10
En la desangelada buhardilla adonde Oliver se había trasladado después de tomar el té con Brock en el jardín —y donde había estado a solas desde entonces salvo por unas pocas interrupciones bien administradas del equipo para asegurarse de su bienestar—, había un camastro de hierro, una mesa de pino, una lámpara sobre ella con la pantalla remendada, y un cuarto de baño gangrenoso con calcomanías infantiles en el espejo, que Oliver, en su ociosidad, había intentado en vano despegar. Había una toma de teléfono, pero los prisioneros no tenían derecho a teléfono. El equipo le había ofrecido comida y compañía, pero Oliver había rehusado tanto lo uno como lo otro. Miembros del equipo ocupaban las habitaciones contiguas: la desconfianza de Brock hacia Oliver era tan absoluta como su afecto por él. Se acercaba ya la medianoche, y Oliver, tras muchas rondas de inspección por la buhardilla —que incluían la infructuosa búsqueda de una botella de whisky que había escondido entre las camisas aquella mañana al hacer el equipaje—, se hallaba de nuevo sentado en el camastro, encorvado y con la desmelenada cabeza colgando, en la posición del recluso condenado a una larga pena, y ejercitaba las manos con un globo de ciento veinte centímetros. Llevaba solo una toalla de baño atada a la cintura y unos calcetines de seda de color azul oscuro, comprados en Turnbull & Asser. Tiger le había regalado treinta pares tras sorprenderlo un día con un calcetín azul de lana en un pie y uno gris de algodón en el otro. Los globos eran la cordura de Oliver, y Brearly era su mentor. Cuando se veía incapaz de encontrar solución a sus otros problemas vitales, siempre le quedaba el consuelo de colocar una caja de globos a sus pies y rememorar los consejos de Brearly sobre el arte de modelar, sobre la manera de hinchar y anudar los globos, sobre palotes, haces y formas irregulares, sobre los métodos para distinguir un globo servicial y uno remiso. Cuando su matrimonio hacía aguas, se pasaba la noche en vela viendo los vídeos de demostración de Brearly y permanecía inmune a los lacrimosos reproches de Heather. «Sales de nuevo a escena a la una de la madrugada a menos que surja algún contratiempo —había avisado Brock—. Y quiero que recuperes el aspecto de un caballero».
Aprovechando la escasa claridad que penetraba por la ventana sin cortinas de la buhardilla, Oliver deshinchó un poco el globo y, con ligeros pellizcos en la superficie, dio forma a unos cinco centímetros, cayendo de pronto en la cuenta de que no había decidido aún qué animal modelar. Le dio una vuelta, midió una anchura equivalente a una mano, le dio otra vuelta, y advirtió que le sudaban las palmas. Dejó el globo, se secó respetuosamente las manos con un pañuelo, las hundió en una caja de polvos de estearato de cinc que tenía a un lado sobre el edredón —estearato de cinc para mantener los dedos suaves pero no resbaladizos; Brearly no iba a ningún sitio sin sus polvos— y buscó a tientas bajo la cama un globo que había hinchado previamente. Uniéndolos los dos, los sostuvo en alto frente a la ventana para observar sus formas contra el cielo nocturno, eligió un punto y pellizcó. El globo reventó, pero Oliver —quien normalmente se sentía responsable de todos los desastres naturales y no naturales— no se reprendió por ello. No existía un solo mago en el mundo, aseguraba Brearly para su tranquilidad, capaz de vencer la mala suerte con un globo, y Oliver así lo creía. Te salía un lote defectuoso o no les gustaba el tiempo que hacía, y ya podías ser el mismísimo Brearly que igualmente te estallaban en las narices como petardos y, antes de darte cuenta, te quedaban las mejillas llenas de pequeños cortes como después de un mal afeitado, te lloraban los ojos y tenías en la cara la misma sensación que si hubieses caído de cabeza en un ortigal. Y si eras tan solo Oliver, los únicos recursos para evitar un fiasco total eran tu sonrisa de héroe y las burlas de Rocco: «Genial, así es como se revienta un globo… Seguro que mañana lo devuelve a la tienda, ¿no?».
Un golpe en la puerta y la voz con acento de Glasgow de Aggie lo obligaron a ponerse en pie con sentimiento de culpabilidad, ya que en otra de sus muchas cabezas se atormentaba pensando en Carmen: ¿Estará todavía en Northampton? ¿Cómo tendrá la herida de la ceja? ¿Se acuerda de mí tanto como yo de ella? Y en otra cabeza: Tiger, ¿dónde te has metido? ¿Pasas hambre? ¿Estás cansado? Pero como las preocupaciones de Oliver nunca se excluían mutuamente, y nunca había aprendido a dejar que cada una tomase su propio camino, se angustiaba también por Yevgueni, y por Mijaíl, y por Tinatin, y por Zoya, preguntándose si sabía ya que estaba casada con un asesino. Sospechaba que sí lo sabía.
—¿Era un disparo de pistola lo que he oído desde abajo, Oliver? —inquiría Aggie nerviosamente al otro lado de la puerta.
Oliver dejó escapar un gruñido ininteligible, en parte por pura coincidencia, en parte por bochorno, y se frotó la nariz con el antebrazo.
—Solo venía a traerte tu traje elegante, planchado y listo para usar —explicó Aggie—. ¿Puedo pasar a entregártelo?
Oliver encendió la luz, se ciñó bien la toalla en torno a la cintura y abrió la puerta. Aggie llevaba un chándal negro y zapatillas de deporte y se había recogido el pelo en un austero moño. Oliver cogió el traje e hizo ademán de volver a cerrar la puerta cuando notó que ella miraba con fingido terror en dirección al camastro.
—Oliver, ¿qué demonios es ese objeto? ¿Está bien que vea yo eso? ¿Has descubierto un vicio nuevo o algo así?
Oliver se volvió y contempló también su obra.
—Es media jirafa —admitió—. El trozo que no ha reventado.
Aggie tenía expresión de asombro, de incredulidad. Para mitigar su inquietud, Oliver se sentó en el camastro y completó la jirafa. Luego, por insistencia de ella, modeló también un pájaro y un ratón. Aggie quiso saber durante cuánto tiempo conservaban la forma y le pidió que hiciese uno para una sobrina de cuatro años que vivía en Paisley. Parloteó y le expresó su admiración, y Oliver agradeció debidamente sus buenas intenciones. Nadie podría haber sido más amable con él, ni ir vestida de manera más apropiada, mientras aguardaba el momento de subir al patíbulo.
