VIII
De vuelta en su minúsculo despacho, Milo releyó el correo electrónico de la madre de Selena, encendió el portátil y buscó «ingeniera» y «Bass». La búsqueda arrojó un montón de resultados, pero ninguno cuadraba.
—Vamos a probar con su dirección de correo… Bingo… Bienvenidos a la web de Emily Nicole Green Bass. Parece que tiene una tienda de joyería antigua en… Great Neck, Nueva York. Y aquí hay una foto de la señora con su reluciente mercancía. Tienen cierto aire de familia, ¿no?
La foto era el primer plano de una cincuentona de rostro enjuto que exhibía un juego de pulseras. Tenía los ojos grandes y la barbilla partida. Un flequillo corto de pelo blanco le caía por la frente en mechones desiguales.
Selena Bass a una edad que ya nunca tendría.
—Menudos genes —convine.
—Ni que lo digas… Bueno, empieza la diversión.
Milo respiró hondo y descolgó el teléfono.
Diez minutos más tarde colgó y dio un largo bostezo.
La inspiración masiva de aire no era casual: estaba exhausto.
Emily Green Bass gritó, sollozó y colgó. Al cabo de un minuto le llamó para disculparse y lloriqueó un poco más. Milo la escuchó pacientemente, mordiendo un purito sin encender.
Cuando la mujer se quedó sin cuerda, Milo comenzó con las preguntas.
Selena era la hija única de su segundo matrimonio; el primero le había dado dos hijos, uno de los cuales vivía en Oakland, que era donde ella se encontraba de visita, para conocer a su nieta recién nacida.
—Y yo que pensaba que era el momento más feliz de mi vida… —musitó.
Hacía cinco años que no veía a Selena. El correo electrónico que Milo había encontrado era uno de los pocos que se habían mandado últimamente.
Selena daba señales de vida. Por fin.
Cuando Milo le preguntó por qué le había llevado tanto tiempo, la mujer rompió de nuevo en sollozos.
—Mañana cogeré el primero vuelo a Los Ángeles —anunció.
A las cuatro de la tarde el subjefe de policía Henry Weinberg llamó para preguntar cómo avanzaba la investigación.
Milo conectó el altavoz del aparato:
—Por el momento no tenemos nada de nada, señor.
—Pues ya va siendo hora de airearlo en los medios, teniente.
—Preferiría esperar a que los forenses se pronunciaran. Parece que son huesos duros de roer…
Al otro lado de la línea se hizo el silencio.
—Así podremos… —prosiguió Milo.
—Le he oído, teniente. Bonito juego de palabras. ¿Si le ponemos frente a las cámaras piensa explotar su vis cómica?
—Dios me libre.
—Dios y el jefe, teniente. Y no me pregunte cuál es cuál. Llame a esos recolectores de huesos ahora mismo y asegúrese de que están arrimando el hombro.
La doctora Hargrove aún estaba en la marisma y fue Liz Wilkinson quien contestó al teléfono.
—¡Hola, teniente! Ya sabemos cuatro cosas cié la primera víctima. A juzgar por el puente nasal es muy posible que fuera una mujer negra, de entre veinte y treinta y cinco años ele edad.
La descripción coincidía punto por punto con la de ella misma, pero su voz no destilaba otra cosa que ciencia.
Milo garabateó la información en su bloc.
—¿Algo más?
—Es probable que haya tenido al menos un hijo, y sufrió una fractura de fémur derecho lo bastante grave como para necesitar un implante metálico. No hemos encontrado restos de titanio, pero las incisiones de los tornillos no dejan margen de duda. No me extrañaría que cojeara un poco.
—¿La fractura era reciente?
—El crecimiento óseo posterior es considerable. No hablamos de meses sino de años, pero se la hizo cuando ya era adulta. Aparte de eso, el único hallazgo interesante es la rotura del hioides. Y la mano amputada, claro.
—La estrangularon.
—Es lo más probable. Calculamos que llevaba varios meses sumergida, pero es sólo una suposición. Eleanor… la doctora Hargrove sigue trabajando en los otros dos cuerpos con Lisa, la doctora Chaplin. Nos llevará tiempo porque están muy desarticulados y no queremos pasar por alto ningún detalle. Yo he vuelto porque Eleanor me ha pedido que tome nota de lo que hemos averiguado hasta ahora. Ahora le paso por correo electrónico lo que le acabo de contar.
—Gracias.
—Una cosa más, teniente. Justo cuando salía de la marisma ha aparecido el voluntario aquel, el de la barba. El policía de guardia le ha cortado el paso y han cruzado unas palabras. Yo quiero comenzar a trabajar mañana temprano, en cuanto salga el sol, y voy a estar sola porque Eleanor y Lisa no pueden llegar hasta las nueve. Me gustaría evitar cualquier distracción.
—Me encargaré de que haya una patrulla de guardia antes de que llegue.
—Mil gracias. Es un lugar precioso, pero a veces hay un silencio… de mal agüero.
