31
Ricky llegó al peaje del lado occidental del río Hudson, al norte de Kingston, Nueva York, poco después de medianoche. Había conducido deprisa, al límite de velocidad permitida para evitar que lo parara algún irritado policía de tráfico de Nueva York. Le recordó un poco a un microcosmos de gran parte de su vida anterior. Quería correr, pero no estaba dispuesto a asumir el riesgo de ir volando. Pensó que Frederick Lazarus habría puesto el coche a ciento sesenta kilómetros por hora, pero él no podía hacerlo. Era como si ambos hombres, Richard Lively, que se escondía, y Frederick Lazarus, que estaba dispuesto a luchar, condujeran a la vez. Se percató de que, desde que había preparado su propia muerte, mantenía el equilibrio entre la incertidumbre de asumir riesgos y la seguridad de ocultarse. Pero sabía que seguramente ya no era tan invisible como antes. Supuso que su perseguidor estaba cerca, que habría encontrado todas las migas e hilos dejados a modo de pistas e indicaciones desde New Hampshire hasta Nueva York y, después, hasta Nueva Jersey.
Pero sabía que también él estaba cerca.
Era una carrera con sabor a muerte. Un fantasma que perseguía a un difunto. Un difunto que buscaba a un fantasma.
Pagó el peaje, el único vehículo que en ese momento cruzaba el puente. El empleado de la taquilla estaba a mitad de un ejemplar del Playboy, que contemplaba más que leía, y apenas lo miró. El puente, en sí, es una curiosidad arquitectónica. Se eleva decenas de metros por encima de la franja de oscuras aguas que constituye el Hudson, iluminado por una hilera de farolas de sodio amarillo verdosas, y desciende hasta encontrarse con la tierra del lado de Rhinebeck en un oscuro terreno de labranza rural, de modo que, desde lejos, parece un collar reluciente suspendido sobre un cuello de ébano, envuelto en la oscuridad de la orilla. Mientras avanzaba hacia la carretera que parecía desaparecer en un foso, se le antojó un viaje inquietante. Sus faros dibujaban débiles conos de luz en la noche que lo rodeaba.
Encontró un lugar donde detenerse y tomó uno de los dos teléfonos móviles restantes. Marcó el número del último hotel donde estaba previsto que se hospedara Frederick Lazarus. Era un establecimiento barato, el tipo de hotel que sólo está un paso por encima de los que reciben a prostitutas y a sus clientes por horas. Supuso que el recepcionista de noche tendría poco que hacer, suponiendo que esa noche no hubieran disparado ni apaleado a nadie en el hotel.
—Hotel Excelsior, ¿en qué puedo servirle?
—Me llamo Frederick Lazarus —dijo Ricky—. Tenía una reserva para esta noche. Pero no llegaré hasta mañana.
—No hay problema —aseguró el hombre, que se rio un poco ante la idea de una reserva—. Habrá tantas habitaciones libres entonces como ahora. No tenemos lo que se dice overbooking esta temporada turística.
—¿Podría comprobar si me han dejado algún mensaje?
—Espere —dijo el hombre. Ricky oyó cómo dejaba el auricular en el mostrador. Regresó pasado un minuto—. Pues sí, oiga —soltó—. Debe de ser muy conocido. Tiene tres o cuatro mensajes.
—Léamelos —pidió Ricky—. Y me acordaré de usted cuando llegue.
El hombre lo hizo. Eran sólo los que Ricky se había dejado a sí mismo. Eso le hizo vacilar.
—¿Ha ido alguien a preguntar por mí? Tenía una cita prevista.
El recepcionista dudó de nuevo y, con esa duda, Ricky averiguó lo que quería. Antes de que pudiera mentir diciendo que no, se le adelantó:
—Es preciosa, ¿verdad? Del tipo que logra lo que quiere, cuando quiere y sin preguntas. De una clase muy superior a las que suelen cruzar esa puerta, ¿o me equivoco?
El hombre tosió.
—¿Sigue ahí? —preguntó Ricky.
