I

Que todo el mundo lo haga no es excusa.

Mentira.

Si todo el mundo lo hacía, era algo normal, se dijo Chance; y en cuanto se informó un poco, supo que no había nada malo en ello.

Buscó «copiar exámenes en el instituto» en Google, porque parte del castigo consistía en redactar un trabajo, y descubrió que cuatro de cada cinco alumnos de bachillerato copiaban. Sí, sí, el puto ochenta por ciento.

La mayoría impone su ley. Ya lo decían sus apuntes de Acción Social: Las normas sociales son el cemento que aglutina a la sociedad. ¡Justamente! ¡Él lo único que quería era aportar su granito de cemento a la sociedad!

Trató de repetirles el chiste a sus viejos, pero no le encontraron la gracia.

Y tampoco se rieron mucho cuando les dijo que eran sus derechos civiles los que estaban en juego, que el instituto no podía obligarle a realizar un servicio comunitario fuera del recinto escolar, que eso iba en contra de la Constitución y que ya iba siendo hora de llamar a la Unión Americana por las Libertades Civiles.

Al oír aquello su padre le lanzó una mirada envenenada. Chance se volvió hacia su madre, pero ella miró hacia otra parte.

—¿Quieres llamar a la UALC? —preguntó su padre y soltó un carraspeo largo y húmedo, como cada vez que fumaba un puro de más—. Claro, la UALC nos va a echar una mano por nuestras generosas donaciones. Se le comenzaba a agitar la respiración. Las donaciones que hacemos cada año, cada puñetero año. ¿A eso te refieres?

Chance no respondió.

—¿Eso dices? Muy bonito. Pues ahora deja que te diga yo una cosa: has copiado en un examen. Punto. ¿Y sabes qué? Que a la UALC tu examen se la trae floja.

—Esa lengua, Steve… —terció su madre.

—¡No empieces, Susan! El crío se ha metido en un marrón de cojones y me da la impresión de que soy el único en esta casa que lo entiende.

Su madre ni siquiera chistó. Empezó a morderse las uñas, les dio la espalda y se puso a trajinar con los platos sobre la encimera.

—Es su puto problema, Susan, no el nuestro. Y a menos que lo reconozca ya puede ir despidiéndose de la Occidental y de cualquier otra universidad medianamente decente.

—Pero si lo reconozco… —repuso Chance con su mejor mirada de don Sincero, como le llamaba Sarabeth, muerta de risa mientras él le desabrochaba el sujetador. Don Sincero se la colará a todo el mundo pero a mí no me engaña, Chancy. Porque yo sé que en realidad es don Falso.

Su padre le miró fijamente.

—Bueno —agregó Chance—, reconoce al menos que tengo una coordinación fabulosa.

Su padre soltó una ristra de improperios y salió de la cocina como una exhalación.

—Ya se le pasará —le susurró su madre antes de salir tras él.

Cuando estuvo seguro de que ninguno de los dos iba a volver, Chance sonrió. En el fondo, estaba orgulloso de su hazaña. Un trabajito de coordinación impecable, sí señor.

Puso el móvil en vibrador y se lo escondió en un bolsillo lateral de los pantalones militares, encima de un montón de porquería que llevaba ahí dentro a modo de relleno.

Tres filas más allá, Sarabeth le chivó por SMS las respuestas del examen. Chance podía estar tranquilo, Shapiro era un pobre cegato que se quedaba sentado junto a la pizarra y no se enteraba de nada.

Quién iba a imaginar que Barclay entraría para decirle algo a Shapiro, echaría un vistazo al fondo del aula y le pillaría mirándose el bolsillo.

Toda la clase hacía lo mismo, los bolsillos vibraban sin parar y todo el mundo se partía la caja al comenzar el examen porque Shapiro era un pelagatos que no habría visto a Paris Hilton entrar por la puerta de la clase y abrírsele de piernas.

Que lo haga todo el mundo no es excusa.

Rumley lo había dicho con voz triste, como si aquello fuera un funeral, bajando la mirada desde lo alto de su napia. Pues qué coño, no hay otra mejor, le habría gustado responderle.

Pero en lugar de eso Chance se quedó en el despacho de Rumley, apretujado entre sus padres y con la cabeza gacha, tratando de poner cara de arrepentimiento y pensando en las curvas del culo de Sarabeth mientras Rumley peroraba sin descanso sobre el código de honor, la ética y la historia del Instituto Windward y les advertía de que la junta de profesores se reservaba el derecho de informar al departamento de admisiones de la Universidad Occidental y poner serias trabas a la futura carrera académica del chico.

Fue entonces cuando su madre rompió a llorar.

