18

Ricky salió del hospital sintiendo aún un cosquilleo en las manos, en especial en los dedos que había hincado en la nuca del empleado. No recordaba ningún momento de su vida en que hubiera usado la fuerza para lograr algo. Pensaba que vivía en un mundo de persuasión y de diálogo; la idea de haber usado la fuerza física para amenazar al empleado, aunque fuera de modo tan modesto, le indicaba que estaba cruzando algún tipo de barrera extraña o superando alguna clase de demarcación tácita. Él era un hombre de palabras o, por lo menos, eso había creído hasta recibir la carta de Rumplestiltskin. En el bolsillo llevaba el nombre de la mujer que había tratado en un momento de transición en su propia vida. Se preguntó si había llegado a otra demarcación de ese tipo. Y, al mismo tiempo, si estaría al borde del camino que lo llevaría a convertirse en algo nuevo.

Se dirigió hacia el río Hudson cruzando el enorme complejo hospitalario. Había un patio pequeño cerca de la parte delantera del Harkness Pavilion, una rama de las instalaciones que se encargaba de los especialmente ricos y especialmente enfermos. Eran edificios inmensos, de varias plantas, construidos con ladrillo y piedra, lo que reflejaba solidez y resistencia, y se elevaban desafiantes ante las muchas caras de los infinitesimales y enclenques organismos patógenos. Recordaba el patio como un lugar tranquilo, donde uno podía sentarse en un banco y dejar que los ruidos de la ciudad se desvanecieran para quedarse a solas con el odioso problema que lo corroyera por dentro.

Por primera vez en casi dos semanas, la sensación de ser seguido y observado había desaparecido. Estaba seguro de estar solo. No esperaba que esta situación durara.

No tardó mucho en localizar un banco y en unos momentos estaba sentado, con el expediente y el sobre que le había dado el empleado en el regazo. Para un transeúnte, parecería sólo un médico o un familiar que dedicaba un rato fuera del hospital a reflexionar sobre alguna cuestión o a dar un bocado para almorzar. Ricky vaciló, un poco inseguro sobre lo que podría desenterrar al leer los documentos, y abrió la carpeta.

El nombre de aquella paciente que había visitado hacía veinte años era Claire Tyson.

Contempló las letras del nombre. No le decían nada.

Ninguna cara le vino a la memoria. Ninguna voz le resonó en el oído, recordada tras tanto tiempo. Ningún gesto, expresión ni tono cruzó la barrera de los años. Los acordes de la memoria permanecieron silenciosos. Sólo era un nombre entre los muchos de aquella época.

Su incapacidad de recordar un solo detalle lo dejó frío.

Leyó con rapidez el formulario de ingreso. La mujer presentaba un estado de depresión aguda acompañada de ansiedad fóbica. Había llegado a la clínica desde urgencias, donde había ido por contusiones y laceraciones. Había indicios de violencia doméstica con un hombre que no era el padre de sus tres hijos pequeños, de diez, ocho y cinco años. Tenía sólo veintinueve años y había dado la dirección de un piso cerca del hospital; Ricky recordó que era una parte inmunda de la ciudad. No tenía seguro de enfermedad y trabajaba de dependienta a tiempo parcial en una tienda de comestibles. No era originaria de Nueva York, y en la casilla de parientes próximos figuraba su familia en una pequeña población al norte de Florida. Sus números de la seguridad social y de teléfono eran los únicos otros datos incluidos en el formulario de ingreso.

Pasó a la segunda hoja, un formulario de diagnóstico, y reconoció su letra. Las palabras le llenaron de terror. Eran sucintas, secas, concisas. Carecían de pasión y compasión.

