XXXV
Me fui volando a la marisma para buscar la entrada secreta.
El margen occidental era un muro frondoso de eucaliptos y sauces de unos seis metros de espesor, vallado con postes metálicos rústicos de un metro de altura. No tardé ni tres pasos en divisar el hueco en la arboleda, pero para llegar a la segunda verja hube de cruzar varios metros de follaje protegiéndome la cara de los latigazos de las ramas.
La verja se alzaba entre dos estacas de cedro y, como había dicho Reynolds, estaba candada, pero sólo medía un metro y se podía saltar sin problemas. Al otro lado tuve que avanzar de nuevo entre los guantazos imprevisibles de la maleza, sosteniendo las ramas como podía mientras me abría camino por un sendero de tierra desigual cubierto de hojas muertas.
Caminaba despacio, mirando a ambos lados en busca de cualquier indicio de intrusión.
Al cabo de diez metros lo encontré. Pisadas. Estaban bastante difuminadas, pero había una más nítida: la huella de un zapato de hombre con la suela ribeteada.
El follaje susurraba sobre las aguas calmas y unas eneas se balancearon para despedir a una garza real enorme con el cuello serpentino y el semblante fiero de un pterodáctilo, que alzó el vuelo torpemente, batiendo las alas en dirección al océano. Cuando desapareció en el horizonte se movía ya con suma elegancia.
Pasaron varios segundos de silencio antes de que se moviera otro animal en la fronda.
Me agaché y miré de cerca las huellas. Los puntos de la suela parecían poco corrientes, pero no soy ningún experto, así que le tomé una foto con el móvil y cavilé qué hacer a continuación. Sobre mi cabeza lo único que se veía era el verde de las copas de unos árboles lo bastante altos y frondosos para tapar el cielo y ensombrecer la tierra.
Podía ser que aquello no fuera más que un rincón secreto, pero quince mil dólares es mucho dinero para un lugar de picnic clandestino.
A decir verdad, la idea no era tan rocambolesca. A los habitantes de Los Ángeles o Nueva York nada les estimula a entrar en un sitio como la posibilidad de no ser admitido. Por eso a los fabricantes de cordones de terciopelo nunca les faltarán los pedidos. Por eso hay tantos payasos disfrazados haciendo cola durante horas en las aceras, de madrugada, camelándose a porteros y arriesgándose a la humillación de que les pidan el carné para poder tomarse una copa a precio de oro y bailar al ritmo de una música que les derrite el cerebro.
En Los Ángeles la gente se llena la BlackBerry —y por ende la cabeza— con dos listas: sitios a los que ir y sitios que rehuir:
A esa parte de la marisma ya no voy nunca porque está llena ele gente y es un agobio, pero hay otra entrada, cariño, un lugar mucho más bonito…
Chance Brandt recordaba haber visto al hombre rubio del aparcamiento en una función benéfica, el tipo de fiesta que frecuenta la gente preocupada por la naturaleza, realmente o de boquilla.
En principio, no había por qué poner en duda las buenas intenciones del tipo de la jeta remendada: tal vez el contenido del sobre no fuera sino el precio que un hombre rico estaba dispuesto a pagar por sus noches exclusivas bajo las estrellas.
Pero, entonces, ¿por qué le habían tendido una emboscada a Duboff para quitárselo de en medio? ¿Por qué degollarlo y abandonarlo en el lado ele la marisma abierto al público, como los oíros cuerpos?
Me quedé un rato ahí plantado, preguntándome qué secretos macabros podía esconder aquel lugar idílico. Al final resolví imprimir las fotos de la huella y enviárselas a Milo. Por si acaso.
A las ocho de la mañana siguiente Milo me dio los buenos días con voz somnolienta en el contestador.
—Reed logró seguir a Wallenburg, pero ha vuelto con las manos vacías —me informó cuando le llamé—. Hemos quedado para comer mañana al mediodía donde siempre. Si has tenido una de tus ideas luminosas, me guardaré algo de hambre para los postres.
—¿Te han llegado las fotos?
—Suelas de zapato —repuso—. Probablemente sean las de Duboff, pero se las enseñaré a alguien que se maneje en estos temas.
Al día siguiente Reed llegó con apetito y engulló su comida como una cosechadora, al mismo ritmo que Milo. Otra señal inequívoca de adaptación al puesto.