Su padre se quedó ahí sentado, con cara de pocos amigos. Ni siquiera movió un músculo para alcanzarle un pañuelo de la caja que tenía Rumley sobre su escritorio y hubo de ser el propio Rumley quien se lo tendiera, incorporándose sobre su butaca y lanzándole a su padre una mirada de reproche por forzarle a alargar el brazo.

Luego se volvió a sentar y les dio un poco más de palique.

Chance hacía ver que escuchaba, su madre se sorbía los mocos y su padre parecía dispuesto a liarse a palos con cualquiera. Cuando Rumley terminó su discurso, su padre sacó a colación «las contribuciones de la familia al instituto», mencionó el buen rendimiento de Chance en el equipo de baloncesto y recordó sus tiempos en el de fútbol americano.

Al final los tres adultos llegaron a un acuerdo y en sus caras se dibujó una sonrisilla de satisfacción. Chance se sentía un títere, pero adoptó la expresión más seria de su repertorio. Compartir su alegría habría sido un gravísimo error.

Castigo n.° 1: Shapiro prepararía un nuevo modelo de examen y Chance tendría que repetirlo.

Castigo n.° 2: No podría volver a llevar móvil en el instituto.

—Y puede que saquemos algo positivo de este desafortunado incidente —agregó Rumley—. Hemos pensado en extender la prohibición a todos los alumnos.

Joder, si os estoy haciendo un favor, pensó Chance. Tendríais que levantarme el castigo y pagarme por el trabajito de consultoría.

Hasta el momento todo iba bien, y por un momento pensó que se iría de rositas. Pero de eso nada.

Castigo n.° 3: El trabajo. Chance no soportaba los trabajos y siempre se los escribía Sarabeth, pero con éste no podría ayudarle porque tenía que redactarlo solo en el despacho de Rumley.

Claro que tampoco era para tanto… Hasta que llegó el castigo n.° 4:

—Porque tendrás que reparar tu falta de un modo más real, Master Brandt.

Sus padres asintieron: los tres habían decidido ensañarse con él en plan Al Qaeda. Chance hizo ver que estaba de acuerdo.

—Sé que tengo que saldar mi deuda y lo haré con diligente presteza.

Se sacó de la manga un par de palabrejas académicas para quedar bien. Su padre le miró como diciendo «¿a quién quietes engañar, chaval?», pero mamá y Rumley parecieron impresionados.

Finalmente Rumley dictó sentencia:

—Trabajo comunitario.

La madre que le parió.

Y ahí estaba. Cumpliendo la undécima de treinta tardes de condena en la oficina de la protectora Salvemos la Marisma, entre cuatro paredes color vomitona repletas de fotos de patos y bichos de todas las clases. Por la única ventana del cuartucho se veía un aparcamiento al que no entraban más coches que el suyo y el de Duboff. En un rincón había una pila de adhesivos para el coche que él tenía que regalarle a cualquier visitante.

Como nunca venía nadie, Duboff siempre le dejaba ahí colgado para irse a investigar qué efectos tenía el calentamiento global en los cojones de los patos, qué es lo que más cabreaba a los pajaritos, lo gorda que tenían la polla los gansos o vaya uno a saber qué.

Treinta putas tardes pudriéndose ahí dentro hasta aniquilar por completo sus vacaciones de verano.

Ahí encerrado de cinco a diez en lugar de salir con Sarabeth y sus amigos, y todo por una norma social que cumplían cuatro de cada cinco alumnos.

Las pocas veces que sonaba el teléfono, se hacía el sueco. Y cuando contestaba, siempre acababa hablando con algún pringado que le preguntaba cómo llegar a la marisma.

¡Pues míralo en la puta web o métete en MapQuest, pedazo de autista!

No podía llamar a nadie por el fijo, pero ayer había inaugurado con el móvil la temporada de sexo telefónico con Sarabeth, que estaba aún más pillada por él desde que supo que no se había chivado a Rumley.

Y ahí estaba, sin nada que hacer. Bebió un sorbo de su lata de refresco, que ya estaba caliente, se palpó la bolsa de plástico del bolsillo y pensó: más tarde.

Diecinueve tardes más en su prisión de máxima seguridad. Comenzaba a sentirse como uno de esos chalados de la Hermandad Aria.

Otras dos semanas y media haciendo el puto Martin Luther King y por fin sería libre. Consultó la hora en su TAG Heuer. Las nueve y veinticuatro, treinta y seis minutos más…

Sonó el teléfono, pero hizo caso omiso.

Lo dejó sonar diez veces, hasta que la llamada expiró de muerte natural.

Al cabo de un minuto volvió a sonar y pensó que haría bien en contestar, no fuera que a Rumley le hubiera dado por verificar que cumplía la sanción.

Se aclaró la garganta para meterse en el papel de don Sincero y descolgó el auricular:

—Salvemos la Marisma, buenas noches.