—El Mosquito ha convocado una reunión urgente dentro de veinte minutos por si se han producido novedades —informó Aggie—. ¿Son esos los zapatos que vas a ponerte, Oliver?
—Ya están bien como están.
—No para el Mosquito, ni mucho menos. Me mataría.
Cruzaron una mirada: ella porque todo el equipo tenía órdenes de tratarlo cordialmente; Oliver porque cuando una chica guapa lo miraba, se planteaba siempre una relación de por vida.
Lo trasladaron en taxi hasta Park Lane. Tanby era el taxista; Derek simuló pagar a Tanby, y luego Derek y otro muchacho lo acompañaron por Curzon Street —probablemente por si se le ocurría echar a correr— antes de darle las buenas noches y seguirlo a distancia mientras cubría los cincuenta metros restantes. Esto es lo que sucede en el momento de mi muerte, pensó Oliver. Mi vida es un manojo de cabos sueltos, frente a mí se alzan unas puertas negras, y unos críos de negro me instan a continuar desde la otra acera. Deseó hallarse de regreso en la pensión de la señora Watmore, viendo la televisión ya entrada la noche en compañía de Sammy.
—No ha entrado ni salido nadie desde la hora de cierre del viernes y tampoco ha habido llamadas telefónicas desde el interior —había informado Brock en la reunión—. Se ven luces en la Sala de Transacciones, pero no hay nadie trabajando. Las llamadas externas las recibe el contestador automático y el mensaje grabado dice que las oficinas permanecerán cerradas hasta el lunes a las ocho de la mañana. Aparentan estar muy ocupados, pero con Winser muerto y Tiger desaparecido nadie mueve un dedo.
—¿Dónde está Massingham?
—En Washington, camino de Nueva York. Telefoneó ayer.
—¿Y Gupta? —preguntó Oliver, preocupado por el criado indio de Tiger, que vivía en el sótano.
—Los Gupta ven la televisión hasta las once y apagan las luces a las once y media. Es su rutina de todas las noches, y eso mismo han hecho hoy. Gupta y su esposa duermen en la sala de calderas; su hijo y su nuera ocupan el dormitorio; los niños están en el pasillo. En el sótano no hay sistema de alarma. Cuando Gupta baja, echa la llave de la puerta de acero y dice adiós al mundo. Según el equipo de vigilancia, lleva todo el día llorando y moviendo la cabeza. ¿Alguna otra pregunta?
Gupta, que quería a Tiger como nadie, recordó Oliver con tristeza. Gupta, cuyos tres hermanos, pese a su inocencia, habían sido inculpados mediante pruebas falsas por la policía de Liverpool hacía cien años, pero, según la leyenda, salieron en libertad gracias a la audaz intervención de san Tiger de todos los Singles. Gupta, que solo rogaba poder seguir sirviendo a Tiger, llorando y moviendo la cabeza todo el día. Una animosa luna había ascendido a la planta vigésima de un monstruoso hotel insertado como un rascacielos de Manhattan en el perfil urbano de Londres. En el aire flotaba una bruma pulverulenta, mitad llovizna, mitad relente. Las farolas de sodio proyectaban un pegajoso resplandor sobre los familiares elementos del paisaje: los bancos de Riad y Qatar, Chase Asset Management y una heroica tiendecita llamada Tradition que vendía soldados en miniatura de tiempos pasados. Oliver solía entretenerse ante el escaparate cuando necesitaba hacer acopio de valor para entrar en Casa Single. Ascendió por los cinco peldaños de piedra que había jurado no volver a pisar jamás y se tanteó los bolsillos buscando la llave hasta que se dio cuenta de que la tenía en la mano. Llave en ristre, avanzó con desgana. Las mismas columnas. La misma placa metálica proclamando las remotas delegaciones extranjeras del imperio Single: Single Leisure Limited, Antigua… Banque Single & Cie… Single Resorts Monaco, Ltd… Single Sun Valley de Grand Cayman… Single Marcelo Land de Madrid… Single Seebold Löwe de Budapest… Single Malanski de San Petersburgo… Single Rinaldo Investments de Milán… Oliver podía recitar de memoria por orden de aparición la lista de empresas fantasma mientras dejaba vagar la mirada por todas partes sin fijarla en nada.
—¿Y si han cambiado la cerradura? —había preguntado Oliver.
—Si la han cambiado, nosotros hemos vuelto a poner la antigua.
Llave en mano, Oliver lanzó un último vistazo a ambos lados de la calle e imaginó que veía a Tiger en varias puertas, envuelto en su abrigo negro con solapas de terciopelo, presto a echarle un maleficio. Un hombre y una mujer se achuchaban en la penumbra bajo una marquesina. Un bulto humano yacía en el portal de una agencia inmobiliaria. «Apostaré a tres agentes en la calle para cualquier emergencia», había informado Brock. Con «emergencia» se refería al intempestivo retorno del Tigre a su jaula. Sudaba copiosamente, y el sudor se le metía en los ojos. No debería haberme puesto el jodido chaleco. El traje era uno de los seis que le habían cosido a toda prisa en Hayward para el día de su investidura como socio adjunto. Habían llegado junto con una docena de camisas hechas a medida, unos gemelos de oro de Cartier —cada uno de ellos con un tigre grabado en una de las piezas y un tigrillo en la otra—, y un Mercedes deportivo marrón con equipo cuadrafónico y las iniciales TS en la matrícula. Sudaba y empezaba a nublársele la vista, y si no era el peso del chaleco lo que lo abrumaba, era el peso de la llave. La cerradura cedió sin un chirrido. Empujó la puerta, que se abrió treinta centímetros y se detuvo. Volvió a empujar y notó deslizarse ante él la correspondencia del sábado. Levantó el pie y dio un paso largo. La puerta se cerró a sus espaldas, y los espectros del infierno, aullando, salieron de súbito a recibirlo.
¡Buenos días, señor Oliver!… Pat, el conserje, cuadrándose en broma.
El señor Tiger ha llamado a todas partes preguntando por ti, Oliver… Sarah, la recepcionista, desde la centralita.
