14

Es una repetición de la escena, pensaba Oliver cuando Conrad empezó a hablar. Es un día de hace cinco años, y Tiger se halla de pie ante este mismo escritorio, y yo permanezco obedientemente detrás de él, empachado a causa de la cena entre padre e hijo de la noche anterior, a base de ternera picada y Rösti y tinto de la casa en el Kronenhalle, seguida de los placeres más privados del minibar de mi habitación del hotel. Tiger pronuncia uno de sus discursos sobre el estado de la nación, y como de costumbre yo soy la nación:

—Kaspar, mi buen amigo, permíteme que te presente a Oliver, mi hijo y recién incorporado socio, y desde hoy tu estimado cliente. Tenemos una instrucción que darte, Kaspar. ¿Estás preparado para recibirla?

—Tratándose de ti, Tiger, estoy preparado para cualquier cosa.

—La nuestra es una sociedad fundada en el afecto, Kaspar. Oliver tiene la llave de todos mis secretos, y yo la de los suyos. ¿Entendido y conforme?

—Entendido y conforme, Tiger.

Y se van a almorzar al Jacky’s.

Es un día tres meses después, y esta vez son una multitud: Tiger, Mijaíl, Yevgueni, Winser, Hoban, Shalva, Massingham y yo. Entre café y café, nos solazamos con nuestra amistad, en espera de solazarnos con algo más sustancioso en el Dolder Grand, a un paso de aquí. Anoche, en Chelsea, hice el amor con Nina y llevo marcas de dientes en el hombro bajo la camisa de Turnbull & Asser. Yevgueni está en silencio y quizá dormido. Mijaíl observa las ardillas por la ventana, deseando cazarlas. Massingham sueña con William; Hoban nos detesta a todos, y el doctor Conrad describe la perfecta armonía. Seremos uno solo… casi. Una compañía offshore ilimitada… casi, aunque unos disfrutaremos de una situación más privilegiada que otros. Esas triviales diferencias se producen incluso en las familias mejor avenidas. Gozaremos de ventajosas condiciones tributarias, o dicho de otro modo, no pagaremos impuestos. Nos estableceremos en las Bermudas y en Andorra. Seremos beneficiarios casi a partes iguales de un archipiélago de compañías que se extenderá desde Guernsey hasta Grand Cayman y hasta Liechtenstein, y el doctor Conrad, el gran experto en derecho internacional será nuestro confesor, guardará nuestros fondos y llevará el timón de la nave, vigilando los movimientos de nuestro capital e ingresos con arreglo a instrucciones genéricas y globales transmitidas a él de vez en cuando por la Casa Single. Y todo va sobre ruedas —solo nos separan del almuerzo unos cuantos párrafos más del brillante informe de funcionamiento del doctor Conrad— cuando, para estupefacción de Oliver, Randy Massingham introduce la elegante puntera de su zapato de gamuza en medio de esa intrincada, inasible y distante maquinaria y, desde su inmejorable lugar de influencia entre Hoban y Yevgueni, dice:

—Kaspar, seguramente dará la impresión de que hablo en contra de los intereses de Casa Single, pero ¿no sería todo un poco más democrático si las instrucciones que recibirás de nosotros fueran acordadas conjuntamente por Tiger y Yevgueni, en lugar de proceder solo de mi incomparable director? Solo pretendo prevenir fricciones de antemano, Ollie —explica Massingham en un aparte ofensivamente informal—. Es mejor resolver nuestras diferencias ahora que pagar las consecuencias más adelante. ¿No sé si sigues mi razonamiento?

Oliver lo sigue sin el menor esfuerzo. Massingham trata de equilibrar las fuerzas para beneficiarse él en su calidad de mediador y presentarse a la vez como el simpático del grupo. Pero Tiger es más rápido que él y ataja la sugerencia casi antes de que acabe de hablar:

—Randy, permíteme que te exprese mi más encarecido agradecimiento por la previsión, la presencia de ánimo y, me atrevo a decir, el valor de plantear a tiempo una cuestión de vital importancia. , debemos constituir una sociedad democrática. , conviene repartir el poder, y no solo sobre el papel sino también en la práctica. Sin embargo aquí no hablamos de poder. Hablamos de la necesidad de hacer llegar al doctor Conrad una única voz clara y una única orden clara. ¡El doctor Conrad no puede recibir órdenes de una torre de Babel! ¿No es así, Kaspar? No puede recibir órdenes de un comité, ni aun tratándose de un comité tan armonioso como el nuestro. Kaspar, dime que estoy en lo cierto. O equivocado. No me importa.