Milo consultó la lista de personas desaparecidas del departamento, buscó mujeres negras de edades comprendidas dentro de los límites determinados por Wilkinson y encontró cinco coincidencias, la más reciente de hacía medio año. La ficha no mencionaba que la desaparecida cojeara o tuviera la pierna rota, pero imprimió el listado de todas formas.
—Ya es hora de comenzar a buscar en otros condados. Esperemos que no fuera una pobre desgraciada a la que nadie echara en falta.
Dicho esto se encendió el pinito, inundando su ratonera de nubes ilícitas de humo. Tosió, se aflojó la corbata, escupió una brizna de tabaco que no entró por poco en la papelera y se acercó el teclado.
Me fui sin mediar palabra, mientras Milo golpeaba las teclas con furia.
El tráfico de regreso a la ciudad y varios carriles cerrados sin razón aparente hicieron del trayecto a casa un verdadero suplicio, y eran casi las seis cuando llegué a Beverly Glen.
Enfilar el viejo camino de herradura a casa fue una súbita inyección de paz; la fachada, enmarcada entre pinos y sicómoros, me dio la bienvenida con su blanca simplicidad.
Llamé a Robin, pero no contestó. Me quité la chaqueta, pillé una cerveza de la nevera, bajé las escaleras de la cocina y bordeé el estanque del jardín.
Al sentir mis pasos los peces koi se precipitaron hacia la orilla. Doce adultos y cinco alevines. La mitad de las crías habían muerto antes de llegar a los tres centímetros, pero las supervivientes ya alcanzaban los treinta centímetros y tenían un hambre voraz. Les lancé unas migas de pan y contemplé como la plácida superficie del agua se convertía en una vorágine de peces en pleno atracón, disfrutando por unos minutos de la sensación de omnipotencia antes de retomar el camino de piedra que conduce al estudio.
Robin suele quedarse trabajando en su estudio hasta que la interrumpo. Aquella tarde la mesa de trabajo estaba vacía y la encontré arrellanada en el sofá, rizándose y alisándose ociosamente el pelo con un dedo mientras hojeaba un libro sobre laúdes renacentistas. Blanche había recostado la cabeza sobre su regazo, con las orejas de conejo caídas y el hocico plano comprimido en un montón de arrugas de terciopelo.
Blanche, la otra fémina de mi vida, es una bulldog francesa de color vainilla y diez kilos de peso con unos modales como raramente los tienen las de su raza y un temperamento angelical. Baste decir que algunos de mis pacientes solicitan su presencia durante las sesiones. Aún no he decidido cuál será su comisión.
Las dos se volvieron hacia mí a un tiempo, inaugurando de este modo una nueva disciplina olímpica: la sonrisa sincronizada. Le di un beso a Robin en la mejilla y otro a Blanche en su cogote nudoso.
—¡Qué hombre! Da a su novia el mismo trato que a su perra.
—La diferencia es que ella jadea de agradecimiento.
—Y orina por los arbustos.
—No veo cuál es el problema.
—¡Huy, no me tientes!
Nos besamos de nuevo y me senté a su lado. La piel y el cabello le olían a cedro y Gio.
—¿Has tenido un buen día? —preguntó, pasándome los dedos fríos por la nuca.
—Está mejorando por momentos.
Blanche contempló el siguiente achuchón con la cabeza ladeada y las orejas erectas.
—¿Celosa, niña? —le dijo Robin.
Blanche sonrió.
Para cenar nos inventamos una tortilla de queso con champiñones y mientras nos la comíamos le pregunté cómo le había ido a ella.
—Me he pasado el día holgazaneando. Le estoy cogiendo el gusto.
Hacía una semana ya que había terminado un encargo importante: la réplica de cuatro instrumentos antiguos Gibson para un magnate de Internet podrido de dinero que los había donado en una función benéfica. Llevaba algún tiempo sopesando la idea de emprender un nuevo proyecto, pero de momento se limitaba a hacer reparaciones.
Me acordé entonces de la guitarra de flamenco de sesenta años pero aún fragante que le habían dejado para que recompusiera el mástil.
—¿La Barbero ya está lista?
—Sí. Ha sido más fácil de lo que creía. Paco ha venido a recogerla hace un par de horas. Debes de haber estado muy ocupado. Han llamado de la consulta hace un momento y me han dicho que no te habías pasado en todo el día. Hay un abogado que quiere que le asesores.
Me dijo su nombre.
—¿Ése? —rezongué—. Si algún día paga sus facturas puede que encuentre a alguien que vuelva a trabajar para él.
Me acabé la cerveza y me desperecé.
—Te noto agobiado.
—Es Milo quien anda agobiado, yo sólo le he acompañado para echar un vistazo.
—¿Qué tenéis entre manos?
Vacilé un momento, hasta que el instinto de protección dejó de menear su cabecilla paternalista. En los viejos tiempos nunca le hablaba de mis casos policiales. Después de un par de separaciones con sus respectivas reconciliaciones empezaba a verle el sentido a compartirlos con ella.
