XIII

Milo y yo bajamos a pie por Butler Avenue. El frío esplendor de los grandes edificios gubernamentales no tardó en dar paso a búngalos y bloques de apartamentos de posguerra; como para adaptarse al nuevo escenario, el cielo adquirió un azul más intenso.

—¿Alguna otra idea sobre Huck? —inquirió Milo—. ¿O sobre cualquier otra cosa?

—Ya son dos los testigos que nos han descrito a un calvo: el acompañante de Selena que vio Luz Ramos y el tipo del bisturí. Parece que Huck tiene cada vez más números, pero a estas alturas no sé qué podemos hacer, aparte de vigilarlo de cerca.

—¿Te parece demasiado pronto para invitarlo a pasar por la comisaría?

—Si lo ha planeado todo así de bien, lo más probable es que se haya agenciado un buen abogado. Antes de empezar a disparar, yo me aseguraría de contar con suficiente munición.

Milo guardó silencio y retomó la palabra al cabo de media manzana:

—El Camaro de Reed era prestado o alquilado. Lo he consultado en el registro y el coche que tiene a su nombre es de hecho una carraca: un Dodge Colt de cinco puertas del setenta y nueve, comprado hace diez años de segunda mano. Antes de comprarse ese trasto arrastraba por ahí un familiar Datsun del setenta y tres.

—Sí que tienes controlado al personal.

—¡Dios me libre!

Desde el arresto de varios policías y un detective privado por tráfico de información confidencial, el reglamento interno prohibía investigar a nadie que no fuera sospechoso.

—¿Y a qué se debe tanta curiosidad?

—Me pareció que entre Fox y él los coches eran motivo de disputa.

—Uno de tantos.

—¡Precisamente! Ahora mismo lo último que necesito es un pique familiar que interfiera en la investigación. —Esbozó una sonrisita—. Por llamarla de alguna manera.

—¿Y Fox qué coche tiene?

—Un Porsche C4S nuevo de trinca.

—La tortuga y la liebre.

Milo se encendió el puro y exhaló un anillo de humo perfecto hacia el cielo. Lo hizo con aire despreocupado, pero le delató el rubor de las mejillas.

—Fox y Reed te preocupan.

—He preguntado por ahí. El padre de Fox era un policía del distrito Suroeste llamado Darius Fox. Murió en acto de servicio hace treinta años. Fue antes de que yo llegara, pero he oído hablar del caso. Lo conoce todo el mundo porque se usa como caso práctico durante la instrucción, como ejemplo de «todo lo que puede salir mal».

—¿Al registrar una casa o al detener un coche?

—¿No me digas que también lees las hojas de té?

—Habrá sonado la flauta.

—Un control de tráfico rutinario. Pararon a un Cadillac con un faro trasero roto en la treinta y siete con Hoover. Resultó que el coche era robado, pero antes de averiguarlo Darius y su compañero metieron la pata hasta el fondo. En vez de empezar por verificar la matrícula, Darius dejó que lo hiciera su compañero y fue a hablar con el conductor. Hay que pensar que eran otros tiempos. El coche patrulla no tenía acceso directo a la base de datos y había que preguntar por radio; como los archivos no estaban computerizados la operación llevaba su tiempo. Razón de más para andarse con ojo.

—¿Eran novatos?

—Qué va. Darius llevaba ocho años en el cuerpo y su compañero seis, que había pasado casi íntegramente patrullando con él. Puede que eso también influyera. Supongo que se habían convertido en una especie de matrimonio comodón, abandonado a la rutina. Aquel día estaban a punto de terminar el turno y debían de tener prisa por acabar. El caso es que Darius se acercó al Cadillac y dio unos golpecitos en la luna de la ventanilla. Cuando se abrió, asomó el cañón de una pistola y…

Milo ahuecó las manos y dio tres palmadas. El ruido alteró la paz de la tarde y una anciana que cuidaba de sus flores se volvió hacia nosotros. La sonrisa que le dedicó Milo hizo que la vieja se aferrase a sus podaderas hasta que pasamos de largo.

