2

—Oliver Hawthorne. Haz el favor de venir enseguida. Volando. Te llaman por teléfono.

En Abbots Quay, una pequeña localidad encaramada a la ladera de un monte de la costa de Devon, en el sur de Inglaterra, una radiante mañana de primavera con olor a flores de cerezo, la señora Elsie Watmore, de pie en el porche de su pensión victoriana, reclamaba alegremente la presencia de su huésped, Oliver, que estaba en la acera, doce peldaños más abajo, cargando desgastadas maletas negras en su furgoneta japonesa con la ayuda del hijo de ella, Sammy, de diez años de edad. La señora Watmore había descendido a Abbots Quay desde la elegante ciudad balneario de Buxton, en el norte, portando consigo su elevado sentido del decoro. La pensión era una sinfonía victoriana de ondulantes encajes, espejos dorados y vitrinas con botellas de licor en miniatura. Se llamaba el Reposo de los Marineros, y la señora Watmore había llevado allí una vida venturosa con Sammy y su marido, Jack, hasta que este murió en el mar cuando le faltaba ya poco tiempo para retirarse. Era una mujer opulenta, inteligente, agraciada y compasiva. El engolado acento de Derbyshire, a voz en cuello para efecto cómico, resonó como una sierra mecánica sobre las casas de las empinadas calles que bajaban al mar. Lucía un coqueto pañuelo de color malva atado a la cabeza, porque era viernes, y los viernes siempre se lavaba y arreglaba el pelo. Una suave brisa soplaba desde el mar.

—Por favor Sammy, cariño, dale un codazo a Ollie en las costillas de mi parte y avísalo de que lo llaman por teléfono. Está dormido, como de costumbre. ¡En el vestíbulo, Ollie! Es el señor Toogood, del banco. Tienes que firmar algo, papeleo de rutina, dice, pero es urgente; y para variar, se le nota atento y caballeroso, así que no lo estropees, o se negará otra vez a autorizarme los descubiertos. —La señora Watmore aguardó, armándose de paciencia, que era lo único que podía hacerse con Ollie. No se inmuta por nada, pensó. Al menos cuando está ensimismado. No oiría ni un bombardeo aéreo. Para mayor incentivo, añadió—: Sammy acabará de cargar por ti, ¿verdad, Samuel? Claro que sí.

Volvió a aguardar en vano. Oliver entregó otra maleta negra a Sammy para que la acomodase en la parte trasera de la furgoneta, y su rostro carnoso, ensombrecido por la boina de vendedor de cebollas francés que era su sello personal, permaneció contraído en un visaje de extrema concentración. Son tal para cual, pensó la señora Watmore con condescendencia, observando a Sammy mientras probaba a colocar la maleta de todas las maneras posibles porque era tardo, y más aún desde la muerte de su padre. Para ellos, la menor dificultad se convierte en un problema. Cualquiera diría que van a Montecarlo, y no a cuatro pasos de aquí. Las maletas eran como las de los viajantes de comercio, forradas de piel sintética, cada una de un tamaño. Al lado había una pelota roja hinchada de más de medio metro de circunferencia.

—No ha dicho: «¿Dónde para el bueno de Ollie?». No, no era ese el tono ni mucho menos —insistió la señora Watmore, convencida a esas alturas de que el director del banco había colgado ya—. Ha sido más bien algo como «¿Tendría la amabilidad de pasarme con el señor Oliver Hawthorne?». No te habrá tocado la lotería, ¿eh, Ollie? Solo que te lo guardabas, ¿no?, como sería propio de ti, siempre tan serio y callado. Deja ya esa maleta, Sammy. Ollie te ayudará a colocarla cuando haya hablado con el señor Toogood. Al final se te caerá. —Cerró los puños y se puso en jarras con fingida exasperación—. Oliver Hawthorne, el señor Toogood es un ejecutivo bien remunerado de nuestro banco. No puedes tenerlo escuchando el vacío a cien libras la hora. Luego nos subirá las comisiones, y serás tú el único culpable.

Pero para entonces, bajo el influjo del sol y la languidez del primaveral día, sus pensamientos habían tomado otro rumbo por propia iniciativa, cosa que solía ocurrir en presencia de Ollie. Pensaba en la imagen que ofrecían juntos, casi como dos hermanos, pese a no parecerse demasiado: Ollie, grande como una montaña con su abrigo de color gris lobo, que llevaba hiciese frío o calor, sin preocuparse jamás de los vecinos o las miradas que le dirigían; Sammy, de rostro enjuto y aguileño como su padre, con su flequillo castaño y sedoso y la cazadora de cuero que Ollie le había regalado para su cumpleaños y apenas se había quitado desde entonces.

