XVII
Simone Vander nos acompañó hasta la verja y Milo se puso al volante para bajar sin prisas la cuesta de Benedict Canyon.
—¡Conoce a Huck, Loo! Y yo creo que con su testimonio gana puntos la hipótesis del asesino en solitario.
Milo soltó un gruñido por respuesta.
Al llegar a Lexington Road, Reed volvió a intentarlo:
—No será un problema, Loo.
—¿El qué?
—Mi relación con Aaron.
—Nadie ha dicho que pudiera serlo.
—Si algo podemos sacar en claro de lo que nos ha dicho —elijo Reed, cambiando de tema—, es que los Vander no huyen de nada. ¿Qué pensáis ahora de las orgías donde tocaba Selena?
—Buena pregunta.
—Entonces, ¿siguen siendo sospechosos?
—No veo por qué descartarlos, ni a ellos ni a nadie. Selena tenía un estilo de vida… alternativo —agregó Milo con una sonrisa—. ¿Será por eso que la mataron, a ella y a las demás? Vete a saber.
—A Selena le robaron el ordenador —recordé—. Eso apunta a la existencia de secretos que el asesino quería mantener ocultos.
—O de datos que pudieran relacionarle con Selena y que era preciso eliminar —dijo Reed—. Lo que implicaría que se conocían. Huck conocía a Selena, y ahora sabemos que además estaba loco por ella. Si le sumáis el calvo que vio Ramos, reconoceréis que el tío tiene cada vez más números.
—A mí me dio muy mal rollo —dijo Milo—, pero a los Vander no. Simon es un lince de los negocios. Dice su hija que es un confiado, pero eso no le convierte en un pardillo. ¿Por qué le iba a ofrecer su techo a Huck si no se fiara de él?
—No sé. ¿Por su estilo de vida extrava… alternativo?
Milo no contestó hasta que hubimos recorrido un par de kilómetros más de Sunset Boulevard:
—De acuerdo, invitaremos al señor Huck a una entrevista en la comisaría. Si lo tratamos bien, puede que no llame inmediatamente a su abogado. Pero vamos a darle un par de noches más a la patrulla de vigilancia. Con un poco de suerte saldrá por fin de la casa, se irá derecho a Century Boulevard y abordará a alguna fulana mientras el agente Reed le sigue de cerca, tratará de hacerle algo a la chica y tú saldrás heroicamente en su rescate. Si eso pasa, la rueda de prensa te la dejo a ti y yo me encargo del papeleo.
—¿Le crees capaz de semejante torpeza? —dijo Reed—. ¿Crees que puede volver a las andadas con todos esos cuerpos recién desenterrados?
—Pero si te mueres de ganas de vigilarle, chaval…
Reed guardó silencio.
—Sí, sería una idiotez por su parte, pero si no hubiera ningún delincuente idiota este trabajo sería menos agradecido que un cáncer de colon. Además, desde su punto de vista las cosas no pintan tan magras. Hemos charlado con él dos minutos, no le hemos hecho ninguna otra visita y en la meda de prensa dejamos bien claro que no teníamos ninguna pista. Debe de pensar que no tenemos ni pajolera idea. Y, a decir verdad, no va tan desencaminado.
—O sea, que esperamos a que recupere la confianza y pase al ataque.
—La elección de las víctimas indica que ya tiene confianza. Empezó con mujeres que nadie iba a echar en falta y las enterró con disimulo. Como no le pillaron, eligió una víctima menos anónima, la dejó bien a la vista y llamó para asegurarse de que la encontraban.
—Don susurros —asintió Reed—. Pero ¿por qué se deshace de todas en la marisma? ¿Porque allí se siente más cómodo?
—La marisma podría ser parte de la diversión —apunté.
—¿Quieres decir que el lugar le pone? ¿Y eso?
—Ya lo dijo la doctora Hargrove: la marisma es sagrada, y en los crímenes de carácter sexual lo que prima suele ser la profanación. ¿Qué mejor escaparate podía encontrar para sus hazañas? También puede haber motivos de orden más práctico. El acceso a la marisma está restringido; si hubiera seguido enterrando los cadáveres en el cieno, podrían haber pasado años hasta que alguien los descubriera.
—Pero el tipo no quería esperar y decidió publicitarios. —Reed lanzó un silbido—. El mundo está enfermo.
—Ahí lo tienes, chaval: el primer paso para convertirse en un buen poli de homicidios —dijo Milo.
—¿Cuál?
—Comprender el mundo en el que vives.
Las palomas se habían ensañado con el Cadillac de Reed.
—¡Qué monada de pajaritos! —exclamó.
Era asombroso lo que se parecía a Milo por momentos.
Antes de que pudiera sacar la llave le sonó el móvil:
—Reed —respondió—. Lo siento mucho, señora… Sí, por supuesto.
