XXXVI

Reed y Milo se quedaron pasmados en el sofá de cuero, completamente inmóviles.

Blanche apoyó la cabeza en el regazo de Milo y sonrió. Él ni se enteró.

Sólo tenía ojos para el dinero.

—¿Cuándo te lo dio? —preguntó Reed por fin.

—Ayer. Os lo iba a contar cuando apareció Aaron.

—Quince de los grandes es mucha guita para un par de picnics. Ya podemos ir llamando a los forenses. Y a los perros rastreadores de cadáveres. —Blanche levantó las orejas—. Sin ánimo de ofender, preciosa.

—Ya veo por dónde vas —dijo Reed—: Weir y Simone unían a Duboff para poder entrar por el lado oeste a hacer de las suyas y cuando descubre el motivo de los sobornos se lo tienen que cargar.

—Dudo mucho que lo descubriera, porque lo habría gritado a los cuatro vientos —argüí—. Precisamente por eso no podían correr riesgos.

—Además, allí era Duboff quien manejaba el cotarro. Si alguien podía enterarse, era él… ¿Y si Duboff lo averiguó y quiso hacer más caja?

—A nadie se le ocurriría chantajear a un asesino en serie. O quedar con él de noche en un lugar desierto, si a eso vamos… Yo creo que le tendió una trampa: le dijo que sabía quién era el culpable y le convertiría en un héroe. Como conocía la parle secreta de la marisma, tenía más credibilidad.

Reed reflexionó un momento.

—Tiene sentido, Loo. Duboff se llevó a Reynolds porque no pensaba encontrarse con problemas. El tío comenzaba a creerse el dios de la marisma… Sea como sea, Huck no tiene por qué estar limpio.

—Completamente de acuerdo. En fin, a ver si acelero un poco el análisis pericial de la pisada.

—Huck fue el primero en pirárselas, Ten —agregó Reed—. Cuanto más lo pienso, más me da que están todos conchabados.

—Ya, los tres mosqueteros asesinos… Si así fuera, ¿cómo es que Simone contrató a Aaron para entregarnos a Huck en bandeja?

—Weir y ella lo utilizaron y cuando vieron que ya no les servía lo dejaron tirado.

—A fin de cuentas, Huck era el punto flaco del plan —observó Milo—. Antecedentes penales, problemas de drogadicción y, para colmo, un putero redomado… Sí, todo cuadra.

—Las fulanas asesinadas dan que pensar —objeté—. A lo mejor las despacharon para inculpar a Huck, que era quien las frecuentaba.

—Y para acabar la faena le pusieron un poco de sangre en el desagüe —discurrió Reed—. Puede ser, pero Huck me sigue dando mala espina.

—Lo que nos remite a otra alternativa —señaló Milo—. Porque si el papel de Huck era puramente instrumental, darle ocasión de escapar habría sido muy mala idea.

Reed le miró fijamente.

—¿Qué quieres decir? ¿Que no se la dieron y estamos buscando a un muerto?

—O está bajo tierra o es un psicópata asesino que actúa en solitario y Simone no es más que una chiquilla con muy mala hostia y una afición desmedida a las mentiras.

—¿Y la foto de familia destrozada? —arguyó Reed, volviéndose hacia mí—. Le arrancó a su hermano la cara a tiras…

—Es un ataque de furia desmesurado —asentí—. Y la familia ha desaparecido.

—Bueno —terció Milo—, supongamos por un momento que Simone, Weir y Huck estaban conchabados. El móvil no podía ser otro que deshacerse de los Vander.

—Un móvil de cien millones, que no está nada mal —dijo Reed.

—¿Y qué pintan las mujeres enterradas en la marisma?

—Una maniobra de distracción, ya lo decíamos —tercié—. Si hubieran liquidado a los Vander de buenas a primeras todo habría apuntado al dinero y habríamos sospechado automáticamente de la única familiar con vida, pero si le endilgábamos a Huck los crímenes previos los Vander parecían víctimas colaterales, los últimos coletazos de un psicópata desbocado. Y eso explica además la puesta en escena: sepultaron los primeros cadáveres pero se aseguraron de que encontráramos el de Selena para ponernos sobre la pista de Huck.

