XV
Siguieron tres días de pesquisas infructuosas.
Milo y Reed peinaron las inmediaciones del aeropuerto pero no dieron con ninguna prostituta que se hubiera topado con un putero calvo armado de un bisturí. Diana Salazar, una agente de la brigada antivicio que había arrestado más de una vez a DeMaura Montouthe, creía que tenía a su familia en Alabama, pero no estaba segura. En el censo fiscal del estado no figuraba nadie con ese apellido.
—Oye, Diana, ¿por casualidad no conocerás a su dentista? —le preguntó Milo.
—¡Pues claro! Y si quieres te doy también el nombre ele su peluquero y su preparador físico.
—¿Cómo era DeMaura?
—Buena gente. No era muy lista, pero nunca armaba alboroto cuando la pescábamos con un señuelo. La verdad es que de joven era bastante guapa.
—La única foto que he visto es de hace dos años.
—¡Qué te voy a contar! —dijo Salazar—. Ya sabes cómo envejecen, las pobres.
Nadie había oído que DeMaura, Sheralyn Dawkins o Laura la Grande hubieran trabajado en fiestas privadas.
—Si hubieran ido a una fiesta nos lo habrían restregado por la cara —les aseguró un chulo—. Sobre todo la Grande, con lo que le gustaba buscarnos las cosquillas. Pero que no se te ocurriera buscárselas tú a ella, porque te las tenías.
—¿Sucedió alguna vez? —dijo Reed.
—¿El qué?
—¿Te peleaste con Laura la Grande?
—¡Qué va! Si me peleo con ella, esa furcia se la gana.
—Pues se la ganó.
—Lo que tú digas, colega. Tengo que irme.
Una fulana llamada Charvay, una chica joven y vivaz, sin cicatrices, segura de tener toda la vida por delante, se acarició los pechos y resumió la opinión general con una carcajada:
—¿Ésas? ¿Con tíos ricos? ¡Venga, hombre! ¿Qué clase de imbécil del Westside habría invitado a esas carcamales a una de sus fiestas de paparazzi?
Milo se pasó todo el trayecto de vuelta enfurruñado. Reed se dio cuenta y pisó el acelerador.
—Puede que los Vander no tengan nada que ver y Huck sea un psicópata que actúa por libre —dijo.
Seguíamos sin tener noticias de la unidad que vigilaba al administrador de la finca de los Vander. La ubicación de la casa al final de un callejón sin salida en lo alto de la colina reducía los puestos de observación en la calle Marítimo y la vigilancia desde la bocacalle de abajo no había sido muy provechosa: Huck no salía de casa ni a por tabaco. Milo decidió mantener a la patrulla en su puesto hasta que oscureciera y le ofreció a Reed partirse el turno de noche.
—No me importa hacerlo entero, Loo —repuso Reed—. Quiero tener al tío bien controlado.
—Si te pones así, en un par de días voy a tener a un zombi por compañero.
—Con el debido respeto, sé lo que me digo.
—¿Has oído hablar alguna vez del poder reparador del sueño?
—Yo no necesito muchas horas. No te preocupes, que iré cambiando de lugar y no me verá nadie. Pasar desapercibido es algo que siempre se me ha dado bien.
—¿Ah, sí?
—Claro. Soy el hermano pequeño.
La mayor parte de la vida adulta de Huck era una incógnita y una de las pocas personas que podía despejarla era Debora Wallenburg, la abogada que le había sacado del centro de menores. Pero tampoco era cosa de pedírselo. En el mejor de los casos, el secreto profesional sería un muro infranqueable; en el peor, alertaría a Huck, que si estaba sucio se daría a la fuga.
Puesto que no necesitaban mis servicios, pasé consulta en un caso de custodia que no parecía muy complicado y tuve algo de tiempo que emplear en largos paseos con Blanche y agradables cenas con Robin.
Fue durante aquellos días cuando me llamó Emily Green Bass desde su casa de Long Island:
—He pedido su número al colegio de psicólogos del estado, doctor. Espero que no le importe.
—En absoluto. ¿En qué puedo ayudarla?
—Si le llamo a usted y no al teniente Sturgis es porque… no se trata exactamente del caso de Selena. —Se le quebró la voz—. El caso. No sé ni cómo uso esa palabra.
Esperé en silencio.
—Con el teniente Sturgis ya he hablado y sé que no han progresado mucho —prosiguió—. Si le llamó a usted… bueno, en realidad no sé por qué le llamo. Supongo que me siento… No quiero robarle tiempo inútilmente, doctor.
—No me lo roba.
—Lo dice sólo porque… Lo siento, ya no sé lo que hago.
—Escuche, ha soportado usted más de lo que la mayoría de gente llegará a soportar.