Sacó su bloc de notas, garabateó algo y colgó.
—Mary Lewis, la madre de Sheralyn Dawkins. Vive en Fallbrook. ¿Qué tiene prioridad, vigilar a Huck o ir a hablar con ella?
—Ve a hablar con la pobre mujer —repuso Milo—. Y llévate el equipo para tomarle una muestra cutánea. Si cotejamos su ADN al menos podremos asegurarnos de que se trata de Sheralyn. Ya me encargo yo de Huck.
—Según lo que tenga que decir podría ir tirando ahora, regresar rápido y estar de vuelta en casa de los Vander en ocho o nueve horas.
—Si sales ahora vas a pillar el atasco, así que olvídalo. Ve a por el equipo del Al y una muda para pasar allí la noche y sal cuando la autopista esté más despejada. Tomas la ruta de la costa, buscas un hotel en Capistrano o donde sea, te regalas una buena cena de marisco, ves la televisión por cable y por la mañana estarás fresco para ir a ver a la señora Lewis.
—¿Me recomiendas algún hotel?
—El departamento no te va a pagar el Ritz-Carlton. Si te llega para un colchón y alguna chuchería de una máquina expendedora ya te puedes dar con un canto en los dientes. Y, por amor de Dios, rellena los formularios… No, mira, déjalo: ya lo haré yo.
—Los rellenaré yo. Prometido.
—Bla, bla, bla.
Los dos se marcharon juntos del aparcamiento de la pizzería y yo me fui a casa. Por el camino llamé a Robin para preguntarle si quería que pasara a buscar la cena.
—Me he adelantado. Tengo aquí unas costillas de buey de primera.
—¿Qué celebramos?
—Celebramos las costillas. Había pensado en invitar a Milo y Rick, si es que Rick libra esta noche.
—¿Te ha dado la vena hospitalaria?
—Me he puesto el vestido de anfitriona, tengo lista la coctelera y he comprado medio buey, que debería bastar para Milo. Se me ocurrió después de que te llamara esta mañana. Hace siglos que no hablo con él… y aún más que no les vemos a los dos juntos en plan relajado.
—Buena idea —dije—, pero esta noche Milo tiene guardia.
—Vaya. ¿A qué hora?
—Al anochecer.
—Podemos cenar pronto.
—¿Te encuentras bien?
—¿Por qué lo dices?
—Por el ataque agudo de sociabilidad.
—He estado muy sola últimamente, cariño. Tú sales por ahí y conoces a gente, pero yo me paso el día en casa hablando con Blanche y con mis planchas de madera.
—Ahora mismo llamo a Milo.
—Ya le llamo yo. A mí no sabe decirme que no.
El doctor Rick Silverman no tenía turno de urgencias y fue una grata sorpresa para ambos invitados.
—¡Carne roja! —exclamó Milo—. El deber y la seguridad pública tendrán que esperar.
Rick llegó el primero, con una camisa de seda granate, los vaqueros bien planchados, mocasines de malla y un inmenso arreglo floral de orquídeas para Robin. Llevaba la melena gris más larga que de costumbre y su bigote era un alarde de maestría quirúrgica. Robin le agradeció las flores con un beso; Blanche le restregó la cabeza contra el dobladillo.
—¡Hola, preciosidad! —dijo, arrodillándose para acariciarla—. ¿No puedo llevármela como regalo de fin de fiesta?
—Te quiero mucho, Richard, pero no tanto —dijo Robin.
Rick jugó un rato más con el perro y le echó un vistazo al asado, que crepitaba sobre la parrilla.
—Eso huele que alimenta, menos mal que llevo una dosis extra de Lipitor. ¿Os ayudo en algo?
—Está todo controlado. ¿Un Manhattan con hielo? Maker’s Mark, un tapón de vermú y un golpe de angostura. Sin cereza, ¿verdad?
—¡Qué memoria! No es que me aparte nunca de los clásicos, pero aun así. —Se sentó y Blanche se estiró a sus pies. Dejando colgar el largo brazo, Rick le acarició los belfos con sus diestros dedos de cirujano—. El grandullón llegará de un momento a otro.
—Ha llamado hace media hora —le informó Robin—. Me ha dicho que le habían llamado de la comisaría del centro y me llamaría si no podía llegar. No ha vuelto a llamar.
—¡La comisaría del centro! Otra vez…
—¿Otra vez?
—El nuevo jefe es de lo más quisquilloso, Milo dice que no ha visto nada igual. Seguramente es mejor que en los viejos tiempos, cuantío le dejaban pudrirse en Siberia, pero la atención personalizada también puede ser un engorro. ¿No, Alex?
—Cuando tienes que rendir hay más presión.
—Exacto.
Rick probó a llamar a Milo al móvil, pero le saltó el contestador. No se molestó en dejarle un mensaje.
