XI

Aaron Fox dejó su taza de té, se llevó la mano a un bolsillo interior de la chaqueta y plantó ante Milo un montón de recortes de periódico. El excelente corte del traje había disimulado el bulto.

—¿Por qué no les haces un resumen a estos pobres funcionarios del Estado? —dijo Milo.

—Será un placer. Edward Travis Huckstadter se crio en Ferris Ravine, uno de esos pueblos granjeros del interior perdidos en el monte, a la altura de San Diego. El padre, desconocido; la madre, una borracha chiflada. Cuando Eddie tenía catorce años se lio a trompazos con un compañero de clase y lo mató. Fue condenado por asesinato, pasó algún tiempo en un centro penitenciario de menores y luego circuló por un sinfín de hogares de acogida. No sé qué pensará el doctor, pero a mí me parece un cuadro psicológico de cuidado.

—¿A los catorce? —dijo Moe Reed—. Pues ahora tiene treinta y siete. Son veintitrés años sin una sola mancha en su historial…

—Que no haya sido arrestado no significa que se haya portado bien, Moses. Lo que cuenta es que ya mató a alguien y tenía relación con vuestra víctima. Para colmo, desde que cumplió los dieciocho su paradero es una incógnita. No se inscribió en la Seguridad Social ni hizo ninguna declaración de la renta hasta hace tres años, cuando comenzó a trabajar con su nuevo nombre para un millonario llamado Simon Vander. Está claro que mintió para conseguir el puesto, porque no me imagino a ningún ricachón contratando a un colgado con un homicidio en su haber. Vamos, chicos, ya le habéis visto. No me digáis que el tipo no os ha dado mala espina…

—¿Cómo sabes que le hemos visto? —preguntó Milo.

—Lo he oído por ahí.

—¿Tú le conoces?

—Aún no he tenido el placer, pero llevo veinticuatro horas siguiéndole de cerca.

—¿Por qué?

—En cuanto aireasteis el caso me contrataron para que le vigilara.

—En las noticias no mencionaron a Selena.

—En la tele no y en el Times tampoco, pero el Evening Outlook le dedicó un párrafo entero. ¿Queréis que os pase una copia?

—No, gracias. ¿Has averiguado algo?

—Hasta ahora lo único que ha hecho es ir de compras al supermercado, pero tiene la sonrisa torcida y cuando camina parece que esté pasando la fregona.

—Vamos, que no te gusta la pinta que tiene —dijo Reed—. Supongo que para ti eso es medio veredicto…

Reed sospechaba de Huck como el que más, pero el comentario no parecía guardar mucha relación con el caso.

Fox puso la mano sobre los recortes de periódico.

—¡Pero si mató a alguien cuando era un crío!

—Hace veintitrés años.

—¿Tenéis algún candidato mejor?

Reed no respondió.

—Lo suponía —dijo Fox—, mirad, yo sólo os doy una pista digna de tener en cuenta. Lo que hagáis con ella es asunto vuestro.

—Los historiales delictivos juveniles son confidenciales —dijo Milo—. ¿Cómo has dado con el de Huck?

Fox sonrió.

—¡Qué servicial! —exclamó Reed.

Los ojos de avellana de Fox centellearon. Estiró la muñeca y consulto la hora en su Patek Philippe de esfera azulada.

—Te veo muy interesado en trincar a Huck —coincidió Milo.

Aaron Fox tardó una fracción de segundo en decidir cómo encajar el comentario. Finalmente optó por la serenidad:

—Interesado no. Sólo me atengo a los hechos.

—¿Quién te ha contratado?

—Ojalá os lo pudiera decir.

—O sea —dijo Reed—, que hemos de expedir una orden de arresto por un accidente que ocurrió hace veintitrés años y que ha averiguado por medios ilícitos un informante demasiado cagón para dar la cara, ¿es eso?

Los cuerpos de los hermanos se tensaron como lanzas, retrotraídos por un instante a sus viejas riñas infantiles. Fox fue el primero en desviar la mirada, sonriendo y encogiéndose de hombros.

—Escucha, Moses, lo que el agente Sturgis quiera hacer de la información con la que os he obsequiado no es de mi incumbencia. —Se levantó de su silla—. Yo ya he cumplido con mi deber cívico. Qué pasen un buen día, caballeros.

—Si es verdad eso de que tu cerebro sigue en activo —repuso Reed—, recordarás la ley de obstrucción a la justicia.

Fox se pasó una mano por el cuello de su camisa de seda.

—Cuando te pones así se te ve el plumero, hermanito. Tienes más cuento que los vendedores de esas carracas que te empeñas en conducir. —Se volvió hacia Milo y agregó—: Se rumorea que hay más víctimas en la marisma y la rueda de prensa está al caer. Si yo tuviera que subir al estrado, preferiría tener algo de carnaza que darles a esos periodistas cuando comiencen a acribillaros a preguntas.