Y naturalmente está en lo cierto, y sigue en lo cierto durante todo el camino hasta el Dolder Grand.

El doctor Conrad hablaba de falsos cortesanos. Cortesanos confabulados. Cortesanos que se aliaban y se volvían contra su benefactor. El miedo y la indignación que le inspiraban era palpable. Cortesanos rusos. Cortesanos polacos. Cortesanos ingleses. Hablaba de una manera elíptica y a veces en susurros, sus pequeños y brillantes ojos cada vez más abiertos y redondos. Sus cortesanos eran cortesanos anónimos embarcados en conspiraciones anónimas, en las que él no participaba en absoluto, palabra de honor. Pese a su cautela, la identidad de los cortesanos empezó a aflorar, y su cabecilla en la Navidad pasada había sido el doctor Mirsky…

—… que, te diré en confianza, tiene una pésima reputación y una bella esposa de piernas largas, en el supuesto de que sea su esposa, porque el doctor Mirsky es polaco, y con los polacos nunca se sabe. —Resopló y sacó un pañuelo de seda para enjugarse el sudor de la frente—. Te diré lo que me sea posible, Oliver. No te lo diré todo, pero te diré lo máximo que me permita mi conciencia profesional. ¿Lo aceptas?

—No me queda otro remedio.

—No lo adornaré, no especularé, no admitiré preguntas adicionales. Pese a que la conducta de ciertas personas ha sido absolutamente deplorable. Bien. Somos abogados. Nos pagan por respetar los instrumentos de la ley. No nos pagan por demostrar que lo negro es negro o lo blanco es blanco. —Volvió a secarse la frente—. Quizá el doctor Mirsky no sea la locomotora de este tren —insinuó, susurrando.

Oliver, confuso, movió la cabeza en un inteligente gesto de asentimiento.

—Quizá la locomotora esté enganchada detrás.

—Quizá —convino Oliver, más confuso todavía.

—Es un hecho sabido, y no violo por tanto el secreto profesional, que desde hace dos años ciertas cosas no han ido bien.

—¿Para Single?

—Para Single, para ciertos clientes. Mientras los clientes ganan dinero. Single lo administra. Pero ¿qué ocurre cuando los clientes dejan de poner huevos? Single no puede hervirlos.

—Claro.

—Es lógico. Sucede también a veces que los huevos se rompen. Eso es un desastre. —Una repugnante instantánea de la cabeza de Winser reventando como un huevo—. Los clientes de Single son también mis clientes. Estos clientes tienen intereses muy diversos. Yo ignoro qué intereses exactamente; eso no forma parte de mi trabajo. Si me dicen que son exportaciones, son exportaciones. Si son la industria del ocio, son la industria del ocio. Si son piedras preciosas, materia prima, componentes técnicos o electrónicos, lo acepto igualmente. —Se enjugó los labios—. A esto lo llamamos «multifacético». ¿De acuerdo?

—Sí —contestó Oliver, pensando: Habla claro; suéltalo ya, sea lo que sea.

—Era una sociedad sólida, había buen ambiente, y los clientes estaban satisfechos, así como los cortesanos. —¿Qué cortesanos? Una instantánea de Massingham con las mallas, las jarreteras amarillas y el jubón de Malvolio—. Se obtenían considerables sumas, se acumulaban los beneficios, iba en alza la industria del ocio, pueblos, urbanizaciones, hoteles, también importaciones y exportaciones, y qué sé yo. La estructura era excelente. Yo no soy tonto. Tu padre tampoco. Tomamos nuestras precauciones. Venimos del mundo académico pero tenemos también sentido práctico. ¿Lo aceptas?

—Totalmente.