Cuando yo llegué, aparcó el tenedor un momento para darme el parte:
—Wallenburg vive en una zona residencial de Pacific Palisades, junto a Mandeville Canyon. Así que voy hasta allá de mañana y me escondo junto la verja para echar un ojo. A las once y media aún no ha salido de casa y empiezo a pensar que estamos sobre la buena pista. En esto que se para junto a la caseta de la entrada un Chevrolet de alquiler seguido de una furgoneta de Hertz y cuando la furgoneta se va, hay dos ocupantes en lugar de uno. Al cabo de un cuarto de hora Wallenburg se marcha al volante del Chevrolet. Se ha agenciado un coche de alquiler para ir de incógnito, me digo, la cosa se pone interesante. La sigo hasta Mar Vista y veo que aparca delante de una casa un poco desastrada para una abogada de copetín y entra con su propia llave. Así que aquí tiene su guarida ese cabrón, pienso. Pero al cabo de diez minutos Wallenburg sale de la casa y se larga. —Se aflojó el nudo de la corbata—. No supe qué hacer. Podía llamar a la puerta o seguir tras ella… Al final me decidí por el timbre, pero no contestaron. Probé a llamar a la puerta trasera y tampoco encontré a nadie. Y las cortinas estaban corridas. No sé, me temo que Wallenburg me vio y me la jugó. A lo mejor es una casa que alquila y me llevó hasta allí para darme esquinazo antes de ir a su guarida.
—Era la mejor opción que tenías —le tranquilizó Milo.
—Si tú lo dices…
—¿Y cómo estás tan seguro de que Huck no estaba? —pregunté.
—Los vecinos me dijeron que allí viven los Adams, una familia tranquila que no da problemas. Les enseñé fotos de Huck rapado y con melena, pero nadie lo reconoció. —Dibujó en la mesa un cuadradito con el dedo y agregó—: Vuelva a la casilla de salida.
—Así que la familia Adams…
—Tiene gracia, ¿verdad? La lástima es que hoy no estoy de humor.
—¿Sabes cuántos son?
—No se lo pregunté. ¿Por qué?
—Si fueran una mujer y una niña de diez años, podría tratarse de Brandeen Loring, el bebé que Huck rescató en la calle, y su abuela, Anita Brackle. Y Huck podría estar con ellas, pese a lo que digan sus vecinos. No debe de ser tan difícil entrar de tapadillo por la noche. Si es lo bastante discreto, ¿quién va a saber que vive allí?
—¿Crees que Anita se atrevería a dar cobijo a un fugitivo de la justicia?
—Es sólo una teoría. Será algo aventurada si quieres, pero en algunos círculos Huck es una persona muy querida.
Les referí la conversación que había tenido con Larry Brackle y Kelly Vander.
—¿Conque su primera mujer, eh? Eso explica que Vander contratara a Huck, pero poco más. Tú mismo has dicho que, a Anita Huck no le caía especialmente bien y fue Larry quien lo llevó a su casa.
—Pero Anita cambió de parecer y a veces la fe más sólida es la de los conversos.
—Tendría que ser muy sólida para acoger en su casa a un sospechoso de homicidio —objetó Milo—. Sobre todo si vive con una niña.
—Una niña a la que ese mismo hombre le salvó la vida —repuse—. Además, puede que Huck haya tenido contacto regular con Brandeen. Cuando le salvas la vida a alguien es tu responsabilidad para siempre, ya conocéis el proverbio chino. Y algo me dice que también podríamos aplicárselo a Debora Wallenburg.
—Todo el mundo anda salvando vidas, pero entretanto van apareciendo más cadáveres —dijo Reed—. ¿Crees que Huck puede inspirar tanta devoción?
—Kelly y Larry Brackle lo tienen por un santo.
—El típico psicópata —zanjó Milo—. Si nos despistamos, se presenta a las elecciones.
Reed se pasó una mano por la rala pelambre del cráneo y reanudó la comilona.
—Si la señora Adams no es Anita, puede que sea alguien que conoció en la clínica de desintoxicación —apunté—. Los momentos difíciles unen mucho a la gente. Si Wallenburg no te la jugó, algún motivo había de tener para ir allí. Y para que corrieran las cortinas, ya que estamos.