Recordaba el día que Oliver apareció ante su puerta por primera vez, con un aspecto desmadejado y enorme dentro de aquel abrigo, barba de dos días y solo una maleta pequeña en la mano. Eran las nueve de la mañana; ella estaba recogiendo los platos del desayuno. «¿Puedo venir a vivir aquí, por favor?», pregunta. No «¿Tienen una habitación libre?» o «¿Puedo verla?» o «¿A cuánto cobran la noche?». No, simplemente, «¿Puedo venir a vivir aquí?», como un niño perdido. Y además llueve, así que ¿cómo va ella a dejarlo allí plantado en la puerta? Hablan del tiempo; Oliver contempla con admiración el aparador de caoba y el reloj de similor. Ella le enseña el salón y el comedor, le informa de las normas de la pensión y lo lleva arriba para ofrecerle la número siete, con vistas al cementerio, si no le resulta demasiado deprimente. No, dice él, no ve el menor inconveniente en tener a los muertos por compañeros de habitación. Y si bien no es así como Elsie lo habría expresado, al menos desde el fallecimiento del señor Watmore, ríen los dos con ganas. Sí, dice él, traerá más equipaje, en su mayor parte libros y trastos inútiles.

—Y una impresentable furgoneta vieja —añade tímidamente—. Si es una molestia, la dejaré calle abajo.

—No es ninguna molestia —responde ella con tono melindroso—. En el Reposo no somos así, señor Hawthorne, y confío en que nunca lo seamos.

Y acto seguido él paga un mes por adelantado, cuatrocientas libras contadas sobre el lavabo, y como caídas del cielo considerando el descubierto de su cuenta.

—No será un fugitivo, ¿verdad? —pregunta ella medio en broma, medio en serio, ya abajo de nuevo.

Primero él la mira desconcertado, luego se sonroja. Por último, para alivio de ella, le dirige una sonrisa amplia y radiante que disipa todas sus dudas.

—No, en estos momentos no, creo —contesta.

—Y aquel que asoma por allí es Sammy —dice Elsie, señalando la puerta entreabierta del salón, porque Sammy, como de costumbre, ha bajado de puntillas para espiar al nuevo huésped—. Ya puedes salir, Sammy; te hemos descubierto.

Y una semana después llega el cumpleaños de Sammy, y esa cazadora de cuero debe de costar cincuenta libras como mínimo, y a Elsie se le encogió el corazón porque en esos tiempos una nunca sabía de qué pie cojeaban los hombres, por encantadores que se mostrasen cuando les convenía. Pasó la noche en vela devanándose los sesos para imaginar qué habría hecho el pobre Jack, ya que después de tantos años en el mar había desarrollado un especial olfato para esa clase de individuos. Los distinguía en cuanto pisaban la pasarela, alardeaba, y Elsie temía que Oliver fuera uno de esos y ella no lo hubiese notado. A la mañana siguiente faltó poco para que dijese a Ollie que devolviese inmediatamente la cazadora a la tienda donde la había comprado; en realidad se lo habría dicho si no hubiese charlado con la señora Eggar, de Glenarvon, mientras hacían cola en la caja del supermercado, averiguando, para asombro suyo, que Ollie tenía una hija de corta edad llamada Carmen y una exesposa llamada Heather, en otro tiempo enfermera del Freeborn, conocida por su ineptitud y por acostarse con todo aquel capaz de manejar un estetoscopio. Por no hablar ya de la lujosa casa en Shore Heights que él le había cedido, pagada hasta el último penique y escriturada. Algunas mujeres daban asco.

—¿Por qué no me ha dicho que es un orgulloso padre? —preguntó Elsie a Ollie con tono de reproche, dividida entre el alivio por el descubrimiento y la humillación de recibir una información sensacional de una patrona de la competencia—. Nos encantan los bebés, ¿verdad, Samuel? Nos chiflan los bebés, siempre y cuando no molesten a los huéspedes, ¿eh que sí?

A lo cual Ollie no respondió. Como un hombre sorprendido en algún acto vergonzoso, se limitó a bajar la cabeza y musitar:

—Sí, bien, hasta luego.

Subió a su habitación y empezó a caminar de un lado a otro, con pasos suaves, procurando no molestar, como era propio de él. Hasta que finalmente se interrumpió el deambular y se oyó el crujido de su butaca, y Elsie supo que se había calmado y puesto a leer uno de sus libros, amontonados en el suelo pese a que ella le había proporcionado una estantería, libros de leyes, ética, magia, libros en lenguas extranjeras, todos tanteados, catados y abandonados, abiertos y boca abajo o con jirones de papel entre las hojas para señalar el punto de lectura. A veces Elsie se estremecía solo de pensar en el cóctel de ideas que debía de agitarse dentro de aquella desgarbada figura.