Le has dado un meneo a la nena de desayuno, ¿eh, Ollie?… Archie, el chico de familia obrera convertido en prodigio de la Sala de Transacciones, disfrutando de su momento de camaradería con el hijo del jefe.
—Nunca has dejado el negocio —había explicado Brock a Oliver mientras aguardaban la hora idónea—. Al menos no en el Evangelio según Tiger. Nunca has renunciado al puesto de socio, nunca te has evaporado. Estás en excedencia por razones de estudios, acumulando títulos en el extranjero, fomentando contactos. Cobras el salario íntegro, según las memorias anuales de la empresa. La remuneración a los socios con dedicación exclusiva ascendió el año pasado a un total de cinco millones ochocientas mil libras. Tiger declaró a Hacienda tres millones brutos. O sea, que otro par de millones están escondidos en alguna cuenta offshore. Enhorabuena. Además, enviabas un telegrama a la oficina con motivo de la fiesta de Navidad, lo cual era todo un detalle por tu parte. Tiger lo leía en voz alta.
—¿Dónde estaba?
—En Yakarta. Derecho marítimo.
—¿Quién se cree esas gilipolleces?
—Todos los que quieren conservar el empleo.
Una tenue luz se filtraba desde la calle a través de la abertura del ventilador situado sobre la puerta. La famosa jaula dorada del ascensor estaba abierta, invitando a los visitantes distinguidos a elevarse hasta la última planta. «El ascensor de Single sube y nunca vuelve a bajar», había escrito con entusiasmo el adulador corresponsal de una revista de economía, previamente agasajado con un almuerzo en el Kat’s Cradle. Tiger había hecho enmarcar el artículo para colgarlo junto a los botones. Oliver prescindió del ascensor y subió por la escalera, pisando con cuidado, sin notar el contacto de los pies en la alfombra, sin saber siquiera si realmente los tenía allí, guiándose por el pasamanos de caoba pero rozándolo apenas con los dedos, sin agarrarlo porque su pátina era el orgullo de la señora Gupta. Al llegar a un rellano, vaciló. La Sala de Transacciones se hallaba a su izquierda, tras las dos hojas de una puerta de vaivén que se cerraba con igual fuerza que la de una cocina de restaurante. La empujó con suavidad y echó una ojeada a la sala. Dave, Fuong, Archie, Sally, Mufta, ¿dónde estáis? Soy yo, el gran Ollie, el príncipe regente. Nadie respondió. Han saltado por la borda. Bienvenidos al Marie Celeste.
En el lado opuesto del rellano arrancaba el largo pasillo del Departamento de Administración, área destinada a secretarias vestidas de ejecutivas en espera de un empleo mejor y a un trío de contables conocidos como los «pañales mojados», porque se encargaban de las tareas sucias que los millonarios dejan en manos de quienes trabajan para ellos: coches, perros, casas, caballos, yates, palcos en Ascot, compensaciones económicas a amantes desechadas, discretas negociaciones con criados desafectos que se fugaban con el Rolls, una caja de whisky y el chihuahua del cliente. El decano de los pañales mojados era un gigante viejo y tímido llamado Mortimer que vivía en Rickmansworth y se regodeaba de los excesos de los detestables personajes que tenía bajo su tutela. Además la mujer se cepilla al mayordomo, murmuraba por la comisura de los labios, cargando su hombro contra el de Oliver para mayor confidencialidad. Además está vendiendo los Renoirs de su maridito y colgando en su lugar reproducciones porque el vejete ya no ve tres en un burro. Además está excluyendo de la herencia a los hijos de él y tramitando el permiso de obras para construir veinte chalets adosados en el jardín…
Ascendiendo ingrávidamente hasta el siguiente rellano, Oliver se detiene ante la puerta de la sala del consejo de administración el tiempo suficiente para componer un cuadro vivo con Tiger entronizado a la cabecera de la mesa de palo de rosa, Oliver en el extremo opuesto, y Massingham, el maître, repartiendo contabilidades falsas encuadernadas en piel a una patulea de lores desharrapados, ministros defenestrados, venales representantes de la prensa económica londinense, abogados bien remunerados y desconocidos a sueldo. Llegó a un descansillo intermedio y vio por encima de su cabeza las patas con ruedas de un pupitre de conserjería y la mitad inferior de un espejo convexo. Estaba aproximándose a lo que Massingham, pese a las procaces burlas de los oficinistas, insistía en llamar el Área Reservada.
«Hay un lado blanco y un lado negro —había explicado Oliver a Brock en la sala de interrogatorios de cartón piedra de Heathrow—. El lado blanco da para pagar las facturas; el lado negro empieza en la tercera planta». Y Brock había preguntado: «¿Tú en qué lado estás, hijo?». Después de pensar durante un rato, Oliver había contestado: «En los dos», y a partir de ese momento Brock dejó de llamarlo «hijo».
