XVIII

Robin se levantó a las seis y se fue a trabajar a su estudio.

La sorprendí algo más tarde, mientras deslizaba una garlopa afilada como una cuchilla sobre un rectángulo inmaculado de picea: por el tamaño y el grosor de la madera, la futura tabla armónica de una guitarra acústica.

—La copia de una Stromberg —confirmó—. Voy a probar con varetas diagonales, a ver si le saco algún matiz interesante.

—Te he traído un café —dije.

—Gracias. Tienes una legaña… así, ya está. ¿Has descansado?

—¿Por qué? ¿He dado muchas vueltas en la cama?

—Unas cuantas. ¿Has oído el mensaje del contestador?

—Aún no. —Di un largo bostezo—. ¿A qué hora lo dejaron?

—Hay dos. Uno es de las doce cuarenta y el otro de las cinco; los dos de Milo.

Le localicé en su despacho.

—¿Huck ha movido pieza?

Huck no ha hecho nada, como de costumbre, pero tenemos un nuevo cadáver en la marisma.

—¡Dios mío! Pobre mujer…

—No exactamente.

Entre las siete y media y las nueve de la víspera, Silford Duboff y su novia, Alma Reynolds, disfrutaron de una cena vegana en el Real Food Daily de La Ciénaga Boulevard.

—En realidad, la única que disfruté de la cena fui yo —dijo Reynolds al otro lado del cristal ahumado—. Sil la pasó malhumorado, absorto en sus pensamientos. No me pregunte cuáles, porque no pude sonsacárselos. La noche empezaba a ser frustrante, pero no le dije nada. Sil pidió su plato preferido de la carta, la cena de televisión, que normalmente le cura todos los males. Esta vez no sirvió de nada. Sil se cerró en banda, así que al cabo de un rato dejé de insistir y acabamos de cenar en silencio.

Le contaba la historia a Milo con seguridad y una curiosa distancia, como si estuviera impartiendo una clase.

Alma Reynolds era una cincuentona alta y maciza, con la nariz aguileña, la mandíbula prominente, unos penetrantes ojos azules y la melena entrecana recogida con severidad en una trenza que le llegaba hasta la cintura. El tono didáctico de su voz no era casual: había sido profesora auxiliar de ciencias políticas e historia económica en la Universidad de Oregón durante quince años, tras los que se había jubilado por culpa de «los recortes presupuestarios, la apatía estudiantil y la burocracia fascistoide».

Estaba sentada frente a Milo, con la espalda muy tiesa y sin derramar una lágrima, con la misma camisa azul que vistiera la víspera bien metida por dentro del pantalón de franela gris y unas sandalias de cáñamo. Llevaba unas gafas de lectura con montura de carey colgando de una cadenita sobre el pecho y unos sobrios pendientes de plata y turquesa.

—Así que no sabe qué le preocupaba —insistió Milo.

—No tengo la menor idea. A veces le da por ahí. Es poco comunicativo, como la mayoría de los hombres.

Milo no se lo discutió; a Reynolds tampoco le hubiera importado entrar en polémica.

—Nos fuimos nada más acabar los postres —dijo—. Visto su comportamiento, decidí compensar los daños con un buen libro. Le pedí que me llevara a casa y le dejé bien claro que él tendría que irse a la suya.

—También vivía en Santa Mónica, ¿no?

—A dos manzanas de mi casa, sí, aunque las distancias son relativas: hay días en que dos manzanas son años luz. Ayer fue uno de esos días.

—¿Y eran frecuentes esos días?

—Frecuentes no, pero tampoco eran excepcionales —repuso Alma Reynolds—. Sil podía ser muy difícil.

—Como la mayoría de los hombres.

—A él se lo pasaba porque era un hombre de bien. Si algo debe quedarle claro, teniente, es eso. —Respiró hondo y musitó—: Qué caray, tampoco hay por qué contenerlas.

—¿Contener qué?

—Las lagrimas.