Hasta… —Conrad cerró los ojos, respiró hondo, pero mantuvo el dedo en el aire—. Al principio se trataba solo de alguna que otra situación embarazosa. Indagaciones de entidades gubernamentales insignificantes. En España. En Portugal. En Turquía. En Alemania. En Inglaterra. ¿Orquestadas, quizá? No lo sabíamos. Donde antes todo era aceptación, ahora había desconfianza. Cuentas bancarias congeladas pendientes de investigación. Misteriosamente. Operaciones suspendidas sin previa explicación. Algunas detenciones, a mi juicio injustificadas. —El dedo descendió—. Incidentes aislados. Pero para cierta gente no tan aislados. Demasiadas preguntas, respuestas insuficientes. Demasiados accidentes que resultan no ser una mera coincidencia… en fin. —Nuevas idas y venidas del pañuelo de seda. El sudor brotando de él como rocío. Gotas de sudor como lágrimas en las bolsas de los ojos—. Esas compañías no me pertenecen, Oliver. Yo soy abogado, no comerciante. Lo mío es lo que consta en el papel, no lo que viaja en el barco. No abro cada plátano para comprobar si es un plátano u otra cosa. Yo no redacto el… manifest… ¿Cómo se dice?

—Casi igual: «manifiesto».

—Por favor, si yo te vendo una caja, no soy responsable de lo que guardes en ella. —Se pasó el pañuelo por el cuello. Hablaba cada vez más deprisa y le faltaba el aliento—. Yo proporciono asesoría, basada en la información recibida. Cobro una minuta, y adiós muy buenas. Si la información no es correcta, ¿quién puede responsabilizarme? Puedo estar mal informado. No es un delito estar mal informado.

—Ni siquiera en Navidad —dijo Oliver, incitándolo a hablar del tema.

—Bien, Navidad —accedió Conrad, y tomó aire—. La Navidad pasada. Cinco días antes, para ser exactos. El 20 de diciembre el doctor Mirsky me envía por mensajero, sin más ni más, un ultimátum de sesenta y ocho páginas. Un fait accompli dirigido a la inmediata atención de tu padre, cliente mío. «Devuélvase en el acto copia contrafirmada, etcétera… Fecha límite, 20 de enero».

—Exigiendo ¿qué?

—De hecho, el traspaso de toda la estructura de compañías creadas, intacta, a manos de Trans-Finanz Estambul, una compañía nueva, offshore, por supuesto, pero ahora además compañía matriz de Trans-Finanz Viena, como consecuencia de una enrevesada maniobra planeada por el doctor Mirsky y otros, siendo nombrado presidente de dicha compañía el doctor Mirsky, así como gerente y director ejecutivo. —Hablaba ya a toda velocidad—. ¿Nombrado por quién? Otra cuestión. Ciertos cortesanos de tu padre… cortesanos desleales, diría yo… poseen también acciones de esa nueva compañía. —Sobrecogido por su propio relato, Conrad volvió a secarse la frente y siguió adelante—. Un gesto típico, en realidad, propio de una mentalidad polaca. En Navidad nadie presta atención a nada, todo el mundo está preparando pasteles, comprando regalos para la familia… y entonces, firme aquí inmediatamente. —Le tembló la voz pero no por ello perdió impulso—. El doctor Mirsky no es una persona de fiar. Tengo muchos amigos en Zúrich. No actúa correctamente ni mucho menos. Y ese Hoban… —Movió la cabeza en un gesto de negación.

—Traspasar la estructura ¿cómo? Es una red enorme. Sería como traspasar el metro de Londres.

—¡Así es! Genau. Exactamente. El metro de Londres es una comparación perfecta. —Alzando el valeroso dedo una vez más, Conrad abrió una carpeta y extrajo un grueso documento encuadernado en tela roja, que sostuvo cerca de su estómago—. Me alegro de que hayas venido, Oliver, de verdad. Me alegro mucho. Haces unos comentarios muy acertados, como tu padre. —Empezó a hojear el documento, ofreciendo simultáneamente una versión del contenido—… todas las acciones y activos controlados por la Casa Single en representación de ciertos clientes deberán transferirse sin demora a Trans-Finanz Estambul… eso es un robo declarado… todas las operaciones offshore pasarían a ser administradas por el doctor Mirsky y su esposa y su perro completamente a su antojo… quizá desde Estambul, no lo sé, quizá desde lo alto del monte Cervino… ¿Por qué un polaco es el representante de un ruso en Turquía?… Casa Single, como signataria, renuncia a todos los derechos, atiende, por favor… todas las atribuciones respecto a los asuntos de la compañía serán redefinidas, a fin de excluir a Casa Single, naturalmente… reemplazada con mucho gusto por ciertos cortesanos, la elección de los cuales quedará al arbitrio de los señores Yevgueni y Mijaíl Orlov o las personas nombradas por ellos, quienes obviamente son ciertos cortesanos ya claramente identificados en el ultimátum… es un golpe de Estado en toda regla. Una conspiración palaciega, sin duda alguna.