Oyó un golpe y quedó paralizado. Un ladrón. Las palomas. Tiger. Un ataque al corazón. Subió más deprisa, huyendo hacia adelante, aprestándose para el forzoso encuentro:
Soy yo, padre. Oliver. Siento mucho haber llegado con cuatro años de retraso, pero es que conocí a una chica, empezamos a charlar, una cosa lleva a la otra, y se me han pegado las sábanas…
Ah, hola, padre, perdona si te aburro, pero sencillamente tuve una crisis de conciencia, ¿entiendes? O supongo que era la conciencia. No una intensa luz en el camino a Damasco ni nada por el estilo. Simplemente desperté en Heathrow tras una agotadora serie de visitas relámpago a clientes importantes y decidí que ya era hora de declarar parte del contrabando que había acumulado en la cabeza…
¡Padre! ¡Fantástico! ¡Me alegro mucho de verte! Pasaba por aquí y se me ha ocurrido entrar… Es solo que me enteré de la muerte del pobre Alfie Winser, sabes, y lógicamente no podía menos que preguntarme cómo lo llevabas…
¡Ah, padre! ¡Tú por aquí! Miles de gracias por los cinco millones y pico para Carmen. Ella aún es un poco joven para darte las gracias personalmente, pero Heather y yo damos gran valor al gesto…
Ah, padre, a propósito, Nat Brock dice que si por alguna casualidad estás huyendo, te agradecería que le dieses la oportunidad de llegar a un acuerdo contigo. Por lo visto, te conoció en Liverpool y pudo admirar de primera mano tus habilidades…
Y por otra parte, padre…, bueno, en realidad he venido a llevarte a un lugar seguro… si no tienes inconveniente. ¡No, no, no, soy tu amigo! O sea, sí, es verdad que te traicioné, pero eso fue una intervención terapéutica necesaria. En el fondo sigo siendo sumamente leal…
Se hallaba ante una puerta del patio interior de la fortaleza, examinando innecesariamente el panel numérico que controlaba la cerradura. Una ambulancia ululaba en South Audley Street pero, a juzgar por el estruendo, daba la impresión de que subiese por la escalera. La siguieron un coche de policía y otro de bomberos. Estupendo, pensó, un incendio es justo lo que necesito. «Tenemos ante nosotros, caballeros, lo que yo llamo una combinación rotatoria —explica un experto en seguridad de semblante lúgubre con voz mascullada de expolicía a los altos ejecutivos allí congregados de mala gana, Oliver entre ellos—. Los primeros cuatro dígitos son invariables, y todos los conocemos». Sin duda los conocemos. Son 1-9-3-6, el bienaventurado año del nacimiento de Tiger nuestro Señor. «Las dos últimas cifras son, como nosotros decimos, las rodantes, y estas se obtienen restando al número cincuenta el día de la fecha presente. Por ejemplo, si hoy es el día 13 del mes, como así es según información fidedigna de mis espías, ja, ja, pulsaré los dígitos tres siete. Si es primero de mes, pulsaré los dígitos cuatro nueve. ¿Se ha asimilado bien, caballeros? Soy consciente de que esta mañana me dirijo a un público superior a la media y en extremo ocupado, así que no los retendré más de lo necesario. ¿Ninguna pregunta? Gracias, caballeros, ya pueden fumar, ja, ja».
Con una temeridad que le sorprendió, Oliver pulsó las cifras correspondientes al año de nacimiento de Tiger, seguidas de los dígitos rodantes del día, y empujó la puerta. Se abrió con un gemido, dándole acceso al Departamento Jurídico. Diversas acuarelas de inicios del gótico inglés representan vistas de Jerusalén, el lago Windermere y el monte Cervino. Pasaron a manos de Tiger al quebrar un antiguo cliente que se dedicaba a la compraventa de pintura de esa época. Había una puerta entornada. Usando de nuevo las puntas de los dedos, Oliver la abrió del todo. Mi despacho. Mi celda. Mi calendario de Pirelli, cuatro años más viejo. Aquí es donde nuestro Cartero en el lado legal aprendió a manejar los hilos. Hilos como compañías comerciales que nunca habían comerciado en nada ni comerciarían. Hilos como sociedades de cartera en cuya cartera nada duraba ni cinco minutos porque todo quemaba. Hilos como la venta de bonos basura al banco a fin de que el banco figurase como comprador. Luego la recompra de dichos bonos por mediación de otras compañías, porque casualmente el banco es de tu propiedad. Hilos como el planteamiento de situaciones hipotéticas para ofrecer información general a un cliente, dando por sentado naturalmente que dicho cliente no tenía tan pocos escrúpulos como para interpretar la información como verdadera asesoría profesional. Hilos que eran el preciado territorio ni más ni menos que del difunto, asesinado, pene-propulsado Alfred Winser, con su cabello castaño de tinte permanente y sus trajes inspirados en Tiger; Alfie, terror de las mecanógrafas, un peligro en los pasillos, mi inmoral tutor:
Bien, señor Asir —una sonrisa estúpida y un gesto de asentimiento hacia el hijo del jefe, allí presente para adquirir experiencia—, imaginemos, hablando por hablar, que ha obtenido una gran suma de dinero gracias a su próspero negocio de productos cosméticos…, bueno, digamos que es multinacional. Quizá no tenga usted ese negocio de productos cosméticos, pero imaginemos, hablando por hablar, que sí lo tiene —una risita— e imaginemos asimismo que ofrece usted ayuda a su querido hermano menor de Delhi, suponiendo que exista dicho hermano, y si no existe, por favor no me lo diga, ji, ji. Y este hermano es dueño, pongamos por caso, de una cadena de hoteles, y usted, como hermano mayor, está obligado a conseguirle —comprarle— en Europa equipo de hostelería costoso y moderno, maquinaria a la que él, el pobre, no puede acceder en India, y para cuya adquisición le ha adelantado, digamos, siete millones y medio de dólares de manera informal, lo cual, siendo usted su hermano, debe de ser bastante normal en círculos asiáticos, supongo. E imaginemos también que, con esta situación en mente, se dirige usted al señor Tal y Tal del banco Tal y Tal con sede en la agradable ciudad suiza de Zug y le indica que está usted representado por la Casa Single & Single y que el señor Alfred Winser, con quien él disfrutó recientemente de una velada recreativa, le envía sus más cordiales saludos…
Una insalubre escalera de incendios, iluminada con lamparillas azules, ascendía desde el extremo del Departamento Jurídico hasta la suntuosa antesala de la Guarida del Tigre, pasando por dos puertas cortafuegos y un lavabo para hombres. Oliver subió por los peldaños de uno en uno. Una puerta con cuarterones apareció ante él. Era convexa y estrecha y tenía un pomo metálico en el centro. Levantó la mano en ademán de llamar pero se detuvo a tiempo. Hizo girar el pomo y abrió. Se hallaba en la legendaria rotonda. Un cinematográfico cielo estrellado surgió sobre él, proyectado a través de los segmentos de una cúpula de cristal. Bajo el vacilante resplandor distinguió las estanterías con libros perfectamente encuadernados que nadie leía: libros de leyes para delincuentes, libros sobre quién es rico y a quién estafar, libros sobre contratos y cómo incumplirlos, sobre impuestos y cómo evadirlos. Libros nuevos para demostrar que Tiger es un hombre de hoy. Libros antiguos para demostrar que es digno de confianza. Libros solemnes para demostrar que es sincero. Oliver movía de lado a lado la cabeza y una intensa comezón se extendía por su cuello y el interior de su pecho y su frente. Lo había olvidado todo: su nombre, su edad, la hora del día, si estaba allí por encargo de alguien o por voluntad propia, qué amaba aparte de a su padre. A su izquierda el sofá deshuesado y la puerta del despacho de Massingham. Cerrada. A su derecha, el escritorio en forma de media luna y los retratos de los tres doguillos. Y enfrente, a doce metros de distancia a través de la moqueta azul celeste, la puerta cóncava y azul de dos hojas, la puerta de la tumba de Tiger, cerrada pero esperando al ladrón.