Como si esperaran la señal, dos lagrimones le bajaron por las mejillas. Reynolds enterró los dedos en su espesa melena gris y soltó un gemido.

Milo se tomó su tiempo y le hizo repetirle lo ocurrido.

En lugar de llevar a Alma a su casa, Duboff torció hacia la marisma. Ella protestó pero él hizo caso omiso. A continuación hubo en el coche una «discusión» que ella aprovechó para echarle en cara su obsesión enfermiza por la marisma. Él le dijo que se sentía responsable del lugar, que no podía evitarlo. Ella replicó que el puto lugar estaba bien y no había que preocuparse tanto. Él le dijo que no hablara así de la marisma y ella le increpó y le dijo que era una ridiculez, que la policía no había hecho nada que pudiera alterar el equilibrio natural y ya iba siendo hora de hacer borrón y cuenta nueva.

Sil no le hizo caso.

Ella bramó que aquello era el colmo, pero él siguió conduciendo como si nada.

De tener un móvil lo habría usado, pero no tenía. Y Sil tampoco. Digan lo que digan, las torres de comunicaciones móviles son cancerígenas, por no hablar de los devastadores efectos que tienen entre las aves y los insectos, y Alma prefería irse a vivir a Tombuctú que entregarse a un estilo de vida malsano e irresponsable.

Ella insistió en que parara el coche y Sil pisó el acelerador.

—¿Qué te ha dado?

Sil se hacía el sordo.

—¡Déjate ya de idioteces y respond…!

—Hay una cosa que he de ver.

—¿Qué?

—Una cosa.

—Ésa no es respuesta.

—No tardaremos nada, cariño…

—¡Qué cariño ni qué ocho cuartos! Ya sabes cómo me molesta que…

—Después vamos a casa y te hago un té…

—¡Tú a tu casa y yo a la mía, joder! Si me tomo un té, ya me lo haré yo.

—Como quieras…

A ti lo que yo quiera te trae sin cuidado.

—No te pongas dramática, sólo he de ver una cosa.

—¿Dramática, dices? ¡Me has secuestrado! Es una agresión psicológica intole…

—Será un momento.

—¿Qué será un momento?

—No importa.

—Si no importa, ¿por qué tienes que ir?

—No te importa a ti.

—¿De qué coño ha…?

—Me han llamado y me han dicho que la solución está allí.

—¿La solución de qué?

—De lo que ha pasado.

—¿De qué hablas?

—¡De aquellas mujeres!

—¿De las mujeres que han encontrado en…?

—Sí.

—¿Quién? ¿Quién te ha llamado?

Silencio.

—¡Respóndeme!

—No me ha dicho quién era.

—Mientes. Siempre se te ve el plumero.

Silencio.

—Vamos, que te llama un perfecto desconocido y tú acatas sus órdenes como un androide.

Silencio.

—Es absurdo, Sil, te lo repito…

Silencio.

—La obediencia ciega aniquila el espíritu…

—No se trata de mí sino de la marisma.

—¡La maldita marisma está perfectamente bien! ¿Es que no te entra en la mollera?

—Está visto que no.

—¡Increíble! Te llaman por teléfono y tú acudes corriendo como un perro faldero.

—Puede que sea eso lo que haga falta.

—¿El qué?

—Un perro. Fue un perro el que encontró los cuerpos.

—Así que ahora vas de sabueso. ¿Eso quieres, Sil? ¿Convertirte en un androide uniformado?

—Será un momento.

—¿Y qué se supone que tengo que hacer mientras tú husmeas por ahí?

—Espérame en el coche. No tardo nada.

Pero tardó.

En el coche aparcado en Jefferson, cerca de la entrada Este, Alma fue poniéndose nerviosa y acabó por asustarse. No se avergonzaba de reconocerlo. Para ser sincera, el lugar siempre le había dado miedo, sobre todo de noche. Y con más razón en una noche de luna nueva, con un cielo negro y opaco como la pez.

No se veía a nadie. A nadie.