—No. Se marchó —susurró el recepcionista al cabo de un par de segundos—. Hace poco menos de una hora, después de recibir una llamada en su móvil. Se fue muy deprisa. Lo mismo que el hombre que la acompañaba. Llevan toda la noche viniendo a preguntar por usted.
—¿El hombre es bastante rechoncho, pálido y recuerda un poco al niño al que solíamos pegar en el colegio? —preguntó Ricky.
—Exacto —dijo el hombre, y rio—. El mismo. Una descripción perfecta.
«Hola, Merlin», pensó Ricky.
—¿Dejaron un número o una dirección?
—No. Sólo dijeron que volverían. Y no querían que yo dijera que habían estado aquí. ¿De qué va todo esto?
—Sólo negocios. ¿Sabe qué? Si vuelven deles este número. —Ricky leyó el del último móvil—. Pero haga que aflojen algo a cambio. Están forrados.
—De acuerdo. ¿Les digo que va a llegar mañana?
—Sí. Más vale que sí. Y dígales que llamé para saber si tenía mensajes. Nada más. ¿Echaron un vistazo a los mensajes?
—No —mintió el hombre—. Son confidenciales. No se los enseñaría a ningún desconocido sin su autorización.
«Seguro —pensó Ricky—. No por menos de cincuenta dólares». Se alegraba de que el recepcionista hubiera hecho justo lo que había esperado. Colgó y se recostó en el asiento. «No estarán seguros —pensó—. Ahora no saben quién más está buscando a Frederick Lazarus, ni por qué, ni qué relación tiene con lo que está pasando. Eso les preocupará y su siguiente paso será algo incierto».
Era lo que quería. Consultó su reloj. Estaba seguro de que el criador de perros se habría liberado por fin y, después de apaciguar a Brutus y de reunir todos los perros que hubiera podido, habría hecho ya su llamada, así que esperaba que en la casa a la que se dirigía habría por lo menos una luz encendida.
Como había hecho antes esa noche, dejó el coche estacionado en el arcén, a un lado de la carretera, fuera de la vista. Faltaban unos dos kilómetros para su destino, pero pensó que el trayecto a pie le iría bien para reflexionar sobre su plan. Sentía cierta agitación interior, como si estuviera cerca por fin de obtener respuestas a algunas preguntas. Pero iba acompañada de una sensación de indignación que se habría convertido en furia si no se hubiera esforzado en dominarla. «La traición puede volverse mucho más fuerte que el amor pensó».
Tenía el estómago algo revuelto, y supo que obedecía a la decepción mezclada con una rabia desenfrenada.
Ricky, tiempo atrás un hombre introspectivo, comprobó que su arma estuviera bien cargada mientras pensaba que el único plan posible era el enfrentamiento, que es un enfoque que se define a sí mismo, y comprendió que se estaba acercando con rapidez a uno de esos momentos en que el pensamiento y la acción se funden. Corrió a través de la oscuridad y sus zapatillas resonaban en el asfalto para incorporarse a los sonidos de aquel paisaje nocturno: una zarigüeya que escarbaba en la maleza, el zumbido de los insectos en un campo cercano… Deseó formar parte del aire.
«¿Vas a matar a alguien esta noche?», se preguntó mientras corría. No conocía la respuesta.
Entonces se preguntó: «¿Estás dispuesto a matar a alguien esta noche?».
Esta pregunta parecía más fácil de contestar. Supo que una gran parte de él estaba preparada para hacerlo. Era la parte que había construido durante meses a partir de trocitos de identidad después de que le hubieran arruinado la vida. La parte que había estudiado en la biblioteca local todos los métodos asesinos y violentos y que había adquirido experiencia en el local de tiro. La parte inventada.
Se detuvo en seco al llegar al camino de entrada a la casa. En su interior estaba el teléfono con el número que había reconocido. Recordó por un momento haber ido ahí casi un año antes, expectante y casi aterrado, con la esperanza de alguna clase de ayuda, desesperado por conseguir cualquier tipo de respuestas. «Estaban aquí, esperándome —pensó—, ocultas bajo mentiras. Pero no logré verlas. Jamás se me ocurrió que el hombre que consideraba mi mejor ayuda resultara ser el hombre que quería matarme».