Guiándose por las estrellas, Oliver cruzó la rotonda y localizó la hoja derecha de la puerta, hizo girar el pomo, se agachó y, con los ojos cerrados —o eso suponía— entró furtivamente en el despacho de su padre. Un olor dulzón impregnaba el aire quieto. Oliver lo olfateó y creyó percibir vagamente el masculino aroma de la loción corporal Trumper, el arma elegida por su padre. Descubriendo que en realidad tenía los ojos abiertos, avanzó a trompicones y se detuvo ante el sagrado escritorio, aguardando a que se notase su presencia. Era enorme, y más enorme aún en la semioscuridad, aunque nunca tan enorme como para reducir la estatura de su ocupante. El trono estaba vacío. Oliver se irguió con cautela y se permitió echar una ojeada menos inhibida al despacho. La mesa de reuniones de siete metros. El círculo de butacas donde los clientes permanecen cómodamente sentados mientras Tiger los pone al corriente acerca de las mejores lagunas legales que pueden comprarse con riqueza ilícita. El mirador acristalado donde Tiger, como un capitán en miniatura en su puente de mando, se pasea ufano y te coge del brazo y observa su propio reflejo en el paisaje urbano londinense y convierte a tu hijo nonato en cinco veces millonario. Y donde… —¡oh, Dios, santo cielo!—… donde en ese momento el cadáver de Tiger, yacente y envuelto en una espectral mortaja de muselina, flotaba en el aire como una luna nueva tendida de espaldas. Sometido al potro de tortura. Tensados sus miembros hasta partirse. Tiger atrapado en su propia tela como la araña.
Oliver consiguió de algún modo dar un paso al frente, pero la aparición no se alteró ni retrocedió. Es un truco. ¡Asombre a sus amigos! ¡Corte en dos a su socio ante la mirada atónita de todos ellos! ¡Envíe un sobre franqueado a Números Mágicos, apartado de correos, Walsingham!
—Tiger —susurró Oliver. Nada oyó salvo los suspiros y sollozos de la ciudad—. Padre. Soy Oliver. Yo. He vuelto. Todo va bien. Padre. Te quiero.
Buscando hilos, extendió un brazo y trazó con él un amplio arco por encima del cadáver y descubrió que tenía en la mano solo un jirón de mortaja. Encogiéndose, esperando algo horrendo, se obligó a mantener los ojos abiertos, miró hacia abajo y vio una indistinta cabeza castaña que le sostenía la mirada. Y reconoció no a su padre surgido del sepulcro, sino el estupefacto rostro exoftálmico del siempre leal Gupta, saliendo de las profundidades de su hamaca: Gupta con lágrimas en los ojos, lleno de júbilo, sin pantalones, con un calzoncillo azul y envuelto en tiras de mosquitera, agarrando al hijo del jefe de los dos brazos y sacudiéndoselos al ritmo de su aterrorizada alegría.
—Señor Oliver, por Dios, ¿dónde ha estado? ¡En el extranjero, en el extranjero! ¡Por estudios, por estudios! ¡Dios mío, debe de habérsele gastado la vista de tanto estudiar! Nadie podía hablar de usted. Era un misterio de grandes proporciones, que no debía revelarse a persona alguna. ¿Está casado el señor? ¿Lo ha bendecido Dios con algún hijo? ¿Es feliz? ¡Cuatro años, señor Oliver, cuatro años! ¡Dios mío! Dígame solo que su buen padre está sano y salvo, se lo ruego. Hace ya muchos días que no sabemos nada de él.
—Se encuentra bien —dijo Oliver, olvidándose de todo menos de su sensación de alivio—. El señor Tiger está perfectamente.
—¿Es eso verdad, señor Oliver?
—Por supuesto.
—¿Y qué ha sido de usted en estos años?
—No me he casado, pero no me puedo quejar. Gracias, Gupta. Gracias.
Gracias por no ser Tiger.
—En ese caso mi alegría es doble, señor, como lo será la de todos los demás. No podía dejar mi puesto, señor Oliver. No pediré disculpas. Pobre señor Winser. Dios santo. En su segunda flor de la vida, podría decirse. Todo un caballero. Siempre con una sonrisa y unas palabras a punto para nosotros las personas insignificantes, en especial las señoritas. Y ahora la nave se hunde y es abandonada; los pasajeros desaparecen como nieve en el fuego. El miércoles tres secretarias; el jueves dos excelentes operadores de bolsa, y ahora se rumorea que nuestro elegante jefe de personal no está simplemente de vacaciones, sino que se ha ido de manera permanente en busca de pastos más verdes. Alguien debe quedarse y mantener encendida la llama, digo yo, aunque estemos obligados a permanecer a oscuras por razones de seguridad.
—Eres un ángel, Gupta —dijo Oliver.
A continuación se produjo un incómodo silencio mientras cada uno reevaluaba su respectivo placer ante aquel encuentro. Gupta tenía un termo de té caliente. Oliver tomó un poco en la única taza disponible. Pero eludía la mirada de Gupta, y la sonrisa expectante de Gupta iba y venía como la luz de una lámpara defectuosa.
—El señor Tiger te manda saludos, Gupta —mintió Oliver, rompiendo el silencio.
—¿Por mediación de usted? ¿Ha hablado con él?
—«Si ves allí al viejo Gupta, dale una patada en el trasero». Ya sabes cómo es él.
—Dios mío, adoro a ese hombre.
—Él lo sabe. —Oliver había adoptado la voz de socio adjunto, detestándose mientras escuchaba sus propias palabras—. Conoce la magnitud de tu lealtad, Gupta. No espera menos de ti.
—Es una bellísima persona. Su padre posee un corazón inmensurable, diría yo. Son ustedes dos caballeros excelentes. —El desasosiego distorsionaba el rostro pequeño de Gupta. Todo lo que sentía, amor, lealtad, recelo, miedo, se reflejaba en sus facciones contraídas—. ¿Qué asuntos traen por aquí al señor, si no es indiscreción? —preguntó, reuniendo valor en su inquietud—. ¿Por qué viene ahora de pronto con mensajes del señor Tiger después de cuatro años sin dar señales de vida en el extranjero? Perdóneme el señor, se lo ruego; no soy más que un humilde servidor.