La señorita Tyson afirma tener veintinueve años y ser madre de tres hijos pequeños. Actualmente mantiene una relación conflictiva con un hombre que no es el padre de los niños. Afirma que éste la abandonó hace unos años para irse a trabajar a una plataforma petrolífera en el suroeste. No tiene seguro de enfermedad y sólo puede trabajar a tiempo parcial, ya que no dispone de medios para contratar una niñera que se ocupe de sus hijos. Recibe prestaciones sociales del estado, del programa federal de ayuda a familias con menores dependientes, vales canjeables por alimentos y vivienda subvencionada. También manifiesta que no puede regresar a su Florida natal porque se distanció de sus padres debido a su relación con el padre de sus hijos. Afirma, además, que no dispone de fondos para ese traslado.

Clínicamente, la señorita Tyson parece una mujer de inteligencia superior a la media, que se preocupa mucho por sus hijos y su bienestar. Posee titulación secundaria y dos años de universidad, estudios que dejó al quedarse embarazada. Parece muy desnutrida y presenta un tic persistente en el párpado derecho. Evita el contacto visual al comentar su situación y sólo levanta la cabeza cuando se le pregunta por sus hijos, a quienes afirma querer mucho. Niega oír voces, pero admite llantos espontáneos de desesperación que no puede controlar. Dice que sólo sigue viva por sus hijos, pero niega cualquier tendencia suicida. Niega tener dependencia o adicción a las drogas y no se han detectado signos visibles de consumo de narcóticos, pero se ha ordenado un estudio toxicológico.

Diagnóstico inicial: depresión aguda persistente debida a la pobreza. Trastornos de la personalidad. Posible consumo de drogas.

Recomendación: tratamiento como paciente externo durante las cinco sesiones que establece el estado.

Y había firmado al final de la página. Mientras observaba su firma se preguntó si en realidad no habría firmado su sentencia de muerte.

En otra hoja se señalaba que Claire Tyson había vuelto a verlo a la clínica cuatro veces pero que no se había presentado a la quinta y última sesión. Ricky pensó que al menos en eso su viejo mentor, el doctor Lewis, estaba equivocado. Pero entonces se le ocurrió otra cosa, así que desdobló la copia del certificado de defunción y comparó su fecha con la inicial del tratamiento en el formulario de la clínica.

Quince días.

Se retrepó en el banco. La mujer había ido al hospital, se la habían pasado a él, y medio mes después estaba muerta.

El certificado de defunción parecía quemarle la mano. Claire Tyson se había ahorcado en el cuarto de baño de su casa con un cinturón de hombre pasado por una cañería descubierta. La autopsia reveló que poco antes de su muerte había recibido una paliza y que estaba embarazada de tres meses. Un informe policial grapado al certificado de defunción indicaba que se había interrogado a un hombre llamado Rafael Johnson respecto de la paliza, pero no había sido detenido. Los tres niños habían pasado a disposición del Departamento de Servicios a Asistencia al Menor.

«Aquí está» pensó Ricky.

Ninguna de las palabras impresas en los formularios conseguía transmitir el horror de la vida y la muerte de Claire Tyson. La palabra «pobreza» no reflejaba un mundo lleno de ratas, suciedad y desesperación. La palabra «depresión» a duras penas sugería el peso terrible que debió de sobrellevar. En el remolino de la vida que atrapó a la joven Claire Tyson sólo había habido una cosa que le daba significado: los tres niños.

«El mayor —pensó Ricky—. Debió de contarle al mayor que iba al hospital a verme y recibir ayuda. ¿Le diría que era su única posibilidad? ¿Que era la promesa de algo distinto? ¿Qué dije que le dio alguna esperanza; esperanza que transmitió a sus hijos?».

Fuera lo que fuese, resultó insuficiente porque se había suicidado.

El suicidio de Claire Tyson tuvo que ser el momento fundamental en la vida de esos tres niños, en particular del mayor. Pero no había dejado la menor huella en su propia vida. Cuando la mujer no se presentó a su última cita, él no había hecho nada. No recordaba haber hecho siquiera una llamada para interesarse por ella. En lugar de eso, había archivado los documentos en una carpeta y se había olvidado de ella. Y de los niños.