Y sus borracheras —tres hasta la fecha—, tan controladas que a Elsie la sobrecogían. Ya había tenido huéspedes que bebían, claro está. Incluso tomaba una copa con ellos de vez en cuando, por cortesía, por cautela. Pero nunca se había presentado allí un taxi al amanecer, deteniéndose a veinte metros de la entrada para no despertar a los otros huéspedes, y entregado una mole cadavérica y momificada de alrededor de un metro noventa que había que acompañar escalinata arriba como a un herido en la explosión de una bomba, con el abrigo sobre los hombros y la boina recta y calada hasta las cejas, y capaz sin embargo de sacar su cartera, separar un billete de veinte para el taxista, susurrar «lo siento, Elsie» y —con solo una mínima ayuda por parte de ella— subir a su habitación sin causar molestias a nadie excepto a Sammy, que había pasado la noche en claro esperándolo. Luego Oliver dormía toda la mañana, o dicho de otro modo, Elsie no oía crujidos ni pisadas a través del techo y en vano permanecía atenta al golpeteo de las cañerías. Y cuando subía a verlo, con la excusa de llevarle una taza de café, y llamaba a su puerta y, al no oír nada, hacía girar el picaporte temerosamente, lo encontraba no en la cama sino en el suelo, de costado, con el abrigo aún puesto, las piernas encogidas contra el vientre igual que un niño, los ojos muy abiertos y la mirada fija en la pared.

—Gracias, Elsie. Déjalo en la mesa si eres tan amable —decía él con paciencia, como si no hubiese terminado aún de mirar la pared.

Ella obedecía. Y se marchaba, y ya abajo se preguntaba si convenía avisar al médico, pero nunca lo hizo, ni la primera vez ni las siguientes.

¿Qué lo atormentaba? ¿El divorcio? Aquella exesposa suya era una buscona empedernida, según contaban, y estaba obsesionada con el tema; podía considerarse afortunado de haberse librado de ella. ¿Qué trataba de olvidar con la bebida que esta avivaba más aún? En ese punto el pensamiento de Elsie regresó, como siempre en los últimos días, a la noche de tres semanas atrás en que durante una angustiosa hora creyó que Sammy acabaría encerrado en un sanatorio mental o algún sitio peor, hasta que Oliver llegó a rescatarlos a lomos de su caballo blanco. Nunca podré agradecérselo bastante. Haría lo que me pidiese, de día o de noche.

Cadgwith, dijo llamarse aquel hombre, y para demostrarlo exhibió ante la mirilla una flamante tarjeta de visita: «P. J. Cadgwith, supervisor de zona, Friendship Home Marketing Limited, sucursales en todas partes». Debajo, en letra pequeña, se leía: «Haga un favor a sus amigos. Gane una fortuna sin salir de casa». De pie allí mismo, donde Elsie se hallaba en ese momento, con el dedo en el timbre a las diez de la noche, el pelo brillante y peinado hacia atrás y los lustrosos zapatos de policía espejeando en el ojo de pez, y una falsa deferencia de policía.

—Señora, desearía hablar con el señor Samuel Watmore si me lo permite. ¿Es por casualidad su marido?

—Soy viuda —contestó Elsie—. Sammy es mi hijo. ¿Qué quiere?

Ese fue su primer error, como comprendió cuando ya no había remedio. Debería haberle dicho que Jack estaba en el bar de la esquina y volvería de un momento a otro. Debería haberle dicho que Jack le sacudiría el polvo si se le ocurría meter las narices en aquella casa. Debería haberle dado con la puerta en la cara, pues tenía perfecto derecho a hacerlo —como Ollie le explicó después—, en lugar de apartarse para dejarlo entrar en el vestíbulo y luego, casi sin pensar, llamar a voces a Samuel —«Sammy, cielo, ¿dónde estás? Ha venido un señor a hablar contigo»— una décima de segundo antes de verlo a través de la puerta entreabierta del salón cuando intentaba esconderse tras el sofá, arrastrándose boca abajo, con el trasero en alto y los ojos cerrados. A partir de ese instante conservaba solo un recuerdo fragmentario, incompleto, los peores momentos.