Desde el camino vio, como esperaba, una luz solitaria en el estudio.
«Sabe que vengo a verle —pensó—. Virgil y Merlin, que podrían ayudarle, siguen en Nueva York». Aunque hubieran conducido sin parar a toda velocidad desde la ciudad, todavía estarían a una hora larga de distancia. Avanzó y oyó el ruido de sus pies en la grava del camino. Quizá él sabía que Ricky estaba ahí fuera, así que miró alrededor buscando un modo de entrar a escondidas. Pero no estaba seguro de que el elemento sorpresa fuera necesario.
Así que, en lugar de eso, empuñó la pistola y la amartilló. Quitó el seguro y caminó con tranquilidad hacia la puerta principal, como haría un vecino simpático en medio de una tarde de verano.
No llamó a la puerta, sino que giró el picaporte sin más. Como imaginaba, estaba abierta.
Tras entrar, oyó una voz en el estudio, a su derecha.
—Aquí, Ricky.
Levantó la pistola, preparado para disparar, y avanzó hacia la luz que salía por la puerta.
—Hola, Ricky. Tienes suerte de estar vivo.
—Hola, doctor Lewis. —El anciano estaba de pie detrás de la mesa con las manos apoyadas sobre su superficie, inclinado y expectante—. ¿Lo mato ahora o quizá de aquí a unos minutos? —preguntó Ricky con voz inexpresiva, tratando de contener la rabia.
—Supongo que tendrías motivos para disparar en ciertos ámbitos —sonrió el viejo psicoanalista—. Pero quieres respuestas para ciertas preguntas y he esperado esta larga noche para contestar a lo que pueda. Eso es, al fin y al cabo, lo que hacemos, ¿no es así, Ricky? Contestar preguntas.
—Quizá lo hice antes —dijo Ricky—. Pero ya no.
Apuntó al hombre que había sido su mentor. Al hombre que le había formado. El doctor Lewis pareció un poco sorprendido.
—¿De veras has venido hasta aquí sólo para matarme? —preguntó.
—Sí —mintió Ricky.
—Adelante, pues. —El anciano le miraba fijamente.
—Rumplestiltskin siempre ha sido usted —dijo Ricky.
—No, te equivocas —repuso Lewis a la vez que sacudía la cabeza—. Pero yo soy quien lo creó. Por lo menos en parte.
Ricky se desplazó a un lado, adentrándose más en el estudio sin dejar de dar la espalda a la pared. Las mismas estanterías. Las mismas obras de arte. Por un instante, casi pudo creer que el año transcurrido entre las dos visitas no había existido. Era un lugar frío, que parecía reflejar neutralidad y una personalidad opaca; nada en las paredes ni en la mesa que revelara algo sobre el hombre que ocupaba el estudio, lo que, como Ricky pensó de modo sombrío, seguramente lo decía todo. No se precisa un diploma en la pared para acreditar que se es perverso. Se preguntó cómo no se había dado cuenta antes. Hizo un gesto con el arma para indicarle que se sentara en la silla giratoria de piel.
El doctor Lewis se dejó caer en ella con un suspiro.
—Me estoy haciendo viejo y ya no tengo la energía de antes —dijo con aspereza.
—Ponga las manos donde pueda verlas —exigió Ricky.
El anciano levantó las manos y se dio unos golpecitos en la frente con el dedo índice.
—Las manos no son lo verdaderamente peligroso, Ricky. Ya deberías saberlo. Lo verdaderamente peligroso, es lo que tenemos en la cabeza.
—Tiempo atrás podría haber coincidido con usted, doctor, pero ahora tengo mis dudas. Y una confianza absoluta en este chisme, que, por si no lo sabe, es una Ruger semiautomática. Dispara a gran velocidad balas de punta hueca. El cargador contiene quince balas, cada una de las cuales le arrancará una parte del cráneo, incluso la que acaba de señalarse, y le matará con rapidez. ¿Y sabe qué es lo realmente enigmático de esta arma, doctor?
—¿Qué?