—Tres disparos a quemarropa que dejaron huérfano de padre a un crío de tres años: Aaron. Su compañero llamó para avisar que había un policía abatido, se atrincheró detrás de la puerta y comenzó a disparar. Alcanzó al Cadillac en el maletero, pero no pudo evitar que se fuera de ahí pitando. Se apresuró entonces a socorrer a su compañero, pero Darius estaba muerto antes de tocar el suelo. Aquella noche dieron una batida monumental para encontrar el coche y peinaron los hospitales y las consultas privadas por si el compañero de Darius había herido a algún ocupante del Cadillac. Nada.[7] Al cabo de dos semanas el coche apareció en un chatarrero, cerca del muelle de Wilmington. Las ventanas estaban rotas, los asientos rasgados, los parachoques desmontados, no había ninguna huella, nada de nada. A. Darius lo enterraron con banda de gaitas y toda la parafernalia; a su compañero le abrieron expediente, le amonestaron y acabaron por degradarlo. Al poco tiempo abandonó el cuerpo. Parecer ser que trabajó durante algún tiempo en la construcción, luego tuvo un accidente y vivió de la pensión de invalidez cinco años más, hasta que murió de una infección hepática.

—¿Le dio a la botella?

—Vete a saber. A lo mejor ya le daba antes. —Dio una profunda calada que consumió medio centímetro del purito—. Siete meses después del funeral de Darius Fox la viuda se casó con su compañero de patrulla en Las Vegas. Al cabo de dos meses, dio luz a un niño.

Tiró el purito, lo aplastó contra la acera, lo recogió y siguió paseándolo en la mano.

—¿Te imaginas ya el desenlace, pitonisa?

—El compañero de Fox es el padre de Moe Reed.

—John «Jack» Reed, se llamaba. Dicen que se esforzó por ser un buen padre para los dos.

—Pero al cabo de unos años también la palmó.

—Y la madre volvió a casarse un par de veces. De hecho, acaba de enterrar al cuarto.

—Pues vaya un historial familiar.

—¡Ya te digo! Esperemos que no nos arruine el caso.

En el despacho le esperaban seis nuevos mensajes de posibles testimonios. Milo comenzó la ronda de llamadas y a la quinta se enderezó en su silla.

—No sabe cuánto le agradezco que se haya tomado la molestia, señora. Si es tan amable de darme su…

La línea se cortó.

—Será mi aliento —musitó, apartando el auricular.

Al apretar el botón de rellamada ni siquiera obtuvo el tono. Volvió a probar con idéntico resultado.

—¿Una mujer que sabe algo?

—Una mujer que se ha negado a identificarse. Llamaba para decirme que una de las víctimas podría ser una tal Lurlene Chenoweth, alias Laura la Grande.

Milo rastreó el número, pero resultó ser el de una tarjeta de prepago.

—Si tiene un móvil de prepago podría ser una compañera de fatigas. Las noticias vuelan. Alguna fulana se habrá enterado que Duchesne estuvo aquí y ha atado cabos.

Al introducir el nombre de Lurlene Chenoweth en la base de datos apareció la foto de una mujer de piel de azabache, con la cara redonda, el ceño fruncido y un rebujo de pelo naranja. Treinta y tres años, metro setenta y cinco, ciento veinte kilos, ninguna cicatriz o tatuaje. Cuatro arrestos por ejercer la prostitución callejera, uno por posesión de cocaína, dos por embriaguez y alteración del orden público y tres delitos de agresión, todos ellos relacionados con peleas de bar y considerados menores.

—Grande y pendenciera —dijo Milo.

—Se libró del cabeza rapada porque llegó rápido a la puerta. Algún detalle debió de ponerla en guardia y se anduvo con ojo.

—A lo mejor saltaba a la vista que era un chalado. Lástima que se lo volviera a encontrar. —Se retrepó para poner sus botas sobre la mesa, se aflojó los cordones y arrugó los dedos de los pies—. Dos de las fulanas de Duchesne han muerto. ¿Y si se trata de una guerra territorial entre macarras y el cabeza rapada no es más que un sicario a sueldo?