—Mi padre me envía a recoger unos documentos de la cámara acorazada de los socios. Piensa que quizá guarden relación con el desgraciado suceso del pasado fin de semana.
—Ya, señor —susurró Gupta.
—¿Qué ocurre?
—Yo también soy padre, señor Oliver.
Y yo, deseó decirle Oliver.
Se había llevado al pecho la pequeña mano derecha.
—Su padre no es un padre feliz, señor Oliver. Usted es su único descendiente. Yo, señor, soy un padre feliz, y conozco por tanto la diferencia. El amor que el señor Tiger siente por usted no se ve correspondido. Esa es su percepción. Si el señor Tiger confía en usted, señor Oliver, por mí encantado. Que así sea. —Asentía con la cabeza. Había visto su camino y expresaba así su conformidad—. Veremos la prueba, señor Oliver, clara como el agua, sin dudas ni salvedades. No soy yo quien plantea el desafío. Un acto de la Divina Providencia ha venido en nuestro auxilio. Sígame, por favor. Cuidado no vaya a pisarme, señor Oliver. Y no se acerque a las ventanas.
Oliver siguió la sombra de Gupta hasta una puerta de caoba que camuflaba la entrada a la cámara acorazada de los socios. Gupta la abrió y entró. Oliver se reunió dentro con él. Gupta cerró la puerta y encendió la luz. Se quedaron frente a frente, con la puerta de la cámara acorazada a un lado. Gupta era aún más bajo que Tiger, razón por la cual, sospechaba Oliver, lo había elegido Tiger.
—Su padre fue muy cauto en sus confidencias personales, señor Oliver. «Dime tú, Gupta, ¿en quién podemos confiar plenamente? —me preguntaba—. Dime, Gupta, ¿dónde está la gratitud por todo lo que hemos dado a nuestros seres más queridos? ¿Dónde puede encontrar un hombre un total compromiso si no es en los de su propia sangre? Dímelo si eres tan amable. Así pues, Gupta, debo protegerme contra la traición». Esas fueron sus palabras, señor Oliver, confiadas personalmente a altas horas de la noche. —Fuesen o no palabras de Tiger, Gupta las pronunció sin duda con una implícita y trémula acusación ante la puerta gris de acero, en la que mantenía fija la mirada con misteriosa reverencia—. «Gupta —me aconseja—, guárdate de tus hijos si son envidiosos. No estoy ciego. Ciertas desgracias que han ocurrido en mi casa no pueden pasarse por alto sin un detenido examen de los hechos. Cierta correspondencia conocida solo por mí y por cierta persona ha caído en manos de nuestros implacables enemigos. ¿Quién es aquí el culpable? ¿Quién es el Judas?».
—¿Cuándo te dijo todo eso?
—Cuando las calamidades empezaron a multiplicarse, su padre se vio movido a la reflexión. Pasó muchas horas en esa cámara acorazada en la que usted intenta entrar, cuestionándose la lealtad de cualquier otro par de ojos que no fuesen los suyos.
—Espero, pues, que lograse apartar de su mente sospechas infundadas —replicó Oliver con tono altivo.
—Yo también, señor. Con toda sinceridad. Por favor, señor Oliver, cuando guste. Tómese el tiempo que necesite. La Providencia será quien decida, de eso estoy seguro.
Era un desafío. Observado atentamente por Gupta, Oliver se inclinó hacia el disco. Era verde con los dígitos en relieve. Con los brazos cruzados en actitud hostil, Gupta se situó al otro lado.
—No sé si es muy correcto que estés presente, ¿no crees? —dijo Oliver.
—Señor, soy el guardián de facto de la casa de su padre. Espero una prueba de su buena voluntad.
La revelación cobró forma en la cabeza de Oliver discretamente, sin alharacas, como algo va conocido. Gupta está dándome a entender que Tiger ha cambiado la combinación, y si ignoro la nueva combinación, significa que Tiger no me la ha dado. Y si no me la ha dado, no me ha enviado él, y por tanto miento descaradamente y la Divina Providencia está a punto de demostrarlo, y la Divina Providencia acertará de lleno en el blanco.
—Gupta, de verdad preferiría que esperases fuera.
En un gesto de descortesía, Gupta apagó la luz, abrió la puerta, salió y volvió a cerrar. Encendiendo de nuevo la luz, Oliver, a través del ojo de la cerradura, lo oyó entonar un panegírico a Tiger. Tiger, mártir por su bondad. Defensor de los desamparados. Víctima de una diabólica maquinación concebida por personas próximas a él. Patrón generoso, marido y padre modélico.
—Un gran hombre debería ser juzgado solo por sus amigos, señor Oliver. No debería ser juzgado por quienes están inveteradamente predispuestos en contra de él a causa de la envidia y la mezquindad de sus espíritus.
Nada menos que la fecha de mi nacimiento, pensó Oliver.
Es última hora de una tarde cercana a la Navidad. Oliver colabora con Brock desde hace apenas unos días, y sin embargo vive aún en un estado de desasosiego. El papel de espía lo obliga a depender de voluntades más fuertes que la suya, a obedecer como nunca antes. Esta noche, a instancias de Brock, se quedará trabajando en la oficina y continuará con su escrutinio de las cuentas de los clientes en bancos offshore antes de que Tiger tenga ocasión de corregirlas. Sentado tras su escritorio, con los nervios a flor de piel, retoca el borrador de un contrato en espera de que Tiger asome la cabeza a la puerta para despedirse. En lugar de eso, Tiger lo llama a su presencia. Cuando Oliver comparece, Tiger, como de costumbre, parece no saber qué hacer con él.
—Oliver.
—Sí, padre.
—Oliver, ha llegado la hora de iniciarte en los misterios de la cámara acorazada de los socios.
—¿Estás seguro de que es ese tu deseo? —pregunta Oliver. Y es más que dudoso que sea él la persona más indicada para darle a su padre lecciones de seguridad personal.
Tiger está seguro. Una vez iniciada una actividad, debe convertirla en un asunto de trascendental importancia, ya que todo aquello que Tiger hace es como mínimo trascendental.
—Es absolutamente confidencial, Oliver. Algo entre tú y yo, y nadie más en el mundo. ¿Queda claro?
—Por supuesto.
