III
Milo tenía un cargo ele postín, gentileza del nuevo jefe de policía: Teniente detective de casos especiales. O, como él decía: «Meteoro sentado, gran chicharro trufado de los peces gordos».
A la postre, lo que su nuevo cargo entrañaba era la posibilidad de ahorrarse la mayor parte del papeleo asociado a su rango, conservar su minúsculo despacho en la comisaría del distrito Oeste de Los Ángeles y seguir trabajando en sus propios casos de homicidio mientras no llamaran de la jefatura central para asignarle uno externo.
En los últimos catorce meses le habían asignado dos, ambos relacionados con tiroteos y ajustes de cuentas entre bandas callejeras en la jurisdicción de Rampart. No eran casos muy complicados, pero el jefe, que aún se andaba con cautela, había oído rumores de corrupción en la división de Rampart y quería curarse en salud.
Los rumores resultaron ser infundados y Milo hizo lo que pudo para no resultar un incordio. Cuando los casos se cerraron, el jefe insistió en que su nombre también constara en los informes.
—A pesar de que les fui tan útil como un ciego tirando al plato. Desde entonces gozo de gran popularidad, ya te imaginas…
El símil no era tan rebuscado, porque nos encontrábamos en el polígono de tiro de Simi Valley.
Era una mañana canicular de finales de junio. Con el cielo azul y las colinas ocres al fondo, Milo avanzaba pesadamente entre los cinco lanzaplatos de las instalaciones, haciendo blanco en un ochenta por ciento sin despeinarse. Un año antes él había sido el blanco de un psicópata armado con una escopeta y aún llevaba unos cuantos perdigones alojados en el hombro izquierdo.
Yo tuve que vaciar una caja entera antes de disparar accidentalmente sobre uno de aquellos discos verdes.
—Cuando apuntas cierras el ojo izquierdo —comentó mientras yo descargaba la Browning y bebía del refresco recalentado.
—¿Y qué?
—Pues que a lo mejor eres diestro de mano pero zurdo de vista y eso te descompensa el tiro.
Me hizo formar un triángulo con ambas manos, juntando los dedos de modo que encerraran el tronco de un árbol muerto a lo lejos.
—Cierra el ojo izquierdo. Ahora el derecho. ¿Con cuál de los dos se mueve más?
Yo ya conocía el test de dominancia ocular y hasta lo había realizado hacía años, durante unas prácticas de psicología en las que estudié la lateralidad cerebral de niños discapacitados, pero nunca lo había probado conmigo. Los resultados fueron sorprendentes.
Milo se echó a reír y dijo:
—Me lo temía, el bueno es el siniestro. En fin, ahora ya sabes lo que hay que hacer. Y una cosa más: deja de hacerle ascos al chisme de una vez.
—¿Qué quieres decir? —pregunté sorprendido, aunque sabía perfectamente a qué se refería.
—La aguantas como si te murieras de ganas de perderla de vista. —Levantó la escopeta y me la alcanzó—. Sujétala con fuerza y échate hacia adelante… Así, perfecto.
He disparado pistolas y rifles en situaciones peliagudas y he de decir que disfruto tanto de las armas de fuego como de las visitas al dentista, aunque reconozco la utilidad de ambas cosas. Las escopetas, con su elegante simplicidad letal, eran otra historia. Hasta la fecha había logrado rehuirlas.
Las Remington del calibre doce habían sido los juguetes favoritos de mi padre. En el rincón de su armario tenía una 870 de corredera modelo Wingmaster comprada en una subasta de la policía y casi siempre cargada.
Como las copas que se atizaba.
Los veranos, hacia finales de junio, me obligaba a acompañarle a cazar ardillas y aves de poco porte. A él lo único que le interesaba era sembrar la destrucción por el campo y perseguíamos a aquellos animalillos esmirriados con una potencia de fuego desproporcionada. Luego me hacía seguir los rastros de sangre en la tierra y volver con algún fragmento de hueso o una garra o un pico a modo de trofeo. Yo era más obediente que un perro.
Y sus cambios de humor me asustaban mucho más que a un perro.
Mi otra tarea era mantener la boca cerrada y cargar con el petate de camuflaje. Dentro, junto al kit de limpieza, las cajas de munición y alguna que otra Playboy muy sobada, guardaba su petaca plateada de whisky, el termo de café con forro escocés y las inevitables latas Blue Ribbon, exudando humedad.