—Si ha habido una guerra, ya me explicarás cómo es que Duchesne sigue en activo. Como persona, no es que imponga mucho. Además, ¿qué pinta entonces Selena?

—Tres golfas y una profe de piano. No tiene mucho sentido, es cierto.

—Una profe de piano que tocaba en orgías.

—Los ricos necesitan variedad, tú mismo lo dijiste.

—Si son ricos con secretos que ocultar, no sería tan extraño que hubieran contratado a Travis Huck.

—¿Porque está metido en el mundillo?

—O porque también tiene un pasado.

—El alma atormentada que encuentra por fin un trabajo como Dios manda… y con vistas al océano. Sí, podría ser un seguro de lealtad. En la jerga de la gente bien, un administrador no es más que un recadero, ¿verdad? Huck puede ser el alcahuete, la persona a la que mandan a buscar la mercancía delicada.

—Las flores, el caviar y la víctima de la velada…

Milo soltó una risa metálica.

—A su lado, Joe Otto es un pobre diablo.

***

La madre de Laura la Grande vivía en una casa muy bien conservada del distrito de Crenshaw. Beatriz Chenoweth era tan alta como su hija, pero más flaca que un palillo.

Vestía una blusa verde menta, pantalones negros de pierna ancha y bailarinas. El salón de su casa estaba pintado de un azul muy oscuro con ribetes blancos y amueblado con divanes de flores y sillas bien macizas. De las paredes colgaban reproducciones de varios maestros impresionistas.

La mujer reaccionó a nuestra presencia con serena resignación:

—Lo sabía…

—Señora, no estamos seguros de que…

—Yo sí lo estoy, teniente. ¿Cuántas chicas habrá de su talla? ¿Y cuántas de ellas cree que llevan esa clase de vida?

Milo no respondió.

—Tengo cuatro hijas —continuó Beatriz Chenoweth—. Dos de ellas son profesoras de primaria, como yo, y la pequeña es azafata de Southwest Airlines. Lurlene era la tercera y apuró mi paciencia y mi energía hasta la última gota.

—No tenemos la seguridad de que algo le haya sucedido a su hija y espero de corazón que no sea ella —dijo Milo—, pero si nos deja sacarle una muestra de ADN podremos averiguar si…

—¡Pues claro que le ha sucedido algo! Llevo un año entero aterrada, esperando este momento. Porque un año es el tiempo que llevo sin noticias de Lurlene. Y ella me llamaba, pasara lo que pasara me llamaba. Siempre. «¿Cómo estás, mamá?», me decía, como si fuera una conversación cualquiera. Luego era siempre la misma historia: necesitaba dinero. Por eso se metió en todo aquello, por dinero. O más bien por algo que cuesta mucho dinero. —Había alzado la voz pero su rostro permanecía impasible—. Comenzó en el instituto, teniente. Alguien le dio anfetaminas para adelgazar. No funcionaron, no perdió ni un solo kilo, pero se enganchó de todas formas. Fue el principio del fin.

—Lo siento mucho, señora.

—Lurlene era la única obesa. Salió a su padre. El resto de mujeres de la casa nunca hemos tenido problemas de sobrepeso. La segunda fue modelo de pasarela y todo.

—Debió de ser muy duro para Lurlene —dije.

La anciana bajó la cabeza, como si de pronto le pesara demasiado.

—Todo fue duro para Lurlene. Era la más lista de las cuatro, pero la gordura le arruinó la vida. Se burlaban de ella.

Comenzó a llorar en silencio. Milo hurgó en su reserva de pañuelitos de celulosa y le tendió uno.

—Gracias… No comprendí la carga que era para ella hasta mucho más tarde. ¡Todas esas discusiones sobre el montón de mantequilla que se untaba en el pan…! Pesó cinco kilos al nacer, cuando mis otras hijas no llegaron ni a los tres y medio.