—Nada de susurros en confianza a nuestra amada de turno, ni siquiera a Nina. Esto queda solo entre nosotros dos.
—Completamente de acuerdo.
—Promételo.
—Lo prometo.
Henchido de un elevado sentido de su propia solemnidad, Tiger revela el secreto. La combinación de la cámara acorazada no es otra que la fecha de nacimiento de Oliver. Tiger la introduce mediante el disco e invita a Oliver a accionar el enorme tirador. La puerta de acero se abre.
—Padre, estoy conmovido.
—No deseo tu gratitud. La gratitud no tiene ningún valor para mí. Esto es un símbolo de confianza mutua. Encontrarás un whisky aceptable en el armario. Sirve un par de vasos. ¿Cómo dice el viejo Yevgueni cuando quiere una copa? «Hablemos en serio». He pensado que podríamos cenar juntos después. ¿Qué te parece si telefoneo a Kat? ¿Está libre Nina?
—En realidad Nina tiene un compromiso esta noche. Por eso me proponía quedarme a acabar unas cosas.
—«¡Y cuando me apuñalan por la espalda, Gupta, dime de quién es la mano que empuña el cuchillo! —bramaba Gupta por el ojo de la cerradura—. ¿Es la mano más cercana a mi corazón? ¿Es la mano a la que he dado de comer y beber como a ninguna otra? Gupta, si te confesase que hoy es el día más triste de mi vida, no exageraría en absoluto mi actual situación personal, pero la autocompasión es impropia de un hombre de mi talla». Estas fueron sus palabras, señor Oliver. Tal como salieron de labios del señor Tiger.
Solo ante la cámara acorazada, Oliver contempló el disco. Conserva la calma, se dijo. Este no es momento de sucumbir al pánico. Y si este no es momento, ¿cuándo lo es? Primero, aunque fuese únicamente por constatar lo apurado de su situación, introdujo la combinación antigua: dos a la izquierda, dos a la derecha, cuatro a la izquierda, cuatro a la derecha, dos a la izquierda, y accionar el tirador. Se negó a moverse. La fecha de mi nacimiento no es ya la clave. Al otro lado de la puerta, Gupta proseguía con su lamentación mientras Oliver se sermoneaba desesperadamente. Tiger no deja nada al azar, razonó; no hace nada ajeno a su amor propio. Sin convicción, marcó los dígitos de la fecha de nacimiento de Tiger. Sin resultado. ¡El día de la conmemoración!, pensó con mayor optimismo, e introdujo las cifras 050480, fecha en que se fundó la empresa, celebrada tradicionalmente durante un paseo en barco por el Támesis y champán. Pero no ocurrió nada por lo que brindar. Oyó la voz de Brock: «A ti te basta con respirar para presentir sus reacciones, adivinar sus movimientos, ponerte en su papel. Lo has tenido aquí». Oyó la voz de Heather: «Las chicas contamos las rosas, Oliver…; es por saber cuánto nos quieren». Asqueado por el naciente presentimiento, hizo girar de nuevo el disco con dedos sudorosos: tres a la izquierda, dos a la derecha, dos a la izquierda, cuatro a la derecha, dos a la izquierda. Con sobriedad, con estoicismo, sin permitirse manifestaciones de emoción. Estaba introduciendo la fecha de nacimiento de Carmen.
—¡Señor Oliver, no es ajeno a mis competencias telefonear al 091 y solicitar el oportuno servicio! —vociferaba Gupta—. ¡Ese será mi siguiente paso, ya lo verá!
Los pasadores se descorrieron, la puerta se abrió, y el reino secreto se mostró ante él: cajas, carpetas, libros y papeles apilados con la obsesiva precisión de Tiger. Apagó la luz y salió al despacho. Gupta se retorcía las manos, disculpándose con un patético gimoteo. Oliver tenía la cara al rojo vivo y un nudo en el estómago, pero consiguió hablar con autoridad, un oficial del Imperio Británico de Single en India.
—Gupta, necesito saber con toda urgencia qué hizo mi padre desde el momento que recibió la noticia de la muerte del señor Winser.
—Enloqueció, señor Oliver. Se desconoce por qué canales le llegó exactamente la noticia. En la oficina se rumorea que fue una llamada telefónica, ignoramos de quién, pero quizá de un periódico. Se le extravió la mirada. «Gupta —me dijo—, nos han traicionado. Una serie de acontecimientos ha culminado en un trágico desenlace. Tráeme el abrigo marrón». Era un hombre incapaz de razonar, señor Oliver, un hombre confuso. «¿Se va, pues, a Nightingales, el señor?», pregunté. Siempre que va a Nightingales, se pone su abrigo marrón. Para él, es un emblema, un símbolo, un regalo de su santa madre de usted. Así que, cuando se lo pone, tengo la certeza de que es ese su destino. «Sí, Gupta, voy a Nightingales. Y en Nightingales buscaré el consuelo de mi querida esposa y mandaré una señal de socorro a mi único hijo vivo, cuya ayuda necesito imperiosamente en estos difíciles momentos». En ese instante entró sin llamar el señor Massingham. Es un hecho en extremo insólito, considerando la respetuosa actitud del señor Massingham en otras ocasiones. «Déjanos solos, Gupta». Fue su padre quien habló. Ignoro el contenido de la conversación entre ambos caballeros, pero fue breve. Los dos estaban pálidos como espectros. Alguna visión los había asaltado simultáneamente y querían comparar sus respectivas notas. Esa fue mi impresión, señor Oliver. Se mencionó a un tal señor Bernard. Ponte en contacto con Bernard; hay que consultar con Bernard; ¿por qué no le dejamos esto a Bernard? De pronto su padre ordenó silencio. Ese Bernard no es de fiar. Es un enemigo. La señorita Hawsley se deshacía en lágrimas. No sabía que fuese capaz de llorar, excepto por sus perritos.
—¿Recuerdas si mi padre hizo preparativos para algún viaje? ¿Mandó llamar a Gasson?
—No, señor Oliver. No actuaba de manera racional. Si volvió a pensar racionalmente, fue más tarde, diría.
—Presta atención, Gupta —dijo Oliver, manteniendo aún el tono severo—. La suerte del señor Tiger depende de que recuperemos ciertos documentos perdidos. He contratado a un equipo de investigadores privados para ayudarme en la búsqueda. Debes permanecer en tu vivienda hasta que abandonen el edificio. ¿Lo has entendido?