Hubo otro silencio. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz baja y ronca:
—Supongo que yo, que lo que quiero… Doctor Delaware, no puedo quitarme de la cabeza la entrevista del otro día. Mis hijos… Seguro que les parecimos una familia estrambótica y rota. Y no es así.
***
—Lo que sucedió fue absolutamente normal.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Usted ha visto a otra gente en mi… situación.
—A mucha, y no hay pautas establecidas.
Hubo un largo silencio a ambos lados de la línea.
—Gracias. Supongo que es lo que quería oír. Quería que supiera que en realidad somos una familia normal y corriente… Ahora que le he llamado me parece una ridiculez. ¿Qué necesidad tengo yo de causarle buena impresión?
—Lo que necesita es controlar la situación.
—Y eso es imposible.
—Aun así a veces es bueno intentarlo. En la reacción de sus hijos yo lo que vi fue más bien una muestra de cariño y amor. Hacia usted y hacia Selena.
Un estrépito de sollozos hizo vibrar el minúsculo auricular. Esperé a que se atenuara.
—Le prometo que no sé qué hice mal. Con Selena, quiero decir. Quizá si Dan hubiera aguantado un poco más; era muy buen padre. Le salió un tumor en el cerebro, y eso que no fumaba, ni bebía, ni… Le tocó la negra, eso es todo. Le pasó a él. Los médicos me dijeron que son cosas que pasan. Igual se lo tendría que haber explicado mejor a Selena, pero era tan joven que pensé… —Aspiró bruscamente—. Ella perdió a su padre y yo al amor de mi vida. Después de aquello todo se nos fue desmoronando.
—Siento mucho que haya tenido que pasar por eso.
Silencio.
—Escuche —agregué—, lo que le pasó a Selena no tuvo nada que ver con la muerte de su padre.
Tal vez fuera mentira, pero a quién podía importarle.
—Entonces, ¿con qué tuvo que ver?
—Es otra de esas cosas que no tienen explicación.
—Pero si no se hubiera mudado a Los Ángeles… —Soltó una risa amarga—. Si esto, si aquello, si tal, si cual, habría debido, habría podido, habría sido: qué patético… Me mantuvo completamente al margen de su vida, ¿sabe?
De un modo u otro, los hijos siempre acaban por marcharse. Si no se marchan sobre el mapa, se marchan por dentro —repuse, sintiendo aflorar en mi cabeza las imágenes de mi propia fuga a campo traviesa a los dieciséis años.
Puntos suspensivos de desierto, vías muertas de ferrocarril y puestos de hamburguesas aislados. De pronto, el sobresalto de una ciudad en el horizonte, las perspectivas entusiastas y aterradoras de una nueva vida.
—Siempre lo hacen, sí —asintió Emily Green Bass—. Supongo que es ley de vida.
—Lo es. La gente que permanece demasiado tiempo en un lugar suele acabar atrofiada.
—Es verdad… Selena hizo lo que quería, ni más ni menos. Como siempre. De niña tenía una fuerza de voluntad pasmosa. Sabía lo que quería y se lanzaba a por ello. Por eso me cuesta tanto pensar que llegara a sentirse… superada. Era chiquita pero tenía mucha personalidad, doctor. No pesaba más de cincuenta kilos, pero si la conocías te olvidabas de que era tan… pequeña. —Sollozos—. ¡Era mi niña, doctor! Mi niña.
—Lo siento mucho.
—Ya sé que lo siente… Parece usted un buen hombre. Si se entera de algo, de lo que sea, me llamará, ¿verdad?
—Por supuesto.
—¡Qué pregunta más tonta! No hago más que preguntar estupideces.
Había terminado la consulta de la custodia infantil y me disponía a escribir el informe cuando me llamó Milo:
—¿Hay hambre para una buena cena?
Eran las tres de la tarde.
—Una hora un poco particular para cenar.
—Pues llámalo merienda. He quedado con Reed en media hora: quiere verme.
—¿Qué pasa?
—Me ha dejado un mensaje en el contestador, pero no ha entrado en detalles. Lo que está claro es que el chico parecía excitado.
—Contad conmigo —repuse—. ¿Delicadezas de curry y tandoori?
—Pizza. El crío necesita una alimentación variada. Además, allí su hermano no podrá localizarle.
La «alimentación variada» pensaban encontrarla en una pizzería de Venice, no muy lejos de Sawtelle. El local era una especie de establo sobredimensionado y las mesas eran de madera, con bancos a ambos lados. A aquellas horas el comedor estaba desangelado y apestaba a queso rancio. En la única mesa ocupada había dos camioneros cuyos enormes tráilers ocupaban la mitad del aparcamiento. Las pizzas que tenían delante eran superlativas, a su medida.