Sammy de pie en el centro del salón, blanco como el papel, con los ojos cerrados, negando con la cabeza pero en realidad asintiendo. La señora Watmore susurrando: «Sammy». Cadgwith, con el mentón hundido como un emperador, diciendo: «¿Dónde? Enséñamelo. ¿Dónde?». Sammy metiendo la mano en el jarrón anaranjado donde había escondido la llave. Elsie con Sammy y Cadgwith en el taller de Jack, donde Jack y Sammy construían juntos sus barcos a escala cuando Jack regresaba a casa de permiso, galeones españoles, yolas, dragones vikingos, todos tallados a mano hasta el último detalle, ni una sola maqueta comprada ya lista para montar. Esa era la mayor pasión de Sammy, motivo por el cual pasaba allí lánguidamente horas y horas tras la muerte de su padre, hasta que Elsie decidió que aquello era malsano para él y cerró con llave el taller para ayudarlo a olvidar. Sammy abriendo los armarios del taller uno por uno, y allí estaba todo: montones de artículos de muestra procedentes de Friendship Home Marketing, sucursales en todas partes. Haga un favor a sus amigos. Gane una fortuna sin salir de casa, salvo que Sammy no había hecho un favor a nadie ni había ganado un solo penique. Había suscrito un contrato de representante para el vecindario y lo había guardado todo como un tesoro para suplir la ausencia de su padre, o quizá lo concibiese como una especie de regalo para él: bisutería, relojes perpetuos, jerséis noruegos de cuello vuelto, amplificadores de pantalla para agrandar la imagen del televisor, perfumes, fijadores de cabello, ordenadores de bolsillo, chalets de madera con damas y caballeros que salían o entraban según se avecinase buen o mal tiempo… cuyo valor ascendía a mil setecientas treinta libras, calculó Cadgwith cuando volvieron al salón, cifra que, sumados los intereses y las ganancias no percibidas y el tiempo de viaje y la visita y las horas extra, redondeó en mil ochocientas cincuenta que, concediéndoles un trato de amistad, se reducían de nuevo a mil ochocientas por pronto pago, o aumentaban a cien libras mensuales durante veinticuatro meses, debiendo hacerse efectivo el primer plazo en aquel mismo instante.

Elsie no alcanzaba a comprender cómo se las había ingeniado Sammy para poner en práctica semejante plan —solicitar los impresos, falsificar la fecha de nacimiento y lo demás, todo sin ayuda de nadie—, pero lo había hecho, ya que el señor Cadgwith llevaba consigo la documentación, cumplimentada, doblada y metida en un sobre marrón de apariencia oficial con una presilla de algodón y un botón como cierre: primero el contrato que Sammy había firmado, presentándose como un adulto de cuarenta y cinco años, la edad de Jack en el momento de su muerte, y luego el «Compromiso Solemne de Pago», con un león estampado en relieve en cada esquina para mayor solemnidad. _ Y Elsie habría firmado cualquier cosa en el acto, habría firmado la cesión del Reposo y todo lo demás que no poseía, con tal de sacar a Sammy del aprieto, de no ser porque en ese preciso instante, gracias a Dios, apareció Ollie con su andar desgarbado, después del último bolo de la jornada, todavía con la boina y el abrigo de color gris topo, y encontró a Sammy sentado en el sofá como un cadáver con los ojos abiertos… y en cuanto a ella…, en fin, tras el fallecimiento de Jack pensó que nunca más lloraría, pero estaba equivocada.

En primer lugar Ollie, bajo la mirada de Cadgwith, leyó despacio los papeles, arrugando la nariz y frotándosela, frunciendo el entrecejo, como quien sabe qué busca y no acaba de gustarle. Lo leyó todo y luego, con expresión aún más ceñuda, lo releyó, y esta vez, mientras leía, pareció erguirse o plantarse o cuadrarse, o lo que fuese que hacía un hombre cuando se preparaba para una agarrada. Fue verdaderamente un descorrer el velo lo que Elsie presenció, como una escena de una película que a ella y a Sammy les encantaba, el momento cuando el héroe escocés sale de la cueva con la armadura puesta y el espectador descubre que es él, pese a que se sabía desde el principio. Y Cadgwith debió de percibir algo de eso, porque cuando Ollie hubo terminado de leer el contrato de Sammy por tercera vez —y después el «Compromiso Solemne de Pago»—, había empezado a desinflarse.

—Enséñeme las cifras —ordenó Ollie, así que Cadgwith le entregó las cifras, páginas y páginas, con los intereses incluidos, y al pie de cada página los totales en números rojos. Y Ollie leyó también las cifras, con la soltura que uno ve solo en banqueros o contables, las leyó tan deprisa como si fuesen palabras. Finalmente dijo—: Lleva todas las de perder. El contrato no tiene pies ni cabeza; la contabilidad da risa; Sam es un menor, y usted, un sinvergüenza. Coja la puerta y ahueque el ala.

Y Ollie es desde luego todo un hombretón, y cuando no habla como si llevase algodones en la boca, tiene una voz en consonancia, potente, firme, con autoridad, la clase de voz que uno oye en las películas de juicios. Y también la mirada, cuando en lugar de fijarla en el suelo a tres metros por delante de él mira a la cara como es debido. Una mirada fiera. Una mirada como la de esos pobres irlandeses que han pasado años en la cárcel por crímenes que no cometieron. Y con su estatura y corpulencia, Oliver se acercó a Cadgwith y, sin separarse de él, lo acompañó hasta la puerta, con actitud en apariencia cortés. Y en la puerta dijo algo a Cadgwith para ayudarlo en su camino. Y si bien Elsie no llegó a oír sus palabras, Sammy sí las oyó con absoluta claridad, pues en las semanas siguientes, mientras recobraba el ánimo, las repetía en el momento menos pensado como una frase de aliento: «Y si vuelve a aparecer por aquí, le romperé ese asqueroso cuello», con una voz comedida, desapasionada, sin intención de amenazar, solo a título informativo, pero sirvió de apoyo a Sammy a lo largo de su recuperación. Porque durante todo el tiempo que Sammy y Ollie pasaron en el taller embalando los tesoros para reenviarlos a Friendship Home Marketing, Sammy continuó musitándola para mantener alta la moral: «Si vuelve a aparecer por aquí, le romperé ese asqueroso cuello», como una plegaria de esperanza.