—Y no olvidemos los huesos del almacén —agregó Reed—. Huesos y juegos de mesa… Han estado jugando con nosotros desde el principio.

—Si tuvieron tiempo para tratarlos con ácido y prepararlo todo tan minuciosamente, debieron de matarlas con calma, almacenar sus cadáveres en alguna parte y enterrarlas una a una.

—Por poder, podían dejarlas en el trastero alquilado cubiertas de hielo —observó Reed.

—Una pregunta —dije—: ¿Quién es el villano calvo de la película? ¿Huck o Weir sin el peluquín?

—¿Tú qué opinas? —me preguntó Milo.

—Podría ser cualquiera de los dos. Pero el hecho de que ambos vayan pelados podría ser otro modo de inculpar a Huck.

—Tampoco es un look, tan extraño, ya lo decía Nguyen. De todas formas, cuántas más vueltas le doy más veo a Huck en el papel de chivo expiatorio, al menos en parte. Si Huck ha sido lo bastante hábil para matar a tanta gente sin dejar ningún rastro, ¿por qué habría de huir ahora y convertirse en el principal sospechoso?

—A veces el miedo puede más que la razón —apunté—. También podría ser que se enterara de que Weir y Simone iban a traicionarlo. Clon tanto dinero en juego, debía de olerse que harían lo que fuera para no darle su parte del pastel.

—Treinta y tres millones es una tarifa un poco alta por un trabajito sucio, sí. —Convino Reed—. Pero aceptó de todas maneras, porque matar es lo suyo.

—O porque Simone le sedujo.

—¿De qué clase de trío estamos hablando?

—¿Por qué descartar la posibilidad? —aduje—. A lo mejor se liaron pero Huck se dio cuenta a tiempo de que iban a dejarle en la cuneta y huyó. Quizá se enteró de que Aaron le seguía la pista o se puso nervioso cuando os vio venir.

—Simone se lo vendió a Aaron como un tarado de la peor clase que siempre le había dado mala espina —dijo Milo—. La verdad es que con todas sus rarezas, Huck lo tiene todo en contra.

—No me extrañaría que apareciera su cadáver por ahí cualquier día. Suicidio aparente, acompañado de una bonita confesión en la que además nos indicaría el lugar donde enterró a los Vander. De un plumazo cerraríamos un montón de casos y Simone se convertiría en una de las chicas más ricas de Los Ángeles.

—Pero si es cierto que Huck ha puesto pies en polvorosa, Weir y Simone deben de estar acojonados —dijo Reed.

—Simone tenía que estar muy estresada para destrozar la foto de esa manera —apunté.

—La niña no soporta las contrariedades —dijo Milo.

—Si es así, Weir y Simone deben de estar preparando un plan B para deshacerse de todas las pruebas que les incriminan y darle la vuelta al caso en su favor. —De pronto caí en la cuenta—. ¡Por eso Duboff tenía que morir, porque podía relacionar a Weir con la marisma!

—¡Joder! —exclamó Reed—. Esa gente es de otro planeta.

—Se nos ha olvidado algo —agregó Milo—: Si Huck estuviera muerto, Wallenburg no se esforzaría tanto por encubrirle.

—A lo mejor cree que está vivo pero no lo está —repuse—. Un mensaje de texto se lo puede enviar cualquiera.

—Entonces, ¿quiénes son los Adams? ¿Una familia de chiflados de baja estofa a los que va a ver de cuando en cuando? Enciende el ordenador, Alex.

Reed era más rápido que Milo al teclado y se sabía de memoria los códigos de entrada. Al cabo de unos segundos ya tenía delante el registro civil del condado.

Anita Brackle, de soltera Loring, había dado una tercera oportunidad al matrimonio hacía dos años para casarse por lo civil en el juzgado de Van Nuys con un hombre negro de sesenta y dos años llamado Wilfredo Eugenia Adams, residente en Mar Vista.

Al introducir su nombre encontramos tres condenas por conducción en estado de embriaguez, la última de hacía seis años.