A medida que avanzaba el día, la peste de alcohol de su aliento se hacía más fuerte.
—¿Listo, puntero? —dijo Milo—. Cierra el ojo derecho, abre el izquierdo e inclínate más, un poco más… Imagina que eres una prolongación del arma. Eso es. ¡Ahora quieto! Y no busques el blanco, apunta y ya está. —Se volvió hacia el búnker—. ¡Plato!
Al cabo de media hora me dio una palmada en el hombro.
—Has acertado más que yo, tío. He creado un monstruo…
A las diez y media, mientras cargábamos el equipo en el maletero del Seville, su móvil chirrió las seis primeras notas de «My Way». Milo descolgó con la mirada puesta en un gavilán colirrojo que alzaba el vuelo y al cabo de un instante las facciones de su inmenso rostro pálido se tensaron.
—¿Cuándo…? Vale. En una hora. —Clic—. Lo siento, pero tengo que volver a la anticivilización. Conduce tú, por favor.[2]
No me lo explicó hasta que enfilamos la autopista 118:
—Un cuerpo abandonado en la marisma de Playa del Rey. Lo encontró un voluntario anoche y está en la jurisdicción de Pacífico.
—Pero…
—Pero en la división del Pacífico van faltos de efectivos por culpa de los problemas que tienen con «la represión de la mafia» y el único agente disponible es un novato que Su Santidad se ha propuesto «promocionar».
—¿Un chaval problemático?
—A saber —repuso—. En cualquier caso, ésa es la historia oficial.
—Pero a ti te escama…
Se apartó un mechón negro de la ceja arqueada, estiró las piernas y se frotó la cara con las manos, como si quisiera lavársela en seco.
—La marisma es un tema políticamente sensible y el jefe es sobre todo un político.
Mientras yo conducía Milo llamó para preguntar los detalles y me hizo un resumen: Asesinato reciente, mujer blanca, veinteañera, indicios de estrangulación con ligadura. Amputación limpia de la mano derecha por medio de un corte quirúrgico.
—Uno de ésos —concluyó—. Ya puede abrir bien los ojos, doctor.
La reserva de aves de la marisma ocupa una hectárea triangular de futuro incierto a un kilómetro escaso de la costa, en la intersección de las avenidas Culver, Jefferson y Lincoln. Dos lados del triángulo lindan con autovías y al sur se alza un bloque inmenso de pisos apelotonados. La guinda la pone el estruendo del tráfico aeroportuario de Los Ángeles.
El grueso de los pantanos está situado en una hondonada, muy por debajo del campo de visión de los conductores que la bordean, y al aparcar al otro lado de la calle lo único que alcancé a distinguir fue un terraplén de hierba agostada y las lejanas copas de los sauces y los álamos. En Los Ángeles todo lo que no pueda verse desde un coche en marcha no cuenta para nadie y conseguir la protección oficial de la flora y la fauna emparedada entre tanto cemento no es tarea fácil.
Hace cinco años unos estudios de cine dirigidos por una camarilla de multimillonarios que se autocalificaban de progresistas trató de comprar el terreno para montar un plato «ecológico» con el dinero del contribuyente. Mientras pasó desapercibido a la opinión pública el proyecto fue sobre ruedas, como sucede cada vez que el dinero se da la mano con la estrechez de miras. Pero un buen día un locutor de radio quisquilloso descubrió el pastel y le hincó el diente a la «conspiración» como un perro rabioso, suscitando la pronta aparición de una legión de portavoces que se dieron de codazos por desmentir la acusación.
La asociación de voluntarios de Salvemos la Marisma que se formó al poco tiempo condenó públicamente la conducta difamatoria del locutor de radio y aceptó sin chistar los dos Toyota Prius que los multimillonarios donaron a la protectora. De eso había pasado mucho tiempo y por el momento no había ni rastro de excavadoras.
Apagué el motor y dedicamos unos minutos a empaparnos del panorama. A esa distancia no se leía lo que decían unos lindos letreritos de madera chamuscada por los bordes, como los de un campamento de verano, pero yo había ido con Robin hacía un año y sabía que señalaban las plazas de aparcamiento en la calle, gentileza que el precinto amarillo de la policía hacía irrelevante.