—No te preocupes —le dijo Milo, pasando el pulgar regordete por los recortes de periódico—, estudiaremos todo esto con calma. Y si nos dices quién te ha contratado para que sigas a Huck y por qué, puede que hasta le demos algún crédito.

—La información es buena —replicó Fox—. Si no os lo parece, allá vosotros.

Sacó un billete de veinte de su cartera de cocodrilo y lo dejó caer sobre la mesa.

—No te molestes —dijo Milo.

—No es molestia. Siempre pago a mi manera.

Inclinó levemente la cabeza a modo de despedida y se marchó.

Moe Reed seguía inclinado hacia adelante, dispuesto a embestir.

—Conque tu hermano, ¿eh? —dijo Milo.

Reed asintió.

—La brigada antivicio no tenía fichada a Sheralyn Dawkins, pero será mejor que me dé una vuelta por el aeropuerto, a ver si averiguo algo antes de tirar hacia San Diego.

Antes de que Milo pudiera responder se puso en pie y salió en estampida.

—¡Ah, los placeres de la vida familiar! —exclamó Milo.

—Así que Huck también es de San Diego… —comenté.

—Sí, qué curioso… Pero ¿por qué habríamos de darle el gusto a Fox?

Revisamos los recortes de prensa en el despacho de Milo. Tres artículos de The Ferris Ravine Clarion aparecidos a intervalos de un mes y firmados por Cora A. Brown, la dueña y jefa de redacción del periódico. El primero era una crónica de la tragedia. Los dos restantes no añadían mucha información.

Los hechos se correspondían con los que Aaron Fox nos había resumido: En una cálida tarde de mayo el alumno de octavo Eddie Huckstadter, un chico tímido y solitario según sus profesores, respondió finalmente a un mes de provocaciones por parte de otro alumno de un curso superior, un grandullón llamado Jeffrey Chenure. En el transcurso de la pelea, Eddie, cuya talla era muy inferior, golpeó a su forzudo oponente en el pecho. Jeff Chenure dio un traspié, perdió el equilibrio y se abalanzó hacia Eddie sin dejar de agitar los puños. Antes de que pudiera tocarlo dio un grito y cayó de espaldas fulminado.

—Parece un accidente o, en el peor de los casos, un homicidio en defensa propia —dijo Milo—. Me sorprende que lo mandaran al correccional.

Arrugué los recortes y dije:

—Esto es lo que Fox quería que leyeras, pero puede que haya más.

En Internet no encontramos ninguna referencia a Eddie Huckstadter y su nombre tampoco aparecía en ninguna base de datos de delincuentes fichados.

—No me extraña. Si Fox hubiera encontrado más trapos sucios, me los hubiera ofrecido desinteresadamente. —Milo se puso en pie—. Me he pasado con el té, me tendrás que disculpar un momento.

En su ausencia llamé por teléfono a la redacción de The Ferris Ravine Clarion, sin muchas esperanzas de que aún existiera.

Clarion —respondió una voz de mujer.

Me presenté por encima y pregunté con quién hablaba.

—Con Cora Brown. Dueña del periódico, redactora, columnista de opinión y encargada de los anuncios clasificados. También saco la basura a la calle. ¿La policía de Los Ángeles, dice? ¿Y qué desea?

—Quería preguntarle por un artículo aparecido hace muchos años sobre un chico del pueblo, Eddie Huckstadt…

—¿Eddie? ¿Qué ha hecho ahora ese pobre crío…? Bueno, supongo que ya será un hombre. ¿Se ha metido en algún lío?

—Está entre los testigos de un caso que investigamos. Al informarnos un poco fuimos a dar con sus artículos.

—¿Un caso de qué?

—De asesinato.

—¿Asesinato? No querrá decir que…

—Ya le digo que es sólo un testigo.

—Ah, bueno… ¿No se habrá convertido en un delincuente, verdad? Eso sí que sería una tragedia.

—¿Por qué lo dice?

—Por los malos tratos que sufrió. Esas cosas dejan huella.

—¿Se refiere al correccional y los hogares de acogida?

—Y a todo lo demás —repuso Cora Brown—. A su madre, sin ir más lejos. La vida es una lotería y ese pobre crío nunca tuvo mucha suerte. Si le interesa mi opinión, yo creo que lo condenaron injustamente. El chico con quien forcejeó era el hijo de un granjero adinerado de la región. Era una familia de matones acostumbrados a hacer las cosas a su manera y sin mediar preguntas. Con los inmigrantes eran durísimos, los trataban como a esclavos. Criando a un niño en ese entorno, ¿qué se puede esperar?

—¿Los Chenure aún siguen por ahí?

—La última vez que oí hablar de ellos se acababan de mudar a Oklahoma. Vendieron la granja a un gran industrial agropecuario y se fueron a criar ganado.