—Otro romance de rehabilitación, me juego la camisa —dijo Reed.

—La clínica del amor punto com… Pues como idea de negocio no está mal —bromeó Milo—. Bueno, vamos para allá.

—¿Lo del forense y la unidad canina lo aplazamos?

—Ni hablar. Ya estás llamando a la doctora Wilkinson. —Le lanzó una sonrisita—. Y ya que estás, dile que eche un vistazo al lado oeste de la marisma.

Reed se quedó boquiabierto.

—El trabajo es eso, chaval —dijo Milo.

—¿Qué?

—Largos períodos improductivos salpicados de grandes disgustos puntuales.

Milo y yo esperamos a Reed en su coche mientras hacía la llamada. Al acabar se acercó con aire apesadumbrado.

—A lo mejor le ha dado calabazas —me susurró Milo.

El joven agente se sentó en la parte de atrás.

—¿Qué hay, Moses?

No me lo ha cogido. Le he dejado un mensaje.

—¿Te ocurre algo?

—Habría bastado con un mensaje de texto. Eso a mí se me debería haber ocurrido.

—¿Por qué a ti? ¿Porque tú eres de la generación de la electrónica y yo soy una antigualla que añora los caballos de tiro y acaba de tirar su Betamax?

—¿Y eso qué es?

—Una marca de fustas para calesas.

Una furgoneta Dodge estaba aparcada justo a la entrada del búngalo de Wilfred y Anita Loring Brackle Adams. Si Wilfred estaba en casa, no se daba por enterado. La voz de su mujer, en cambio, era un taladro despiadado que amenazaba con agujerear la puerta desde el otro lado.

—¡Váyanse de aquí!

—Señora…

—¡No pienso abrir la puerta y no me pueden obligar!

Era ya la cuarta vez que repetía la misma cantinela.

—A no ser que volvamos con una orden de registro —la amenazó Milo.

—¡Pues ya están yendo a buscarla!

Milo apretó el timbre de nuevo. Cuando paró, la risa de Anita tintineó como el hielo de un vaso de whisky.

—¡Ya me explicará dónde le encuentra la gracia! —exclamó Milo.

—Aprietan ustedes el timbre como si quisieran ablandarme los sesos. ¿Pues saben qué? Les daría mejor resultado un poco de rap a todo trapo en la radio del coche. Y ya verán la de amigos que hacen en el barrio. Sobre todo cuando les diga que no tienen ningún derecho a…

Sus pullas nos acompañaron hasta el coche de Milo.

—¡Qué encanto de mujer! —exclamó—. Dios, mi madre parecería fácil al lado de esa arpía…

Subimos al coche y nos quedamos mirando la casita de madera, yo sorbiendo de mi café frío y él de su Red Bull. Al cabo de cinco minutos llamó a Moe Reed para saber cómo le iba. Liz Wilkinson iba ya camino del lado oeste de la marisma junto a tres estudiantes de posgrado que estaban de prácticas en el laboratorio anatómico. Quedaba poca luz diurna para un rastreo exhaustivo del terreno, pero de momento querían hacer un estudio preliminar. Wilkinson había propuesto una batida de helicóptero y, por supuesto, estaba de acuerdo en que trajeran a los perros.

De la pisada no había noticias.

Milo colgó al tiempo que un coche se detenía detrás del nuestro.

Un Maybach gris acero. Debora Wallenburg salió de su coche y miró a uno y otro lado antes de acercarse al nuestro. Llevaba un vestido Chanel aguamarina y el pelo gris recogido en una austera coleta. En sus lóbulos fulguraban los mismos pendientes de diamantes.

—¿Se ha cansado del Chevrolet, abogada?

Wallenburg parpadeó desconcertada, pero se recompuso al instante.

—¿Así que me han estado siguiendo? Muy bonito.

—¿Ha charlado ya con su esquivo cliente?

Wallenburg se echó a reír.

—Se le ha vuelto a rallar el disco.

—Lo que de verdad tiene gracia es que se lo tome a risa. ¿Le parece una comedia?

—Más bien teatro del absurdo.

