16
Hasta aquella tarde Brock jugaba simultáneamente con todas las cartas para mantener a Massingham a la mesa, presentándose sin previo aviso a horas intempestivas del día o la noche, lanzando enigmáticas preguntas y dejando en el aire otras sin formular pero más elocuentes, y a la vez alimentando con promesas sus esperanzas: sí, caballero, su inmunidad está estudiándose en estos momentos… no, caballero, no hostigaremos a William, ¿y podría entretanto echarnos una mano con este pequeño problema? Cualquier táctica con tal de inducirlo a seguir hablando, decía Brock a Aiden Bell, cualquier cosa con tal de mantener despierto su interés hasta que llegase la información.
—¿Por qué no lo estampas contra una puerta y ahorras tiempo? —sugirió Bell.
—Porque hay cosas que lo asustan más que nosotros —respondió Brock—. Porque ama a William y sabe dónde está escondida la bomba. Porque cambia de chaqueta con mucha facilidad, y esos son los peores. Porque no entiendo qué motivos lo llevaron a acudir a nosotros, ni sé qué nos oculta. Como tampoco me explico por qué los pragmáticos Orlov, en la vejez, deciden de pronto dedicarse al asesinato ritual.
Sin embargo esa tarde Brock sabía que estaba un paso por delante de Massingham, y dio sus órdenes en consonancia, aunque seguía experimentando aquella misteriosa inseguridad que lo había atenazado en sus entrevistas anteriores: algo no encajaba, faltaba alguna pieza. Había escuchado la conversación entre Oliver y el doctor Conrad, digitalmente codificada en el consulado británico de Zúrich aquella misma tarde. Con sincero agradecimiento, había examinado las notas tomadas por Oliver en el banco, y si bien sabía que los analistas necesitarían meses para exprimir hasta la última gota, había visto a través de los ojos de Oliver la prueba palpable —si alguna duda le quedaba— de que Single pagaba sustanciosa y regularmente a la Hidra por sus servicios y Porlock ejercía de tesorero e interventor. Bajo el brazo, dentro de un sobre oficial marrón precintado con cinta de la policía de aduanas, llevaba el ultimátum de sesenta y ocho páginas del doctor Mirsky, enviado a Londres en el último vuelo del día. Fue al grano de inmediato, tal como tenía previsto, formulando su primera pregunta antes de sentarse.
—Dígame, caballero, ¿dónde pasó las últimas Navidades? —inquirió, blandiendo la palabra «caballero» como una cuchilla de cortar carne.
—Esquiando en las Rocosas.
—¿Con William?
—Naturalmente.
—¿Dónde estaba Hoban?
—¿Qué tiene que ver él con esto? Con su familia, supongo.
—¿Qué familia?
—Su familia política, probablemente. No creo que tenga padres. Por alguna razón, me lo imagino como un niño huérfano —respondió Massingham con tono apático, oponiendo un intencionado contrapunto a la premura de Brock.
—Así que Hoban estaba en Estambul, con los Orlov. Hoban pasó las Navidades en Estambul. ¿Es así?
—Supongo. Con Alix, nunca puede ponerse la mano en el fuego. Del agua mansa líbreme Dios…, ¿no dice así el refrán?, que de la brava me libro yo.
—El doctor Mirsky también pasó las Navidades en Estambul —apuntó Brock.
—¡Qué asombrosa coincidencia! Considerando que la ciudad tiene el doble de habitantes que Londres, debían de estar tropezándose a todas horas.
—¿Le sorprende saber que el doctor Mirsky y Alix Hoban son viejos amigos?
—No especialmente.
—¿En qué cree que se basaba la relación entre ellos… en el pasado?
—Amantes no eran, desde luego, si es eso lo que insinúa.
—No, no es eso. Insinúo que los unían otros factores, y le pregunto cuáles eran esos factores.
No le ha gustado, percibió Brock con renovado ánimo. Intenta ganar tiempo. Echa una ojeada al sobre que he dejado en la mesa. Levanta otra vez la mirada. Se humedece los labios. Se pregunta qué sabe el hijo de puta que tiene delante y qué le conviene decir.