Oliver había accedido por fin a escucharla.

—Gracias, Elsie, ahora no puedo ponerme. Lo siento mucho, pero no es buen momento —respondió desde la sombra de la boina, sus modales intachables como siempre.

Luego se desperezó, una de sus contorsiones, arqueando la larga espalda y estirando los brazos hacia atrás y hacia abajo, con el mentón contra el pecho como un soldado de la Guardia Real llamado al orden. Erguido así, cuan alto y amplio era, su estatura resultaba excesiva para Sammy y su anchura excesiva para la furgoneta, que era roja y más alta que ancha y llevaba en el costado el rótulo Autobús mágico del tío Ollie, en gruesas y redondeadas mayúsculas de color rosa, parcialmente borradas a causa de los malos aparcamientos y los vándalos.

—Actuamos a la una en Teignmouth y a las tres en Torquay —explicó mientras se encajonaba en el asiento del conductor. Sammy estaba ya a su lado con la pelota roja entre las manos, dándose de cabezadas contra ella, impaciente por ponerse en marcha—. Y en el centro del Ejército de Salvación a las seis. —El motor tosió, pero no pasó de ahí—. Quieren jugar a toma esa, jueguecito de mierda —añadió por encima del aullido de frustración de Sammy.

Hizo girar la llave de contacto por segunda vez, con igual resultado. Ya ha vuelto a ahogar el motor, pensó ella. Llegará tarde a su propio funeral.

—Si no se juega al toma esa, por nosotros no hay inconveniente, ¿verdad, Sammy? —Accionó por tercera vez la llave. El motor cobró vida con un estertor remiso y vacilante—. Hasta luego, Elsie. Dile, por favor, que le telefonearé mañana. Por la mañana. Antes de irme a trabajar. Y tú para de hacer gilipolleces —ordenó a Sammy—. No te des esos golpes en la cabeza; es una tontería.

Sammy dejó de golpearse la cabeza. Elsie Watmore se quedó mirando la furgoneta, que zigzagueó pendiente abajo entre las casas de la ladera hasta el puerto y dio dos vueltas a la rotonda antes de enfilar la carretera de circunvalación, despidiendo humo por el tubo de escape. Y mientras la observaba, le asaltó como siempre una creciente ansiedad que no podía, ni quizá quería, contener. No por Sammy, que era lo extraño, sino por Ollie. Era el temor de que no regresase. Cada vez que Ollie salía de la casa, a pie o en su furgoneta —incluso cuando se llevaba a Sammy al Legión para echar una partida de billar—, tenía la impresión de decirle adiós para siempre, igual que cuando su Jack se hacía a la mar.

Perdida aún en sus ensoñaciones, Elsie Watmore abandonó el soleado porche y en el vestíbulo descubrió, para su sorpresa, que Arthur Toogood seguía al teléfono.

—El señor Hawthorne tiene actuaciones hasta la noche —le informó con desdén—. Vendrá tarde. Le telefoneará mañana si encuentra un hueco en su agenda.

Pero Toogood no podía esperar hasta el día siguiente. Con carácter absolutamente confidencial, se veía obligado a facilitarle su número de teléfono particular, que ni siquiera constaba en la guía. Ollie debía llamarlo en cuanto llegase, por tarde que fuese, ¿entendido, Elsie? Toogood trató de sonsacarle dónde actuaba Ollie, pero ella mantuvo las distancias. El señor Hawthorne había mencionado quizá un hotel de lujo en Torquay, admitió con displicencia. Y una discoteca en el albergue del Ejército de Salvación a las seis. O era tal vez a las siete; lo había olvidado. Y si no lo había olvidado, lo hizo ver. En algunos momentos no deseaba compartir a Ollie con nadie, y menos con un rijoso director de sucursal bancaria de pueblo que en la última entrevista para hablar de las condiciones de su crédito le propuso que puntualizasen los detalles en la cama.

—¡Toogood! —repitió Oliver, exasperado, mientras giraba en la rotonda—. Papeleo de rutina. Una charla amistosa. Menudo capullo está hecho. ¡Mierda! —Se había pasado la salida a la carretera. Sammy soltó una sonora y áspera carcajada—. ¿Qué queda por firmar? —preguntó Oliver, dirigiéndose a Sammy de igual a igual, que era como le hablaba siempre—. Ella tiene ya la casa. Tiene el jodido dinero. Tiene a Carmen. Lo tiene todo menos a mí, como ella quería.

—Entonces se ha quedado sin la mejor parte, ¿no? —exclamó Sammy con tono jocoso.

