9

En la media luz de un lluvioso invierno turco, Yevgueni se ve tan apagado y ceniciento como las mezquitas de alrededor. Recibe a Oliver con un abrazo la mitad de vigoroso que en las ocasiones anteriores, lee la carta de Tiger con desagrado y se la entrega a Mijaíl con la humildad de un exiliado. Viven en una casa de alquiler inacabada de una nueva zona residencial del lado asiático de Estambul, vistosa pero endeble como el papel, situada en medio de un encharcado revoltijo de maquinaria de construcción abandonada y rodeada de calles, galerías comerciales, cajeros automáticos, gasolineras y restaurantes de comida rápida, todo ello inacabado y vacío, todo deteriorándose gradualmente mientras contratistas deshonestos y arrendatarios frustrados e imperturbables burócratas otomanos esgrimen encarnizadamente sus diferencias en algún arcaico juzgado destinado a los pleitos irresolubles de esta ciudad sofocante, inhóspita, nauseabunda y permanentemente congestionada por el tráfico, con una población no censada de dieciséis millones de almas, cuatro veces más, como Yevgueni no se cansa de repetir, que la suma de todos los habitantes de su querida Georgia. El único momento de placer llega cuando se desvanece la luz del día y los amigos se sientan a beber raki en el balcón, bajo un inmenso cielo turco, y disfrutar de los aromas de los limeros y el jazmín, que de algún modo logran imponerse al hedor del alcantarillado a medio construir, mientras Tinatin recuerda a su marido por enésima vez que es su mismo mar Negro el que tienen a un paso de allí y que Mingrelia se halla justo al otro lado de la frontera, por más que la frontera esté a una distancia de mil trescientos kilómetros por terreno montañoso, las carreteras sean intransitables en períodos de insurrección kurda, y la insurrección kurda sea la norma. Tinatin prepara una comida mingrelia; Mijaíl pone música mingrelia en un viejo gramófono para discos de setenta y ocho revoluciones; amarillentos periódicos georgianos cubren la mesa. Mijaíl lleva una pistola colgada de un cordón bajo el grueso chaleco y otra de menor tamaño metida en la caña de la bota. La motocicleta BMW, los niños y las hijas han desaparecido…, excepto Zoya y su hijo Paul. Hoban realiza misteriosos viajes. Está en Viena. Está en Odessa. Está en Liverpool. Una tarde regresa de improviso y pide a Yevgueni que lo acompañe a la calle, donde se los ve caminar de un lado a otro por la estrecha acera inacabada con las chaquetas sobre los hombros, Yevgueni agachando la cabeza como el preso que fue, y el pequeño Paul detrás de ellos como una plañidera en un cortejo fúnebre. Zoya es una mujer que espera, y espera a Oliver. Lo espera con los ojos y con el cuerpo lánguido y extendido, mientras se mofa de la nueva Rusia supermaterialista, enumera detalles de los últimos robos sistemáticos de propiedades estatales y los nombres de súbitos billonarios, y se queja del lodos, un viento sur de Turquía que le provoca una jaqueca cada vez que no quiere hacer algo. A veces Tinatin le recomienda que se busque alguna actividad, que se ocupe más de Paul, que salga a pasear. Zoya obedece, y luego vuelve a casa a esperar y se lamenta del lodos con un suspiro.

—Acabaré siendo una Natasha —anuncia una vez en medio de un silencio que ella misma ha creado.

—¿Qué es una Natasha? —pregunta Oliver a Tinatin.

—Una prostituta rusa —responde Tinatin, decaída—. Así llaman los turcos a nuestras putas: Natasha.

—Según me ha dicho Tiger, reemprendemos los negocios —dice Oliver a Yevgueni, aprovechando la ausencia de Zoya durante su visita semanal a la adivina rusa de la zona. Su afirmación hunde a Yevgueni en el abismo del desaliento.

—Negocios —repite con tristeza—. Sí, Cartero. Hacemos negocios.

