenía solo intuición, y el recuerdo de las contenidas llamadas telefónicas de Oliver, como mensajes de SOS de un barco a punto de hundirse: «¿Qué tal, Elsie? ¿Cómo está Sammy? Yo estoy bien, Elsie; no te preocupes por mí. Pronto volveremos a vernos». Sammy había cambiado su súplica por un «Enséñamela, enséñamela», y chasqueaba los dedos bajo la nariz de su madre.
—No es él —dijo Elsie con voz quebrada, como una declaración formal ensayada demasiado a menudo.
—No es ¿quién? —inquirió el agente calvo, irguiéndose a la vez que se volvía hacia ella—. ¿Quién no es quién?
Tenía los ojos muy claros y la mirada vacía, y fue ese vacío lo que la asustó: la convicción de que por más amabilidad que una vertiese en aquellos ojos, se desperdiciaría hasta la última gota. No cambiaría de expresión ni aun viendo agonizar a su madre, pensó.
—No conozco al hombre de la fotografía, así que no es él, ¿no? —repuso, devolviendo la fotografía—. Debería darles vergüenza andar despertando así a personas decentes.
Sammy no soportaba ya más su exclusión. Apartándose de las faldas de su madre, avanzó con paso firme hacia el sargento y tendió resueltamente la mano.
—Sammy, vete a la cama, por favor. Hablo en serio. Mañana tienes colegio.
—Enséñasela —mandó el agente, si bien sus labios no se movieron. Un agente dando órdenes a un sargento.
El sargento entregó la fotografía a Sammy, y este la examinó con gran alarde de concentración, primero con un ojo, luego con los dos.
—Ningún Mark West ha estado aquí —dictaminó por fin, y la devolvió con un gesto de desdén, como si fuese una inmundicia. A continuación, subió ruidosamente por la escalera sin mirar atrás.
—¿Y un tal Hawthorne? —preguntó el agente calvo, consultando de nuevo el registro de entradas—. O. Hawthorne. ¿Quién es?
—Ese es Oliver —respondió Elsie.
—¿Quién?
—Oliver Hawthorne, un huésped de la pensión. Trabaja en el mundo del espectáculo. Para niños. El tío Ollie.
—¿Está aquí en este momento?
—No.
—¿Dónde está?
—Ha ido a Londres.
—Para qué.
—A actuar. Tenía un compromiso. Un viejo cliente. Uno muy especial.
—¿Y un tal Single?
—«Y un tal… y un tal…». ¿No sabe decir otra cosa? —Por fin le brotaba la ira, esa clase de ira intensa y diáfana que tan buen resultado le daba—. No tienen derecho a hacer esto. No han traído ninguna orden judicial. Salgan de aquí.
Abrió la puerta y la mantuvo abierta para que se fuesen, creyendo notar que se le hinchaba la lengua tal como ocurría a los mentirosos, según le decía siempre su padre. El agente calvo se acercó a ella y le echó a la cara su aliento a whisky y jengibre.
—¿Alguna persona de este establecimiento, varón, ha viajado recientemente a Suiza, por placer o por negocios?
—No que yo sepa.
—¿Por qué, pues, ha enviado alguien a su hijo Samuel una postal con una imagen de un campesino suizo agitando una bandera? ¿Una postal donde ese alguien anuncia que regresará pronto a casa? ¿Y por qué el sello de dicha postal se cargó a la cuenta de la habitación del señor Mark West?
—No lo sé. Yo no he visto esa postal, ¿no?
Los ojos de mirada vacía aún más cerca, los efluvios del whisky más tibios y hediondos.
—Si está mintiéndome, señora, como así creo, usted y el chismoso de su hijo desearán no haber nacido —dijo el agente, y luego le dio las buenas noches con una sonrisa y se dirigió hacia el coche con su compañero.
Sammy esperaba en la cama de su madre.
—He hecho bien, ¿verdad, mamá? —preguntó.
—Tenían mucho más miedo ellos que nosotros, Sammy —aseguró Elsie, y empezó a temblar.