—La mejor parte es Carmen —gruñó Oliver, y Sammy se mordió la lengua por un rato.

Ascendieron a paso de tortuga por una cuesta. Un camión impaciente los obligó a pisar el bordillo. La furgoneta no tiraba en las subidas.

—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Sammy cuando le pareció prudente.

—Menú A: Bota bota la pelota, las cuentas mágicas, encuentra el pajarito, molinetes, esculpir un cachorro, origami y adivina quién te dio —explicó Oliver. Sammy lanzó un desesperado lamento de película de terror—. ¿Qué pasa ahora?

—¿Y platos giratorios no?

—Si queda tiempo, incluiremos los platos; solo si queda tiempo.

Los platos giratorios eran la especialidad de Sammy. Había ensayado el número día y noche, y si bien nunca conseguía hacer girar un solo plato, se había convencido de que era un fuera de serie. La furgoneta entró en una lúgubre zona de viviendas de protección oficial. Un amenazador cartel prevenía del riesgo de infarto, pero no dejaba claro el remedio.

—A ver si ves los globos —indicó Oliver.

Sammy estaba ya atento. Apartando la pelota roja, se levantó del asiento sin desabrocharse el cinturón de seguridad y extendió un brazo. Cuatro globos, dos verdes y dos rojos, pendían mustios de una ventana del piso superior del número 24. Tras subir la camioneta a la acera con una brusca sacudida, Oliver entregó las llaves a Sammy para que comenzase a descargar y se dirigió hacia la casa por el corto camino de cemento, los faldones de su abrigo gris lobo ondeando alrededor agitados por la tonificante brisa marina. Una desangelada banderola pegada al cristal esmerilado de la puerta rezaba: feliz cumpleaños mary jo. De dentro emanaba olor a tabaco, bebé y pollo frito. Oliver tocó el timbre y lo oyó sonar por encima de los gritos de guerra de la chiquillería enloquecida. La puerta se abrió de golpe y dos niñas menudas vestidas de fiesta se quedaron mirándolo con la respiración entrecortada. Oliver se quitó la boina e hizo una profunda reverencia oriental.

—Soy el tío Ollie —declaró con extrema solemnidad pero sin llegar a asustar—, mago extraordinario. A su entera disposición, señoras. Llueva o brille el sol. Tengan la bondad de guiarme hasta el organizador.

Un hombre de cabeza rapada apareció detrás de ellas. Llevaba una camiseta de malla y tatuajes en el primer nudillo de cada dedo salvo los meñiques. Oliver lo siguió hasta la sala de estar, y en cuanto entró, tomó nota del escenario y el público. En su breve vida reciente había trabajado en mansiones, establos, salas comunales, playas abarrotadas de gente, e incluso bajo la marquesina de una parada de autobús, en un paseo marítimo, con un viento de fuerza ocho. Había ensayado por las mañanas y actuado por las tardes. Había trabajado ante niños pobres, niños ricos, niños enfermos y niños hospicianos. Al principio permitía que lo arrinconasen junto al televisor y la Encyclopaedia Britannica. Pero con el tiempo había aprendido a imponerse. Aquella tarde las condiciones eran precarias pero tolerables. Seis adultos y treinta niños apiñados en una reducida sala de estar, los críos sentados en el suelo frente a él formando un semicírculo, los adultos en una fotografía de grupo, todos en un único sofá, los hombres en el asiento y las mujeres, descalzas, encaramadas en el respaldo por encima de ellos. Agachándose e irguiéndose una y otra vez, Oliver abrió las maletas y extendió sus bártulos sin despojarse del abrigo gris lobo. Utilizando sus pliegues a modo de pantalla, montó con afectada gravedad, ayudado por Sammy, la jaula del canario evanescente y la lámpara de Aladino, que al frotarse se llenaba de valiosos tesoros. Y cuando se puso en cuclillas para dirigirse a los niños a su misma altura —ya que por principio nunca hablaba hacia abajo sino solo hacia arriba o a nivel—, con las colosales rodillas junto a las orejas y las manos sudorosas colgando pesadamente de ellas, parecía una especie de mantis religiosa, en parte profeta, en parte insecto gigante.

—Hola a todos —empezó con una voz inesperadamente dulce—. Soy el tío Ollie, un hombre de facultades misteriosas, grandes habilidades y poderes mágicos. —Hablaba sin engolamiento pero sí con cierta afectación. Su sonrisa, libre de su habitual reclusión, era un afable resplandor—. Y aquí a mi derecha se encuentra el gran y no muy diestro Sammy Watmore, mi inestimable ayudante. Un aplauso para él, por favor… ¡Ay!