—Si Huck tiene una red social de colegas exyonquis, podría encontrar refugio por toda la ciudad —rezongó Milo.
—El héroe… —comenzó Reed, pero se interrumpió. Algo había visto que le hizo volverse hacia la puerta del local y apretar el cuchillo con fuerza.
Aaron Fox se acercaba hacia nuestra mesa, ataviado con un traje negro de seda cruda hecho a medida, una camisa turquesa y un pañuelo amarillo. Impecable, como de costumbre. Sólo que esta vez no caminaba con su desenfado habitual.
Reed se puso en pie.
—Llegas en mal momento —dijo plantándole cara—. Estamos ocupados.
—No lo dudo. Pero vais a tener que hacerme un hueco.
Fox se derrumbó en una silla desocupada junto a su hermano. Tenía los ojos despiertos, pero un ribete rosáceo le orlaba la esclerótica. Lucía un afeitado chapucero, con cortes y restos en el ángulo muerto de la mandíbula.
—¿Una mala noche? —inquirió Milo.
—Unas cuantas —repuso—. Me voy a buscar la ruina hablando con vosotros, pero prefiero la ruina que el talego.
—¿Te has metido en algún marrón profesional? —inquirió Reed.
—¿Se me nota en el aliento? Pues sí, hermanito, en un buen marrón. Mi trabajo está lleno de interrogantes, lo sé, pero este es distinto. ¿Me permites?
Cogió un vaso de agua de la mesa, lo apuró de un trago y se sirvió otro. Alargó luego la mano hacia el chapati, rompió un pedazo y lo trituró entre los dedos. Repitió la operación. Al cabo de unos segundos había levantado una montaña de migas de pan sobre la mesa.
Moe Reed ponía cara de aburrimiento. Fox alisó el montoncito, se limpió la mano con una servilleta y se arregló el pañuelo de la solapa en forma de corona.
—Cuando Simone Vander me contrató para investigar a Huck me dijo que era idea suya y se opuso a que hablara con ninguno de los socios de su padre. Le dije que ése no era mi modo habitual de trabajar y que si quería una investigación de biblioteconomía podía hacerla por su cuenta.
—Pero al final te bajaste los pantalones… —le cortó Reed.
—Basta ya, Moses. —Fox se volvió hacia Milo—. Simone me dijo que no me contrataba únicamente para investigar a Huck, me prometió un trabajo mucho más serio: destapar un complot financiero contra su padre, una conspiración de sus subalternos… ésa fue la palabra que empleó. Le pregunté por qué se habían vuelto contra él y me contó que su padre era un buen empresario pero que se aprovechaban de él a todas horas porque era un manirroto.
—¿De qué subalternos sospechaba, concretamente? —preguntó Milo.
—De todo el mundo, de cada uno de los abogados, contables y gestores financieros de papá. Según me dijo, eran unas sanguijuelas que inflaban todas las facturas para chuparle la sangre. Y los abogados le parecían especialmente turbios.
—Alston Weir —dijo Milo.
—Y compañía. Simone temía que el bufete entero se hubiese confabulado para quedarse con todo su patrimonio con la ayuda de Huck.
—Un poco paranoica, la niña.
—Un poco, sí, pero con la pasta que hay en juego nunca se sabe. La tentación es grande y empleados rapaces los hay a montones.
—¿Y por qué creía que Huck se había conchabado con ellos? —preguntó Reed.
Fox sacudió la cabeza.
—No tenía ninguna prueba, pero le escamaba porque era un bicho raro que se había integrado en la familia con mucha astucia y, sobre todo, por el modo en que le doraba la píldora a Kelvin. Me aseguró que lo estaba malcriando. Luego, cuando se enteró de la muerte de Selena, le entró el canguelo y me llamó.
—Pues hasta ahora no he oído ninguna novedad —dijo Reed.
—La novedad, Moses, es que me engañó. Con la perspectiva del otro trabajo, para empezar. Y para acabar, aprovechándose de mi buena fe: no me ha pagado ni un centavo de la factura y pasa de mí olímpicamente; no responde a los mensajes de correo ni contesta al teléfono. La culpa es mía, por no haber pedido un depósito pensando que sería un pispás. Y lo fue, con lo que la factura tampoco es exagerada. Aun así, me gusta que me paguen lo que me deben.