Robin le trajo el cóctel y me lanzó una mirada:
—¿Un Chivas, amor?
—Gracias.
Mientras me lo ponía, Rick se llevó su Manhattan a la ventana de la cocina y contempló las copas de los árboles recortados contra el cielo.
—Me había olvidado de lo bonito que es. —Dio un sorbo—. Parece que lo de la marisma no va a resolverse de un día para otro, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Qué horror —dijo—. Pobres mujeres… Aunque confieso que mi punto de vista es un poco egoísta. Asquerosamente narcisista, de hecho. Me han invitado a dar un discurso en una reunión de antiguos alumnos, y pensaba que podríamos ir los dos y luego darnos un garbeo por Nueva Inglaterra. Milo nunca ha estado por allí.
—¿En la Universidad de Brown o en la de Yale?
—En Yale. —Se echó a reír—. Tampoco es para echar cohetes, esas reuniones siempre son embrutecedoras.
La puerta principal se cerró de un portazo y una voz rugió:
—¡Huele a res!
Milo entró en la cocina como una exhalación, repartió abrazos y aspiró todo el oxígeno de la habitación. En el rostro de Rick se dibujó una expresión de alivio.
En tres minutos Milo se bebió un cartón de zumo de la nevera, apuró una cerveza de un trago, inspeccionó el asado como si fuera una prueba incriminatoria y pasó un dedo por un goterón del jugo de la carne sobre la encimera para probarlo.
—¡Huy, esto va a estar riquísimo! ¿Qué hay del vino?
Los cuatro comimos con ganas y nos despachamos una botella de un Pinot neozelandés.
Cuando Robin le preguntó a Milo cómo le iba, se tomó la pregunta literalmente y comenzó a resumirle los crímenes de la marisma.
—Nos vas a arruinar el apetito —dijo Rick.
Milo se cerró con un dedo la cremallera de los labios.
—Cuenta, cuenta, que a mí me interesa —se quejó Robin.
—A ti sí —dijo Milo—, pero al doctor Silverman el tema le repugna y el doctor Delaware ya está hasta el gorro. Quien haya secuestrado las patatas, que libere un par de rehenes.
La conversación fue derivando hacia temas más triviales. Milo no participaba mucho y engullía su carne como una cosechadora. Rick se esforzaba en no prestar atención a su velocidad de deglución. Llevaba mucho tiempo tratando de convencer a Milo para que se hiciera un chequeo.
Al final de la cena Blanche entró con paso inseguro después de su siesta. Es el único perro al que Milo reconoce tenerle cariño, pero cuando se restregó contra su pierna la ignoró. Rick se la subió al regazo y le acarició las orejas.
—¡Guau! —dijo Milo, con la mirada perdida.
—¿Postre? —preguntó Robin.
—No gracias, estoy lleno —dijo Rick.
—Felicidades —exclamó Milo.
—¿Por qué?
—Por hablar por ti.
Salimos al jardín, comimos algo de fruta, bebimos café, miramos los peces y tratamos de identificar las constelaciones en la noche sin luna.
—Pues vamos a titilar —dijo Milo, encendiéndose un puro.
—Al menos has tenido la decencia de encenderlo afuera y no intoxicar a los anfitriones —dijo Rick.
Milo le alborotó el pelo.
—Qué considerado soy.
—Podrías serlo alguna vez con tus propios pulmones.
Milo se llevó una mano a la oreja.
—¿Eh? ¿Cómo dices, hijo?
Rick exhaló un suspiro.
—Yo sabes que estoy por encima de la química —declaró Milo.
—¡Ya está otra vez con su teoría! Llamen al jurado del Nobel.
—¿Qué teoría? —preguntó Robin.
—Dice que después de tanto tiempo en el departamento tiene las vísceras petrificadas y son inmunes a las toxinas.
—¡El Hombre de Granito! —bromeó Milo, fumando con avidez. Acercó su Timex a la bombilla de bajo voltaje de uno de los faroles y exclamó—: ¡Vaya, se me ha hecho tarde!
Se levantó, aplastó el cigarro contra una piedra, nos abrazó a todos y se marchó.
Rick recogió la colilla y la sostuvo entre el pulgar y el índice.
—¿Dónde tiro esto?
A medianoche Robin y yo ya estábamos en la cama, entre sábanas limpias y frescas.
Ella se durmió enseguida; yo hube de vérmelas con la marejada cerebral de costumbre y tratar de apaciguarla. Cuando sonó el teléfono ya estaba de vuelta en Missouri, manejando con maestría la Remington de mi padre y sintiéndome más grande que él, más grande que un oso.
—Bueno, Al, por fin lo has entendido —dijo mi padre.
Ring ring ring ring ring.
Qué estupidez: en el bosque no hay teléfonos. Me cubrí la cabeza con la sábana y seguí siendo un gigante.