—¿Y si no? —preguntó Oliver—. ¿Si Tiger se niega? ¿Si él y usted se niegan? ¿Qué pasa entonces?

—Haces bien en preguntarlo, Oliver. Es una pregunta totalmente lógica, diría. Si no, ¿qué? Era un chantaje. Si Casa Single no se aviene al plan maestro de Mirsky, ciertos cortesanos anónimos se negarán de inmediato a colaborar… lo cual naturalmente tendrá consecuencias catastróficas… en adelante estos cortesanos considerarán nulo cualquier acuerdo existente… si los demandamos, presentarán de inmediato una contrademanda por violación del secreto profesional, administración incompetente, falta de ética, y no sé cuántas cosas más. Por otro lado… es solo una insinuación, diría, pero está en el ultimátum, entre líneas. —Se tocó una aleta de la reluciente nariz para indicar su desarrollado sentido del olfato, al tiempo que la velocidad de sus palabras seguía en aumento—. Por otro lado, decía, en el eventual caso de incumplimiento por parte de Casa Single, cierta información negativa acerca de las actividades en el extranjero de Casa Single puede llegar casualmente a oídos de ciertas autoridades internacionales y también nacionales. Es una auténtica vergüenza: un polaco amenazando a un inglés en Suiza.

—¿Y qué medidas tomaron, usted y Tiger, a la vista de ese ultimátum? ¿Qué hicieron?

—Habló con ellos.

—¿Mi padre?

—Naturalmente.

—¿Cómo?

—Desde esa misma butaca en la que tú estás sentado —dijo Conrad, señalando el teléfono que se hallaba entre ellos—, desde aquí, varias veces. A cuenta mía. No importa. A menudo durante horas.

—¿Con Yevgueni?

—Exacto. Con el mayor de los Orlov. —Empezaba a reducir la marcha—. Tu padre tuvo una actuación brillante, diría. Mostrándose encantador, pero a la vez firme. Incluso hizo un juramento. Sobre la Biblia literalmente. Aquí tenemos una, como es lógico, y frau Marty se la trajo. «Yevgueni, juro solemnemente que nadie te ha traicionado, que por parte de Casa Single no se ha cometido ninguna indiscreción; todo eso es una infame invención de Mirsky y los cortesanos anónimos». El señor Yevgueni es muy influenciable, tengo la impresión. Ahora por un lado, ahora por otro, como un péndulo. Tu padre hizo también ciertas concesiones. Era inevitable. Se establecería tal acuerdo, se anularía tal otro; era un paquete de medidas. Aun así, dentro del paquete se incluía una situación humana muy precaria, muy frecuente, esto es, un anciano que no sabía a quién debía escuchar. El mayor de los Orlov cuelga el teléfono, ¿ya quién tiene delante? Los cortesanos. Cada uno con su correspondiente daga escondida tras la espalda. —El doctor Conrad, a modo de demostración, ocultó un puño tras su propia espalda—. ¿Cuánto durará el acuerdo? No mucho, creo. Solo hasta que el anciano cambie de opinión persuadido por alguien, o suceda el próximo desastre.

—Y sucedió —apuntó Oliver tras otro tenso silencio, que solo rompió el doctor Conrad, momentáneamente exhausto, para susurrar en repetidas ocasiones las palabras «Dios mío»—. El Free Tallinn fue abordado; se produjo un tiroteo; unos días después le volaron la cabeza a Winser, y mi padre, presa del pánico, vino aquí para apagar el fuego.

—Solo que con este fuego ya no fue posible.

—¿Por qué?

—Ardía con demasiada violencia. Se había propagado mucho. Era más peligroso.

—¿Por qué?

—En primer lugar tenemos un episodio: un barco detenido en alta mar, material confiscado, miembros de la tripulación muertos, algunos quizá capturados…, no lo sabemos. Eran asuntos que no podían pasarse por alto, aunque no fuesen en modo alguno responsabilidad de tu padre, y menos aún mía, tal como el contenido de los cargamentos…

—¿Y en segundo lugar? —lo interrumpió Oliver.