—Pues si Huck le preocupa tanto como dice, le recomiendo que se lo tome en serio.

—¿El qué? ¿Su presunta culpabilidad?

—Su desaparición.

Le temblaron los músculos de la mejilla. Los años de práctica judicial demoraron la respuesta:

—No sé de qué me habla.

—¿Cuándo fue la última vez que habló con nuestro amigo Travis?

Wallenburg ladeó la cadera en una pose relajada, pero la tensión acumulada en torno a los ojos desbarató la representación.

—Me lo temía —dijo Milo.

—Espere, ahora es cuando me sonsaca un dato crucial con sus diestras artimañas. ¿Me equivoco?

—Sí. Ahora es cuando le digo que sé que Huck no le ha llamado, que recibió un mensaje de texto y no se le ocurrió que podía haberlo enviado cualquiera. Sin ánimo de ofender, pero debe de ser cosa de la edad. Ingenuidad digital, que lo llaman…

—Desvaría —repuso Wallenburg.

—Yo diría que más bien la incomodo.

—La verdad incomoda; usted está para que lo encierren.

—Insulto asimilado, digerido y a punto de ser excretado.

—De entre mis clientes, teniente, los únicos que deberían preocuparle ahora mismo son el señor y la señora Adams. Dejen de atosigarles o se las verán conmigo.

—Yo creía que lo suyo era el derecho mercantil —repuso Milo—. ¿Ahora también representa a un par de borrachines que casualmente conocen a Travis de los campamentos para yonquis?

—Ya veo —dijo Wallenburg—. Le sale la vena clasista y se mofa de la gente que tiene el coraje de rehabilitarse.

—Mi padre era conservador y he conocido a un par de borrachines, pero esto no va de política. Va de asesinato.

Wallenburg no respondió.

—¡Qué diantre! —exclamó Milo—. ¿A una mujer curtida en los juzgados como usted qué pueden importarle un puñado de fulanas estranguladas y con las manos amputadas?

—Es usted un canalla.

—El caso es que ni siquiera representa bien a sus clientes —prosiguió Milo—. Yo a Travis no lo considero el verdadero culpable. Los verdaderos culpables fueron quienes lo utilizaron y luego le dieron puerta, y encontrarlos le interesa tanto como a mí.

Debora Wallenburg sacudió la cabeza e hizo balancear los pendientes.

—No dice más que tonterías.

—Pues deme una prueba. Si Huck todavía respira, entréguenoslo. Que coopere y lo trataremos bien.

Wallenburg chascó la lengua.

—Es inútil —dijo—. Les pido por última vez que dejen de acosar a los Adams. Son buena gente y no tienen ningún derecho a molestarles. Por lo que he oído, los costes de asistencia jurídica del departamento de policía se han disparado.

—¿Nos va a demandar? ¿Y de qué nos acusa, si me permite la pregunta?

—Ya se me ocurrirá algo —repuso Wallenburg, dando media vuelta para marcharse.

—Huck es un cabo raso, abogada. Quienes me interesan son los oficiales.

—Son ustedes lo peor —dijo Wallenburg—. Se lo toman todo como si fuera la guerra.

—Dejémoslo en conflicto armado. Si quiere demostrarme que Huck sigue vivo, entréguemelo.

—Huck es inocente.

—¿Y cómo está tan segura?

Wallenburg reanudó el camino hacia su coche.

—No queda mucho tiempo, Deb. En cuanto consigamos la orden de registro, la suerte está echada.

—Vive usted de fantasías. Desvaría. ¿Y dice que me faltan razones para demandarle?

—Eso cuénteselo a la jueza Stern.

—Lisa y yo éramos compañeras de facultad.

—Entonces sabrá qué opina sobre los derechos de las víctimas. O sobre los funcionarios judiciales que interfieren en asuntos ajenos a la administración.

Wallenburg se pasó una uña roja por los labios.

—¡Qué encanto de hombre!

Sacudió la cabeza, se metió en su Maybach y se marchó.

—¿Has hablado con la jueza Stern?

—Hace dos años —dijo—. Un tiroteo entre bandas, pan comido.