Oliver recuerda con desasosiego que en una ocasión Nina le explicó que tanto en ruso como en georgiano esa inocente palabra se ha convertido en sinónimo de «estafa».

—¿Por qué no regresa Yevgueni a Georgia y se queda a vivir allí? —pregunta a Tinatin que, observada por Zoya, rellena unas berenjenas al horno con cangrejo picado y especias, en otro tiempo el plato preferido de Yevgueni.

—Yevgueni forma parte del pasado, Oliver —contesta ella—. Quienes continúan en Tiflis no desean compartir el poder con un viejo de Moscú que ha perdido a todos sus amigos.

—Pensaba en Belén.

—Yevgueni ha hecho demasiadas promesas a Belén. Si no se presenta allí con una carroza de oro, no será bien recibido.

—Hoban le construirá esa carroza —vaticina Zoya, con la mano apoyada en la frente para contener los efectos del lodos—. Massingham será el cochero.

Hoban, piensa Oliver. Ya no Alix. Hoban, mi marido.

—Aquí también tenemos hiedra rusa —comenta Zoya, mirando hacia la alargada ventana—. Es muy apasionada. Crece demasiado deprisa, no llega a ninguna parte y muere. Da unas flores blancas. El aroma es casi imperceptible.

—Ah —dice Oliver.

Su hotel es grande, occidental y anónimo. Es pasada la medianoche de su tercer día cuando oye que llaman a la puerta. Me envían a una fulana, piensa, recordando la sonrisa en exceso cordial del joven conserje. Pero es Zoya, lo cual no sorprende a Oliver tanto como debiera. Zoya entra pero no se sienta. La habitación es pequeña y está bien iluminada. Cara a cara junto a la cama, se miran parpadeando bajo la intensa luz cenital.

—No participes en este negocio con mi padre —dice ella.

—¿Por qué no?

—Atenta contra la vida. Es peor que la sangre. Es un pecado.

—¿Cómo lo sabes?

—Conozco a Hoban. Conozco a tu padre. Pueden poseer, pero son incapaces de amar, ni siquiera a sus hijos. Tú también los conoces, Oliver. Si no escapamos de ellos, estaremos muertos como ellos. Yevgueni sueña solo con el paraíso. Quien le promete dinero para comprar el paraíso, lo domina. Hoban se lo promete.

No está claro quién ataca primero. Quizá son ambos los iniciadores, ya que sus brazos chocan y deben cambiar de dirección para llegar al abrazo. Una vez en la cama forcejean hasta quedar desnudos y entonces se prenden el uno al otro como animales hasta saciarse.

—Debes resucitar la parte de ti que ha muerto —exhorta Zoya con severidad mientras se viste—. Si no, muy pronto te perderás a ti mismo. Puedes hacerme el amor cuando lo desees. Para ti es importante. Para mí lo es todo. No soy una Natasha.

—¿Qué es peor que la sangre? —pregunta Oliver, sujetándola del brazo—. ¿Qué pecado estoy cometiendo supuestamente?

Zoya lo besa con tal dulzura y melancolía que Oliver de buena gana empezaría de nuevo con tranquilidad.

—Con la sangre te destruías solo a ti mismo —responde ella, cogiéndole la cara entre las manos—. Con esta nueva mercancía, te destruirás a ti mismo, y destruirás a Paul y a muchos niños y a sus madres y a sus padres.

—¿Qué mercancía?

—Pregúntale a tu padre. Yo estoy casada con Hoban.

—Yevgueni se ha reorganizado —dice Tiger con tono de aprobación a la noche siguiente—. Sufrió un revés, y se ha recuperado. Randy le insufló nueva vida. Con ayuda de Hoban.

Oliver ve a Yevgueni contemplar angustiado las luces al otro lado del valle, con dos hilos de lágrimas resbalando por sus mejillas arrugadas. La fragancia de los fluidos de Zoya lo impregnan todavía. La percibe a través de su camisa.