Y ahora, uno de ellos quería acabar con él.

«Encuentra a ese niño y encontrarás a Rumplestiltskin», pensó. Se levantó del banco pensando que tenía mucho que hacer, extrañamente satisfecho de que las presiones de tiempo fueran tan acuciantes porque, de otro modo, se habría visto obligado a reflexionar sobre lo que había hecho, o no hecho, veinte años antes.

Ricky pasó el resto del día en el infierno burocrático de Nueva York.

Provisto sólo de un nombre y una dirección de hacía veinte años, lo fueron pasando de una oficina a otra y de un funcionario a otro por todo el Departamento de Asistencia al Menor del centro de Manhattan en su intento de averiguar qué les había ocurrido a los tres hijos de Claire Tyson. Lo más frustrante de su incursión en el mundo administrativo era que él, y todos los funcionarios de todas las oficinas que recorrió, sabían que en alguna parte había algún archivo sobre los niños. Encontrarlo entre los registros informáticos inadecuados y las salas llenas de archivadores resultó imposible, por lo menos en principio. Era evidente que iba a ser una indagación larga y persistente. Ricky deseó haber sido un periodista de investigación o un detective privado, el tipo de personalidad con paciencia para pasar interminables horas con viejos registros. Él no la tenía. Y tampoco tiempo.

«Hay tres personas en este mundo unidas a mí a través de este frágil hilo y podría costarme la vida», se dijo mientras se enfrentaba a otro funcionario de otra oficina. La idea le confirió una urgencia extrema.

Estaba de pie frente a una mujer corpulenta y agradable de origen hispano en el registro del tribunal de menores. Tenía una mata enorme de cabello negro que se apartaba con brusquedad de la cara para que unas gafas de montura plateada extrañamente modernas dominaran su aspecto.

—No es mucho para empezar, doctor —dijo.

—Es lo único que tengo —contestó él.

—Si estos tres niños fueron adoptados, seguramente los registros fueron sellados. Pueden abrirse, pero sólo con orden judicial. No es imposible de obtener, pero sí difícil, ya me entiende. Lo que tenemos, en su mayoría, son niños que han crecido y buscan a sus padres biológicos. Existe un procedimiento para estos casos, pero lo que usted pide es distinto.

—Lo entiendo. Y tengo ciertas limitaciones de tiempo.

—Todo el mundo tiene prisa. Siempre vamos con prisas. ¿Qué es tan urgente después de veinte años?

—Es una emergencia médica.

—Hombre, pues seguro que un juez le escuchará. Aporte documentos y consiga una orden judicial. Entonces podríamos ayudarle en su búsqueda.

—Tardaría días en conseguir una orden judicial.

—Cierto. Los asuntos de palacio van despacio. A no ser que conozca a algún juez. Vaya a verlo y que le firme algo deprisa.

—El tiempo es importante.

—Lo es para la mayoría de la gente. Lo siento. Pero ¿sabe cómo podría irle mejor?

—¿Cómo?

—Podría lograr más información sobre estas personas que busca si se instala uno de esos fantásticos programas de búsqueda en su ordenador. Puede que lo consiga. Sé que algunos huérfanos que investigaban su pasado lo han hecho. Va muy bien. Si contrata a un investigador privado, es lo primero que hará después de meterse su dinero en el bolsillo.

—No uso demasiado el ordenador.

—¿No? Es el mundo moderno, doctor. Mi hijo de trece años puede encontrar cosas que ni se creería. De hecho, localizó a mi prima Violetta, de la que no sabía nada desde hacía diez años. Trabajaba en un hospital de Los Ángeles, pero la encontró. Y no le llevó más de un par de días. Debería intentarlo.

—Lo tendré presente —contestó Ricky.

—Iría muy bien que consiguiera el número de la Seguridad Social o algo así —comentó la funcionaria.