Un letrero blanco más grande prohibía a los visitantes salirse del sendero o molestar a los animales. Robin y yo vinimos pensando en dar un buen paseo, pero resultó que el sendero no cubría ni una quinta parte del perímetro de la marisma. Aquel día me topé con un tipo escuálido y barbudo con una chapa de Salvemos la Marisma y le pregunté por qué se había vedado el acceso. La respuesta no pudo ser más seca: «Porque el hombre es el enemigo».
—Adelante —dijo Milo.
Al otro lado de la calle un tipo de uniforme apostado ante el precinto policial sacó pecho como un palomo en celo y nos bloqueó el paso con la mano extendida. Cuando Milo sacó a relucir su placa dorada, el policía musitó un «señor» y se apartó, un tanto defraudado.
Entre los conos naranjas había dos coches aparcados: la furgoneta blanca del forense y un Ford Explorer de incógnito.
—Descubrieron el cuerpo ayer y los perros rastreadores de cadáveres ya están de vuelta —comenté.
—Mira tú por dónde.
A unos treinta metros de allí salió de entre la maleza una pareja de policías uniformados, seguida de un tipo bajo y ancho de hombros con americana azul y pantalones caqui. Mientras se sacudía las solapas, el tipo reparó en nosotros, pero Milo le hizo caso omiso y alzó la vista hacia el inmenso bloque de viviendas.
—Ahí habrá por lo menos cien apartamentos con una vista inmejorable. ¿A quién se le ocurre escoger este sitio para deshacerse de un cadáver?
—Una vista inmejorable de la nada —repuse.
—¿De la nada?
—No hay una sola farola. Cuando se pone el sol, la marisma es la boca del lobo.
—¿Has venido aquí de noche?
—Hay una tienda de guitarras en Playa del Rey que organiza conciertos de tanto en tanto. Hace unos meses vinimos a escuchar uno de flamenco. No serían más de las nueve o las nueve y media y el lugar estaba desierto.
—La boca del lobo —dijo—. Ni que esto fuera una reserva natural de veras.
Le relaté mi visita diurna a la marisma.
—¿Por casualidad no verías merodeando por aquí a algún psicópata baboso que le diera una tarjeta de presentación y una muestra de ADN?
—A O. J. Simpson no lo vi, no.
Milo soltó una carcajada y volvió a pasear la mirada por el monstruoso bloque de apartamentos. Luego dio media vuelta y oteó la extensión de la marisma. Los policías seguían allí, pero el tipo de la americana ya no estaba.
—Y entretanto los pájaros y las ranitas durmiendo a pierna suelta.
Nos deslizamos por debajo del precinto y nos encaminamos hacia una bandera blanca que ondeaba en lo alto de una gran estaca metálica clavada a un metro y medio del sendero en una tierra lo bastante firme para sostenerla. Unos metros más allá la tierra se descomponía en un lodazal glaseado de algas.
El sendero continuaba unos centenares de metros en línea recta y luego torcía bruscamente. Las voces que provenían del otro lado del recodo nos guiaron hasta tres figuras femeninas ataviadas con monos blancos de plástico, agachadas en aguas poco profundas y parcialmente ocultas por matojos de hierba, cañas y juncos.
La inmersión en agua puede frenar la descomposición de un cadáver, pero la humedad combinada con la exposición al aire puede acelerarla. Como el calor. Aquel mes de junio empezaba a parecerse a julio, y me preguntaba en qué estado se encontraría el cuerpo.
Prefería no pensar por el momento en la persona a la que había pertenecido.
El tipo bajo apareció tras el segundo recodo, se quitó las gafas de sol y se dirigió hacia nosotros. Era un joven rubicundo, con el pelo castaño claro cortado al rape.
—¿Teniente? Moe Reed, de la División Pacífico.
—Agente Reed —le saludó Milo.
—Llámeme Moe.
—Moe, Alex Delaware, nuestro asesor psicológico.
—¿Es por lo de la mano amputada? —preguntó Reed.
—Y porque nunca se sabe —repuso Milo.
Reed me dio un buen repaso antes ele asentir. Despojados de las gafas, sus ojos eran limpios, redondos y de un azul muy claro. La americana era ancha y con ella parecía aún más cuadrado. Llevaba los pantalones con pinza y vuelta, una camisa informal de un blanco luminoso, corbata de seda verde y azul, y zapatos marrones de cordones con suela de crepé.