«Ay» para el momento en que le muerde Rocco el mapache, cosa que Rocco siempre hace llegado ese punto, ante lo cual Oliver salta por los aires y vuelve a caer con increíble soltura a la vez que, con el pretexto de contener a Rocco, acciona disimuladamente el ingenioso resorte oculto en la tripa del mapache. Y cuando por fin Rocco entra en vereda, también él es presentado ceremoniosamente, y a continuación pronuncia un florido discurso de bienvenida a los niños, haciendo especial mención de Mary Jo, la niña agasajada por su cumpleaños, que es delicada y preciosa. Y de ahí en adelante la misión de Rocco consiste en demostrar a los niños que en realidad su amo es un pésimo mago, para lo cual asoma el hocico desde el interior del abrigo gris lobo y exclama: «¡Chicos, tendríais que ver lo que hay aquí dentro!», y en el acto empieza a lanzar naipes —todos ases—, un canario de peluche, una bolsa con sándwiches a medio comer y una botella de plástico de apariencia dañina marcada con el rótulo alpiste. Y después de poner en evidencia a Oliver como mago —aunque no con total éxito—, Rocco lo pone en evidencia como acróbata, agarrándose a su hombro y lanzando alaridos de pánico mientras Oliver, con inesperada agilidad, brinca por el exiguo escenario de la sala de estar montado en la pelota roja, con los brazos extendidos y los faldones del abrigo gris lobo agitándose a sus espaldas. Casi choca con estanterías, mesas y el televisor y pisa las puntas de los pies a los niños más cercanos, acompañado en todo momento por el griterío de Rocco, que le advierte de que ha rebasado el límite de velocidad, ha adelantado a un coche de policía, avanza derecho a una reliquia familiar de incalculable valor, va contra dirección en una calle de sentido único. A esas alturas de la función un resplandor inunda la sala y un resplandor envuelve también el porte de Oliver. Echa atrás la cabeza, el rostro sonrojado, los rizos negros de su abundante melena flotando sobre sus hombros como los de un gran director de orquesta, las fluidas mejillas radiantes de agotador placer, la mirada de nuevo juvenil y limpia, y ríe, y los niños ríen aún más fuerte. Entre ellos es el Príncipe del Resplandor, el increíble espantanublados. Es el torpe bufón que, por tanto, debe protegerse. Es un dios hábil capaz de invocar la risa, y hechizar sin destruir.

—Y ahora, princesa Mary Jo, quiero que cojas la cuchara de madera que te ofrecerá Sammy… Dale la cuchara de madera, amigo mío. Y quiero, Mary Jo, que remuevas en esta olla muy despacio y con total concentración. Sammy, acércale la olla. Gracias, Sammy. Bien. Todos habéis visto ya el interior de la olla, ¿no es así? Todos sabéis que la olla está vacía, salvo por unas pocas cuentas sueltas y aburridas que de nada sirven a hombre o animal alguno.

—Y todos saben también que tiene un doble fondo, gordinflón estúpido —grita Rocco, y recibe clamorosos aplausos.

—¡Rocco, eres un hurón peludo y apestoso!

—¡Mapache! ¡Mapache! ¡No hurón! ¡Mapache!

—Cállate de una vez, Rocco. Mary Jo, ¿habías sido princesa alguna vez? —Con un minúsculo gesto de negación, Mary Jo nos informa de que carece de experiencia previa en cuestiones de realeza—. En ese caso quiero que pidas un deseo, Mary Jo, un deseo grande, maravilloso y muy secreto. Tan grande como gustes. Sammy, ahora mantén esa olla muy quieta. ¡Ay!… Rocco, si vuelves a hacer eso, te…

Pero Oliver, pensándolo mejor, decide no concederle a Rocco una segunda oportunidad. Agarrando a Rocco por la cabeza y la cola, se lo lleva a la boca y le da un mordisco brutal y catártico en la tripa. De inmediato, entre las carcajadas y chillidos de terror de su público, escupe un convincente pedazo de piel de mapache que ha extraído de algún recóndito escondrijo del abrigo.

—¡Je, je! ¡Ji, ji! ¡No me has hecho daño! —se burla Rocco, haciéndose oír por encima de los aplausos.

Pero Oliver no le presta la menor atención. Ha reanudado el número.

—Niños y niñas, quiero que miréis todos dentro de esa olla y vigiléis las cuentas sueltas y aburridas por mí. ¿Pedirás un deseo para nosotros, Mary Jo?

Un tímido gesto de asentimiento nos indica que Mary Jo pedirá un deseo para nosotros.

—Ahora remueve despacio, Mary Jo, y espera un poco a que la magia surta efecto. Remueve esas cuentas sueltas y aburridas. Ya has pedido el deseo, ¿verdad, Mary Jo? Un buen deseo requiere su tiempo. ¡Ah, magnifico! ¡Divino!

Oliver retrocede de un salto teatral, con los dedos extendidos para protegerse la vista del esplendor de su creación. Ante nosotros aparece la princesa con el atavío que como tal le corresponde: un collar de cuentas plateadas alrededor del cuello y una diadema plateada en la cabeza.