—Te complacerá saber que aún sueña con sus vinos —continúa Tiger—. Estoy buscándole unos cuantos libros de vinicultura. Puedes llevárselos en tu próximo viaje.

—¿En qué negocio se ha metido así de pronto?

—El transporte marítimo. Randy y Alix lo han persuadido de la conveniencia de restablecer sus antiguos contactos navales, reclamar el cumplimiento de algunas promesas.

—Transporte ¿de qué?

Un amplio gesto con la mano. El mismo gesto con que indicaría al camarero que retirase el carrito de repostería.

—Toda la gama. Todo aquello que surja en el lugar y momento adecuados a un precio razonable. Flexibilidad, esa es su consigna. Se trata de un tipo de comercio rápido, salvaje, pero él se defiende bien. Con la pertinente ayuda, y ahí es donde intervenimos nosotros.

—¿Qué clase de ayuda?

—En Single somos facilitadores, Oliver —la cabeza un poco ladeada, las cejas enarcadas en expresión paternalista—, te has olvidado… Eres joven. Somos maximizadores. Creadores. —Un minúsculo dedo índice señala a Dios—. Nuestra labor consiste en proporcionar a nuestros clientes las herramientas que necesitan y administrar la cosecha cuando la obtienen. Single no ha llegado a donde ahora está cortando las alas a sus clientes. Vamos allí a donde otros temen operar, Oliver. Y salimos sonrientes.

Oliver, solícito, pone el mayor empeño en reflejar el entusiasmo de su padre, con la esperanza de que si pronuncia las palabras, quizá llegue a creerlas.

—Y saldrá airoso, estoy seguro —dice.

—Claro que sí. Es un príncipe.

—Es un viejo bandido. Tendrán que sacarlo con los pies por delante.

—¿Cómo dices? —Tiger se levanta del escritorio para coger del brazo a Oliver—. Disculpa, pero te agradecería que no usases ese término. Oliver. Desempeñamos un papel muy delicado, y eso requiere también un uso cuidadoso del lenguaje, ¿queda claro?

—Por supuesto. Perdona, era solo una manera de hablar.

—Si los hermanos ganan dinero en las cantidades de que hablan Randy y Alix, van a interesarse en todo nuestro paquete de productos: casinos, clubes nocturnos, una o dos cadenas hoteleras, urbanizaciones; todo aquello que mejor se nos da. Yevgueni insiste otra vez en mantener la máxima reserva y, dado que tengo un punto de vista análogo, no me representa el menor problema seguirle la corriente. —Regresa tras su escritorio—. Quiero que le entregues este sobre en mano. Y saca una botella de whisky de malta de la cámara acorazada, el Speyside de Berry Bros, y llévasela de mi parte. Coge dos, mejor. Una para Alix.

—Padre.

—Hijo.

—Necesito saber con qué comerciamos.

—Recursos financieros.

—Derivados ¿de qué?

—De nuestro sudor y lágrimas. De nuestra intuición, nuestro olfato, nuestra flexibilidad. Nuestros méritos.

—¿Qué viene después de la sangre? ¿Qué es peor?

Tiger aprieta sus finísimos labios, reduciéndolos a una raya blanca.

—La curiosidad es peor, Oliver, gracias. Andar creando problemas de una manera ociosa, inexperta, desinformada, caprichosa, gratuita y moralista. ¿Fue Adán el primer hombre? No lo sé. ¿Nació Jesucristo el día de Navidad? No lo sé. En el mundo de los negocios, entendemos la vida tal como es, no como nos la muestran desde el pueril trono de los periódicos liberales.

Oliver y Yevgueni se hallan sentados en el balcón, bebiendo una cuvée de Belén. Tinatin ha ido a Leningrado para cuidar de una hija en apuros económicos. Hoban está en Viena, acompañado de Zoya y Paul. Mijaíl saca unos huevos duros y pescado en salazón.

—¿Sigues estudiando el idioma de los dioses, Cartero?