—Hoban era un prometedor apparatchik soviético —admitió Massingham tras unos instantes de reflexión—. Mirsky era eso mismo en Polonia. Hacían negocios.
—Cuando dice apparatchik, ¿a qué clase de aparato se refiere?
Massingham hizo un gesto de desdén.
—A un poco de todo. Pero me pregunto si está usted autorizado a acceder a esa información —añadió con insolencia.
—Inteligencia, pues. Pertenecían a los servicios de inteligencia de sus respectivos países, uno soviético, el otro polaco.
—Dejémoslo en policías de a pie —propuso Massingham, intentando una vez más poner a Brock en su sitio.
—Durante su etapa en la embajada británica de Moscú, ¿no era usted una de las personas que trataba bajo mano con el Servicio de Inteligencia soviético?
—Iniciamos algunos sondeos. Era una operación muy informal, bastante romántica y sumamente secreta. Buscábamos un terreno común. Objetivos con un interés potencial. Estudiamos las posibilidades de colaboración. No me está permitido entrar en mayores detalles, lo siento.
—¿Qué clase de objetivos?
—El terrorismo. Allí donde no eran los rusos quienes lo financiaban, claro está —dijo Massingham, regodeándose.
—¿Actos delictivos?
—Allí donde los rusos no estaban implicados.
—¿Drogas?
—¿No se incluye eso entre los actos delictivos?
—Dígamelo usted —replicó Brock, y para su satisfacción notó que había marcado un tanto, ya que Massingham se llevó los dedos a los labios para taparse la boca y desvió la mirada hacia la estantería—. ¿Y no era Alix Hoban una de las personas del lado soviético que ustedes sondearon?
—Eso no es asunto suyo, francamente. No puedo seguir hablando, lo lamento. Antes debo pedir autorización a mis antiguos superiores.
—Sus antiguos superiores no le dirigirían la palabra ni pagándoles. Pregunte a Aiden Bell. ¿Formaba parte Hoban del equipo soviético o no?
—De sobra sabe que sí.
—¿Cuál era su área de experiencia?
—Actos delictivos.
—¿El crimen organizado?
—Esa expresión es contradictoria en sí misma, querido. Está desorganizado por definición.
—¿Y mantenía Hoban contactos con bandas mafiosas soviéticas?
—Las encubría.
—Lo tenían en nómina, ¿es eso lo que quiere decir?
—No sea tan remilgado. Ya conoce las reglas del juego. Es un toma y daca entre el policía y el ladrón. Todas las partes han de obtener algún beneficio o no hay trato.
—¿Mirsky estaba ya metido por esas fechas?
—Metido ¿dónde?
—En los asuntos que usted y Hoban se traían entre manos. —El siguiente gesto de Brock obedeció a una súbita inspiración. No lo había planeado; no se le había siquiera pasado por la cabeza hasta aquel momento. Cogió el sobre y lo abrió. Extrajo el documento encuadernado en tela roja y lo echó de nuevo sobre la caja de embalaje. A continuación arrugó el sobre y, reducido a una bola de papel, lo lanzó con absoluta precisión a la papelera que se hallaba en el extremo opuesto de la buhardilla. Y por un rato el documento rojo ardió como las brasas de una hoguera en la habitación oscura—. Le preguntaba si conoció al doctor Mirsky durante su paso por Moscú a finales de los años ochenta —recordó Brock a Massingham.
—Nos vimos un par de veces.
—Un par.
—Es usted un tanto retorcido. Mirsky asistió a las reuniones. Yo asistí a las reuniones. Eso no significa que jugásemos a médicos a la hora del almuerzo.
—Y Mirsky se hallaba allí en representación del Servicio de Inteligencia polaco.
—Si quiere darle más importancia de la que tuvo, sí, así es.
—¿Qué hacía el Servicio de Inteligencia polaco en unas conversaciones secretas entre agentes de los servicios británico y ruso?