—¿Así que ahora somos tus cobradores del frac?
—¿De cuánta pasta estamos hablando, Aaron? —le preguntó Milo.
—Cuatro de los grandes, más o menos.
—No está mal por cuatro datos encontrados en Internet.
—Cuatro datos que os pasé a vosotros, aunque seguramente los habríais encontrado solitos.
—Te estamos muy agradecidos, Aaron —repuso Milo—. Y la historia es muy bonita… ¿Tiene algún epílogo?
—Vaya si lo tiene —dijo Fox—. Simone me mosqueó, y mosquearme es mala idea. A los acreedores hay que perseguirlos hasta que devuelven el último penique, ésa es mi filosofía; hay que lanzarse sobre ellos como un bulldog porque si no le toman a uno por un mariquilla y se corre la voz. Y eso hice. Empecé por consultar sus antecedentes y encontré un par de datos interesantes. Por lo visto, a la niña la arrestaron un montón de veces entre los dieciocho y los veintidós años por consumo de drogas: maría y anfetas. Los abogados de papá la sacaron con la condicional.
—¿Desde entonces está limpia?
—Oficialmente sí, pero ahí no acaba la cosa: aún hay más. El otro trabajo no fue la única mentira que me coló. Parece que lo de mentir es su principal ocupación. Cuando la conocí me contó mil historias: que si había sido cantante profesional, que si bailarina de ballet, que si analista financiera de un fondo de inversión…
—A nosotros se conformó con colarnos que era profesora.
—De educación compensatoria —precisé.
—Eso también me lo dijo —repuso Fox—. Supuestamente adoraba a los críos, aunque su verdadero amor era «el ballet».
—Un puñado de huesos en tutú —bromeó Milo pasándose una servilleta por los labios.
—Me dijo que había bailado en la compañía del Ballet de Nueva York hasta que una lesión en el pie truncó su prometedora carrera. La «compañía» nunca ha oído hablar de ella, por supuesto. —La boca de Fox se contrajo en una tímida sonrisa—. Ahí di por concluida la investigación preliminar. Comenzaba a hervirme la sangre y me fui a vigilar su casa y hurgar en sus basuras.
—El trabajo dignifica —dijo Milo.
Una gran sonrisa se adueñó de los labios de Fox.
—Y lo que uno aprende —dijo—. Por lo visto, la criatura se alimenta del aire. No toma nada más que refrescos light y Special K. Y tampoco es que abuse de los cereales. También le da al Ritalín y a un montón de anticongestivos con prescripción médica. Yo diría que ha vuelto a las andadas, sólo que ahora se conforma con anfetas legales.
—El Ritalin encaja con el interés por la enseñanza especial —observé—. Si de pequeña tuvo alguna clase de problema de aprendizaje es normal que ahora fantasee con estar al otro lado. También es muy eficaz para adelgazar, aunque entraña graves riesgos. Y lo mismo puede decirse de los anticongestivos. En lo que respecta a los desórdenes alimentarios, la chica tiene un modelo muy cercano.
—¿Quién?
Miré a Milo, que asintió discretamente, y le referí a Fox la lucha que había librado su madre con la anorexia.
—De tal palo tal astilla, y nunca mejor dicho —bromeó Fox—. Cuando la conocí ni me fijé; en el Westside la mitad de chicas están así de esqueléticas. Pero ahora que lo decís, tiene sentido.
—Vale, la chica es una liante raquítica —intervino Reed—, pero ¿eso qué tiene que ver con Huck?
—Hay que situar las cosas en su contexto —replicó su hermano—. Simone es una mentirosa y una adicta a los fármacos, con lo que es posible que también tenga problemas de personalidad, lo que a su vez explica mi último hallazgo en su basura: una foto del padre, la madrastra y el hermanito pequeño destrozada, con el marco roto y el cristal hecho añicos. —Levantó su vaso, como para brindar—. Ha mandado a su familia a la mierda, chicos. Literalmente.
—¿Es esa en que aparece el padre y el hijo de traje y la madre con un vestido rojo? —pregunté.
—La misma.
—La tenía sobre la mesa de centro y cuando nos recibió se aseguró de que la viéramos: «Mi hermano Kelvin. Es un genio».
