7

—¡Oliver! Haz el favor de subir. Unos caballeros muy distinguidos desean conocerte. Nuevos clientes rebosantes de ideas nuevas. Ven volando, por favor.

No es Elsie Watmore llamando a Oliver a las armas, sino el mismísimo Tiger a través del intercomunicador de la oficina. No es Pam Hawsley, nuestra Doncella de Hielo por cinco mil dólares anuales, ni Randy Massingham, nuestro jefe de personal y demacrado Casio. Es el Hombre, en vivo, personificando la Voz del Destino. Es primavera, como ahora, cinco años atrás. Y es también la primavera de la vida de nuestro joven y único socio adjunto en ciernes, recién salido de la facultad de derecho, nuestro zarevitz, nuestro heredero forzoso al trono de la casa real de Single. Oliver lleva tres meses en Single. Es su tierra prometida, la meta alcanzada con no pocos esfuerzos después de los duros reveses de una educación inglesa privilegiada. Por más humillaciones y privaciones que haya padecido hasta la fecha, por más cicatrices que le haya dejado la aparentemente interminable sucesión de academias, profesores particulares e internados, ha llegado a la lejana orilla, titulado en derecho como su padre, destinado a mover los hilos de la sociedad en un futuro cercano, pictórico de fervor juvenil, lloroso, enamorado de todo aquello.

Y son muchos los estímulos. La Single de principios de los noventa no es una sociedad de capital riesgo al uso, y prueba de ello son las páginas de economía de los periódicos. Single es el «caballero andante del nuevo Este de Gorbachov». —Financial Times—, «adentrándose con audacia allí donde vacilan otras firmas con menor empuje». Single es la «abanderada de las operaciones de riesgo». —Telegraph—, «rastreando las naciones del renovado bloque comunista en busca de oportunidades, desarrollo sólido y beneficio mutuo en armonía con el espíritu de la perestroika». —Independent—. La Casa Single, en palabras de su dinámico fundador —apodado con gran acierto Tiger, el Tigre—, está «dispuesta a escuchar a cualquiera, en cualquier momento y en cualquier lugar» en su firme determinación de afrontar el «mayor reto para el mundo de los negocios en la actualidad». Tiger hace referencia nada menos que a la «aparición de una Unión Soviética como mercado». Single utiliza «un juego de herramientas distinto, es una sociedad más ágil, más valiente, más pequeña, más joven, viaja más ligera de equipaje» que los vetustos gigantes de tiempos pasados —Economist—. Y si hay quienes opinan que Oliver, para curtirse, debería haber empezado trabajando para Kleinwort, Chase o Barings, también a ellos tiene Tiger algo que decirles: «Somos una empresa innovadora. Queremos lo mejor de él, y lo queremos ahora».

Lo que Oliver quiere de Single no es menos de admirar. «Trabajar al lado de mi padre será para mí un beneficio adicional», explica a una comprensiva cronista del Evening Standard durante una recepción en Park Lane organizada para celebrar su incorporación a la firma. «Mi padre y yo siempre hemos sentido gran respeto el uno por el otro. Va a ser un extraordinario aprendizaje en todos los sentidos». Ante la pregunta de cuál cree que será su aportación a la empresa, el joven vástago demuestra que tampoco él tiene pelos en la lengua. «Un descarado idealismo con la cabeza sobre los hombros», responde para deleite de la cronista. «Las emergentes naciones socialistas necesitan toda la ayuda, conocimientos y recursos financieros que podamos poner a su disposición». En declaraciones a la revista Tatler, menciona otra de las verdades de Single: «Ofrecemos una participación estable a largo plazo sin ánimo de explotación. Todo aquel que espere llenarse los bolsillos de rublos de la noche a la mañana se verá decepcionado».

Una reunión de urgencia, piensa Oliver, eufórico, mientras sale de su despacho. Su mayor deseo. Después de tres meses trabajando de pasante en el árido Departamento Jurídico de Alfred Winser, teme ya estancarse. Su expresa intención de «conocer hasta el último detalle el funcionamiento de todos los aspectos prácticos del negocio» lo ha llevado a un laberinto de compañías offshore del que parece imposible escapar en toda una vida de joven entusiasta. Pero hoy Winser ha ido a Bedfordshire para comprar una fábrica de guantes malaisia, y Oliver no tiene que rendir cuentas a nadie. Una lóbrega escalera situada en la parte de atrás del edificio comunica el Departamento Jurídico con el piso superior. Comparándola en su imaginación a un pasadizo secreto de la época de los Mediéis, Oliver sube los peldaños de tres en tres. Ingrávido, ciego a todo salvo su objetivo, se desliza a través de sucesivas secciones de la oficina y salas de espera forradas de madera hasta llegar a la famosa puerta azul de dos hojas. La abre y por un segundo el divino resplandor es demasiado intenso para él.

—Me has llamado, padre —susurra, viendo solo su propia sonrisa reflejada misteriosamente en el fulgor frente a él.

La luz remite. Seis hombres lo esperan y están de pie, cosa que no es del agrado de Tiger, dado que creció veinte centímetros menos que la mayoría de sus adversarios. Se hallan preparados para una fotografía de grupo y Oliver es el fotógrafo, y podría pensarse que están diciendo «patata» a indicación suya porque todos sonríen simultáneamente, recién levantados por lo visto de la mesa de reuniones. Sin embargo la sonrisa de Tiger es como de costumbre la más radiante y enérgica. Envuelve en una aureola de santidad a todos los presentes. Oliver adora esa sonrisa. Es el sol del que obtiene la fuerza para desarrollarse. A lo largo de toda su infancia ha creído que si alguna vez logra abrirse paso entre sus rayos y echar una ojeada detrás de esos afectuosos ojos, alcanzará el reino mágico del que su padre es benévolo y absoluto soberano. ¡Son los hermanos Orlov!, exclama en silencio, desbordado por el entusiasmo y la expectación. ¡En carne y hueso! ¡Randy Massingham los ha pescado por fin! Tiger llevaba ya unos día advirtiendo a Oliver que permaneciese alerta, que esperase órdenes, que mantuviese despejada su agenda, que procurase ponerse trajes presentables. Pero solo ahora ha desvelado el motivo.

Tiger, como capitán del equipo, se halla en primer plano y en el centro. Con su último traje azul de raya diplomática y chaqueta cruzada cosida por Hayward de Mount Street, sus zapatos negros con alzas confeccionados por Lobb de St. James, y su corte de pelo hecho en Trumper, a la vuelta de la esquina, es el perfecto caballero del West End reproducido en exquisita miniatura, una joya, un diamante en el escaparate atrayendo las miradas de cuantos pasan junto a él. Erguido como siempre en su esfuerzo por ganar estatura, Tiger rodea con un brazo los hombros de un sesentón de complexión recia y aspecto marcial con largas pestañas de querubín, el pelo a cepillo y el cutis como la piedra pómez. Y si bien Oliver no lo había visto en su vida, reconoce de inmediato al legendario Yevgueni Orlov de Moscú, negociante patriarcal, traficante de influencias, viajante plenipotenciario y copero mayor de la mismísima Corte del Poder.