Su voz con acento era melodiosa, y resultaba evidente que hablar con Ricky suponía para ella una pausa interesante en su rutina diaria. Era casi como si, aunque le estaba diciendo que no podía ayudarlo, fuera reacia a dejarle partir. Era última hora de la tarde y Ricky pensó que ella tal vez se iría a casa después de atenderle a él, de modo que prolongaba la conversación. Pensó que debería marcharse, pero no estaba seguro de cuál podría ser su siguiente paso.

—¿Qué clase de médico es usted? —quiso saber la mujer.

—Psicoanalista —dijo Ricky, y vio cómo la respuesta le hacía entornar los ojos.

—¿Puede leer la mente de la gente, doctor?

—No se trata de eso.

—No, tal vez no. Eso le convertiría en una especie de brujo, ¿no? —Soltó una risita—. Pero seguro que se le da bien adivinar qué va a hacer la gente a continuación.

—Un poco. No tanto como se imagina.

—Bueno, en este mundo, si tienes un poco de información y sabes tocar las teclas adecuadas, puedes hacer buenas suposiciones —sonrió la mujer—. Así es cómo funciona. —Señaló con la cabeza el teclado y la pantalla que tenía delante.

—Supongo que sí.

Ricky vaciló y bajó los ojos hacia las hojas del expediente del hospital. Miró el informe policial y vio algo que podría ayudarle. Los agentes que habían interrogado a Rafael Johnson, el compañero violento de la difunta, habían anotado su número de la Seguridad Social.

—Oiga —dijo de repente—, si le doy un nombre y un número de la Seguridad Social, ¿ese ordenador suyo me encontraría a alguien?

—¿Vive aún aquí? ¿Vota? ¿Lo han detenido, tal vez?

—Puede que las tres cosas. O por lo menos dos de ellas. No sé si vota.

—Podría. ¿Qué nombre es?

Ricky le mostró el nombre y el número que figuraban en el informe policial. La mujer echó un vistazo rápido alrededor para comprobar que nadie la estaba observando.

—No debería hacer algo así —murmuró—. Pero como usted es médico y todo eso, bueno, vamos a ver.

Movió unas uñas pintadas de rojo por el teclado.

El ordenador emitió unos ruidos y unos pitidos electrónicos. Ricky vio que aparecía una entrada en la pantalla. La mujer arqueó las cejas, sorprendida.

—Se trata de un chico muy malo, doctor. ¿Seguro que quiere encontrarlo?

—¿Qué ha salido?

—Tiene un robo, otro robo, una agresión, sospechoso de una red de robo de automóviles, cumplió seis años en Sing Sing por agresión con agravantes. Eso son palabras mayores. Son antecedentes bastante feos.

La mujer siguió leyendo.

—¡Oh! —exclamó de repente.

—¿Qué?

—No podrá ayudarlo, doctor.

—¿Por qué?

—Alguien debió de atraparlo.

—¿Y?

—Ha muerto. Hace seis meses.

—¿Muerto?

—Sí. Aquí pone «fallecido», y una fecha. Seis meses. Diría que nos libramos de un buen elemento, la verdad. Hay un informe con la entrada. Lleva el nombre de un inspector de la comisaría 41, del Bronx. El caso sigue abierto. Parece que alguien apaleó a Rafael Johnson hasta la muerte. Oh, asqueroso, muy asqueroso.

—¿Qué pone?

—Parece que después de la paliza, alguien lo colgó de una cañería con su propio cinturón. Eso es feo. Muy feo. —La mujer sacudió la cabeza pero con una sonrisita. No sentía compasión por Rafael Johnson, un hombre que seguramente habría visitado su oficina demasiado a menudo.

Ricky dio un respingo. No le costó adivinar quién había encontrado a Rafael Johnson. Y por qué.