Aun así, me ceñí a lo esencial.
—¿La marisma? —preguntó—. ¿A donde fuimos una vez a dar un paseo y no nos dejaron?
—¡La misma!
—A mí aquel sitio me puso los pelos de punta, ¿sabes?
Lo mismo había dicho Liz Wilkinson.
—¿Y eso?
—No sabría decirte. Me pareció un lugar de mal agüero, eso es todo. ¿Dónde abandonaron los cadáveres?
—El más reciente estaba tirado junto a la entrada este. Los otros estaban sumergidos en el cieno un poco más allá, al lado del sendero.
—¿Los transportaron hasta allá en coche? En un sitio así un coche habría llamado mucho la atención, Alex, sin contar con la cantidad de apartamentos con vistas a la marisma.
—De noche nadie habría reparado en un coche sin luces, ni siquiera a vista de pájaro.
Robin apartó su plato y se sirvió una copa de zumo de arándanos con un golpe de Grey Goose.
—Sepultaron tres cuerpos en el cieno y dejaron uno a la intemperie… ¿Por qué?
—Puede que el asesino se sintiera más seguro.
—A mí me parece una fanfarronada —repuso—. Como si fuera algo de lo que jactarse.
El magnate de Internet le había enviado a Robin una caja de películas de Audrey Hepburn. Habíamos visto ya casi todos los DVD, pero me había reservado Charada para una noche larga y tranquila como ésa.
No habíamos visto ni diez minutos cuando sonó el teléfono. Me hice el sordo y apreté a Robin contra mí. Al cabo de unos segundos se reanudó el repiqueteo del timbre. Cogí el mando y dejé congelado a Cary Grant.
—Estás libre a las diez, ¿verdad? —dijo Milo al otro lado de la línea—. La madre de Selena viene por la mañana a la comisaría.
—Claro.
—¿Todo va bien?
—Muy bien.
—¿Interrumpo algo?
—Una obra de arte de la intriga con actores de lujo.
—Una película.
—Eres un lince.
—Supongo que no tendrá mucho que ver con la vida real. Vuelve a tus sueños de celuloide, ya hablaremos mañana de los huesos.
—¿Qué hay de los huesos?
—Oye, no quiero sustraerte a tu Robin, tu perrita y tus actores de lujo.
—¿Qué hay?
—La doctora Hargrove ha tardado menos de lo que creía en recomponerlos. Las tres víctimas sumergidas tienen el esqueleto completo, salvo por la mano derecha. La segunda es una mujer negra de la misma franja de edad que la primera, la de la pierna rota, y es probable que también la estrangularan. Por la longitud de los fémures, medía un metro setenta como mínimo y las marcas de peso indican que debía de ser muy obesa. Hargrove calcula que la sepultaron hace medio año, más o menos, pero no puede asegurarnos nada. La tercera es una mujer blanca de estatura normal y mayor que las otras, en torno a la cincuentena. También tiene el hioides roto, pero no hay muchas otras marcas que sirvan para identificarla. Puede llevar muerta tanto tiempo como la segunda o más, es difícil de establecer. El otro bombazo es que en las listas de desaparecidos del Departamento de Policía de San Diego figura una mujer negra llamada Sheralyn Dawkins: veintinueve años, varios arrestos por consumo de drogas y prostitución callejera, la pierna rota en un accidente de coche hace cinco años y cojera perceptible.
—San Diego está a ciento noventa kilómetros de aquí —dije—. ¿No andaremos tras la pista de un nómada?
—Eso ya sería el colmo. Le he encargado a Reed que localice a su familia y vaya a notificárselo. Hay que incentivar al chico, ¿no? Me parece a mí que tiene la autoestima un poco baja…
—¿Les sacó algo a los contables?
—Ni una sílaba. En Global Investment le pasaron con el abogado de Vander, que le remitió a su secretaria, quien le pasó finalmente con una secretaria auxiliar que le tuvo un buen rato esperando y le prometió que se pondría en contacto con él cuando averiguara algo. Tampoco ha encontrado ningún dato sospechoso relacionado con Huck o Duboff ni nada que indique la existencia de un vínculo previo entre los dos.
—La vida de un sabueso está llena de emociones.
—Ya veremos qué noticias nos trae de la familia de Dawkins. A lo mejor se mudo a Los Ángeles y podemos relacionarla con alguien.
—Si vivió aquí, se me acaba de ocurrir que la marisma está a un paso del aeropuerto y esa zona está plagada de prostitutas callejeras.
—Hummm… Esa teoría ya me gusta más —dijo—. Bueno, te dejo con tu peli. ¿Qué estáis viendo?
—Charada.
—Revolcones por París y diálogos de lo más ocurrente. Ojalá el mundo del crimen fuera así de divertido.
—¿Quieres que te la preste?
—Déjalo. Ahora mismo no puedo permitirme tanta fantasía.