Al otro lado de Tiger, pero libre de su abrazo, se encuentra un individuo de poblado bigote, piernas arqueadas y mirada furibunda, con un traje de color negro Biblia que no le pega ni con cola y unos zapatos anaranjados con orificios de ventilación. Con su mudo ceño tribal, los hombros encorvados y las manos yertas colgando frente a él, semeja un cosaco exánime a lomos de un caballo desbocado. Dejándose guiar de nuevo por la intuición, Oliver reconoce en ese insólito personaje al hermano menor de Yevgueni, Mijaíl, descrito por Massingham mediante términos tan diversos como «el guardabosque de Yevgueni», «el leñador» o «Mycroft, el hermano tonto».

Y detrás de este trío, en actitud posesiva, con la misma expresión que si acabase de unirlos en santo matrimonio —como de hecho así ha sido—, asoma el infatigable asesor de Tiger en asuntos relacionados con el bloque soviético y jefe de personal, el honorable Ranulf, alias Randy Massingham, hasta fecha reciente en el Foreign Office, exmiembro de la Guardia Real, excabildero y genio de las relaciones públicas, hablante de ruso, hablante de árabe, consejero por un tiempo de los gobiernos de Kuwait y Bahrein, cuya principal labor en su última encarnación al servicio de Single consiste en captar nuevos clientes a cambio de una comisión. Cómo es posible que un hombre haya emprendido tantas carreras a la edad de cuarenta años es un enigma que Oliver aún no ha conseguido resolver. No obstante envidia el pirático pasado de Massingham y hoy en particular envidia también su éxito, ya que desde hacía meses Tiger tenía una fijación irracional y obsesiva con los hermanos Orlov. Tanto en las reuniones para fijar las líneas generales de la empresa como en las sesiones para abordar temas concretos, Tiger ha alternado los desplantes, las pullas y las lisonjas en su trato con Massingham. «Válgame Dios, Randy, ¿dónde están mis Orlov? ¿Por qué he de conformarme con elementos de segunda fila?», refiriéndose a rusos inferiores y más asequibles que han sido declarados poco aptos y desechados sin contemplaciones. «Si los Orlov son los que cuentan, ¿por qué no están hablando conmigo sentados a esta mesa?». Y a continuación el látigo, porque cuando Tiger se ve privado de algo, todos deben compartir su malestar: «Te noto viejo, Randy. Tómate el día libre. Vuelve el lunes cuando te hayas rejuvenecido».

Pero hoy, como Oliver ve a simple vista, sentarse a la mesa de Tiger es precisamente lo que han hecho los Orlov. Ya no hay necesidad de que Massingham salga a toda prisa, «sin más equipaje que el cepillo de dientes», para tomar un vuelo a Leningrado, Moscú, Tiflis, Odessa o dondequiera que los Orlov hayan trasladado su nómada existencia. Hoy las Montañas Gemelas han venido a Mahoma, acompañadas —Oliver ha advertido de inmediato su presencia a ambos lados de la fotografía de grupo— por dos hombres a quienes acertadamente asigna el papel de porteadores: el rubio, fornido y blanco como la leche, de la edad de Oliver a lo sumo; el otro, un cincuentón rechoncho, con los tres botones de la chaqueta abrochados.

¡Y humo de tabaco, una verdadera cortina! ¡Improbable, imposible humo de tabaco! ¡Y ceniceros nunca vistos en la mesa de reuniones, entre los papeles extendidos! Para Oliver, nada en el despacho, ni siquiera los hermanos Orlov, resulta tan memorable como ese humo abominable y prohibido por los siglos de los siglos, ascendiendo en volutas a través del aire enrarecido del sanctasanctórum y concentrándose en una nube en forma de hongo sobre la repeinada cabeza del «más acérrimo enemigo del tabaco». —Vogue—. Tiger aborrece más el vicio de fumar que el fracaso o la contradicción. Todos los años, antes del cierre del ejercicio, retira una ostentosa suma de los ingresos gravables y la dona para organizar campañas a favor de la prohibición. Sin embargo hoy descansa sobre el aparador un flamante humectador revestido de plata, comprado en Asprey, de New Bond Street, que contiene los cigarros más caros del universo. Yevgueni está fumándose uno, al igual que el porteador de los tres botones. Ninguna otra cosa habría revelado a Oliver de manera tan convincente la extraordinaria trascendencia de la ocasión.

Tiger inicia la conversación con un comentario burlón, pero Oliver ve las burlas como una parte inseparable de la relación con su padre. Si uno llega escasamente al metro sesenta con ayuda de unas alzas en los tacones y su hijo mide metro noventa, es natural que quiera reducirlo a escala delante de los demás… y la obligación moral de Oliver, lo correcto y apropiado, es colaborar en su mengua.

—Válgame Dios, hijo, ¿qué te ha entretenido tanto? —protesta Tiger con fingida seriedad para diversión de los presentes—. Alguna juerga nocturna, supongo. ¿Quién es ella esta vez? ¡Espero que no vaya a costarme una fortuna!

Oliver sigue la broma como buen chico que es.

—En realidad es bastante rica, padre; astronómicamente rica, de hecho.

—¿De verdad es rica? ¿De verdad? No está mal, para variar. Quizá esta vez el viejo recupere su dinero. ¿Qué?

Y ese «qué» acompañado de una mirada vivaz a Yevgueni Orlov —a la vez que levanta y reasienta el pequeño puño osadamente apoyado en el enorme hombro de Yevgueni— y el comentario, con la connivencia de Oliver, de que el caballerete aquí presente lleva últimamente una vida de zángano gracias a la generosidad de su indulgente padre. Pero Oliver está ya acostumbrado a todo eso. Tiene ya mucha práctica en esa clase de escenas. Si Tiger se lo hubiese pedido, habría hecho su aceptable imitación de Margaret Thatcher o de Humphrey Bogart en Casablanca, o contado el chiste de los dos rusos meando en la nieve. Pero Tiger no se lo pide, al menos esa mañana, así que Oliver se limita a sonreír y apartarse el pelo de la frente mientras Tiger lo presenta con retraso a sus invitados.

—Oliver, quiero que conozcas a uno de los pioneros más sagaces, intrépidos y clarividentes de la nueva Rusia, un caballero que, como yo mismo, ha luchado a brazo partido con la vida y ha ganado. Ahora ya no fabrican a muchos como nosotros, me temo. —Guarda silencio mientras Massingham, detrás de ellos, vierte esas palabras a su ruso de exmiembro del Foreign Office—. Oliver, ante ti el señor Yevgueni Ivánovich Orlov y su distinguido hermano Mijaíl. Yevgueni, este es mi hijo, Oliver, de quien estoy muy contento, un hombre de leyes, un hombre de gran talla, como puede verse, un hombre instruido e inteligente, un hombre del futuro. Un pésimo atleta, es cierto. Un jinete desastroso, baila como un buey —las cejas de actor de cine enarcadas anunciando la habitual agudeza—, pero, según los rumores, fornica como un guerrero. —Por las alegres risas de Massingham y los porteadores, Oliver deduce que el tema ha salido ya a relucir antes de su llegada—. Le falta un poco de experiencia en otras áreas, quizá; le sobran inquietudes éticas… como nos ha pasado a todos a su edad. Pero posee una excelente formación académica en derecho; representa sin el menor problema al Departamento Jurídico durante la ausencia de nuestro venerado colega el doctor Alfred Winser, de viaje en el extranjero. —¿Bedfordshire está en el extranjero?, se pregunta Oliver, como siempre encontrando graciosas las pequeñas licencias de Tiger. ¿Y Winser doctor, ahora de pronto?—. Oliver, quiero que escuches con total atención un resumen de nuestro trabajo de esta mañana. Yevgueni nos ha planteado tres propuestas cruciales, muy originales y creativas, que reflejan, en mi opinión de una manera muy precisa y concluyente, el cambio de dirección en la nueva Rusia del señor Gorbachov.