El atuendo era el de un pijo de mediana edad, pero no le echaba más de veintitantos. Tenía la complexión piernicorta y membruda de un campeón de lucha libre, el pelo rubio cortado a cepillo y una cara redonda de facciones suaves con la que el sol debía de ensañarse con facilidad, pues la llevaba cubierta de crema solar y exhalaba un olor a cosmético de día en la playa. En la mejilla derecha se había olvidado de protegerse una franja, que ya había adquirido el color de un filete poco hecho.
El portazo de un coche atrajo nuestra atención. Dos ayudantes acababan de salir de la furgoneta del forense. Uno encendió un cigarro y el otro se quedó de pie, viendo fumar a su compañero. Milo volvió la mirada hacia las mujeres de blanco que bregaban en el agua.
—Son las forenses —le informó Reed.
—¿El cuerpo estaba enterrado?
—Lo dejaron tirado en la orilla. No se tomaron la molestia de ocultarlo. Ni siquiera se llevaron su carné de identidad: Selena Bass, con domicilio en Venice. Me pasé por su casa a las siete de la mañana y no había nadie. Es una especie de garaje reconvertido… Pero me preguntaba por los forenses. Ayer la visibilidad era muy pobre y pensé que no estaría de más llamar a la unidad canina para asegurarnos de que la mano no se encontraba por los alrededores. El perro no la encontró, pero se puso como loco. —Reed se frotó la nariz y agregó—. Parece que el caso se complica…
Edith, la hembra de pastor belga —«no es un rastreador de cadáveres sino un sabueso de busca, teniente, aunque creo que no hay mucha diferencia»—, llegó con su adiestrador a la una y media de la madrugada, olfateó el lugar donde abandonaron el cuerpo y echó a correr marisma adentro. A unos diez metros al sur del cuerpo se detuvo y se tiró de cabeza a una poza de cieno salobre que había a dos metros de la orilla.
Luego se puso a ladrar y, como el adiestrador tardaba en llegar, comenzó a aullar.
Al ordenarle que saliera del cenagal, la perra se sentó en la orilla. El adiestrador pidió entonces que le trajeran unas botas impermeables hasta la cadera que tardaron media hora en llegar, pero al cabo de diez minutos Edith echó a correr de nuevo, para detenerse en otro punto de la marisma.
—Jadeaba de excitación, parecía muy orgullosa de sí misma —dijo Moe Reed—. Y no le faltaban razones.
A las cinco de la mañana habían confirmado el hallazgo de otros tres cadáveres.
—De los otros cuerpos no queda más que un montón de huesos, teniente —le informó Reed—. Como sea un cementerio indio nos las vamos a ver con los defensores de las culturas indígenas.
—A mí esto no me huele a historia antigua —comentó el conductor de la furgoneta del forense, que se nos había unido.
—Puede que sea una bolsa de gas natural.
El conductor sonrió burlonamente.
—O una bolsa de patatas con chile que alguien se tomó para cenar —bromeó—. O una plantación de frijoles en mitad de la marisma.
—Ya te avisaré cuando tengas que llevarte la furgoneta —repuso con sequedad Moe Reed y nos condujo hacia el trío de forenses.
Metidas hasta la cintura en aquella sopa entre verde y pardusca, las mujeres departían con seriedad en torno a otra estaca de la que pendía un banderín blanco, mustio en el aire estático y tórrido del pantano. Como no nos vieron, seguimos por el sendero y, al doblar el siguiente recodo, divisamos otros dos banderines. Parecía un campo de golf macabro.
Deshicimos el camino para ir a hablar con las forenses. Dos de ellas eran bastante jóvenes, una negra y la otra blanca. Ambas llevaban la abundante cabellera embutida en una cofia desechable. La otra mujer, más mayor y con el pelo gris muy corto, reconoció a Reed y le saludó agitando la mano.
—Hola, doctora Hargrove. ¿Alguna novedad?
—A estas alturas ya tendríamos que estar delimitando la zona para cavar, pero esto es terreno protegido y no sabemos si tenemos permiso.
—Trataré de averiguarlo.