—Por supuesto que sigo —miente Oliver, temeroso de decepcionar al viejo, y se promete que telefoneará al insufrible oficial de caballería en cuanto regrese a Londres.

Yevgueni acepta la carta de Tiger y se la pasa sin abrir a Mijaíl. En el recibidor hay maletas y cajas de embalar apiladas hasta el techo. Han encontrado otra casa, explica Yevgueni con el tono de alguien que se somete a la autoridad. Un sitio más acorde con las necesidades futuras.

—¿Comprarás otra moto? —pregunta Oliver, esforzándose por introducir una nota de optimismo.

—¿Quieres que la compre?

—¡Pero cómo! Es obligatorio.

—La compraré, pues. Quizá compre seis.

Y luego, para horror de Oliver, Yevgueni llora, largo rato y en silencio, con el rostro oculto entre los puños apretados.

«Es una verdadera lástima que no seas un cobarde —ha escrito Zoya en una carta que espera a Oliver en el hotel—. Nada te afecta. Nos matarás a todos con tus buenos modales. No te engañes con la idea de que no puedes saber la verdad».

Es la fiesta de Nochebuena en Casa Single. En la Sala de Transacciones todo aquello que es movible se ha arrimado contra las paredes. Por los altavoces estereofónicos de un momento a otro empezará a sonar música moderna, que Tiger detesta en cualquier otra época del año; el champán de gran reserva corre como el agua; hay langosta en pirámides, foie-gras y un cubilete de cinco kilos de caviar Imperial que, según el chistoso comentario de Randy Massingham, ha sido «desembarcado informalmente» por unos clientes de Single «con conexiones en el Caspio, donde las hembras de esturión vírgenes permanecen cruzadas de piernas a fin de producir estos deliciosos huevos para nosotros». Los operadores de bolsa aplauden; un Tiger redivivo aplaude con ellos, se arregla el nudo de la corbata y sube al estrado para pronunciar su arenga anual. La Casa Single, dice a su enfervorizado público, goza hoy de una posición más sólida que en cualquier otra etapa de su historia. Comienza la música, y cuando los primeros integrantes del animado grupo se acercan a la mesa para servirse frugales cucharadas del cubilete, Oliver sube discretamente por la escalera de atrás, pasando por su originario Departamento Jurídico, y llega a la cámara acorazada, cuya combinación solo conocen él y Tiger. Al cabo de veinte minutos está ya de regreso, pretextando un pasajero trastorno estomacal. Pero el trastorno es auténtico, si bien el estómago es la parte de él menos afectada. Es el trastorno causado por una pesadilla hecha realidad. Por sumas de dinero tan exorbitantes, tan repentinas, tan apresuradamente ocultas que solo pueden provenir de una determinada fuente. De Marbella, veintidós millones de dólares. De Marsella, treinta y cinco. De Liverpool, ciento siete millones de libras. De Gdansk, Hamburgo, Rotterdam, ciento ochenta millones de dólares en efectivo esperando las atenciones del servicio de blanqueo Single.

—¿Quieres a tu padre, Cartero?

Anochece. Es la hora de filosofar en el salón de la recién reformada villa de veinte millones de dólares, en la orilla europea del Bósforo, a la que han sido promovidos los hermanos. Los majestuosos muebles que llaman Karelka —los mismos aparadores, rinconeras, sillas y mesa de comedor de color entre marrón y dorado que en los días de inocencia de Oliver engalanaban la casa de las afueras de Moscú— se encuentran ahora en la planta baja aguardando a ser colocados en sus lugares correspondientes. Paisajes rusos nevados con trineos tirados por caballos hacen cola en espera de que les sea asignado un espacio en las paredes recién pintadas. Y en el salón se alza la motocicleta BMW más espléndida y fulgurante que puede comprarse con dinero caliente.

—¡Móntate, Cartero! ¡Móntate!