Pero antes los apretones de manos, con un variado surtido de rellenos. El mullido puño de Yevgueni forcejea con la palma no probada de Oliver a la vez que una picara sonrisa asoma a sus largas pestañas de querubín. Le siguen los cinco curtidos dedos de su hermano Mijaíl. Luego un contacto breve y esponjoso del sacerdotal fumador de puros con tres botones de la chaqueta abrochados. Resulta llamarse Shalva, natural de Tiflis, Georgia, y de profesión abogado, como Oliver. Es la primera vez que se ha pronunciado la palabra «Georgia», pero Oliver, cuyos ojos y oídos hoy permanecen atentos a los más leves detalles, capta de inmediato su importancia: Georgia, y los hombres se yerguen perceptiblemente; Georgia, y se cruzan miradas alertas mientras las tropas leales vuelven a formar.

—¿Ha estado alguna vez en Georgia, señor Oliver? —pregunta Shalva con el tono expectante de un auténtico creyente.

—Por desgracia, no —admite Oliver—. Me han dicho que es un sitio precioso.

—Georgia es un sitio precioso —confirma Shalva con la autoridad del púlpito.

Pero es Yevgueni quien se hace eco de esa afirmación, en inglés, moviendo la cabeza en prolongados gestos de asentimiento como un caballo.

—Georgia un sitio precioso —brama, y el egregio Mijaíl asiente también en sagrada confirmación de su fe.

Y por último un toque de guantes previo al combate, este con el pálido coetáneo de Oliver, el señor Alix Hoban, de quien no se ofrece descripción alguna, sea o no georgiano. Y algo en Hoban causa inquietud a Oliver y le obliga a alojarlo en un compartimiento aparte de su mente. Algo que hace presentir frialdad, deslealtad, impaciencia, represalias violentas. Algo que dice: Si vuelves a pisarme el pie una sola vez más… Pero estas reflexiones quedan para más tarde. Con Oliver incorporado ya a la reunión, las manos pequeñas y vivaces de Tiger indican a los presentes que tomen asiento, ya no alrededor de la mesa sino en los sillones verdes de piel estilo Regencia reservados para las deliberaciones sobre lo que antes ha llamado las tres propuestas muy originales y creativas de Yevgueni, reflejo del cambio de dirección soviético. Y puesto que los Orlov no hablan inglés —al menos hoy no— y Massingham no pertenece a su equipo sino al de Tiger, son expuestas por el indefinido señor Alix Hoban. Su voz no cumple en absoluto las previsiones de Oliver. No es propiamente ni de Moscú ni de Filadelfia, sino más bien un refrito de ambas culturas. Su filo dentado es tan penetrante que parece surgir de un amplificador. Habla, cabe suponer, a instancias de alguien poderoso, empleando —de eso no hay duda— frases bruscas y mondas sin espacio para opciones intermedias, siempre son lo tomas o lo dejas. Solo muy de vez en cuando algo de sí mismo destella como una daga extraída de la funda.

—Los señores Yevgueni y Mijaíl Orlov cuentan con muchos y excelentes contactos en la Unión Soviética, ¿vale? —empieza, dirigiéndose con desdén a Oliver por ser el recién llegado. El «vale» no requiere respuesta. Continúa sin pausa—. Gracias a sus experiencias en el ejército y la administración, gracias también a sus conexiones con Georgia… y otras ciertas conexiones…, el señor Yevgueni goza de la confianza de las más altas esferas del país. Está, pues, en una posición única para facilitar la realización de tres propuestas específicas, sujetas a las correspondientes comisiones pagaderas fuera de la Unión Soviética. ¿Entendido? —pregunta de pronto. Oliver ha entendido—. Estas comisiones son resultado de negociaciones previas en las más altas esferas del país. No hay vuelta de hoja. ¿Captas la onda?

Oliver capta la onda. Después de tres meses en la Casa Single sabe de sobra que las más altas esferas del país no salen baratas.

—¿Y cuáles son exactamente las condiciones de pago de dichas comisiones? —pregunta Oliver con una delicadeza que no siente.

Hoban tiene la respuesta en la punta de los dedos de la mano izquierda, que se agarra una por una.

—Debe pagarse la mitad antes de la realización de cada propuesta. El resto a intervalos acordados, dependiendo del posterior resultado de cada propuesta. Como base del cálculo, el cinco por ciento del primer billón, el tres por ciento a partir de esa cifra, no negociable.

—Y hablamos de dólares —dice Oliver, resuelto a aparentar que los billones no le impresionan.

—¿En qué vamos a hablar, si no? ¿En liras?

Una ráfaga de sonoras risas por parte de los hermanos Orlov y Shalva el abogado cuando Massingham se interpone para traducir el gracioso comentario al ruso en atención a ellos, y Hoban centra su inglés seudo-norteamericano en lo que llama la Propuesta Específica Número Uno.

—Las propiedades del Estado soviético solo puede venderlas el Estado, ¿conforme? Es axiomático. Pregunta: ¿A quién pertenecen hoy día las propiedades de la Unión Soviética?

—Al Estado soviético, obviamente —responde Oliver, el alumno aventajado.

—Segunda pregunta: ¿Quién puede vender hoy día las propiedades del Estado soviético con arreglo a la nueva política económica?

—El Estado soviético —contesta Oliver, que a estas alturas siente ya una profunda aversión hacia Hoban.

—Tercera pregunta: ¿Quién autoriza hoy día la venta de propiedades del Estado? Sí, de acuerdo, el nuevo Estado soviético. Solo el nuevo Estado puede vender las propiedades del viejo Estado. Es axiomático —repite, gustándole por lo visto la palabra—. ¿Entendido?

Y en este punto, para desconcierto de Oliver, Hoban saca una pitillera de platino y un encendedor, extrae un grueso cigarrillo amarillento que parece guardar desde su infancia no muy lejana, cierra la pitillera y golpea ligeramente el cigarrillo contra la tapa para apaciguarlo antes de añadir nubes de humo tóxico a la cortina ya existente.

—La economía soviética de las últimas décadas era una economía planificada, ¿vale? —Resume Hoban—. Toda la maquinaria, el armamento, las centrales eléctricas, los gasoductos, las vías férreas, el equipo móvil, las locomotoras, las turbinas, los generadores, las imprentas, todo pertenece al Estado. Pueden ser materiales viejos del Estado, pueden ser muy viejos; a nadie le importan en absoluto. La Unión Soviética de las décadas pasadas no tenía interés en reciclar. Yevgueni Ivánovich dispone de valoraciones muy fiables de esos materiales, elaboradas en las más altas esferas del país. Según esas valoraciones, calcula que actualmente tienen en existencias un billón de toneladas de metales ferrosos desechados de buena calidad que podrían recogerse y vender a los posibles clientes interesados. En todo el mundo hay una gran demanda de esa clase de metales. ¿Me sigues?