—Hablar sobre la utilidad de hablar de colaboración. Exponer el punto de vista polaco. Había también checos, húngaros, búlgaros… —Ahora dirigiéndose a Brock en tono suplicante—. Insistimos nosotros en la comparecencia de todos ellos, Nat. De nada servía plantear nuestra proposición a los países satélites si los soviéticos no daban luz verde. Así que ¿por qué no ahorrarnos trabajo teniendo a bordo a los satélites desde el principio?
—¿Cómo conoció usted a los hermanos Orlov?
Massingham dejó escapar un estúpido chillido de burla.
—¡No sea bobo! ¡Eso ocurrió muchos años después!
—Seis. Usted alcahueteaba para Single. Tiger quería a toda costa la conexión con los Orlov, y usted se la consiguió. ¿Cómo? ¿Por mediación de Mirsky o de Hoban?
La mirada escrutadora de Massingham se posó de nuevo en el documento rojo abandonado sobre la caja de embalaje. Al cabo de un instante, volvió a dirigirla hacia Brock.
—Hoban.
—¿Estaba ya Hoban casado con Zoya por aquel entonces?
—Es posible —con expresión hosca—, pero ¿quién cree aún en el matrimonio hoy en día? Alix se había fijado como meta las hijas de Yevgueni y no ponía reparos a ninguna. El yerno también medra —añadió con una nerviosa sonrisa.
—Y fue Hoban quien presentó a Mirsky a los hermanos.
—Probablemente.
—¿Se opuso Tiger a la entrada de Mirsky en el negocio?
—¿Por qué iba a oponerse? Mirsky es un tipo de gran talento. Era un importante abogado polaco, se las sabía todas, poseía una organización de primera. Si los hermanos pretendían abrirse camino más al oeste, Mirsky era la persona indicada. Conocía a las autoridades portuarias. Gdansk era su territorio; era capaz de abrir cualquier puerta. ¿Qué más podía pedir Yevgueni?
—Querrá decir Hoban, ¿no?
—¿Por qué? La operación seguía en manos de los Orlov.
—Pero Hoban la dirigía. En el fondo, era todo un montaje de Hoban y Mirsky. Por entonces Yevgueni era solo la cabeza visible. Detrás estaban Hoban, Massingham y Mirsky —concluyó Brock, apoyando un dedo en el documento rojo—. Es usted un granuja, señor Massingham. Está metido en esto hasta el cuello. No se dedica simplemente a blanquear dinero. Es usted uno de los jugadores clave en el juego más vil del planeta. Caballero.
A Massingham le temblaban las cuidadas manos. Por segunda vez en poco más de un minuto se aclaró la garganta.
—Eso no es verdad en absoluto. Es una absoluta falsedad. El dinero era un asunto entre Tiger y Yevgueni y el transporte era un asunto entre Hoban y Mirsky. Toda comunicación se realizaba mediante entregas en mano, y yo no vi una sola carta. Era correspondencia confidencial a nombre de Tiger.
—¿Puedo preguntarle una cosa, Randy?
—No si pretende cargarme a mí toda la responsabilidad.
—¿En alguna ocasión…, pongamos al principio de todo, por ejemplo cuando Hoban lo llevó a usted a lo alto de la montaña, o Mirsky, o cuando usted los llevó a ellos, y se mostraron sus respectivos reinos, o cuando se llevó usted a Tiger aparte para eso mismo, o lo llevó él a usted…, no quiero señalar a nadie…, en alguna ocasión, alguno de ustedes, mencionó una sola vez, en alto, a título privado, la palabra «drogas»?
Massingham se encogió de hombros en un gesto socarrón, dando a entender que la pregunta carecía de fundamento.
—¿O cabezas nucleares y no nucleares? —prosiguió Brock—. ¿O materiales fisibles? ¿Tampoco?
Massingham negaba con la cabeza una y otra vez.
—¿Heroína?
—¡Por Dios, no!
—¿Cocaína? ¿Y cómo resolvieron ese espinoso problema léxico, si no es indiscreción? ¿Tras qué hoja de parra escondieron su vergüenza, y perdone la vulgaridad?