Turbaban el silencio los silbidos y tintineos de las máquinas de videojuegos del fondo, una ristra de autómatas ociosos que reclamaban en vano un poco de atención.
Milo y yo llegamos a la vez. En el aparcamiento no vimos ningún Camaro negro, pero Moe Reed ya nos esperaba sentado a la barra. Se había vuelto a poner la americana y la corbata y parecía algo incómodo con su jarra de cerveza de raíces.
—¿Has cambiado de coche? —preguntó Milo.
—¿Cómo?
—Ahí fuera no he visto ningún Chevrolet negro.
—¡Ah, el Camaro! —exclamo Reed—. Era de alquiler. Me lo he cambiado.
—¿Has dejado la carraca en el taller?
Reed se puso colorado.
—A ver si lo adivino: llevas coches de alquiler para seguir a tu hermano. En fin, habrás rellenado los formularios para que te lo reembolsen, al menos…
Reed negó con la cabeza.
—¿Qué pasa, chaval? ¿Te sobra la pasta o qué?
—No me preocupa, eso es todo.
Milo chascó la lengua.
—Vas a hacer enfadar al tío Milo… Bueno, ¿y hace cuánto que le sigues?
—Hummm… Desde que nos abordó en el restaurante. Pero no entorpece mi trabajo, Loo, te lo prometo. Lo sigo en mis horas libres. Está convencido de que me muevo en un montón de chatarra y con el Camaro no corría ningún riesgo. Ayer me lo cambié, para estar seguro.
—¿Y ahora qué llevas? ¿Un Ferrari?
—Un Cadillac gris. Con las lunas ahumadas, por si acaso. Como Huck no va a ninguna parte, pensé que a lo mejor podía averiguar quién pagó para ponérnoslo en bandeja. No es que haya dejado de apostar por Huck, pero quería saber quién contrató a Aaron. Si hablamos con ese alguien igual podemos enterarnos de algo más.
Al terminar bajó la cabeza y bulló en su silla, inquieto, como un niño que acaba de soltar una retahíla de excusas a unos padres disgustados.
—Buena idea —le tranquilizó Milo—. ¿Has averiguado algo?
—Pues sí.
Reed había seguido a Fox a un sinfín de almuerzos de trabajo «en el Ivy, en el Grill on the Alley, en el Jean-Paul… en todos los restaurantes por donde se mueve». Al verificar las matrículas del resto de los comensales —recurso algo rudimentario, por no decir desesperado—, fue a dar con el coche que buscaba:
—Un BMW 3 registrado a nombre de Simone Vander, domiciliada en Breakthorne Wood, en una casa que hay en lo alto de la colina, en el distrito de Beverly Hills. Según los archivos, Simone es una mujer blanca de treinta y un años sin causas judiciales pendientes, órdenes de arresto ni antecedentes penales. Su descripción física concuerda con la de la mujer que se reunió con Aaron en el Geoffrey’s.
—¿En el Geoffrey’s de Malibú?
—Sí.
—Así que la niña vive en Beverly Hills y va a cenar a la playa —dijo Milo—. ¿Quién es? ¿Otra exmujer?
—Su hija —repuso Reed—. He encontrado su certificado de nacimiento y nació aquí, en el hospital de Cedars-Sinaí. Su padre es Simon Vander y su madre se llama Kelly. También he indagado un poco a su madre. Tiene un Volvo de cinco años y vive en un piso de Sherman Oaks.
—¿El padre y su segunda mujer se dan la gran vida y la madre se conforma con un piso?
—Sí, pero la casa de Simone no está nada mal —repuso Reed—, una mansión solitaria y rodeada de árboles.
—¿Ya has ido a verla?
—Esta mañana.
—Simon y Simone, qué bonito —dijo Milo—. ¿Cómo se diría en vuestra jerga, Alex? ¿Vinculación afectiva? ¿Identificación emocional?
—Con un par de tecnicismos más ya sólo te faltará el diván.
Milo se volvió hacia Reed:
—¿Qué pizza quieres? Yo estoy pensando en una especial, ultragrande, de base gruesa y borde relleno de cualquier extravagancia, con salchichas, anchoas, albóndigas y cabeza de alce.
Reed parecía decepcionado.
—¿He estado perdiendo el tiempo?
—En absoluto, pero lo primero es lo primero. Ya está eligiendo su pizza, agente Reed.
—Mmm… Una margarita. Con un par de trozos me basta.
—Ponle un poco de alegría, chaval. Yo pediré una mediana de salchicha, con extra de ajo y guindilla. Ve a que te tomen nota y luego te pasas por la máquina de chicles y nos traes unos de menta verde sin azúcar, no vaya a ser que la señorita Vander nos demande por abuso de autoridad.