Desde el teléfono del vestíbulo pudo localizar al inspector que había efectuado el informe de la investigación sobre la muerte de Rafael Johnson. No sabía si la llamada daría grandes resultados, pero pensó que, de todos modos, debía hacerla. El inspector mostró una actitud eficiente y enérgica por teléfono, y después de que Ricky se identificara, pareció sentir curiosidad por el motivo de su llamada.

—No recibo demasiadas llamadas de médicos del centro. No suelen moverse en los mismos círculos que el difunto y poco llorado Rafael Johnson. ¿Por qué le interesa este caso, doctor Starks?

—Johnson estaba relacionado con una antigua paciente mía, hace unos veinte años. Estoy intentando ponerme en contacto con sus familiares y esperaba que él pudiera guiarme en la dirección adecuada.

—Lo dudo, doctor, a no ser que estuviera dispuesto a pagarle. Rafi habría hecho cualquier cosa por cualquiera, siempre que hubiera dinero de por medio.

—¿Conocía a Johnson?

—Bueno, digamos que era uno de los puntos de interés de unos cuantos policías de la zona. Era una especie de indeseable. Le costaría mucho encontrar a alguien por aquí que dijera algo bueno de él. Traficante. Matón a sueldo. Allanamientos de morada, robos, agresiones sexuales. Más o menos el típico hijoputa de mierda. Y acabó como cabía esperar y, para serle sincero, doctor, no creo que se derramaran muchas lágrimas en su entierro.

—¿Sabe quién lo mató?

—Ésa es la pregunta del millón, doctor. Pero tenemos una idea bastante clara.

El corazón le dio un vuelco a Ricky.

—¿De veras? —preguntó—. ¿Han detenido a alguien?

—No. Y no es probable que lo hagamos. Por lo menos, no demasiado pronto.

Con la misma rapidez con que se había llenado de esperanza, volvió a poner los pies en la tierra.

—¿Y eso por qué?

—Bueno, el caso es que no hay demasiadas pruebas forenses. Ni siquiera encontramos restos de sangre del agresor porque al parecer Rafi estaba muy bien amarrado cuando lo apalearon y su verdugo llevaba guantes. Así que lo que esperamos es sacarle un nombre a uno de sus colegas y preparar el caso pasando de un tío a otro hasta llegar al asesino.

—Entiendo.

—Pero nadie quiere delatar a quien creemos que mató a Rafael Johnson.

—¿Por qué no?

—Ah, lealtad entre la escoria. El código de Sing Sing. Pensamos en un hombre con quien Rafael tuvo problemas mientras compartían celda. Parece que se trató de un verdadero problema. Probablemente discutieron sobre quién poseía qué parte del mercado de drogas carcelario, e intentaron matarse mutuamente. Con cuchillos caseros. Una forma muy desagradable de morir, según dicen. Parece que los dos se llevaron la mala sangre a la calle. Puede que sea una de las historias más viejas del mundo. Tendremos al tipo que se cargó a Rafi cuando detengamos por algo serio a alguno de sus colegas. Tarde o temprano uno de ellos caerá y entonces haremos un trato. Necesitamos poder apretar las clavijas, ¿sabe?

—¿Así que creen que el asesino fue alguien que Johnson conoció en la cárcel?

—Con toda seguridad. Un tipo llamado Rogers. ¿Conoce a alguien con ese nombre? Un mal bicho. Tan malo como Rafael Johnson, y puede que incluso algo peor porque todavía sigue suelto mientras que Johnson está criando malvas en Staten Island.

—¿Por qué están tan seguros de que fue él?

—No debería decírselo…

—Comprendo que no quiera darme detalles… —dijo Ricky.

—Bueno, fue poco corriente —prosiguió el policía—. Mire, no pasa nada porque usted lo sepa, siempre que no se lo cuente a nadie. Rogers dejó una tarjeta de visita. Al parecer quería que todos los colegas de Johnson supieran quién se lo había cargado de una forma tan brutal. Un mensaje para los que seguían en la trena, me imagino. Mentalidad de preso. En cualquier caso, tras atizar a Johnson, dejarle la cara hecha un mapa, romperle ambas piernas y seis dedos, y antes de colgarlo por el cuello, el cabrón dedicó un momento a grabar su inicial en el pecho de Johnson. Una R enorme y sangrienta abierta en la carne. Muy desagradable, pero el mensaje será efectivo, sin duda.