—Así que empezó por las anfetaminas —recapituló Milo.

—Empezó por ahí, sí. Pero si quiere saber qué otras cosas tomó, no tengo ni idea. Seguramente usted podría decirme mucho más que yo.

Milo guardó silencio.

—Quiero saberlo, teniente.

—Por lo que he leído en su ficha, tenía problemas con la cocaína y el alcohol.

—Lo del alcohol ya lo sabía. Una vez la arrestaron por andar borracha.

Los arrestos por conducción en estado de embriaguez eran dos, pero Milo se lo calló.

—¿Se puso en contacto con usted cuando la arrestaron?

—¿Si me pidió que le pagara la fianza, quiere decir? No, me lo dijo más tarde.

—Alguien se la pagó.

—Me dijo que la pagó ella misma. Para eso me llamó, para pavonearse. Cuando le pregunté de dónde había sacado el dinero, se rio y nos pusimos a… discutir. Supongo que yo ya sabía cómo se ganaba la vida, pero no quería darme por enterada.

La anciana carraspeó.

—¿Le traigo un poco de agua? —se brindó Milo.

—No se moleste, gracias. —Se pasó una mano por el cuello—. No es sed lo que tengo aquí dentro.

—¿Qué puede decirnos de las amistades de su hija?

—Nada en absoluto —repuso Beatriz Chenoweth—. Su vida privada nunca la sacaba a colación y, como le digo, yo tampoco quería conocerla. ¿Le parece impropio de una madre?

—Por supuesto que no…

—No me era indiferente, se lo aseguro. Era más bien… un mecanismo de protección. Tengo otras tres hijas y cinco nietos que me necesitan y no puedo… No podía… —De nuevo agachó la cabeza—. Todos los terapeutas a los que consultamos no dijeron que Lurlene tenía que asumir las consecuencias de sus actos.

—¿Consultaron a muchos? —pregunté.

—Ya lo creo. Primero a los de las escuelas. Luego fuimos a una clínica recomendada por el seguro y allí conocimos al doctor Singh, un buen hombre de origen indio. Nos dijo exactamente lo mismo: para cambiar, Lurlene tenía que querer cambiar. Nos recomendó a Horace y a mí unas cuantas sesiones de terapia para lidiar mejor con el problema. Le hicimos caso y nos ayudó mucho. Luego le dio un infarto y se murió. Horace, quiero decir. Al cabo de un mes traté de ponerme en contacto con el doctor Singh y me dijeron que había vuelto a la India. —Frunció el ceño—. Parece ser que estaba aquí de prácticas.

—¿No sabe de nadie con quien Lurlene se relacionara? —insistió Milo.

—Desde que escogió esa senda, no.

—¿Qué edad tenía cuando comenzó a…?

—Dieciséis. Dejó los estudios y se marchó de casa. Sólo me llamaba cuando necesitaba dinero… Era muy luchadora, teniente. Yo pensaba que podría plantar cara hasta a las dichosas drogas.

—Ésa es una lucha difícil.

—Bien que lo sé, bien que lo sé. —Los largos y huesudos dedos de la anciana se aferraron a la tela negra de su pantalón—. Pero cuando digo luchadora, lo digo en todos los sentidos de la expresión. Lurlene no podía tolerar la autoridad y se resistía porque sí. Su padre tenía que salir de casa para calmarse. Una vez pegó a su hermana pequeña con tanta fuerza que a punto estuvo de desnucárnosla. Charmayne se paso una semana con dolores en las cervicales. Llegó a un punto que, Dios me perdone, pero fue casi un alivio cuando dejó de aparecer por casa.

—La entiendo perfectamente.

—Y ahora resulta que es ella quien se la ha ganado. —Se puso en pie y se alisó los pantalones—. Voy a salir un rato a airearme, luego llamaré a sus hermanas y ya pensarán ellas qué les cuentan a sus hijos. Eso es cosa suya, yo lo único que quiero es disfrutar de mis nietos… Me disculparán si no les acompaño hasta la puerta.