—El arte de la guerra.

—O el del funambulismo.

A las cuatro y cuarenta y siete de la tarde un autobús escolar municipal estacionó junto a la casa de los Adams. Una chica rubia con una camiseta roja, vaqueros y zapatillas de deporte se bajó y se encaminó hacia la puerta. Tendría diez años, era menuda y espigada y avanzaba penosamente bajo el peso de una mochila gigantesca.

—Brandeen ha crecido mucho —susurré, más para mí mismo que para Milo.

—¡Ay, chico, se me saltan las lágrimas!

Antes de que la niña llegara a la puerta, ésta se abrió y una mujer bajita de pelo blanco se asomó por el umbral para arrastrarla adentro. En lugar de cerrar la puerta se tomó su tiempo para observarnos. Detrás de ella apareció entonces un hombre alto, negro y barbudo. Incluso de tan lejos se le distinguían los ojos de cansancio.

Wilfred Adams le dijo algo a su mujer, ella replicó con brusquedad, nos hizo un gesto desafiante y cerró de un portazo.

—Pues aún va a ser verdad que Huck está vivo —comentó Milo—. Esa mujer tiene algo que proteger, no cabe duda.

Volvió a sonar su móvil. Era Moe Reed, que llamaba desde el ala oeste de la marisma. A primera vista no había ninguna irregularidad notoria, pero el perro que había encontrado los otros cadáveres acababa de llegar y parecía muy «interesado».

—El lugar es precioso —dijo Reed—. Parece el jardín del Edén.

—Pues encuentra a la serpiente —repuso Milo.

Después de colgar Milo se encendió un cigarro y no había dado ni un par de caladas cuando el Maybach de Debora Wallenburg apareció rugiendo al extremo norte de la calle. El coche se detuvo al lado del nuestro y la luna ahumada de la ventanilla bajó silenciosamente.

Wallenburg llevaba el pelo suelto y se había retocado el maquillaje, pero su cara traslucía un agotamiento difícil de disimular.

—¿Me echaba de menos? —la saludó Milo.

—¡Languidecía en su ausencia! —bromeó—. Mire, le ofrezco la posibilidad de arreglarlo de forma amistosa, pero antes déjeme establecer las reglas del juego: sé muy bien que la ley les autoriza a mentir a un sospechoso como los cabrones intrigantes que son, pero le aconsejo que se olvide de sus tejemanejes si está presente su abogado…

Disculpe, ¿de cuál de sus clientes me habla ahora?

—Y no se le ocurra ocultarme absolutamente nada.

—Más sincero no he podido ser.

—Me ha dicho que no considera a Travis el verdadero culpable… ¿Va de farol?

—No.

—Le hablo en serio, teniente. Necesito garantías de que vamos a trabajar en un contexto admisible. Además, ha de prometerme que no se pasará de la raya.

—Es decir…

—No habrá demostraciones de fuerza ni destrozos innecesarios. Ahí dentro hay una niña pequeña y no quiero que salga traumatizada. A cambio les proporcionaré toda la información que necesiten.

—¿Qué información?

—Ahora mismo no puedo especificar más.

Milo soltó un aro de humo y luego otro más pequeño que engarzó en el primero.

—Tiene que confiar en mí —insistió Debora Wallenburg.

Milo descansó la cabeza en el respaldo del asiento.

—¿Dónde y cuándo?

—Los detalles se los comunicaré a su debido tiempo. Doy por sentado que el doctor Delaware estará presente…

—¿Huck necesita apoyo psicológico?

—Prefiero que venga, si al doctor le parece bien.

Ni siquiera nos habían presentado.

—Por supuesto —repuse.

—Mal Worthy, Trish Mantle y Len Krobsky son socios de mi club de tenis —me dijo. Reconocí los nombres de tres peces gordos de la abogacía de familia.

—Deles recuerdos —dije.

—Me han hablado muy bien de su trabajo.

Wallenburg se volvió hacia Milo:

—Entonces, estamos de acuerdo. Le llamaré. —Y con un guiño agregó—: O puede que le envíe un SMS.