—Ya se lo he dicho y se lo he repetido. Nuestra tarea consistía en pasar del lado negro al lado blanco el dinero de los Orlov. Nosotros interveníamos después del hecho. No antes. Ese era el trato.
Brock se inclinó hacia Massingham y, casi a modo de ruego, preguntó:
—En ese caso, caballero, ¿qué hacemos aquí? Si es usted tan inocente, ¿a qué viene esa urgencia por llegar a un acuerdo?
—Usted ya sabe por qué. Ya ha visto de qué son capaces. Yo seré su próxima víctima.
—Usted. No Tiger. Usted. ¿Por qué usted? ¿Qué ha hecho usted que no ha hecho Tiger? ¿Qué sabe usted que Tiger no sabe? ¿Qué lo asusta tanto? —No hubo respuesta. Brock aguardó y siguió sin recibir respuesta. Su ira adquirió un filo mortal. Si Massingham estaba aterrorizado, ¿por qué no aterrorizarlo un poco más? ¿Por qué no ofrecerle un vislumbre de la miserable vida que le esperaba?—. Quiero la lista negra. La agenda donde Tiger tiene anotados los nombres de personas en altos cargos. No polacos corruptos de Gdansk ni alemanes corruptos de Bremen ni holandeses corruptos de Rotterdam. Esos me interesan pero sin entusiasmarme. Quiero los nombres de ingleses corruptos. La fauna autóctona, con mucho poder del que abusar. Individuos como usted. Cuanto más alta sea su posición, tanto más me interesan. Y ahora me dirá que solo Tiger conocía a esa gente, no usted. Y yo le contestaré que no me creo una sola palabra. Tengo la impresión de que solo dice verdades a medias y, en cambio, espera que yo sea generoso y le garantice plena inmunidad. No cuente con ello. No destaco por mi generosidad. No pienso dar un solo paso más para conseguirle la inmunidad hasta que me facilite esos nombres y números de teléfono.
En una nueva convulsión de miedo y rabia, Massingham logró zafarse de la hipnótica mirada de Brock.
—Es Tiger quien sabe moverse en los bajos fondos, no yo. Es Tiger el defensor de maleantes, el amigo de la policía. ¿Dónde aprendió el oficio? En Liverpool, entre inmigrantes y drogadictos. ¿Cómo ganó el primer millón? En rigor, sobornando a los concejales. Por más que usted lo niegue, Nat, esa es la verdad.
Pero Brock había cambiado ya de enfoque.
—Verá, señor Massingham, lo que me pregunto una y otra vez es por qué.
—Por qué ¿qué?
—¿Por qué el señor Massingham acudió a mí? ¿Quién lo envió? ¿Quién es el titiritero que mueve sus hilos? Y entonces un pajarito se inclina en su rama y me susurra: es Tiger. Tiger quiere saber que sé y cómo lo he averiguado. Y por mediación de quién. De manera que me envía a su imponente jefe de personal en el papel de súbdito británico asustado mientras él toma el sol en algún agradable paraíso fiscal sin convenios de extradición. Usted es el chivo expiatorio, señor Massingham. Porque si no consigo atrapar a Tiger, tendré que conformarme con usted —advirtió Brock. Sin embargo Massingham había recobrado la calma. Una sonrisa de incredulidad se dibujaba en sus labios tensos—. Y si no es Tiger Single quien lo envía, son los hermanos Orlov. Esos arrieros seudogeorgianos siempre se sacan algo de la manga, de eso no cabe duda —prosiguió Brock, tratando de adoptar un tono triunfal, pero la sonrisa de Massingham se tornó aún más amplia—. ¿Por qué se trasladó Mirsky a Estambul? —preguntó Brock, empujando el documento rojo hacia el otro lado de la caja de embalaje con un ademán colérico.
—Por razones de salud, querido —respondió Massingham—. El muro de Berlín se venía abajo. Temía que pudiese caerle encima algún ladrillo.
—Oí rumores de un posible proceso contra él.
—Dejémoslo en que el clima turco le sentaba bien.