—¿Le viene bien que le pague en monedas, jefe? —pregunta el hombre de la cabeza rapada, y a continuación saca veinticinco libras de una bolsa de gamuza y, contándolas, las deposita una a una en la mano abierta de Oliver.

Contemplando la colecta de monedas, Oliver se acuerda de Toogood y el banco, y nota que se le revuelve el estómago sin saber por qué, a no ser por el tufo a irregularidad que desprende el comportamiento de Arthur Toogood, un tufo cada vez más intenso.

—¿Podemos jugar al billar el domingo? —sugiere Sammy, de nuevo en la carretera.

—Ya veremos —responde Oliver, cogiendo una de las agujas de salchicha que han recibido de propina.

El segundo compromiso de Oliver en la tarde de aquel viernes tuvo lugar en el salón de banquetes del Majestic Hotel Esplanade de Torquay, donde su público se componía de veinte niños de buena familia con voces que le traían recuerdos de su niñez, una docena de madres aburridas con vaqueros y perlas, y dos estirados camareros con sucias pecheras postizas que entregaron disimuladamente a Sammy un plato con sándwiches de salmón ahumado.

—Nos ha parecido una actuación sensacional —comentó una distinguida dama mientras extendía un cheque en la sala de bridge—. ¡Y solo por veinticinco libras! Lo encuentro baratísimo. No sé de nadie que haga nada por veinticinco libras en estos tiempos —añadió, enarcando las cejas y sonriendo—. No debe de quedarle un solo minuto libre en su agenda, ¿verdad?

Ignorando la finalidad de su pregunta, Oliver masculló unas palabras ininteligibles y se puso de mil colores.

—Bueno, al menos dos personas han telefoneado durante la función preguntando por usted —dijo ella—. A no ser que haya llamado dos veces el mismo hombre. Me he tomado la libertad de pedir a la telefonista que dijese que estaba usted con las manos en la masa… ¿he hecho mal?

El edificio del Ejército de Salvación, en las afueras del pueblo, era una fortaleza contemporánea de ladrillo rojo con esquinas curvas y aspilleras para proporcionar un amplio campo de tiro a los Soldados de Jesús. Oliver había dejado a Sammy al pie de West Hill, porque Elsie quería que merendase a su hora. En la sala de actos, treinta y seis niños sentados alrededor de una larga mesa esperaban para comerse las patatas fritas en cajas de cartón que había repartido un hombre con un chaquetón de borreguillo que imitaba la piel de castor. De pie ante la cabecera de la mesa estaba Robyn, una mujer pelirroja con un chándal verde y unas llamativas gafas.

—Levantad todos la mano derecha así —ordenó Robyn, alzando en el acto su propia mano—. Ahora levantad la izquierda así. Juntadlas. Ayúdanos, Jesús, a disfrutar de esta comida y de la tarde de juegos y baile y a saber valorarlo. No permitas que nos comportemos mal ni que olvidemos a los pobres niños del hospital y a tantos otros que hoy no podrán divertirse. Cuando veáis que yo o la teniente agitamos los brazos así, dejáis lo que estéis haciendo y os quedáis quietos, porque significará que tenemos algo que decir o que os portáis mal.

Al monótono son de canciones infantiles, los niños jugaron a pasa el paquete, elefantes al galope y como estatuas cuando pare la música. Jugaron a leones dormidos, y una Venus de nueve años y cabello largo fue el último león en despertar. Tendida en el suelo, mantuvo los ojos cerrados mientras sus compañeros le hacían cosquillas con actitud respetuosa sin aparente resultado.

—¡Y ahora de pie y toma esa! —gritó Oliver atropelladamente a la vez que Robyn prorrumpía en un rugido de furia.

Los niños lanzaron puñetazos al aire e hicieron las consabidas manifestaciones de éxtasis. Como de costumbre, Oliver no tardó en tener dolor de cabeza a causa del estruendo y las luces estroboscópicas. Robyn le ofreció una taza de té y dijo algo a voz en cuello, pero Oliver no la oyó. Le dio las gracias con gestos pero ella no se movió de donde estaba. Vociferando para hacerse oír por encima del alboroto, volvió a darle las gracias, pero ella continuó hablando hasta que Oliver bajó el volumen e inclinó la cabeza hacia su boca.

—Un hombre con sombrero quiere hablar con usted —gritó ella, sin darse cuenta de que la música sonaba mucho más baja—. Un sombrero verde con el ala vuelta hacia arriba. Pregunta por Oliver Hawthorne. Es urgente.

Escudriñando la parpadeante bruma, Oliver distinguió a Arthur Toogood junto a la barra, custodiado por el tipo del chaquetón de borreguillo. Lucía un sombrero de fieltro de ala abarquillada y un anorak guateado sobre el traje. Con aquella iluminación, y agitando las manos irisadas para demostrar que no llevaba armas ofensivas, ofrecía el aspecto de un rollizo diablo.