Gupta recogió su hamaca y se escabulló escalera abajo. Oliver aguardó hasta que oyó cerrarse la puerta del sótano. Desde el escritorio de Tiger telefoneó al equipo de vigilancia apostado en la acera de enfrente y farfulló la estúpida contraseña que Brock le había dado para la ocasión. Descendió a toda prisa hasta la planta baja y abrió la puerta delantera. Entró primero Brock y lo siguieron varios agentes vestidos de negro y con mochilas para las cámaras, trípodes, focos y demás trastos.
—Gupta ha bajado al sótano —informó Oliver a Brock con un susurro—. Algún idiota no se dio cuenta de que Gupta había tomado por costumbre irse a dormir arriba. Yo me marcho.
Brock masculló algo dirigiendo la voz al cuello de la chaqueta. Derek entregó la mochila a su compañero más cercano y se colocó junto a Oliver. Oliver bajó con paso vacilante por los peldaños de la entrada, escoltado por Derek y seguido por Aggie, que lo cogió del brazo en un gesto amigable mientras Derek lo sujetaba del otro brazo. Un taxi paró ante ellos. Tanby iba al volante. Derek y Aggie ayudaron a Oliver a entrar y se acomodaron con él en el asiento trasero, uno a su izquierda y otro a su derecha. Aggie le puso una mano en el brazo, pero él la retiró. Cuando torcían en Park Lane, soñó despierto que estaba en India y apoyaba su bicicleta contra un tren detenido y subía a bordo, pero el tren no arrancaba porque había cadáveres en la vía. Al llegar ante el piso franco, Aggie fue a llamar al timbre mientras Derek dejaba a Oliver en la acera y Tanby esperaba para recogerlo. Oliver no tenía conciencia de haber subido por la escalera, sino solo de hallarse tendido en el camastro en ropa interior, deseando que Aggie estuviese junto a él. Al despertar, vio la luz de la mañana tras las raídas cortinas de la ventana abuhardillada, y a Brock, no a Aggie, sentado en la silla, tendiéndole una hoja de papel. Oliver se acodó en el colchón, se frotó la nuca y aceptó la fotocopia de una carta con un logotipo impreso: dos guanteletes de malla entrelazados en un saludo… ¿o era en combate? El rótulo curvo Trans-Finanz Viena rodeaba los guanteletes. La letra era de una máquina electrónica y tenía un indefinible acento extranjero:
Para el señor don T. Single, personal; por mensajero.
Querido señor Single:
Tras nuestras negociaciones con un representante de su distinguida firma, tenemos el placer de notificarle formalmente nuestra reclamación a la Casa Single de una suma de £200 000 000 (doscientos millones de libras esterlinas), que consideramos una compensación justa y razonable por las pérdidas sufridas y la divulgación de información confidencial revelada al amparo del secreto profesional. El pago deberá realizarse en el plazo de treinta días mediante ingreso en la cuenta de Trans-Finanz Estambul, cuyos datos ya conocen, a la atención del doctor Mirsky. En caso de no efectuarse dicho pago, tomaremos nuevas medidas. Recibirán una prueba documental por separado en su domicilio particular. Le agradecemos de antemano su pronta respuesta.
Firmado Y. I. Orlov con mano vacilante y anciana, y contrafirmado con las pulcras iniciales de Tiger como constatación de que se había leído y tomado buena nota del contenido.
—¿Te acuerdas de Mirsky? —preguntó Brock—. Era Mirski con «i» hasta que pasó dos años en Estados Unidos y adquirió sabiduría.
—Claro que me acuerdo. Un abogado polaco. Una especie de socio comercial de Yevgueni. Me encargaste que le prestara atención.
—De socio comercial nada. —Brock estaba espoleándolo, resuelto a ponerlo en marcha—. Mirsky es un sinvergüenza. Era un sinvergüenza comunista y ahora es un sinvergüenza capitalista. ¿Por qué hace de banquero de los doscientos millones de Yevgueni?
—¿Y yo qué carajo sé? —Oliver le devolvió la carta.
—Levántate.
Malhumorado, Oliver se incorporó totalmente y, bajando los pies al suelo, quedó sentado al borde de la cama.
—¿Me escuchas?
—Apenas.
—Siento lo de Gupta. No somos perfectos, y nunca lo seremos. Lo manejaste de maravilla. Y descubrir la combinación de la cámara acorazada fue una auténtica genialidad. Nadie más podría haberlo hecho. Eres el mejor agente que tengo. Esa no es ni mucho menos la única carta que encontramos. Nuestro amigo Bernard está ahí enterrado con su villa gratis, lo mismo que otra media docena de Bernards. ¿Me escuchas? —repitió Brock. Oliver fue al baño, abrió el grifo del lavabo y se echó agua a la cara—. Apareció también el pasaporte de Tiger —informó Brock a voz en grito a través de la puerta abierta—. O utiliza el de otra persona, o no ha ido a ninguna parte.
Oliver oyó esta noticia como si fuese solo un fallecimiento más entre otros muchos.
—Tengo que telefonear a Sammy —dijo al salir del baño.
—¿Quién es Sammy?
—Tengo que telefonear a su madre, Elsie, para decirle que estoy bien.
Brock le llevó un teléfono y permaneció a su lado mientras hablaba.
—Elsie…, soy yo, Oliver. ¿Cómo está Sammy? Bien… Ah, perfectamente. Bueno…, hasta la vista —dijo, todo en un tono monocorde, y colgó. Respiró hondo y, sin mirar a Brock, marcó el número de Heather en Northampton—. Soy yo. Sí. Oliver. ¿Cómo está Carmen?… No, no puedo… ¿Cómo? Pues avisa a un médico… Oye, ve a uno privado; yo lo pagare… Pronto… —Alzó la cabeza y vio el gesto de asentimiento de Brock—. Pronto irá alguien a hablar contigo… mañana o pasado… —Brock asintió de nuevo—. ¿Y no ha aparecido más gente extraña?… ¿Ningún otro coche resplandeciente ni llamadas anónimas? ¿Ningún otro ramo de rosas?… Bien. —Colgó—. Carmen se ha hecho una herida en la rodilla —protestó, como si todo fuese culpa de Brock—. Quizá tengan que darle unos puntos.