—Ya hemos llamado a la oficina de voluntariado de la protectora y su representante está al caer. Lo peor de todo es que la tierra se reblandece muchísimo y de forma algo irregular en algunas zonas, y si de lo que se trata es de encontrar todo lo que hay enterrado es posible que cavar sea contraproducente. —Sonrió—. Al menos no hay arenas movedizas.
Sus dos jóvenes colegas celebraron la broma con una carcajada. En sus manos relucían pequeñas herramientas metálicas.
—Entonces, ¿cuál es el plan? —preguntó Moe Reed.
—Nos va a llevar su tiempo hurgar por aquí. A la larga puede que lo mejor sea deslizar algo por debajo de lo que haya ahí dentro, levantarlo gradualmente y cruzar los dedos para que no se nos caiga nada. Lo que sí les puedo decir es que no hablamos de paleontología. Bajo la mandíbula de éste hemos encontrado pedazos de tejido blando y creemos que también los hay detrás de las rodillas. La piel que hemos encontrado parece oscura, aunque podría deberse a la descomposición.
—¿Está fresco? —preguntó Reed.
—Mucho menos que el que dejaron a la intemperie, pero no sabría decir cuánto. El agua puede pudrir o conservar, según se den unos u otros factores. Hasta ahora las muestras que hemos sacado por la zona circundante tienen un pH modelado, a pesar de los detritus, pero es posible que también haya alguna clase de efecto retardado debido a algún tipo de vegetación que frena los efectos de la lluvia ácida, la descomposición vegetal y otras delicias. El caso es que no podremos emitir ningún dictamen hasta que hayamos averiguado todo lo que hay ahí dentro.
—Tejido blando —repitió Reed—. Eso significa que es muy reciente, ¿no?
—Es probable, pero aún es pronto para asegurarlo —repuso Hargrove Hace unos años encontraron en una fosa común en Pensilvania el cuerpo de un soldado de la Guerra de Secesión. El pobre fue a parar a una bolsa pobre en oxígeno y humedad junto a una cadena de cuevas subterráneas y aún conservaba retazos de piel y músculo adheridos a las mejillas. La mayor parte del cuerpo estaba momificado, pero había partes que no lo estaban. La barba parecía recién rasurada.
—¡Increíble! —exclamó Reed, cruzando una mirada con la joven forense negra y desviándola al instante—. ¿Y no va a poder darme aunque sea una estimación aproximada, doctora? Extraoficialmente, se entiende.
—Extraoficialmente le diría que no han pasado decenios. De lo que sí estamos seguras es de que a todos los cuerpos les falta la mano derecha. Pero aún no los hemos examinado con detalle y podrían faltar otras partes.
—¿No pueden haber sido los carroñeros?
—No creo que a un coyote o un mapache le haga mucha gracia zambullirse aquí dentro, pero nunca se sabe. Es posible que se haya llevado un bocadito o dos alguna garza o incluso un pelícano o una gaviota, a menos que fuese un predador humano que quisiera un trofeo. Estudiaremos los últimos partes meteorológicos para ver si el viento puede haber influido en la posible deriva y alteración de la temperatura superficial del agua.
—Qué complicado —dijo Milo.
Hargrove esbozó una sonrisa.
—Para eso estamos aquí —repuso—, aunque lo siento por ustedes.
La joven forense negra, una chica preciosa con la cara en forma de corazón y los labios carnosos, le comentó algo a Hargrove.
—Gracias, Liz —repuso, y se volvió hacia nosotros—: La doctora Wilkinson me comenta que los tres cuerpos estaban dispuestos hacia el este. ¿Saben hacia dónde miraba el que dejaron a la intemperie?
Reed caviló un momento.
—Pues ahora que lo dice, también miraba hacia el este. Qué curioso…
La doctora Wilkinson tomó la palabra:
—Aunque es una muestra muy pequeña para sacar conclusiones significativas.
—A mí, cuatro de cuatro me parece una muestra significativa —repuso Reed.
Wilkinson se encogió de hombros.
—Todos hacia el este —comentó la otra forense, una chica pecosa de mejillas rosadas—: De cara al sol naciente. ¿No será alguna clase de ritual?
—También están de cara a la Meca —apuntó Hargrove con una mueca—, así que más vale no menearlo.
Reed no le quitaba los ojos de encima a Liz Wilkinson.
—Muy buena observación —le dijo—. Muchas gracias.
Wilkinson se recompuso la cofia.
—Pensé que debían saberlo.