—¿Posee usted acciones de Trans-Finanz Estambul, por casualidad? —inquirió Brock—. ¿Usted o cualquier compañía nacional u offshore en la que tenga participación?
—Me acojo a la Quinta Enmienda —dijo Massingham.
—Aquí no tenemos —contestó Brock, y con este último intercambio de palabras se produjo entre interrogador e interrogado una de esas misteriosas treguas que preceden siempre a un renovado y más encarnizado combate—. Mire, Randy, no me cuesta entender que haya engañado a Tiger. Si yo trabajase para Tiger, lo engañaría a placer. Puedo entender asimismo su conciliábulo con un par de maleantes salidos de los antiguos servicios de inteligencia del Este. Nada de eso me molesta. Puedo entender que Hoban y Mirsky indujesen a Yevgueni a excluir del negocio a Tiger y que usted les echase una mano, por no decir algo peor. Pero cuando eso falló, y después de todo no vino Papá Noel, ¿qué demonios ocurrió? —Estaba tan cerca. Brock lo presentía. Estaba allí, en aquella habitación. Estaba frente a él, al otro lado de la caja de embalaje. Estaba dentro del cráneo de Massingham, deseando salir… hasta que en el último instante se dio media vuelta y huyó en busca de refugio—. Sí, muy bien, el Free Tallinn fue descubierto —concedió Brock, ahondando en su perplejidad—. Mala suerte. Los Orlov perdieron unas cuantas toneladas de droga, y también unos cuantos hombres. Esas cosas pasan. E implicaba un desprestigio. Ya había demasiados Free Tallinns. Alguien debía recibir su castigo. Tenía que exigirse una compensación. Pero ¿qué papel juega usted en todo eso, señor Massingham? ¿De qué lado está, aparte del suyo propio? ¿Y qué demonios lo retiene ahí sentado, soportando mi sarta de insultos?
Pero a pesar de que Brock insistió una y otra vez, planteó la pregunta de diez maneras distintas, obligó a leer a Massingham las sesenta y ocho páginas del documento con pruebas patentes de su infamia, y a pesar de que Massingham, unas veces con grosería y otras con descaro, contestó a una serie de preguntas menos agobiantes inspiradas en las visitas de Oliver al doctor Conrad y al banco, Brock regresó a su despacho del Strand con mayor sensación de frustración y fracaso que antes. «La tierra prometida sigue ahí y está aún por conquistar», dijo a Tanby con amargura, y Tanby le aconsejó que durmiese un rato. Pero Brock desoyó el consejo. Telefoneó a Bell y sostuvo con él la conversación de siempre. Telefoneó a un par de informadores de lugares lejanos. Telefoneó a su esposa y escuchó complacido sus disparatadas opiniones sobre cómo debía actuarse con los irlandeses del Norte. Ninguno de estos diálogos lo acercó a la clave para descifrar el código.
—No me extrañaría que los rusos apareciesen con un obús —pronosticó lúgubremente.
Iban sentados en dos filas de a tres y cuatro en el fuselaje, vestidos con uniforme ligero de combate, zapatillas negras y pasamontañas negros, y llevaban el rostro embadurnado de pintura de guerra.
—Recogeremos al último hombre cuando cambiemos de transporte en Tiflis —había anunciado Bell, omitiendo que el último hombre era una mujer.
Brock y Bell se sentaron aparte, un alto mando formado por dos jefes. Brock vestía unos vaqueros negros y una chaqueta a prueba de bala con el emblema de aduanas sobre el corazón como una medalla. Se había negado a llevar arma. Mejor muerto que sometido a una investigación interna para esclarecer por qué había disparado contra uno de sus propios hombres. Unas marcas fosforescentes en la guerrera distinguían a Bell como comandante del grupo, pero solo era posible verlas con las adecuadas gafas de visión nocturna. El avión se sacudió y gruñó, pero pareció no avanzar hasta que se hallaron sobre las nubes en tierra de nadie.
—Nosotros nos ocuparemos del trabajo sucio —dijo Bell a Brock—. Tú encárgate de las relaciones públicas.