—No obtuvimos respuesta.

—¿Cómo?

—Nadie nos contestó. Literalmente.

—¿Desde dónde? ¿Quiénes?

—Desde ninguno de los números de teléfono o fax de ninguna de las oficinas. Ni Estambul, ni Moscú, ni San Petersburgo. Probamos con Trans-Finanz de aquí, Trans-Finanz de allá, las líneas de teléfono particulares, las líneas generales, y nada, no hubo respuesta.

—¿Está diciéndome que ellos quedaron incomunicados?

Un gesto de cansancio.

—Topábamos con un muro. No era posible localizar al señor Yevgueni; tampoco a su hermano. Estaba en paradero desconocido; no había manera de ponerse en contacto con él. Se nos informó de que ya se habían establecido las pertinentes comunicaciones con Casa Single, y era solo cuestión de que Casa Single cumpliese con sus obligaciones económicas o afrontase las consecuencias. Adiós y gracias.

—¿Quién dijo eso? Lo de afrontar las consecuencias… ¿quién lo dijo?

—El señor Hoban de Viena, salvo que no estaba en Viena. Hablaba por un teléfono móvil desde otra parte, no sé dónde, quizá desde un helicóptero, quizá desde la grieta de un glaciar, quizá desde la luna. Llamamos a eso la comunicación moderna.

—¿Y Mirsky?

—Tampoco era posible localizarlo. Otra vez el muro, a tu padre no le cabía la menor duda. Deseaban rodearlo de un muro de silencio. Presión y miedo. Es una combinación de sobra conocida. Muy eficaz, dicho sea de paso. A él y también a mí. —Conrad se amilanaba por momentos ante los ojos de Oliver. Se enjugaba los labios, se encogía de hombros y, como abogado escrupuloso, veía la fuerza de los argumentos de la otra parte, pese a quejarse de sus atrocidades—. Mira, en cierta medida es razonable. Han sufrido enormes pérdidas; Single ha proporcionado el servicio, y el servicio quizá no ha sido plenamente satisfactorio, así que responsabilizan a Single y exigen una indemnización. Objetivamente, esa es una práctica comercial corriente. Fíjate en Estados Unidos, si no. Eres un trabajador, te rompes el dedo con vete a saber qué, y cien millones de dólares, por favor. Single pagará o no pagará. Quizá pague una parte. Quizá haya una negociación.

—¿Le ha dado mi padre instrucciones de negociar?

—Es imposible. Ya lo has oído. No contestan. ¿Cómo puede uno negociar con un muro? —Se puso en pie—. Te he hablado con franqueza, Oliver, tal vez con demasiada franqueza. No solo eres abogado, sino también el hijo de tu padre. Y ahora adiós, ¿eh? Buena suerte. Como decimos por aquí, rómpete una pierna y el cuello.

Oliver permaneció inmóvil en la butaca, haciendo caso omiso de la mano que Conrad le tendía.

—¿Qué ocurrió, pues? Vino aquí. Telefoneó. No hubo respuesta. ¿Qué hicieron después?

—Tu padre tenía otros compromisos.

—¿Dónde se alojaba? Era ya última hora de la tarde. ¿Se molestó en preguntárselo? ¿Adónde fue? Usted es su abogado desde hace veinte años. ¿Sencillamente lo puso en la calle a esas horas?

—Por favor, Oliver, estás dramatizando. Eres su hijo. Pero también eres abogado. Escucha, por favor —dijo Conrad. Oliver escuchaba, pero tuvo que esperar un rato. Y el mensaje, cuando por fin llegó, incluía continuas pausas forzadas por una respiración entrecortada y anhelante—. También yo tengo mis problemas. El colegio de abogados suizo…, otras entidades oficiales…, la policía incluso…, se han dirigido a mí. No me acusan de nada, pero me han perdido el respeto y estrechan cada vez más el círculo. —Se humedeció los labios con la lengua y los apretó—. Por desgracia, tuve que informar a tu padre de que estos asuntos escapan a mis competencias profesionales. Dificultades con los bancos…, cuestiones fiscales…, cuentas congeladas, quizá…, de todo eso podemos hablar. Pero marineros muertos…, cargamentos ilegales…, un abogado asesinado, y acaso no solo uno…, eso me sobrepasa. Por favor.