—Especialmente en el Sudeste asiático —apunta Oliver, ufano, porque en un número reciente de una revista técnica ha leído un artículo sobre ese tema.

Y mientras lo dice, su mirada se cruza con la de Yevgueni, como ha ocurrido ya varias veces durante la perorata de Hoban, y le sorprende la expresión de dependencia que advierte en sus ojos. Es como si ese hombre de avanzada edad se sintiese allí intranquilo y transmitiese mensajes de complicidad a Oliver, el amigo recién llegado.

—En el Sudeste asiático existe una considerable demanda de metales desechados de calidad —asiente Hoban—. Quizá vendamos en el Sudeste asiático. Quizá sea una buena idea. Ahora mismo, a nadie le importa un carajo. —Con un alarmante resoplido, Hoban se aclara la nariz y la garganta simultáneamente para después recitar una interminable frase prefabricada—. La inversión inicial para la propuesta específica referente a los metales de desecho será de veinte millones de dólares en efectivo, pagaderos a la firma del contrato con el Estado por el que se otorga a la persona nombrada por Yevgueni Ivánovich un permiso en exclusiva para recoger y vender todos los metales de desecho de la Unión Soviética, sea cual sea su ubicación o estado de conservación. Eso es inamovible. No hay vuelta de hoja.

A Oliver le da vueltas la cabeza. Ha oído hablar antes de tales comisiones, pero no dispone de información directa.

—Pero ¿quién es la persona nombrada? —pregunta.

—Eso está por decidir. Ahora no viene al caso. Yevgueni Ivánovich la elegirá. Será la persona nombrada por nosotros.

Desde su trono, Tiger hace una severa advertencia:

—Oliver, no seas obtuso.

—Los veinte millones de dólares en efectivo —prosigue Hoban— se ingresarán en un banco occidental previamente acordado, mediante transferencia telefónica, en el momento mismo de la firma. La persona nombrada debe correr también con los costes de recogida y montaje de metales de desecho. Será necesario asimismo el arrendamiento o compra de espacio de almacenaje en puerto, cuarenta hectáreas como mínimo. Eso se cargará también a la cuenta de gastos de estructura de la persona nombrada. Deberá adquirir ese almacén a título privado. La organización de Yevgueni Ivánovich posee contactos que pueden ofrecer ayuda a la persona nombrada en la compra de un almacén —añade, y Oliver sospecha que esa organización es el propio Hoban—. El Estado soviético no puede proporcionar el equipo de corte y desguace. Eso recaerá igualmente sobre la persona nombrada. Aun si el Estado posee equipo de esas características, será sin duda inservible, para tirarlo al mismo montón de chatarra.

Hoban separa los labios en una sonrisa forzada mientras deja un papel y coge otro. El silencio da pie a otra suave interpolación de Tiger.

—Si tenemos que comprar nosotros un almacén, habrá que contar con unas cuantas propinas a los caciques del lugar, claro está. Creo que Randy ha mencionado ya antes ese punto, ¿no, Randy? Nunca conviene tener en contra a los lugareños.

—Está ya incluido —responde Hoban con indiferencia—. Es un gasto insignificante. Esos detalles los resolverá la Casa Single sobre el terreno, de común acuerdo con Yevgueni Ivánovich y su organización.

—¡La persona nombrada somos nosotros, pues! —exclama Oliver, cayendo sagazmente en la cuenta.

—¡Qué inteligente eres, Oliver! —masculla Tiger.

La Propuesta Específica Número Dos de Hoban atañe al petróleo. Petróleo de Azerbaiyán, petróleo del Cáucaso, petróleo del mar Caspio, petróleo de Kazajstán. Más petróleo, comenta Hoban despreocupadamente, del que se encontraría en todo Kuwait e Irán juntos.

—Un nuevo El Dorado —susurra Massingham entre bastidores en una muestra de apoyo.

—Ese petróleo pertenece también al Estado, ¿vale? —explica Hoban—. Muchos pretendientes se han acercado a las más altas esferas del país solicitando concesiones y ha habido interesantes propuestas en lo concerniente a refinado, oleoductos, instalaciones portuarias, transporte, venta a países no socialistas, y comisiones. No se ha tomado ninguna decisión. Las altas esferas del país no gastan la pólvora en salvas. ¿Entiendes?

—Entendido —informa Oliver al estilo militar.

—En la zona de Bakú se emplean aún los antiguos métodos soviéticos de extracción y refinado —anuncia Hoban, leyendo sus notas—. Dichos métodos están completamente desfasados. En las altas esferas se ha decidido, por tanto, que para los intereses de la nueva economía de mercado soviética es preferible que la responsabilidad de la extracción se ceda a una compañía internacional. —Levanta el dedo índice de la mano izquierda por si Oliver no sabe contar—. Una sola. ¿Vale?

—Claro. Genial. Vale. Una sola.

—En exclusiva. La identidad de esta compañía internacional es una cuestión delicada, muy condicionada políticamente. Dicha compañía debe ser una buena compañía, receptiva respecto a las necesidades de toda Rusia, también del Cáucaso. Debe ser una compañía experta. Debe ser una compañía —pronuncia las palabras como si fuesen una sola— de-probada-eficacia, y no un tenderete de tres al cuarto en manos de un grupo de pipiolos.

—Los gigantes del sector aúllan literalmente por llevarse el gato al agua, Oliver —explica Massingham con tono insinuante—. Los chinos, los indios, las multinacionales, los norteamericanos, los holandeses, los ingleses…, todos. Gastando suelas por los pasillos, enseñando los talonarios, repartiendo billetes de cien dólares como si fuesen confeti. Es un zoo.

—Eso parece —coincide Oliver con entusiasmo.

—En la selección de esa compañía internacional, se tendrá muy en cuenta el respeto a los diversos intereses particulares de todos y cada uno de los pueblos que habitan en la región del Cáucaso. Esa compañía internacional debe gozar de la confianza de dichos pueblos. Debe cooperar. Debe enriquecerlos a ellos, y no solo a sí misma. Debe acomodarse a las exigencias de los apparatchiks de Azerbaiyán, Daguestán, Chechenia, Ingushia, Armenia —una mirada a Yevgueni—; debe complacer a la nomenklatura de Georgia. Las altas esferas del país tienen una relación muy especial con Georgia, una especial consideración. En Moscú se da máxima prioridad a la buena voluntad de la República de Georgia, por delante de las otras repúblicas. Eso es un hecho histórico. Es axiomático. —Consulta de nuevo sus notas antes de recurrir al resonante lugar común—. Georgia es la joya más preciada de la corona en la Unión Soviética. No hay vuelta de hoja.

Para sorpresa de Oliver, Tiger se apresura a corroborar esa afirmación.

—Perdona, Alix, en la corona de todo el mundo —asevera—. Un pequeño país maravilloso. ¿Me equivoco, Randy? Una comida, un vino, una fruta, una lengua maravillosos, bellas mujeres, un increíble paisaje, una literatura que se remonta a los tiempos del Diluvio. No hay otra tierra igual en el planeta. Hoban no le presta la menor atención.