—¿Cuánto hace de eso?

—Mucho. Se fueron justo después de lo que le pasó a Jeff. Su madre no volvió a ser la misma.

—Dice que era una familia adinerada. Eddie, en cambio,…

—Eddie vivía en un tráiler con una borrachina lunática por madre. En realidad, esta clase de cosas pasan en las escuelas todos los días. —Hizo una pausa—. Tampoco digo que mueran niños todos los días, en ese sentido fue una tragedia… Jeff era un demonio de crío, pero no era más que un niño. Debía de tener algún problema de corazón para caer fulminado de esa manera.

—Eddie no le pegó tan fuerte.

—¡Qué va! Pero eso no impidió que Eddie acabara en un centro de menores. Y ahí se quedó, olvidado por todos, hasta que lo sacaron.

—¿Quién lo sacó?

—¿No ha leído los artículos? Pensaba que los había leído todos.

Le detallé las fechas de los tres que tenía.

—La historia no acabó ahí —repuso—. Al cabo de un año publiqué otro artículo.

—¿Sobre qué?

—Sobre su liberación. Se interesó en el caso una abogada de oficio de Los Ángeles, ¿cómo se llamaba…? Deborah no sé cuántos. Espere, deje que lo consulte en el ordenador. Mi nielo es uno de esos genios de la informática y para la asignatura de ciencias escaneó y catalogó cincuenta años de ediciones para introducirlas en una base de datos on line. Llega hasta los tiempos de mi padre… En fin, aquí lo tengo. Debora sin hache Wallenburg. —Me deletreó el apellido—. Si me da su correo electrónico, le envío el artículo.

—Muchas gracias.

—No hay de qué. Sólo espero que Eddie no haya escogido la mala senda.

Cuando Milo volvió, blandí en el aire el archivo adjunto que acababa de imprimir.

—La parte de la historia que Fox se calló —anuncié—. Una abogada de oficio que llevaba la apelación de otro chico del correccional se enteró a través de un funcionario del centro de que un recluso recibía maltratos constantes y había pasado por la enfermería con fuertes contusiones en la cabeza.

—Ahí tienes tu lesión nerviosa.

—Probablemente. El funcionario le explicó que Eddie ni siquiera tenía que haber pisado el centro y la abogada, una tal Debora Wallenburg, revisó la condena, coincidió en que era abusiva y expidió un mandato judicial de emergencia. Al cabo de un mes Eddie fue puesto en libertad y absuelto de todos los cargos. Como su madre era incapaz de mantenerlo, le mandaron a un hogar de acogida. He buscado a Wallenburg en la web del colegio de abogados y resulta que ahora se dedica al derecho mercantil en un bufete de Santa Mónica.

—¡Mira por dónde! Una abogada altruista que no lo es sólo de boquilla…

—Puede que Fox no encontrara el último artículo. O que lo encontrara y decidiera ocultárnoslo. ¿Qué clase de tipo es?

—No le conozco lo bastante. Trabajó en la división de Wilshire durante un tiempo y se labró una reputación de poli estrella, listo y ambicioso. Luego le trasladaron al distrito Oeste, pero al poco tiempo lo dejó. De eso hará unos cuatro años.

—¿Lo dejó o le despidieron?

—Por lo que he oído, lo dejó.

—Pues no se parece mucho a su hermano que digamos —observé—, y no hablo sólo del color de piel.

—La tortuga y la liebre, sí. Nada como un par de hermanos bien avenidos. Ya has visto cómo le gusta a Fox aguijonear a su hermano. Y lo mal que el chico responde.

—Ponerle en evidencia debía de ser un plus para Fox. Ahora ya puede volver con su cliente y pasarle la factura.

—Alguien está pagando para que trinquemos a Huck.

—Y no paga mal —asentí—. Fox lleva trajes hechos a medida y pasea un reloj de diez mil dólares.

—Puede que en casa de los Vander alguien se haya enterado de que hemos ido a husmear por su mansión y quiera encauzar nuestras pesquisas.

—Huck es un bicho raro, el candidato ideal… No sé, es posible que sea nuestro hombre. Lo primero que Cora Brown me preguntó fue si el pobrecito Eddie se había convertido en un delincuente. Por todo lo que había tenido que soportar.

Milo se apartó un mechón de pelo negro de la ceja y comenzó a leer el artículo.

—Fue condenado injustamente y absuelto, pero tuvo que compartir techo con auténticos delincuentes. Debió de salir de ahí con los sesos del revés.

—Si a eso le sumas un hogar roto y el peregrinaje posterior por las casas de acogida, el resultado podría ser cualquier cosa.

—Y el tío desapareció del mapa hasta hace tres años… En suma, lo que vosotros llamaríais un caso de conducta desviada de alto riesgo.

—¿Y tú cómo lo llamas?

—Una pista.