—Rechazó a mi padre como cliente, ¿es eso? ¿Se deshizo de él? ¿Adiós muy buenas?

—No fui desconsiderado con él, Oliver. Escúchame. No lo tratamos mal. Frau Marty lo acompañó en coche al banco. Quería ir al banco. Necesitaba ver con qué cartas debía jugar. Esas fueron exactamente sus palabras. Me ofrecí a prestarle dinero. No mucho, porque no soy rico; unos cientos de miles de francos. Tengo amigos más ricos que yo. Quizá se presten a ayudarlo. Iba desaseado. Un abrigo marrón viejo, una camisa sucia. Tienes razón. No era el de siempre. Uno no puede dar consejos a un hombre fuera de sí. Por favor, ¿qué haces?

Todavía sentado, Oliver jugueteaba con el maletín. Una vez que hubo jugueteado a su entera satisfacción, se levantó, rodeó el escritorio y agarró a Conrad por la pechera del cárdigan y la camisa con la intención de arrastrarlo hasta la pared más cercana y mantenerlo allí en volandas mientras le hacía unas cuantas preguntas más. Pero ese era un acto más fácil de imaginar que de realizar. Como a Tiger le complace decir, pensó, carezco de instinto asesino. Así pues, soltó a Conrad y lo dejó acurrucado en el suelo, temblando y gimoteando. Y a modo de consuelo, cogió la carpeta que contenía las sesenta y ocho páginas del ultimátum navideño de Mirsky y la metió entre las suyas en el maletín. De paso, echó un vistazo en los cajones del escritorio, pero solo llamó su atención un voluminoso revólver militar, probablemente una reliquia de los heroicos tiempos de Conrad al servicio del ejército suizo. Cerrando la puerta al salir, fue a la antesala donde frau Marty escribía a máquina con gran diligencia y se inclinó con actitud insinuante sobre su mesa.

—Quería darle las gracias por llevar a mi padre en coche al banco —dijo.

—Ah, no se merecen.

—¿No le mencionaría por casualidad adónde tenía pensado ir después?

—Pues no; lo siento, pero no.

Maletín en mano, recorrió a paso ligero el estrecho camino del jardín, llegó a la acera y se dirigió calle abajo. Derek lo siguió. La tarde estaba bochornosa. Descendieron por un callejón adoquinado en pronunciada pendiente con anchura para un solo coche. Oliver caminaba a zancadas, golpeando ruidosamente los adoquines con los tacones. La cabeza le daba vueltas. Pasaba ante pequeños chalets y rostros familiares. En un jardín vio a Carmen en un columpio con su vestido blanco de fiesta, balanceada por Sammy Watmore. En el chalet contiguo, Tiger cortaba el césped, observado por Jeffrey con su dorada melena al viento. Desde la ventana de una buhardilla, Zoya lo saludó con la mano. A su izquierda apareció una calleja. Dobló por ella. Corrió durante un rato, seguido de cerca por Derek. Llegó a una calle ancha y vio el Audi amarillo en un área de estacionamiento próxima a una parada de tranvía. Se abrió una de las puertas traseras. Derek entró detrás de él. Los nombres seleccionados para las chicas eran Pat y Mike. Ese día Pat era morena. Mike, la copiloto, llevaba un pañuelo atado a la cabeza.

—¿Por qué has desconectado el micrófono, Ollie? —preguntó Mike por encima del hombro cuando se pusieron en marcha.

—No he desconectado.

Descendían hacia el lago y el centro de la ciudad.

—Sí has desconectado, poco antes de salir.

—Quizá lo he golpeado sin querer o algo así —respondió Oliver con su legendaria vaguedad. Volviéndose hacia Derek, le entregó el maletín y dijo—: Conrad me ha dado un documento para leerlo.

—¿Cuándo? —insistió Mike desde el asiento delantero, sosteniendo la mirada de Oliver a través del retrovisor.

—Cuándo ¿qué?

—¿Cuándo te ha dado el documento?

—Simplemente me lo ha puesto en las manos —contestó Oliver con igual vaguedad—. No quería admitir que lo hacía, probablemente. Ha dejado a Tiger en la estacada.

—Esa parte ya la hemos oído —dijo Mike.

Lo dejaron a la orilla del lago, al principio de Bahnhofstrasse.