Sin embargo Oliver, por alguna razón, no siente el menor deseo. Tampoco Yevgueni. Una inusitada capa de nieve blanda cubre el jardín en pendiente. En el estrecho, cargueros, transbordadores y embarcaciones de recreo pugnan frente a frente en un incesante duelo. Sí, quiero a mi padre, asegura Oliver a Yevgueni en una vaga respuesta. Zoya está de pie ante la cristalera, instando a Paul a dormirse en su hombro. Tinatin ha encendido la estufa revestida de azulejos y dormita pensativamente junto a ella en su mecedora. Hoban está otra vez en Viena, inaugurando una oficina nueva. Se llamará Trans-Finanz. Mijaíl permanece en cuclillas al lado de su hermano. Se ha dejado la barba.

—¿Te hace reír, tu padre?

—Cuando las cosas van bien y está contento, sí, Tiger puede llegar a hacerme reír.

Paul lloriquea, y Zoya lo calma, su mano extendida sobre la espalda desnuda bajo la camisa del niño.

—¿Te pone furioso?

—A veces me pone furioso —admite Oliver sin comprender el objetivo de esa sesión de catequesis—. Pero también yo lo pongo furioso.

—¿Cómo lo pones furioso, Cartero?

—Bueno, no soy precisamente el chico diez que él querría tener por hijo, ¿no es eso obvio? Está siempre un poco furioso conmigo, aunque quizá no se dé cuenta.

—Llévale esto. Se alegrará.

Introduciendo una mano bajo su abrigo negro, Yevgueni extrae un sobre y se lo entrega a Mijaíl, que se lo tiende a Oliver.

Oliver contiene la respiración. Ahora, piensa. Vamos.

—¿Qué está pasando? —dice. Tiene que repetir la pregunta—. La carta que acabas de darme…, ¿qué hay dentro? Empieza a preocuparme que puedan detenerme en una aduana o algo así. —Debe de haber levantado el volumen más de lo que pretendía, ya que Zoya vuelve la cabeza y Mijaíl posa en él la feroz mirada de sus ojos oscuros—. No conozco el menor detalle de vuestra nueva operación. Estoy en el lado legal. A eso se reduce mi participación… lo meramente legal.

—¿Lo legal? —repite Yevgueni, alzando la voz con colérica perplejidad—. ¿Qué hay de legal en esto? Por favor, ¿cómo es posible que estés en el lado legal? ¿Oliver en el lado legal? Eres el único de todos nosotros, diría yo.

Oliver mira de reojo, buscando a Zoya, pero Zoya ha desaparecido y es Tinatin quien arrulla a Paul para dormirlo.

—Según Tiger, os dedicáis al comercio en general —balbucea Oliver—. ¿Qué significa eso? Dice que conseguís grandes beneficios. ¿Cómo? Va a introduciros en la industria del ocio. Y todo en seis meses. ¿Cómo?

En el resplandor de la lámpara de lectura encendida junto a Yevgueni, su rostro es más viejo que los peñascos de Belén.

—¿Mientes a tu padre, Cartero?

—Solo en cosas intrascendentes. Para ahorrarle disgustos. Como hacemos todos.

—Ese hombre no debería mentir a su hijo. ¿Te miento yo?

—No.

—Vuelve a Londres, Cartero. Sigue en la legalidad. Entrégale esa carta a tu padre y dile de parte de un viejo ruso que es un necio.

Zoya lo espera en la cama del hotel. Le ha traído regalos envueltos en pequeños paquetes de papel marrón: un icono que su madre llevaba encima en secreto los días onomásticos en tiempos del comunismo; una vela perfumada; una fotografía de su padre Yevgueni con el uniforme de la marina; poemas de un poeta georgiano que a ella le es muy querido. Se llama Khuta Berulava y es un mingrelio que escribe en georgiano, la combinación favorita de Zoya. El deseo que Oliver siente por ella es una adicción. Llevándose un dedo a los labios para pedirle silencio, Zoya se desnuda. Oliver apenas puede contener la excitación. Sin embargo se obliga a permanecer separado de ella.