Y aquellos horribles bloques de apartamentos, aquella abominación del narcisismo antropocéntrico alzándose entre las tinieblas. Había algunas luces encendidas, pero tampoco ayudaban mucho. A esa distancia parecían luces de otro planeta.

No le quedaba más remedio que esperar.

Cinco minutos. Seis, siete, diez, quince, dieciocho. ¿Dónde coño estaba?

Al final decidió sobreponerse a la inquietud mediante la ira, una técnica que había aprendido de un colega de la facultad de Oregón que daba clases de psicología cognitiva: la de sustituir una emoción que incapacita por otra que capacite para la acción.

El ejercicio funcionaba, y Alma fue enfureciéndose cada vez más pensando en Sil, en aquel hombre arrogante y compulsivo, en aquel mongoloide desconsiderado. La había dejado ahí plantada, el muy imbécil.

Cuando volviera, le iba a armar la de Dios.

Al cabo de veinticinco minutos Sil aún no había aparecido y su ira comenzó a recular ante el avance inexorable de la inquietud.

No, era peor que la inquietud: era miedo puro y duro, no se avergonzaba de reconocerlo.

Había que emplear otra estrategia, enfrentarse a la impotencia con la acción.

Alma salió del coche y se encaminó hacia la marisma.

La oscuridad que la envolvía era total y se detuvo.

Gritó su nombre.

No hubo respuesta.

Le llamó aún más fuerte.

Nada.

Dio otro paso al frente pero el muro de oscuridad era infranqueable y tuvo que detenerse. ¿Dónde estaba la linterna de bolsillo de Sil?

—¡Ya estás saliendo de ahí y llevándome a casa! ¡Y no me llames hasta que te llame yo a ti!

El puño surgió de la nada.

Fue un buen golpe y le alcanzó de pleno en el estómago, con tanta fuerza que pensó que iba a sacar las tripas por la boca.

Una descarga eléctrica de dolor se adueñó de su cuerpo y la dejó sin respiración.

El segundo golpe lo encajó en la cabeza y la mandó directa al suelo, donde un pie remató la faena pateándole la espalda.

Alma se hizo un ovillo y rezó para que no se ensañaran más.

La paliza terminó tan repentinamente como empezó.

Alma oyó unos pasos que se perdían en la noche. Como no escuchó el motor de ningún coche, permaneció en el suelo. Me está observando, pensó. Estuvo ahí un buen rato antes de plantearse la gran pregunta:

¿Era Sil?

Si no, ¿dónde estaba Sil?

Duboff había recibido un navajazo poco antes, en el sendero. Las manchas de sangre habían manchado la tierra a cuatro metros escasos del lugar donde encontraron a Selena Bass. El asesino se había cuidado de pasar una rama por el suelo hasta la calzada, para borrar las pisadas. Tampoco había pelos sueltos o fluidos corporales que no fueran los de Duboff, ni huellas de neumáticos en la calle.

El navajazo fue profundo, por la espalda, y le perforó el pulmón izquierdo. Se lo asestaron con tal fuerza que le rompieron también una costilla. Acabaron el trabajito cortándole el pescuezo de oreja a oreja, cuando ya estaba tendido de bruces.

—Seguramente le estiró del pelo, le rodeó la garganta y ¡zas! —me explicó Milo más tarde.

El ataque a traición en la oscuridad no debió de llevarle más que unos segundos, pero Alma Reynolds esperó en el coche casi media hora, tiempo más que suficiente para borrar las huellas.

Cuando llamó a Duboff, el asesino se percató de su presencia. El segundo grito le ayudó a localizarla y ya sólo tuvo que abalanzarse sobre ella. Se trataba de una testigo potencial, pero estaría demasiado concentrado en su propia huida y no se molestó en liquidarla.

El asesino se esperaba un encuentro a solas, pero Duboff, siempre a contracorriente, llegó acompañado de Alma Reynolds, exponiéndola sin querer a un peligro mortal.

—¿Se encuentra ya mejor? —se interesó Milo.