—Yevgueni Ivánovich ha vivido muchos años en Georgia. Yevgueni y Mijaíl Ivánovich estuvieron de niños en Georgia cuando su padre era comandante del Ejército Rojo en Senaki. Conservan muchos amigos en Georgia desde entonces. Ahora esos amigos son personas muy influyentes. Los hermanos pasan mucho tiempo en Georgia. Tienen una dacha en Georgia. Desde Moscú, Yevgueni ha desviado muchos favores hacia su querida Georgia. Yevgueni reúne por tanto todos los requisitos para reconciliar las necesidades de la nueva Unión Soviética con las necesidades y las tradiciones de la comunidad georgiana. Su presencia es una garantía de que los intereses del Cáucaso serán respetados. ¿Vale?

El haz de luz se posa nuevamente en Oliver. El auditorio entero se inclina hacia él, observando con atención sus reacciones.

—Vale —confirma con la debida diligencia.

—Por eso mismo, Moscú ha dictado unas disposiciones informales. Disposición A. En Moscú se otorgará una sola licencia para todo el petróleo del Cáucaso. Disposición B. Yevgueni Ivánovich designará personalmente al titular de dicha licencia. Disposición C. La licencia se sacará a licitación pública y formal entre varias compañías petrolíferas. Sin embargo. —Se interrumpe. Oliver respira hondo y el humo de tabaco lo coge desprevenido, pero se recupera—. Sin embargo, que se jodan. De manera informal y en privado, Moscú seleccionará al consorcio designado por Yevgueni Ivánovich y los suyos. Disposición D. Las condiciones impuestas al consorcio designado se calcularán en concepto de regalías sobre los yacimientos petrolíferos existentes en Azerbaiyán, tomando como referencia el rendimiento medio anual en los últimos cinco años. ¿Me sigues?

—Te sigo.

—Es muy importante recordar esto: los métodos de extracción soviéticos son una mierda. Tecnología deficiente, infraestructura deficiente, transporte deficiente, gerentes de pacotilla. Por lo tanto, la suma calculada será muy modesta en comparación con el resultado de una extracción eficaz mediante modernos métodos occidentales. Se basará en los rendimientos históricos, no en los futuros. Será una mínima parte de la producción futura. Dicha suma será aceptada por las altas esferas de Moscú en cuanto se efectúe el pago de los derechos de licencia. Disposición E. El total de los ingresos excedentes derivados de la futura extracción de petróleo serán propiedad de un consorcio del Cáucaso nombrado por Yevgueni Ivánovich y su organización. Se establecerá un contrato formal y privado en el momento de recibirse un pago al contado de treinta millones de dólares como anticipo. El resto de la comisión original estará en función de las futuras ganancias reales por acuerdo informal. Se negociará a su debido tiempo.

—Afortunadas las altas esferas del país —dice Massingham arrastrando las palabras y con voz permanentemente ronca, como si también él andase escaso de combustible—. Cincuenta millones por escribir su nombre un par de veces y luego a esperar las suculentas comisiones, no es mal negocio, diría yo.

La pregunta de Oliver surge espontáneamente. Ni el tono hosco ni la formulación agresiva son elección suya. Si pudiese retirarla, lo haría; pero ya es demasiado tarde. Un fantasma vagamente conocido se ha apoderado de él. Es lo que queda de su sentido de la legalidad después dé tres meses enrolado en Casa Single.

—¿Puedo interrumpirte un segundo, Alix? ¿Dónde interviene Single exactamente? ¿Nos estáis pidiendo que paguemos cincuenta millones de dólares en sobornos?

Oliver tiene la sensación de que se le ha escapado un sonoro pedo en la iglesia mientras se desvanecen los últimos acordes del órgano. En el amplio despacho se produce un silencio de incredulidad. El ruido del tráfico de Curzon Street, seis pisos más abajo, ha cesado. Es Tiger quien, como padre suyo y socio principal de la firma, acude en su rescate. Emplea un afectuoso tono de enhorabuena.

—Una buena observación, Oliver, y valientemente planteada, si se me permite decirlo. Me siento impulsado, y no por vez primera, a admirar tu integridad. La Casa Single no soborna, claro está. No es eso lo que hacemos ni mucho menos. Si deben pagarse comisiones legítimas, se pagarán a criterio de nuestro socio en la zona, en este caso nuestro buen amigo Yevgueni, y con el debido respeto a las leyes y tradiciones del país en que opera dicho socio. Los detalles serán asunto suyo, no nuestro. Obviamente, si un socio anda escaso de fondos, ya que no todo el mundo puede echar mano a cincuenta millones de dólares de la noche a la mañana, Single estudiará la concesión de un préstamo para permitirle ejercer sus facultades discrecionales. Considero de vital importancia dejar claro este punto. Y has hecho bien en sacarlo a relucir, Oliver, en tu actual función de asesor jurídico. Te lo agradecemos, yo y todos los demás.

Massingham asesta el golpe mortal con una ronca aprobación:

—¡Bien dicho!

Entretanto Tiger inicia una suave transición que terminará en propagandística apología de la gran Casa Single.

—La misión de Single es decir sí donde otros dicen no, Oliver. Aportamos visión. Experiencia. Energía. Recursos. Allí donde impera el verdadero espíritu emprendedor. Yevgueni no está hipnotizado por el viejo Telón de Acero, nunca lo ha estado, ¿a que no, Yevgueni? —pregunta. A través del brumoso ambiente, con el rabillo del ojo, Oliver ve moverse en un gesto de negación la cabeza casi rapada de Yevgueni Orlov—. Actúa en nombre de Georgia. Ama la belleza y la cultura de Georgia. Georgia cuenta con algunas de las iglesias cristianas más antiguas del mundo. Probablemente no lo sabías, ¿verdad?

—Lo cierto es que no.

—Sueña con un Mercado Común del Cáucaso. También yo. Una nueva entidad comercial de grandes proporciones, basada en sus ingentes recursos naturales. Es un pionero, ¿no es así, Yevgueni? Como nosotros. Claro que lo es. Por favor, Randy, traduce. Bien hecho, Oliver. Estoy orgulloso de ti. Todos lo estamos.

—¿Tiene un nombre el consorcio? ¿Existe ya realmente? —pregunta Oliver mientras Massingham traduce.

—No, Oliver, todavía no —responde Tiger a través de su impermeable sonrisa—. Pero estoy seguro de que pronto existirá. Ten un poco de paciencia.

Sin embargo, aun mientras se desarrolla este inquietante diálogo —inquietante al menos para Oliver—, se siente atraído casi por gravitación en una dirección inesperada. Todos observan a Oliver, pero la mirada veterana y astuta de Yevgueni permanece fija en él como el cabo de un barco, tirando de él, tanteando su peso, formándose una opinión sobre él, y sin duda una opinión certera, de eso Oliver está convencido. Sin saber por qué, la buena voluntad de Yevgueni le resulta evidente. Más raro aún, Oliver tiene la sensación de estar reanudando una vieja y natural amistad. Ve a un niño en Georgia entusiasmado con todo aquello que lo rodea, y el niño es él mismo. Siente una gratitud incondicional por los favores que ni siquiera es consciente de haber recibido. Entretanto, Hoban habla de sangre.