El silencio al otro lado de la línea le arrancó una sonrisa. Alguno de sus amigos quería gastarle una broma. Sería Ethan. O Ben. O Jared.

—¿Qué hay, tío?

—¿Que qué hay? —replicó una voz extraña en un siseo y soltó una risa enfermiza—. Pues hay malas noticias. Enterradas en vuestra marisma.

—Vale, colega…

—Calla la boca y escucha.

Cuando le hablaban así, Chance perdía la paciencia y sintió que se le subía la sangre a la cabeza, como cuando estaba a punto de hacerle una personal a algún pringado del equipo contrario para poner luego cara de no haber roto nunca un plato cuando el tío empezaba a llorarle al árbitro.

—¡Que te jodan! —le espetó.

—En el lado este de la marisma —agregó la vocecita entre dientes—. Buscadlas y las encontraréis.

—Mira, colega, me la trae muy…

—Muerta —le cortó el siseo—. Te la trae muy muerta… colega.

Soltó otra carcajada y colgó antes de que Chance tuviera tiempo de mandarle a tomar por…

—¡Buenas, tío! —le saludó otra voz desde la puerta—, ¿cómo va eso?

Chance seguía rojo de ira, pero se transformó en don Sincero antes de volverse.

Era Duboff, con su camiseta de Salvemos la Marisma, sus pantalones cortos de panoli que le dejaban los muslos pálidos al aire, sus sandalias de plástico y su ridícula barbita entrecana.

—Buenas, señor Duboff.

—¡Qué pasa, tío! —exclamó Duboff, alzando un puño—. Oye, ¿ya has ido a ver las garzas reales?

—Aún no lie tenido tiempo.

—Unas criaturas increíbles, tío. Soberbias. Despliegan las alas así —dijo abriendo los brazos en cruz.

Pues para serte sincero, me importa tres carajos.

Duboff se acercó y le llegó el olor nauseabundo del desodorante ecológico cuyas maravillas ya había intentado venderle una vez.

—Igual que un pterodáctilo, tío. Y son pescadoras de primera —agregó, acercándose a la mesa y mostrándole su asquerosa dentadura. Hasta que conoció a Duboff, Chance habría jurado que las garzas reales eran peces—. A los millonetis de Beverly Hills no les gusta nada que en la época de cría las garzas se lancen sobre sus estanques para pescar sus pececitos pijos. Los peces koi son criaturas aberrantes; los crearon marraneando con la carpa, jodiéndole los genes para conseguir esos colores. Las garzas, en cambio, son naturaleza en estado puro, predadores fenomenales que alimentan a sus polluelos con esos engendros mutantes para restituir el equilibrio natural. Y a los pijos de Beverly Hills, que les jodan. ¿O no?

Chance sonrió, pero la sonrisa no debió de ser muy convincente, porque Duboff se puso un poco nervioso.

—Tú no vives en Beverly Hills, si mal no recuerdo…

—No.

—Vives en…

—Brentwood.

—Brentwood —dijo Duboff, como si le buscara un sentido—. Y tus padres no tienen peces koi, ¿verdad?

—Qué va. Si ni siquiera tenemos perro.

—Mejor —repuso Duboff poniéndole la mano en el hombro—. Los animales de compañía son servidumbre. En el fondo, es igual que la esclavitud.

Duboff no le quitaba la mano del hombro. ¿No sería marica, el tío?

—Ya —asintió Chance retrocediendo un poco.

Duboff se rascó la rodilla, frunció el ceño y se frotó un bultito rosado.

—Acabo de darme una vuelta por si había basura. Me habrá picado algún bicho.

—Alguien tiene que alimentar a esos pequeñuelos —repuso Chance.

Duboff le miró fijamente, tratando de averiguar si le tomaba el pelo.

Chance sacó a don Sincero del baúl y Duboff sonrió, convencido de que el chico hablaba de corazón.

—Supongo que sí… En fin, sólo quería ver cómo iba todo antes de que te vayas.

—Todo va bien.

—Perfecto. Pues nos vemos luego, tío.

—Esto… es que a las diez me marcho.

Duboff sonrió.

—Es verdad. Pues cierra el chiringuito, que ya vendré yo más tarde. —Se detuvo en el umbral, dio media vuelta y agregó—: Las circunstancias serán las que son, Chance, pero lo que estás haciendo es muy generoso.

—Tiene toda la razón.

—Podemos tutearnos, tío.

—Como quieras.

—Entonces, ¿sin novedad en el frente?

—¿Disculpe?

—¿Llamadas, mensajes…?

Chance le dedicó una sonrisa blanquísima, el resultado de cinco años de visitas al doctor Wasserman.

—Nada —repuso, con absoluta seguridad.