—Que está en manos de un hombre que ya murió una vez. Que ya no existe en este mundo. Debería considerar las implicaciones de esa circunstancia existencial, ¿no cree?
El doctor Lewis observó el arma por un instante.
—Lo que dices es interesante, Ricky, pero te conozco. Sé cómo eres por dentro. Estuviste en mi diván cuatro veces a la semana durante casi cuatro años. Conozco cada temor. Cada duda. Cada esperanza. Cada sueño. Cada aspiración. Cada ansiedad. Te conozco tan bien como te conoces tú mismo, y puede que mejor, y sé que no eres un asesino. Sólo eres un hombre muy trastornado que tomó algunas decisiones muy malas en su vida. Dudo que un homicidio demuestre lo contrario.
Ricky sacudió la cabeza.
—En su diván estuvo un hombre al que usted conocía como doctor Frederick Starks. Pero él está muerto y a mí no me conoce. No al nuevo yo. En absoluto.
Dicho esto, disparó.
El tiro retumbó en la pequeña habitación y le ensordeció un momento. La bala pasó por encima de la cabeza de Lewis y dio en una estantería situada detrás. El lomo de un grueso volumen de medicina se partió al recibir el impacto. Era una obra sobre psicología patológica, detalle que casi arrancó una carcajada a Ricky.
Lewis palideció, se tambaleó por un instante y soltó un grito ahogado.
—Dios mío —gimió tras recobrar el equilibrio. Ricky vio algo en sus ojos que no era del todo miedo, sino más bien una sensación de asombro, como si hubiese sucedido algo completamente inesperado—. No creí… —empezó.
Ricky le interrumpió con un ligero movimiento de la pistola.
—Un perro me enseñó a hacer eso.
El doctor Lewis giró un poco la silla y examinó el lugar donde se había incrustado la bala. Soltó un sonido que era a la vez carcajada y grito ahogado, y sacudió la cabeza.
—Menudo disparo, Ricky —comentó despacio—. Muy adecuado. Más cerca de la verdad que de mi cabeza. Quizá quieras tenerlo en cuenta durante los siguientes minutos.
—Deje de ser tan obtuso —dijo Ricky—. Vamos a hablar sobre respuestas. Es extraordinario cómo un arma permite centrarse en las cuestiones importantes. Piense en todas esas horas con todos esos pacientes, incluido yo mismo, doctor. Todas esas mentiras, distracciones, salidas tangenciales y métodos complicados de engaños y rodeos. Todo ese laborioso tiempo dedicado a separar las verdades. ¿Quién habría podido imaginar que las cosas podían volverse sencillas tan deprisa con un objeto como éste? Un poco como el nudo gordiano de Alejandro, ¿no le parece, doctor?
Lewis parecía haber recobrado la compostura. Su semblante cambió deprisa y pasó a observar a Ricky con ceño y ojos entrecerrados, como si aún pudiera imponer cierto control a la situación. Ricky ignoró todo lo que implicaba esa mirada y, de modo muy parecido al año anterior, dispuso una butaca frente al viejo médico.
—Si no es usted, ¿quién es entonces Rumplestiltskin? —preguntó con frialdad.
—Lo sabes, ¿no?
—Explíquemelo.
—El hijo mayor de tu antigua paciente. La mujer a la que no ayudaste.
—Eso ya lo he averiguado. Continúe.
—Mi hijo adoptivo —dijo encogiéndose de hombros.
—Eso lo descubrí esta misma noche. ¿Y los otros dos?
—Sus hermanos pequeños. Los conoces como Merlin y Virgil. Por supuesto, sus nombres son otros.
—¿También adoptados?
—Sí. Nos quedamos con los tres. Primero como familia de acogida, a través del estado de Nueva York. Después lo organicé todo para que mis primos de Nueva Jersey nos sirvieran de fachada para la adopción. Fue sencillo burlar la burocracia, a la que, como estoy seguro de que ya habrás averiguado, no le importaba demasiado el futuro de los tres niños.
—Así pues, ¿llevan su apellido? ¿Desechó Tyson y les dio el suyo?