—Si traiciono a mi padre, tú debes traicionar a tu padre y tu marido —dice con cautela—. ¿Con qué comercia Yevgueni?

Zoya le da la espalda.

—Con diversas mercancías, y ninguna buena.

—¿Cuál es la peor de todas?

—Todas por igual.

—Pero habrá una peor, peor que el resto. ¿De dónde sale tanto dinero? ¿Millones y millones de dólares?

Lanzándose sobre él, Zoya lo atrapa entre sus muslos y embiste con vehemencia, como si teniéndolo dentro de sí, esperase acallarlo.

—Él se ríe —dice Zoya con la respiración entrecortada.

—¿Quién?

—Hoban —contesta ella. Otra embestida.

—¿Por qué se ríe Hoban? ¿De qué?

—«Es para Yevgueni —sostiene—. Estamos criando un vino nuevo para Yevgueni. Estamos construyéndole una carretera blanca hacia Belén».

—Una carretera blanca ¿de qué? —insiste Oliver, jadeando.

—De polvo.

—¿De qué es ese polvo?

Zoya responde a gritos, con volumen suficiente para que lo oiga medio hotel:

—¡Viene de Afganistán! ¡De Kazajstán! ¡De Kirguizistán! ¡Hoban lo ha organizado todo! Se dedican al nuevo comercio. A través de Rusia desde el este.

Y un chillido ahogado y patético de vergüenza mientras acomete desesperadamente contra él.

Pam Hawsley, la Doncella de Hielo de Tiger, está sentada a su escritorio en forma de media luna, tras las fotografías enmarcadas de sus tres doguillos —Shadrach, Meshach y Abednego— y el teléfono rojo que la comunica directamente con el Todopoderoso. Es la mañana del día siguiente. Oliver no ha dormido. Tendido en su cama de Chelsea Harbour con los ojos abiertos, ha intentado en vano convencerse de que continúa en los brazos de Zoya, de que nunca ha estado en una sala de interrogatorios de cartón piedra de Heathrow diciendo cosas a un alto cargo de aduanas uniformado que hasta entonces no se había dicho a sí mismo. Ahora, de pie en la antecámara de los aposentos reales de Tiger, padece vértigo, pérdida del habla, remordimientos sexuales y resaca. Mantiene aferrado el sobre de Yevgueni primero en la mano izquierda y después en la derecha. Arrastra los pies y se aclara la garganta como un idiota. De arriba abajo de la espalda nota el hormigueo de las terminaciones nerviosas. Cuando despega los labios y oye su propia voz, tiene la impresión de ser el peor actor del mundo. Sin duda es solo cuestión de minutos que Pam Hawsley ponga fin a la representación por pura falta de verosimilitud.

—¿Serías tan amable de darle esto a Tiger, Pam? Yevgueni Orlov me ha pedido que se lo entregue personalmente, pero imagino que dejarlo en tus manos es más que suficiente. ¿De acuerdo, Pam? ¿De acuerdo?

Y posiblemente habría dado resultado si el siempre encantador Randy Massingham, recién llegado de Viena, no hubiese elegido ese momento para asomarse a la puerta de su despacho.

—Ollie, muchacho, si Yevgueni ha dicho en persona, ha de ser en persona —advierte—. Es la norma, creo yo. —Señala con la cabeza la fatal puerta coronada por su moldura de hojas talladas—. Por Dios, es tu padre. Yo en tu lugar, aporrearía la puerta y entraría por las buenas.