Sangre de todos los grupos. Sangre común, sangre poco común, sangre en extremo infrecuente. El desequilibrio entre la demanda y la oferta mundiales. La sangre de todas las naciones. El valor monetario de la sangre, al por mayor y al detalle, por categorías, en los mercados médicos de Tokio, París, Berlín, Londres y Nueva York. Cómo analizar la sangre, cómo separar la sangre buena de la mala. Cómo enfriarla, embotellarla, congelarla, transportarla, almacenarla, conservarla. Los reglamentos referentes a su importación en los principales países industrializados de Occidente. Las normas de sanidad e higiene. Aduanas. ¿Por qué explica todo eso? ¿Por qué de pronto le atrae tanto la sangre? Tiger detesta la sangre en igual medida que el tabaco. Atenta contra sus principios de inmoralidad y contradice su pasión por el orden. Oliver conoce desde siempre esa aversión de su padre, viéndola unas veces como indicio de una sensibilidad oculta y otras como una debilidad despreciable. Al menor corte, la visión de una sola gota o su olor, la mera mención de la palabra «sangre», bastan para que sucumba al pánico. Gasson, su chófer, estuvo a punto de ser despedido por ofrecer ayuda en un sangriento accidente mientras su patrón, lívido, permanecía en el asiento trasero del Rolls-Royce ordenándole a gritos que siguiese adelante, adelante, adelante. Sin embargo hoy, a juzgar por su exultante expresión mientras escucha la monótona exposición de la Propuesta Específica Número Tres, no hay nada en el mundo que le guste tanto como la sangre. Y aquí se trata de sangre a chorros: sangre gratis del grifo gracias a los donantes rusos de corazón generoso, vendida al por menor a un precio de noventa y nueve dólares con noventa y cinco centavos el medio litro para los pacientes necesitados de Estados Unidos… y hablamos de una cantidad mínima de doscientos cincuenta mil litros semanales, ¿queda claro, Oliver? Hoban se vuelve humanitario. Lo demuestra adoptando un reverencial tono monocorde, pero también apretando los labios en una mueca de mojigatería y entornando los párpados. Los conflictos de Karabaj, Abkahzia y Tiflis, recita, han proporcionado a los hermanos Orlov una trágica percepción de las deficiencias de los deteriorados servicios médicos rusos. No dudan que la situación empeorará aún más. Por desgracia, la Unión Soviética no posee un servicio nacional de transfusiones, ni un programa de captación y distribución de sangre para nuestras muchas capitales asediadas, ni para su almacenaje. La mera idea de vender o comprar sangre es ajena a los más nobles sentimientos soviéticos. Los ciudadanos soviéticos están acostumbrados a donar sangre gratuita y voluntariamente, en momentos de especial empatía o patriotismo, no —Dios nos libre— con fines comerciales, dice Hoban, con una voz tan anémica que Oliver se pregunta si no le vendría bien a él mismo una transfusión.

—Por ejemplo, cuando el Ejército Rojo combate en un determinado frente, se solicitan donantes por la radio. Por ejemplo, en caso de una catástrofe natural, todos los vecinos de una aldea se ponen en fila para someterse a ese sacrificio. Si la crisis es de gran magnitud, el pueblo ruso suministrará mucha sangre. En la nueva Rusia se producirán numerosas crisis, y además las crisis pueden provocarse. Es axiomático.

¿Adónde quiere ir a parar con esta sarta de disparates?, piensa Oliver, pero le basta con echar un vistazo alrededor para darse cuenta de que nadie comparte su escepticismo. Tiger exhibe una amenazadora sonrisa como diciendo: Atrévete a hacerme una sola pregunta. Yevgueni y Mijaíl están unidos en la oración, las manos cruzadas sobre el regazo, la cabeza gacha. Shalva escucha con un soñador aire de evocación, y Massingham con los ojos casi cerrados y las piernas extendidas hacia el fuego apagado.

—Por lo tanto, en las altas esferas se ha tomado la decisión política de crear bancos de sangre en las principales ciudades de la Unión Soviética —informa Hoban, que ya no habla como un pastor evangelista sino como un locutor gangoso de Radio Moscú dando las noticias una fría mañana.

Y Oliver sigue sin entender nada, pese a que alrededor suyo todos parecen saber exactamente adónde lleva aquello.

—Estupendo —musita a la defensiva, consciente de que es el blanco de la atención colectiva. Pero al cabo de unos segundos se sorprende cruzando de nuevo una mirada con Yevgueni, que ha ladeado y echado atrás la cabeza y, con el pétreo mentón en alto, lo escruta desde entre los flecos de sus largas pestañas.

—De acuerdo con este objetivo nacional, se recomendará a todas las repúblicas de la Unión Soviética que creen una unidad de almacenamiento de sangre en cada una de las ciudades designadas. Dicha unidad contendrá como mínimo… —el estado de confusión de Oliver respecto al proyecto le impide escuchar la cifra exacta—… litros de sangre de cada categoría. El Estado prevé ayudas para la financiación de este proyecto, sujetas a ciertos requisitos. El Estado también declarará la situación de crisis. En este mismo espíritu de reciprocidad —levanta un dedo blanco, reclamando atención—, cada república se verá obligada a enviar una cantidad estipulada de sangre para la reserva central de Moscú. Esto es axiomático. Las repúblicas que no aporten la cantidad estipulada de sangre a la reserva central no recibirán financiación. —Hoban adopta un tono trascendente, tan trascendente al menos como le permite su desafortunada voz—. Dicha reserva central se conocerá como Reserva de Sangre para Situaciones de Crisis. Será un banco de sangre modélico. En un edificio imponente. Nosotros elegiremos el edificio. Quizá con el tejado plano para permitir el aterrizaje de helicópteros. En este edificio habrá personal de guardia a todas horas para satisfacer cualquier demanda repentina que exceda los recursos de los servicios regionales, en cualquier lugar de la Unión Soviética. Por ejemplo, en caso de terremoto. Por ejemplo, en caso de un accidente industrial grave. Por ejemplo, en caso de un choque de trenes o una guerra menor. Por ejemplo, en caso de un atentado terrorista en Chechenia. La televisión emitirá un programa sobre este edificio. Aparecerán artículos en los periódicos. Este edificio será el orgullo de toda la Unión Soviética. Nadie se negará a donar sangre para este edificio, ni siquiera cuando se trate de pequeñas crisis, siempre que la crisis sea declarada por las altas esferas. ¿Me sigues, Oliver?

—Claro que te sigo. Hasta un niño lo entendería —prorrumpe Oliver. Pero, salvo él mismo, nadie ha notado su confusión. Ni tan solo el viejo Yevgueni, la granítica cabeza apoyada en el granítico puño, ha oído su grito.

—Ahora bien —dice Hoban, salvo que, bajando por un instante la guardia lingüística, pronuncia la H como G, desliz que en cualquier otro momento hubiese arrancado a Oliver una discreta sonrisa—. Agora bien. Es ya obvio que los costes de explotación de la Reserva de Sangre para Situaciones de Crisis son prohibitivos para el Estado. El Estado soviético no tiene dinero. El Estado soviético debe aceptar los principios de la economía de mercado. Tengo, pues, una pregunta para ti, Oliver. ¿Cómo puede autofinanciarse la Reserva de Sangre para Situaciones de Crisis? ¿Cómo se conseguiría? ¿Cuál es tu particular propuesta específica a las altas esferas del país, por favor?

Las feroces miradas de los presentes se dirigen a él, la de Tiger la más feroz de todas. Exigiendo su aprobación, su beneplácito, su complicidad. Queriéndolo a bordo con su ética y sus ideales incluidos. Bajo esa presión colectiva, el rostro de Oliver se ensombrece. Se encoge de hombros, frunce el entrecejo en un gesto de obstinación, pero de nada le sirve.