—No. —El anciano sacudió la cabeza—. No tienes tanta suerte, Ricky. No figuran en ninguna guía telefónica como Lewis. Fueron reinventados por completo. Un apellido distinto para cada uno. Una identidad distinta. Un plan distinto. Una escuela distinta. Una educación distinta y un tratamiento distinto. Pero hermanos en el fondo, que es lo que cuenta. Eso ya lo sabes.
—¿Por qué? ¿Por qué este elaborado plan para ocultar su pasado? ¿Por qué no…?
—Mi mujer ya estaba enferma y habíamos superado la edad requerida para adoptar. Mis primos servían para nuestros propósitos. Y, a cambio de dinero, estaban dispuestos a ayudar. Y a olvidar.
—Claro —contestó Ricky con sarcasmo—. ¿Y su pequeño accidente? ¿Una riña doméstica?
—Una coincidencia —aclaró Lewis meneando la cabeza. Ricky no estaba seguro de creérselo. No pudo evitar una pulla:
—Freud decía que las coincidencias no existen.
—Cierto —asintió Lewis—. Pero hay diferencia entre desear y actuar.
—¿De veras? Creo que se equivoca. Pero da lo mismo. ¿Por qué ellos? ¿Por qué esos tres niños?
—Engreimiento. Arrogancia. Egoísmo. —El viejo psicoanalista se encogió de hombros otra vez.
—Eso sólo son palabras, doctor.
—Sí, pero explican muchas cosas. Dime, Ricky, un asesino…, un auténtico psicópata despiadado y asesino, ¿es alguien creado por su entorno? ¿O nace así debido a un error infinitesimal en el acervo genético? ¿Cuál de las dos cosas, Ricky?
—El entorno. Eso es lo que nos enseñan. Cualquier analista diría lo mismo. Aunque los especialistas en genética podrían discrepar. Pero, psicológicamente, somos resultado de nuestro entorno.
—Estoy de acuerdo. Así que tomé a un niño y a sus dos hermanos. El muchacho era una rata de laboratorio para la maldad. Abandonado por su padre biológico. Rechazado por sus demás familiares. Sin haber gozado de algo parecido a la estabilidad. Expuesto a toda clase de perversidades sexuales. Maltratado por la serie de novios sociopáticos de su madre, la única persona en la que confiaba en este mundo y a la que finalmente vio suicidarse, impotente, sumida en la pobreza y la desesperación. Una fórmula infalible para la maldad, ¿no estás de acuerdo?
—Sí.
—Y yo creí que podría tomar a ese niño y anular el peso de la injusticia. Contribuí a preparar el sistema que lo separaría de ese pasado terrorífico. Pensé que podría convertirlo en un miembro productivo de la sociedad. Ésa fue mi arrogancia, Ricky.
—¿Y no pudo?
—No. Pero, curiosamente, engendré lealtad. Y quizá cierta clase de cariño. Es algo terrible y aun así fascinante, ser amado y respetado por un hombre dedicado al mal. Y así es Rumplestiltskin. Es un profesional. Un asesino consumado. Provisto de la mejor educación que podía darle. Exeter. Harvard. La facultad de derecho de Columbia. Además de un breve período en el ejército para una formación adicional. ¿Sabes lo curioso de todo esto, Ricky?
—Dígamelo.
—Su trabajo no es tan diferente del nuestro. La gente con problemas va a verlo. Le pagan bien por solucionarlos. El paciente que llega a nuestro diván está desesperado por desahogarse, lo mismo que sus clientes. Sus medios son, bueno, más inmediatos que los nuestros. Pero menos profundos.
Ricky respiraba con dificultad. Lewis sacudió la cabeza.
—¿Y sabes qué más, Ricky? Aparte de ser muy rico, ¿sabes qué otra cualidad posee?
—¿Cuál?