Haciendo caso omiso del gratuito consejo, Oliver se hunde a veinte brazas de profundidad en el deshuesado sofá blanco de piel. El logotipo de S & S le quema como un hierro candente cada vez que se reclina. Massingham sigue de brazos cruzados en la puerta de su despacho. La cabeza de Pam Hawsley se sumerge entre sus doguillos y monitores. Su coronilla plateada le recuerda a Brock. Con el sobre firmemente agarrado contra el pecho, emprende un exhaustivo examen de la trayectoria de su padre. Certificados y menciones honoríficas de fábricas de diplomas que nadie conoce. Tiger con peluca y toga recibiendo el título de abogado y un apretón de manos de un espectral conde. Tiger con la ridícula indumentaria de doctor en váyase a saber qué, sosteniendo una placa dorada con una inscripción. Tiger con su uniforme de críquet, sospechosamente impecable, blandiendo el impoluto bate en agradecimiento a los aplausos de un público invisible. Tiger vestido de jugador de polo, aceptando una copa de plata de un principito con turbante. Tiger en una conferencia de los países del Tercer Mundo, posando para la cámara en el momento de estrechar la mano a un narcotirano de Centroamérica. Tiger codeándose con gente importante en un seminario informal a orillas de un lago alemán para intocables en edad senil. Algún día te interrogaré como un fiscal, empezando por la fecha de nacimiento.

—El señor Tiger lo recibirá ahora, señor Oliver.

Oliver, sin oxígeno, sale de su inmersión a veinte brazas en el sofá deshuesado, donde dormía con los ojos abiertos como un fugitivo. El sobre de Yevgueni está empapado en su mano. Llama con un ligero golpe a la puerta azulada de dos hojas, rezando para que Tiger no lo oiga. La voz temiblemente familiar da permiso para entrar, y el amor filial lo invade como un veneno antiguo. Encorva los hombros y carga el peso en las caderas en un rutinario esfuerzo por reducir su estatura.

—¡Válgame Dios, hijo mío! ¿Sabes el dinero que nos cuesta tenerte una hora ahí sentado?

—Yevgueni me pidió que te diese esto personalmente, padre.

—¿Eso te pidió? ¿Eso? Hizo bien.

Más que aceptar el sobre, Tiger lo arranca de la mano de Oliver, y en ese momento Oliver oye a Brock negarse a aceptarlo: «Gracias, Oliver, pero no conozco a los hermanos Orlov tan bien como tú. Así que sugiero que, por tentador que sea, dejemos ese sobre tal como nos ha llegado, virgen e intacto. Porque me temo que podría tratarse de la consabida prueba de lealtad bíblica».

—Y me encargó también que te dé un mensaje —dice Oliver no a Brock, sino a su padre.

—¿Un mensaje? ¿Qué mensaje? —pregunta Tiger, seleccionando un abrecartas de plata de veinticinco centímetros—. Ya me has dado el mensaje.

—Un mensaje oral. No es demasiado cortés, me temo. Quería que te hiciese saber de su parte que un viejo ruso dice que eres un necio. —Para atenuar el golpe, añade—: En realidad es la primera vez que lo he oído definirse como ruso. Normalmente es georgiano.

La impermeable sonrisa de Tiger no se altera. Mientras practica la peligrosa incisión, extrae una única hoja de papel y la despliega, su voz adquiere un tono algo más melifluo.

—¡Pero, querido hijo, Yevgueni tiene toda la razón! ¡Claro que lo soy!… ¡Un necio de la cabeza a los pies!… Nadie le ofrecería las condiciones que yo le ofrezco. Nada valoro tanto como un cliente convencido de que está robándome… Así no se llevará sus negocios a la competencia, ¿no crees? ¿Qué me dices? ¿Qué? —Tiger dobla la hoja, la devuelve al sobre y lanza el sobre a la bandeja de correo entrante. ¿Ha leído la carta? Por encima. Pero lo cierto es que últimamente Tiger apenas lee nada. Se ha provisto de la difusa visión de un vidente—. Esperaba noticias tuyas anoche, Oliver. ¿Dónde estuviste, si no es indiscreción?

Las neuronas de Oliver se encogen en una reacción de rechazo. ¡El condenado avión llegó con retraso!…, pero el avión llegó incluso antes del horario previsto. ¡No he encontrado un condenado taxi!…, pero había docenas de taxis. Oye la voz de Brock: «Dile que conociste a una chica».