—Pues ahora es un genio desfigurado —repuso Fox—. Su carita es un montón de confeti, como si alguien hubiera cogido una cuchilla y se hubiera ensañado con ella. Para colmo lo envolvió todo en papel de váter y, bueno, no es mi intención arruinaros el apetito, pero no estaba limpio. Para que luego digáis que en la empresa privada es todo glamour.
—La foto era parte del atrezzo —señaló Milo—. Quería presentarnos a una familia unida y feliz.
—Una familia que ya no necesita para nada, porque… —Reed no terminó la frase—. Y hace dos semanas que no se sabe nada de los Vander.
Fox cogió otro chapati.
—¡Pues aún hay más! —exclamó Fox con la voz de un vendedor televisivo—. ¡Llame ahora y recibirá de regalo un cuchillo Ginzu y este magnífico luminorrallador automático! Mi putita morosa empieza a darme mal fario, así que decido vigilarla de cerca. El primer día se limita a las chorradas habituales de una niña bien. Se va de compras, se da un masaje y retoma sus compras. Actividades algo despreocupadas para una chica que está tan inquieta por su familia, todo sea dicho. El segundo día empieza igual: entra en Neiman Marcus, se da un paseo hasta Two Rodeo, le echa un vistazo a la joyería de Tiffany, pasa por Judith Ripka y acaba por comprarse unas gafas de sol en Porsche Design. Luego coge el coche para recorrer dos manzanas, hay que pensar que la niña se crio en Los Ángeles, hasta un edificio de oficinas de Wilshirte con Canon que resulta ser el del bufete de papá. Después de ponerme verdes a los abogados de su padre, ahora va a hacerles una visita. Total, que me apuesto al otro lado de la calle, espero un rato y cuando sale ya no va al volante de su Beemer sino de pasajera en el Mercedes de un tipo. De ahí se van derechitos al Península y el amigo de Simone le da al portero suficiente propina para que le aparque el coche delante de la puerta. Al cabo de dos horas salen los dos con ese aire bobalicón de quien se acaba de quitar la calentura a polvos. Entretanto yo he rastreado la matrícula del Mercedes… No me preguntéis cómo, ¿vale?
—¡Dios nos libre! —dijo Milo.
—La matrícula está a nombre de Alston Weir —prosiguió Fox—, nuestro amigo el picapleitos desaprensivo. De ese cerdo avaricioso Simone no se fía un pelo, pero cuando le apetece un polvete a media tarde, eso es otra cosa.
—¿Está calvo? —preguntó Reed.
—El cuero cabelludo no se lo vi, pero no se me ocurre otra razón para embutirse ese peluquín de feria, un casquete viejo, inverosímil, con un tinte de orines sucios. Parecía sacado de Halloween, os lo juro. Una fregona rubia y polvorienta. Y lo más curioso es que el tipo sabía vestir: traje de Zegna, corbata de Ricci y zapatos de Magli. Con esos trapos de primera encima y va el tío y la jode con un peluquín de espanto. Que alguien me lo explique.
—A lo mejor tiene una imagen un poco exagerada de sí mismo —adujo Milo.
—¿Qué quieres decir?
—Quizá se crea más guapo de lo que realmente es, sobre todo después del arreglito que se ha hecho en la jeta.
—Ah, sí, la cara… —Fox frunció el ceño—. Un momento. ¿Todo eso ya lo sabíais? No me digáis que acabo de perder un cliente en balde.
No respondimos.
—¡Pues muy bonito! Los tres ahí callados como tumbas, esperando a que acabe de soltar el rollo. —Se volvió hacia su hermano—. ¡Qué, Moses! ¿Te lo pasas bien?
Reed sonrió, pero sin atisbo de ironía o resentimiento; tal vez con algo parecido al cariño fraternal.
—Bueno, ¿qué?
—Algo sabíamos, Aaron. Gracias a ti sabemos mucho más.
Salimos del restaurante juntos. Fox y Reed iban el uno al lado del otro y parecían a punto de entablar una conversación que ninguno de los dos hermanos se atrevía a iniciar.
—¿No habrás guardado por casualidad la basura de Simone? —preguntó Milo.