—Es implacable. —El viejo analista suspiró antes de añadir—: Aunque quizá ya lo has comprobado. Esperó años mientras se preparaba y después persiguió a todos los que hubiesen hecho daño a su madre alguna vez y los destruyó del mismo modo que ellos hicieron con ella. En cierto sentido, supongo que podría considerarse conmovedor. El amor de un hijo. El legado de una madre. ¿Hizo mal, Ricky, por haber castigado a todas esas personas que arruinaron por malicia o por ignorancia la vida de esa mujer que se vio obligada a dejar desamparados a tres niños pequeños y necesitados en el más cruel de los mundos? Yo no lo creo, Ricky. En absoluto. Pero si hasta los políticos más necios no cesan de decir que vivimos en una sociedad que elude las responsabilidades. ¿No es la venganza limitarse a aceptar las deudas de uno y pagarlas de otro modo? La gente que él eligió merecía un castigo. Eran personas que, como tú, habían ignorado a alguien que suplicaba ayuda. Eso es lo que falla en nuestra profesión, Ricky. A veces queremos explicar tantas cosas, cuando la respuesta real se encuentra en una de ésas… —Señaló el arma de Ricky.
—Pero ¿por qué yo? Yo no…
—Claro que sí. Fue a pedirte ayuda, desesperada, pero tú estabas demasiado ocupado decidiendo el rumbo de tu carrera y no pudiste prestarle atención y la ayuda que necesitaba. Desde luego, Ricky, una paciente que se suicida cuando la estás tratando, aunque sólo haya sido unas pocas sesiones… ¿No sientes ningún remordimiento? ¿Ninguna sensación de culpa? ¿No mereces pagar algún precio? ¿Cómo puedes ignorar que la venganza implica tanta responsabilidad como cualquier otro acto humano?
Ricky no contestó. Pasado un momento, preguntó:
—¿Cuándo supo…?
—¿Tu relación con mi experimento adoptado? Hacia el final de tu análisis. Y decidí ver cómo terminaría con el paso de los años.
Ricky sintió que su rabia se mezclaba con el sudor. Tenía la boca seca.
—Pero cuando él fue a por mí, usted podría haberme advertido.
—¿Traicionar a mi hijo adoptado por un expaciente? ¿Que ni siquiera era mi favorito, además? —Estas palabras dolieron mucho a Ricky. Aquel anciano era tan malvado como el niño que había adoptado. Quizá peor aún—. Lo consideré un acto de justicia. —El viejo analista rio en voz alta—. Pero no sabes ni la mitad, Ricky.
—¿Cuál es la otra mitad?
—Creo que tendrás que descubrirlo por ti mismo.
—¿Y los otros dos?
—El hombre que conoces como Merlin es abogado de verdad, y muy bueno. La mujer que conoces como Virgil es una actriz bastante prometedora. Sobre todo ahora que ya casi han acabado de atar los cabos sueltos de sus vidas. Lo otro que deberías saber es que ambos creen que fue su hermano mayor, el hombre al que tú conoces como Rumplestiltskin, quien les salvó la vida, no yo, aunque contribuí a su salvación. No; fue él quien los mantuvo juntos, quien evitó que quedaran desamparados, quien se ocupó de que estudiasen y sacaran buenas notas para después tener éxito en la vida. Hay algo que tienes que entender, aunque sea lo único: le profesan devoción. Son leales por completo al hombre que te matará. Que ya te mató una vez y que volverá a hacerlo. ¿No te parece fascinante desde el punto de vista psiquiátrico? Un hombre sin escrúpulos que genera una devoción ciega y absoluta. Un psicópata que te matará con la misma despreocupación con que podrías aplastar una araña que se cruzara en tu camino. Pero que es amado y que ama a su vez. Pero sólo los ama a ellos dos. A nadie más. Excepto, quizá, un poquito a mí, porque le rescaté y le ayudé. Así que a lo mejor me he ganado el cariño de alguien muy leal. Es importante que lo recuerdes, Ricky, porque tienes muy pocas probabilidades de sobrevivir ante Rumplestiltskin.
—¿Quién es? —Cada palabra que decía el viejo analista parecía ennegrecer el mundo que lo rodeaba.
—¿Quieres su nombre? ¿Su dirección? ¿El lugar donde trabaja?
—Sí. —Ricky apuntó al anciano.
Lewis sacudió la cabeza.