Alma respondió con aire ofendido:

—Ya le he dicho que no me he hecho nada. Lo que me duele es el ego.

Se puso en pie, disimulando a duras penas un mohín de dolor.

—Hijo de perra —musitó mientras salía con rigidez de la sala—. Cómo le voy a añorar…

Milo y yo nos trasladamos a su despacho.

—Duboff era un misántropo gruñón —dije—, pero confiaba lo bastante en la persona que le llamó como para encontrarse con ella a oscuras. Alma Reynolds dice que mentía, que sabía quién le había llamado. El cebo era perfecto: la solución del caso.

—Pues a mí como cebo me parece un poco pobre —objetó Milo—. ¿Por qué iba a picar alguien como él?

—Imagínate los titulares: ecologista militante pone en evidencia a la policía y mantiene intacta su tierra sagrada.

—Supongo que tienes razón.

—Además, a él no le asustaba la marisma de noche. Alma dice que iba a menudo, como la noche en que encontraron a Selena y a punto estuvo de coincidir con el asesino.

—Tan a punto que me huele a chamusquina.

—¿Quieres decir que pudo tomar parte?

—El trabajito habría sido mucho más sencillo entre dos, como tú dijiste, y no creo que haya mucha gente más vinculada sentimentalmente a la marisma que Duboff. Además, era un bicho raro. Recuerda que al principio sospechamos de él y lo descartamos porque no tenía antecedentes penales graves ni relación alguna con Huck. Vete a saber, a lo mejor fue una cagada como un piano.

—¿Qué insinúas? ¿Que fue allí a hablar con su cómplice? ¿Y por qué llevó a Reynolds?

—Porque pensó que sería un momento, como le dijo. Lo que no sabía es que su cómplice le tenía reservada una sorpresa.

—Habría que averiguar si el nombre de Huck figura en alguna de las listas de correo de la protectora.

—Lo que habría que saber es dónde cono estuvo anoche.

Por algo tengo el culo cuadrado de esperar en el coche contemplando la fronda. No vi a nadie entrar o salir de la casa, pero eso no significa nada, porque pudo salir antes de que llegara y volver después de que me llamaran por lo de Duboff.

—¿A qué hora te llamaron?

—A las doce pasadas. Pero para entonces ya llevaba muerto un buen rato. Nuestra amiga Alma no llevaba reloj, pero asegura haber salido del restaurante poco después de las nueve y supone que serían las diez cuando se llevó la paliza. Se quedó allí tumbada medio grogui media hora más, luego se levantó y se puso a buscar a Duboff. Fue una tontería como una casa, pero la adrenalina y la sensatez no hacen buenas migas. Cuando lo encontró corrió hacia la calle dando voces. No la oyó nadie, claro, ya sabes que de noche aquello está desierto. De modo que volvió al coche de Duboff y fue a dar parte a la comisaría de la división del Pacífico. En el informe consta que llegó a las once y treinta y dos. La metieron en una sala, le tomaron la declaración, mandaron un coche a la marisma para verificar la ubicación del cadáver y llamaron a Reed, que estalla en Solana Beach y me llamó a mí. Yo había ido a descargar la vejiga, vi el mensaje, le devolví la llamada y salí cagando leches hacia la marisma, dejándole a Huck todo el tiempo del mundo y el horizonte despejado para volver a casa. —Se pasó una mano por la cara—. Me hago viejo, Alex. Antes de salir tendría que haber llamado al timbre de los Vander. Si Huck no estaba en casa, a lo mejor había alguien que pudiera abrirme, la señora de la limpieza o quien fuera, y lo habría sabido.

—Te pidieron que fueras a la escena del crimen y fuiste. No te tortures.

—Pero ¿qué prisa tenía si ya estaba fiambre? —Soltó un par de tacos—. Sí, fue la reacción lógica. Lo que equivale a la falla más absoluta de creatividad.

—Me sorprende.

—¿El qué?

—Que se flagele de esta manera el hombre de granito.

—De arenisca, diría yo.