—Estáis de suerte, porque nunca tiro nada. Moses os lo puede confirmar. Su esquina de la habitación parecía un asram, la mía estaba siempre repleta de juguetes.
—Más bien de trastos —dijo Reed.
—¿Se dignarán sus señorías a recogerlo o prefieren que se lo entregue a domicilio?
—Ya iremos nosotros, Aaron. Y muchas gracias.
—Pensé que era mejor contároslo, esa chica es un mal bicho. ¿Podréis arreglaros para mantenerme en el anonimato?
—Haremos lo que podamos.
Fox se pasó un dedo por el pañuelo y buscó su Porsche con la mirada.
—O sea, que no.
—Ya sabes cómo son estas cosas —dijo Milo—. Según lo que saquemos en claro tendremos más o menos margen. Entretanto, si esperas un poco antes de cobrarle la factura a Simone nos harás un favor.
—¿Que espere? ¿Hasta cuándo?
—Hasta nueva orden.
—Vamos, que ya me puedo ir olvidando de la pasta.
—Hasta nueva orden, he dicho.
—¡Hombre, ya era hora! —exclamó Fox—. Por fin te ha salido ese teniente que llevas dentro.
Encontrar la ficha de Alston «Buddy» Weir en la base de datos de Tráfico fue un momento. Varón de cuarenta y cinco años, rubio, ojos azules, moreno de bote y una cara tosca entre la tirantez artificial y la rendición definitiva ante la fuerza de la gravedad. Su expresión aburrida e insolente era la de un hombre con mejores cosas que hacer que posar para un funcionario que, al menos oficialmente, no había puesto en duda la autenticidad de su peluca de feria.
No tenía antecedentes penales, pero hacía dos años el colegio de abogados le había interpuesto una demanda por malversación de fondos que seguía pendiente.
Localizar a Chance Brandt nos llevó una hora larga. Lo encontramos en Westwood, en casa de un amigo suyo de nombre Bjorn Loftus. Los padres de Bjorn estaban ele vacaciones, pero a la entrada de la casa había varios deportivos tuneados.
En cuanto Bjorn se asomó a la puerta, salió de ella una música estridente y una buena vaharada de marihuana. El chico nos soltó una sarta atropellada de mentiras que Milo hubo de cortar ordenándole que fuera a buscar a Chance ipso facto. Al cabo de un momento aparecieron los dos, tambaleándose levemente en el umbral.
—¡Hombre, ustedes por aquí! —exclamó Chance con una sonrisa atontada.
—¿Reconoces a este hombre? —preguntó Reed sin más preámbulos.
—Sí, es él.
—¿Quién?
—El tío que le dio el sobre al pringadete empantanado. —Sacudió la cabeza y esperó en vano a que nos riéramos de la ocurrencia—. Ya ven que voy un poco…
Se le nubló la mirada mientras cavilaba cómo rematar la frase.
—Firma junto a la foto —ordenó Milo.
El garabato de Chance resultó ininteligible y Reed se lo hizo repetir. Bjorn Loftus soltó una risita de fumado y le dijo:
—Vas a tener que testificar, colega. ¡Ya ves!
—Eso ni de coña —repuso Chance y se giró hacia nosotros en busca de confirmación.
—Seguiremos en contacto —le dijo Milo por toda respuesta.
—¿Has oído eso, colega? Seguirán en contacto contigo…
—A mí esos maricones no me toquetean por muy polis que sean, colega —dijo Chance, que ya se perdía por la casa dando tumbos.
—¡Qué bueno, colega! —celebró Bjorn.
Milo escrutó la foto firmada.
—Tengo la cabeza a punto de estallar —dijo—. Ya es hora de tomarse un Advil, sentarse un rato y ver qué sabemos y qué nos queda por saber.
—Mi casa está a diez minutos y en el congelador tengo una bolsa de hielo para ese cuello —propuse.
—Es la cabeza lo que me va a estallar, no el cuello.
—Tendrás algún traumatismo cervical después de darle al caso tantas vueltas de campana.
Reed y Milo rieron al unísono.
—¡Vale! Vámonos a la Casa Blanca. Tiene un caserón de escándalo, Moses, y una monada de perra. Puede que ella le encuentre más sentido a todo esto.
—Además, hoy tengo un reclamo especial —repuse—. Quince mil dólares.