—Vendiendo el excedente de sangre a los países occidentales, supongo.

—¡Sube un poco más el volumen, Oliver! —ordena Tiger.

—Digo que vendiendo la sangre sobrante a los países occidentales —repite, molesto—. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, es una mercancía como cualquier otra. Sangre, petróleo, hierro viejo. ¿Qué diferencia hay?

Oliver se escucha y tiene la impresión de oír a alguien liberándose de sus cadenas. Sin embargo Hoban asiente ya con la cabeza, Massingham sonríe como un idiota, y Tiger luce su sonrisa más amplia y paternal del día.

—Una perspicaz sugerencia —declara Hoban, satisfecho de su elección de adjetivo—. Venderemos esa sangre. Oficialmente pero también en secreto. La venta será un secreto de Estado, autorizada por escrito en las más altas esferas de Moscú. El excedente de sangre será transportado a diario en un Boeing 747 con cámara frigorífica desde el aeropuerto de Sheremetyevo, en Moscú, hasta la costa Este de Estados Unidos. Los portes serán por cuenta de la compañía contratante. —Lleva anotadas las condiciones y las consulta a la vez que habla—. El transporte se llevará a cabo con la máxima reserva, eliminando cualquier publicidad negativa. En Rusia no debe oírse: «Vendemos nuestra sangre rusa a los vencedores imperialistas». En Estados Unidos no es conveniente que se diga que los capitalistas norteamericanos están desangrando literalmente a las naciones pobres. Sería contraproducente. —Se humedece la yema blanca de un dedo con la lengua y pasa la hoja—. Suponiendo que sea posible mantener la mutua confidencialidad, este contrato será también suscrito por las altas esferas del país. Las condiciones serán las siguientes. Primera condición: el señor Yevgueni será representado por una persona nombrada por él mismo; esa será su prerrogativa. La persona nombrada puede ser extranjera, puede ser occidental, puede ser norteamericana, eso a nadie le importa un carajo. La compañía de la persona nombrada no tendrá su sede en Moscú. Será una compañía extranjera. A ser posible, suiza. Inmediatamente después de la firma del contrato, se depositarán treinta millones de dólares en títulos al portador en un banco extranjero; los detalles serán acordados. ¿Quizá podáis sugerirnos un banco?

—Sin duda —susurra Tiger.

—Estos treinta millones de dólares se considerarán un anticipo sobre los beneficios futuros calculado al quince por ciento del beneficio bruto acumulado en favor de las personas nombradas por el señor Yevgueni Orlov. ¿Te gusta, Oliver? Te parece buen negocio, imagino.

A Oliver le gusta, lo detesta, le parece buen negocio, un negocio asqueroso, no un negocio sino un robo. Pero no tiene tiempo de expresar en palabras su repugnancia. Le falta edad, aplomo, rango, espacio.

—Como bien has dicho, Oliver, es una mercancía como otra cualquiera —afirma Tiger.

—Supongo.

—Te noto preocupado. No hay razón para ello. Aquí estás entre amigos. Formas parte del equipo. Manifiesta tus dudas.

—Pensaba en el análisis de la sangre y esas cosas —masculla Oliver.

—Buena observación. Bien está que lo tengas en cuenta. No nos interesa en absoluto que unos cuantos santurrones de la prensa nos acusen de traficar con sangre contaminada. De modo que me complace aclararte que las pruebas, la clasificación, la selección…, todos esos problemas, no representan un obstáculo en estos tiempos. A lo sumo atrasan unas horas el envío. Aumentan los gastos generales, pero lógicamente el coste está incluido en el cálculo del precio final. Probablemente la mejor solución sería realizar esas pruebas durante el vuelo. Se ahorraría tiempo y se evitarían más manipulaciones de las necesarias. Lo estamos estudiando. ¿Te preocupa algún otro detalle?

—Bueno, está el… en fin…, la visión más amplia, supongo.

—¿De qué?

—Bueno…, ya sabes…, como ha dicho Alix, la venta de sangre rusa a los países ricos de Occidente, los capitalistas viviendo de la sangre de los campesinos.

—Una vez más debo darte la razón, y en efecto tomaremos todas las precauciones. La parte buena es que Yevgueni y sus amigos están tan resueltos como nosotros a mantener la operación en secreto. La parte mala es que tarde o temprano todo se sabe. Adopta una actitud positiva, esa es la clave. Contraataca. Ten preparadas las respuestas y exponías de manera convincente. —Extiende el brazo como un predicador callejero y añade un temblor a la voz—. «¡Vale más comerciar con la sangre que derramarla! ¿Qué mejor símbolo podría haber de reconciliación y coexistencia que una nación donando sangre a su antiguo enemigo?». ¿Qué tal suena?

—Pero no la donan, ¿no? Bueno, los donantes sí, pero eso es distinto.

—¿Preferirías, pues, que nos llevásemos su sangre de balde?

—No, claro que no.

—¿Preferirías que la Unión Soviética no dispusiese de un servicio nacional de transfusiones?

—No.

—No sabemos qué hacen los amigos de Yevgueni con su comisión… ni nos interesa. Podrían dedicarla a construir hospitales, a mejorar los servicios sanitarios para los enfermos. ¿Qué podría ser más ético que eso?

Massingham plantea lo que él llama el quid.

—Haz la suma, Ollie, muchacho. Estamos hablando de una propina inicial de ochenta millones por las tres propuestas específicas —calcula con elegante despreocupación—. Supongo… son puras cabalas, no estoy seguro… que alguien que pide ochenta millones estará dispuesto a redondearlos en setenta y cinco. Aun tratándose de las altas esferas del país, setenta y cinco millones es una suma considerable. Otra cuestión es a quién invitaremos a sentarse a la mesa. Visto desde este lado, será como repartir lingotes de oro.

Almuerzo en el Kat’s Cradle de South Audley Street, presentado en las crónicas de sociedad como el club privado que ni siquiera tú te puedes permitir. Pero Tiger sí puede permitírselo. Tiger es el dueño, y es dueño también de Kat, la gerente, y es dueño de ella desde hace más tiempo del que se permite creer a Oliver. Luce el sol, y el paseo hasta la esquina se prolonga tres minutos completos, con Tiger y Yevgueni a la cabeza, Oliver y Mijaíl en segunda posición, el resto detrás y Alix Hoban cerrando la marcha, hablando quedamente en ruso por un teléfono móvil, cosa que, como Oliver empieza a observar, complace mucho a Hoban. Doblan la esquina. Rolls-Royces con sus respectivos chóferes aguardan como un cortejo de la mafia junto a la acera. Una puerta pintada de negro, cerrada, sin rótulo alguno, se abre cuando Tiger hace ademán de llamar al timbre. La famosa mesa redonda situada en el saliente del balcón acristalado está ya preparada para ellos; los camareros, con chaquetas de color cereza pálido, empujan carritos de plata; halagos y susurros; unas cuantas parejas, hombres con sus queridas, observan desde la seguridad de sus rincones. Katrina, cuyo nombre lleva el establecimiento, es picara, elegante y eternamente joven, como corresponde a una buena querida. Se coloca junto a Tiger, rozándole el hombro con la cadera.