—Como en el cuento, ¿verdad? El emisario de la princesa oye cómo el enano saltarín que danza en torno a la hoguera repite su nombre. La reina no hace nada inteligente ni sabio, ni siquiera refinado. Sólo tiene suerte, y cuando él le hace la tercera pregunta, sabe la respuesta gracias a una suerte ciega y tonta, de modo que sobrevive, conserva a su hijo primogénito y vive feliz el resto de su vida. ¿Crees que ocurrirá lo mismo? ¿La suerte que te ha permitido llegar aquí y blandir un arma frente a un viejo te servirá para ganar el juego?
—Dígame su nombre —ordenó Ricky con voz fría e implacable—. Quiero todos sus nombres.
—¿Por qué crees que todavía no los sabes?
—Estoy cansado de tantos juegos.
—La vida no es más que eso —indicó el viejo analista meneando la cabeza—. Un juego tras otro. Y la muerte es el mayor juego de todos.
Los dos se miraron a través de la habitación.
—Me pregunto cuánto tiempo nos quedará —dijo Lewis con cautela, pronunciando las palabras una a una, tras alzar los ojos un momento hacia el reloj de pared.
—El suficiente —contestó Ricky.
—¿De verdad? El tiempo es elástico, ¿no? Los momentos pueden durar una eternidad o evaporarse enseguida. El tiempo depende en realidad de nuestra visión del mundo. ¿No es eso algo que aprendemos en el análisis?
—Sí. Es cierto.
—Y esta noche hay muchas interrogantes sobre el tiempo, ¿no? Estamos aquí, solos en esta casa. Pero ¿por cuánto tiempo? Sabiendo como sabía que venías hacia acá, ¿no crees que tomé la precaución de pedir ayuda? ¿Cuánto faltará para que llegue?
—Lo suficiente.
—Ah, yo no estaría tan seguro. —El anciano sonrió de nuevo—. Pero quizá deberíamos complicarlo un poco.
—¿Cómo?
—Supongamos que te dijera que la información que buscas se encuentra en algún lugar de esta habitación. ¿Podrías encontrarla a tiempo? ¿Antes de que vengan a rescatarme?
—Ya se lo dije: estoy harto de juegos.
—Está a la vista. Y te has acercado más de lo que te imaginarías. Ya está. Se acabaron las pistas.
—No jugaré.
—Bueno, creo que te equivocas. Tendrás que jugar un poco más porque esta partida no ha terminado. —Lewis levantó de golpe las manos y añadió—: Tengo que sacar algo del cajón superior de la mesa. Es algo que cambiará la forma en que está discurriendo el juego. Algo que querrás ver. ¿Puedo?
—Adelante —asintió Ricky a la vez que le apuntaba a la cabeza. El anciano esbozó una sonrisa desagradable y fría. La mueca de un verdugo. Sacó un sobre del cajón y lo puso en la mesa.
—¿Qué es eso?
—Puede que sea la información que buscas. Nombres, direcciones, identidades.
—Démelo.
—Como quieras… —dijo el doctor Lewis, y se encogió de hombros. Deslizó el sobre por la mesa y Ricky lo agarro con impaciencia.
Estaba cerrado y Ricky apartó los ojos del viejo un instante para examinarlo. Fue un error, y lo supo al punto.
Levantó la mirada y vio que el anciano exhibía ahora una ancha sonrisa en la cara y un pequeño revólver del calibre 38 en la mano derecha.
—No es tan grande como tu pistola, ¿verdad, Ricky? —Soltó una sonora carcajada—. Pero seguramente igual de eficiente. Has cometido un error que ninguna de las tres personas implicadas cometería. Y mucho menos Rumplestiltskin. Él jamás habría desviado los ojos de su objetivo, ni por un segundo. No importa lo bien que conociera a la persona a la que estaba apuntando, jamás se habría fiado para apartar los ojos ni siquiera un brevísimo instante. Tal vez eso debería advertirte sobre las pocas probabilidades que tienes.
Los dos hombres se miraban de un lado a otro de la mesa, apuntándose mutuamente.
Ricky entrecerró los ojos y sintió que empezaban a sudarle las axilas.