—Verás, tenía intención de telefonear, pero al final decidí pasar por casa de Nina —miente, ruborizándose y frotándose la nariz.

—Eso hiciste, claro. Nina, ¿eh? La sobrina nieta del viejo Yevgueni en el exilio, o lo que quiera que sea de él.

—Solo que Nina no anda muy bien de salud. Ha cogido la gripe.

—Todavía te gusta, ¿no?

—Pues sí; bastante, realmente.

—¿No has perdido interés?

—No, ni mucho menos…, todo lo contrario.

—Estupendo, Oliver. —Como por arte de magia, se encuentran de pronto ante la gran cristalera, cogidos del brazo—. Esta mañana he tenido un golpe de suerte.

—Me alegro mucho.

—Un golpe considerable. Suerte en el sentido de que los buenos hombres se forjan su propia suerte. ¿Entiendes?

—Claro. Enhorabuena.

—Cuando Napoleón consideraba las aptitudes de los aspirantes a algún cargo, preguntaba a sus jóvenes oficiales…

—«¿Tiene usted buena suerte?» —completó Oliver por él.

—Exacto. Esa carta que acabas de traerme es la confirmación de que he ganado diez millones de libras.

—Magnífico.

—En efectivo.

—Mejor aún. Extraordinario. Fantástico.

—Libres de impuestos. Offshore. A una distancia prudencial. No causaremos molestias a Hacienda. —Aprieta más aún: el brazo de Oliver mullido y fláccido; el de Tiger, sinuoso y fuerte—. He decidido repartirlos. ¿Entiendes?

—La verdad es que no. Esta mañana estoy un poco espeso.

—Otro de tus excesos, ¿no?

Oliver sonríe como un bobo.

—Cinco millones para mí, en previsión de una futura época de vacas flacas que no tengo previsto padecer. Cinco millones para nuestro nieto primogénito. ¿Qué te parece?

—Increíble. Te lo agradezco mucho. Gracias.

—¿Estás contento?

—Contentísimo.

—No tan contento como estaré yo cuando llegue ese gran día. No lo olvides: tu primer hijo, cinco millones de libras. Ya es cosa hecha. ¿Te acordarás?

—Cómo no. Gracias. De verdad, gracias.

—No lo hago por obtener tu gratitud, Oliver. Lo hago para añadir una tercera S a Single & Single.

—De acuerdo. Estupendo. Una tercera S. Bárbaro —dice Oliver, y con cautela retira el brazo y nota circular la sangre de nuevo.

—Nina es una buena chica. Me he informado. La madre es una buscona, cosa que nunca va mal si uno necesita un poco de ejercicio en la cama. Descendiente de la pequeña aristocracia por vía paterna, un toque de excentricidad pero nada alarmante, hermanos y hermanas saludables. Sin un penique, pero con cinco millones para nuestro primer niño, ¿a quién le importa? Por mi parte, no encontrarás ningún obstáculo.

—Genial. Lo tendré en cuenta.

—Y no se lo digas. Lo del dinero. Podría influir en sus intenciones. Llegado el momento, que lo descubra ella misma. Así sabrás que sus sentimientos son sinceros.

—Bien pensado. Gracias otra vez.

—Dime, hijo —con tono confidencial, apoyando una mano en el brazo de Oliver—, ¿en qué tasa andamos hoy por hoy?

—¿Tasa? —repite Oliver, confuso. Se devana los sesos tratando de recordar el volumen de facturación, los márgenes de beneficios, los ingresos netos y brutos.

—Con Nina. ¿Cuántas veces? ¿Dos por la noche y una por la mañana?

—¡Por Dios! —Una sonrisa de complicidad, un gesto para apartarse el flequillo de la frente—. Sintiéndolo mucho, creo que hemos perdido la cuenta.

—Buen chico. Así me gusta. Es cosa de familia.