—No, Yevgueni, hoy no tomarás vodka —dice Tiger hacia la mesa—; tomará un Château Yquem con el foie-gras, Kat, y un Château Palmer con el cordero, y una copa de Armagnac de hace mil años acompañando el café, y ni una gota de vodka. Amaestraré al Oso aunque sea lo último que haga. Y unos cócteles de champán mientras esperamos.

—¿Y qué para el pobre Mijaíl? —protesta Katrina, quien, con ayuda de Massingham, se ha aprendido de memoria los nombres de todos ellos antes de su llegada—. Parece que lleva años sin probar una comida como Dios manda, ¿verdad, cariño?

—A Mijaíl le gusta la carne de vaca, me juego algo —insiste Tiger mientras Massingham traduce todo aquello que considera oportuno—. Pregúntale si quiere ternera, Randy, y dile que no se crea una sola palabra de lo que cuentan los periódicos. La carne de las vacas inglesas sigue siendo la mejor del mundo. Lo mismo para Shalva, ya es hora de que disfrute un poco de la vida. Y Alix, por favor, guarda ya ese teléfono; es norma de la casa. A él sírvele una langosta. ¿Te gusta la langosta, Alix? ¿Qué tal está hoy la langosta, Kat?

—¿Y qué comerá Oliver? —pregunta Kat, volviendo hacia él su mirada alegre y eternamente joven y dejándola ahí como un regalo para que Oliver juegue con ella a su antojo—. Sea lo que sea, no habrá suficiente —contesta por él para hacerle subir los colores.

Kat nunca ha escondido el placer que le causa la presencia del joven y viril hijo de Tiger. Cada vez que Oliver entra en el Cradle, lo contempla como a un cuadro de valor incalculable que desease poseer.

Cuando Oliver se dispone a responder, se desata una repentina agitación en el restaurante. Sentándose al piano blanco, Yevgueni ha acometido un desenfrenado preludio que evoca montañas, ríos, danzas y —si Oliver no se equivoca— cargas de caballería. Al instante Mijaíl se planta en el centro de la pequeña pista de baile con la mística mirada de sus ojos hundidos fija en las puertas de la cocina. Yevgueni empieza a cantar una lamentación campesina mientras Mijaíl mueve lentamente los brazos y añade el estribillo de fondo. De manera espontánea, Kat enlaza el brazo al de Mijaíl e imita sus movimientos. Su canto galopa montaña arriba, alcanza la cima y desciende lánguidamente. Ajenos a los murmullos de estupefacción, los hermanos vuelven a sentarse a la mesa y Kat comienza —a aplaudir.

—¿Era eso música de Georgia? —pregunta Oliver a Yevgueni tímidamente, por mediación de Massingham, cuando remiten las palmas.

Pero Yevgueni, resulta, tiene menos necesidad de intérprete de lo que aparenta.

—De Georgia no, Oliver, de Mingrelia —dice con un potente gruñido ruso que resuena en todo el comedor—. El pueblo de Mingrelia conserva la pureza. Otros pueblos georgianos han padecido tantas invasiones que no saben si sus abuelas fueron violadas por turcos, daguestaníes o persas. Los mingrelianos son un pueblo inteligente. Protegen sus valles. Encierran bajo llave a sus mujeres. Las dejan antes embarazadas. Tienen el pelo castaño, no negro.

Vuelve a su ritmo normal el majestuoso bullicio del restaurante. Con su habitual locuacidad, Tiger propone un primer brindis.

—Por nuestros valles, Yevgueni. Los vuestros y los nuestros. Prosperidad para todos ellos, por separado pero unidos. Y que esa prosperidad os beneficie a ti y a tu familia. Te lo deseo como socio, de buena fe.

Son las cuatro de la tarde. Padre e hijo caminan del brazo tranquilamente por la soleada acera, sumidos en la somnolencia posterior al almuerzo, mientras Massingham acompaña al grupo al Savoy para descansar un rato antes de las celebraciones de la noche.

—Para Yevgueni la familia es lo más importante —musita Tiger—. Como para mí. Como para ti. —Apretón en el brazo—. En Moscú, los georgianos forman una pina. Yevgueni les da apoyo, se le abren todas las puertas. Es un hombre encantador. No tiene un solo enemigo en el mundo. —No es corriente que padre e hijo permanezcan tanto rato en contacto físico. Dada la notable diferencia de estaturas, es difícil encontrar una manera de cogerse cómoda para ambos, pero esta vez la han encontrado—. Es bastante desconfiado con la gente. Y ya somos dos. Desconfía también de los objetos: los ordenadores, el teléfono, el fax. Dice que confía solo en lo que tiene en la cabeza. Y en ti.

—¿En ?

—Los Orlov valoran mucho los lazos familiares. Todo el mundo lo sabe. Les gustan los padres, los hermanos, los hijos. Si uno le envía a su hijo, lo interpreta como garantía de buena fe. Por eso me he librado hoy de Winser. Es ya hora de que ocupes el lugar que te corresponde.

—Pero ¿y Massingham? Él los ha conseguido, ¿no?

—Es mejor el hijo. Randy no sale perjudicado, y todos preferimos tenerlo de nuestro lado a tenerlo en contra —responde Tiger. Oliver hace ademán de retirar el brazo, pero su padre lo mantiene atrapado—. Considerando en qué mundo se han criado, es comprensible esa desconfianza. Un Estado policial, todos delatándose entre sí, pelotones de fusilamiento…, un ambiente así hace reservada a la gente. Los propios hermanos pasaron un tiempo en la cárcel, me ha contado Randy. Al salir, conocían a la mitad de los futuros altos cargos de Rusia. Mejor que Eton, por lo que se ve. Habrá que redactar contratos, claro está. Acuerdos secundarios. Simplifica al máximo, ese es el mensaje. Un inglés jurídico básico para extranjeros. A Yevgueni le gusta entender lo que firma. ¿Podrás encargarte de eso?

—Eso creo.

—Está muy verde respecto a muchas cosas, como no podría ser de otro modo. Tendrás que dárselo todo mascado, enseñarle las pautas occidentales. Detesta a los abogados y no sabe nada de bancos. ¿Cómo iba a saber si allí no hay bancos?

—Imposible, claro —responde Oliver con actitud obsecuente.

—Esa pobre gente tiene aún que aprender el valor del dinero. Allí los privilegios eran hasta la fecha la moneda corriente. Si jugaban bien sus cartas, conseguían todo lo que querían: casas, comida, colegios, vacaciones, hospitales, coches…, todos los privilegios. Ahora, para darse esos mismos gustos, han de pagarlos en metálico. Las reglas de juego son distintas. Se requiere otra clase de jugadores.

Oliver sonríe y oye música en su corazón.

—¿Trato hecho, pues? —propone Tiger—. Tú te ocupas de los detalles prácticos, y yo llevo el peso de la negociación. A lo sumo nos llevará un año.

—¿Y qué ocurrirá pasado ese año?

Tiger se echa a reír. Es una risa sincera, ufana, amoral e infrecuente del West End, que Tiger deja escapar a la vez que suelta el brazo de Oliver y le da unas afectuosas palmadas en el hombro.

—¿Dado el veinte por ciento del beneficio bruto? —pregunta todavía entre risas—. ¿Qué crees tú que ocurrirá? Dentro de un año habremos acabado con todos los problemas de ese viejo diablo.