—Esto es una fantasía analítica, ¿no crees? —susurró Lewis—. En el sistema de transferencia, ¿no queremos matar al analista, lo mismo que queremos matar a nuestra madre, a nuestro padre o a cualquiera que ha pasado a simbolizar todo lo malo de nuestras vidas? Y el analista, a cambio, ¿no siente una pasión malsana que le gustaría explotar a su vez?
Ricky guardó silencio.
—El niño puede haber sido una rata de laboratorio para la maldad, como usted ha dicho —masculló por fin—, pero podría haberse corregido. Usted podría haberlo conseguido, pero no quiso, ¿verdad? Era más interesante ver qué pasaría dejándole emocionalmente a su aire, y mucho más fácil para usted echar la culpa a toda la maldad del mundo e ignorar la suya, ¿no?
Lewis palideció.
—Usted sabía que era tan psicópata como él, ¿verdad? —prosiguió Ricky—. Quería un asesino y encontró uno, porque era lo que usted siempre había querido ser: un asesino.
—Siempre has sido muy astuto, Ricky. —El anciano frunció el entrecejo—. Piensa en lo que podrías haber logrado en la vida si hubieses sido más ambicioso. Y más sutil.
—Baje el arma, doctor. No va a dispararme —dijo Ricky. Lewis siguió apuntándole a la cara, pero asintió.
—No necesito hacerlo, ¿sabes? —dijo—. El hombre que te mató una vez volverá a hacerlo. Y ahora no se contentará con una necrológica en el periódico. Querrá ver cómo mueres. ¿Y tú?
—No, si puedo evitarlo. Cuando encuentre todas estas pistas que, según usted, están aquí, quizá vuelva a desaparecer. Ya lo logré una vez e imagino que puedo repetirlo. Quizá Rumplestiltskin tenga que conformarse con lo que logró la primera vez que jugamos. El doctor Starks está muerto y desaparecido. Ganó la partida. Pero yo seguiré adelante y me convertiré en lo que quiera. Puedo ganar huyendo. Ganar escondiéndome, siguiendo vivo y en el anonimato. ¿No le resulta extraño, doctor? Nosotros que trabajamos tanto para ayudarnos a nosotros mismos y a nuestros pacientes a enfrentarse con los demonios que los persiguen y atormentan, podemos protegernos escapando. Ayudamos a los pacientes a convertirse en algo, pero yo puedo convertirme en nada y de este modo ganar. ¿No le parece irónico?
Lewis sacudió la cabeza.
—Había previsto esta reacción —afirmó despacio—. Imaginé que me darías esta respuesta.
—Pues entonces se lo repito: baje el arma y me marcharé —dijo Ricky—. Suponiendo que la información que busco esté en este sobre.
—En cierto modo —aseguró el anciano. Susurraba con una sonrisa desagradable—. Pero tengo un par de preguntas más, si no te importa.
Ricky asintió.
—Te he hablado del pasado de ese hombre. Y contado mucho más de lo que has asimilado hasta ahora. ¿Y qué te he dicho de su relación conmigo?
—Habló de una especie de lealtad y amor extraños. El amor de un psicópata.
—El amor de un asesino por otro. ¿No te parece muy interesante?
—Fascinante. Y si todavía fuera psicoanalista, sentiría curiosidad y estaría ansioso por estudiarlo. Pero ya no lo soy.
—Pues te equivocas. —Lewis se encogió de hombros—. Creo que uno no puede dejar de ser analista con la facilidad que tú pareces considerar posible. —El anciano negó con la cabeza. Todavía no había soltado el revólver ni dejado de apuntar a Ricky—. Creo que la sesión ha terminado, Ricky —prosiguió—, y ha sido la última. Pero antes de dar por concluido tu análisis quiero que te plantees la siguiente pregunta: si Rumplestiltskin tenía tantos deseos de ver cómo te suicidabas después de haberle fallado a su madre, ¿qué querrá que te pase cuando crea que me has matado?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Ricky.
Lewis no contestó. En lugar de eso, se dirigió el revólver a la sien, sonrió como un demente y apretó el gatillo.