—¿La letra R?

—Exacto. Menuda tarjeta de visita, ¿eh?

«Lo es —pensó Ricky—. Y la persona a quien iba dirigida acaba de recibirla».

Ricky prefirió no imaginarse los instantes finales de Rafael Johnson. Se preguntó si el exconvicto y matón habría tenido la menor idea de quién le estaba dando muerte. Cada golpe que Johnson había infligido a la desdichada Claire Tyson veinte años antes le había sido devuelto con intereses. Ricky se dijo que no debería dar demasiadas vueltas a lo que había averiguado, pero había algo evidente: Rumplestiltskin había concebido su venganza con considerable atención y cuidado. Y el alcance de esa venganza era mucho mayor de lo que Ricky había imaginado.

Por tercera vez, marcó el número de la sección de anuncios del New York Times para hacer su última pregunta. Todavía estaba en la cabina del vestíbulo del Palacio de Justicia y tenía que taparse una oreja con un dedo para mitigar el ruido de la gente que salía del trabajo. Al empleado del periódico pareció molestarle que Ricky hubiera llamado un minuto antes de las seis, la hora límite para poner un anuncio.

—Muy bien, doctor. ¿Qué quiere que diga el anuncio? —Su voz fue cortante, directa.

Ricky pensó y dijo:

¿Es quien busco uno de tres?

¿Huérfano de niño, rico después,

busca a quienes fueron crueles?

El empleado le leyó las frases sin hacer ningún comentario, como si fuera inmune a la curiosidad. Tomó deprisa la información para enviarle la factura y con la misma rapidez colgó. Ricky no consiguió imaginar qué cosa tan interesante podría esperarle en casa para que su extraño anuncio no le suscitara el menor comentario, pero se sintió agradecido por ello.

Salió a la calle y fue a parar un taxi pero, curiosamente, pensó que prefería ir en metro. Las calles estaban abarrotadas del tráfico de la hora punta y un flujo regular de gente se adentraba en las entrañas de Manhattan para tomar un tren hasta casa. Se unió a él y encontró un refugio extraño entre la multitud. El metro iba lleno y no encontró asiento, así que viajó al norte aferrado a una barra de metal, sacudido y empujado por el vaivén del tren y la masa humana. Era casi un lujo ser engullido por tanto anonimato.

Procuró no pensar que por la mañana sólo le quedarían cuarenta y ocho horas. Aunque había hecho la pregunta en el periódico, seguramente ya sabía la respuesta, lo que le daba dos días para averiguar los nombres de los hijos huérfanos de Claire Tyson. Ignoraba si lo lograría pero, por lo menos, era algo en lo que podía concentrarse, una información concreta que podría obtener o no, un hecho puro y simple que existía en algún lugar del mundo documental y judicial. No era un mundo en el que se sintiera cómodo, como había quedado demostrado esa tarde. Pero, como mínimo, era un mundo reconocible, y eso le daba alguna esperanza. Escarbó en su memoria, a sabiendas de que su difunta esposa había tenido amistad con varios jueces, y pensó que a lo mejor uno de ellos podría firmarle una orden para registrar los archivos de adopciones. Sonrió al pensar que eso sería una maniobra que Rumplestiltskin no había previsto.

El vagón, que se balanceaba y sacudía, redujo la marcha, lo que le obligó a aferrarse con más fuerza a la barra de metal. Era difícil conservar el equilibrio y chocó contra un joven de pelo largo y mochila, que ignoró el repentino contacto físico.

La parada de metro estaba a dos manzanas de su casa, y Ricky salió de la estación, agradecido de volver al aire libre. Se detuvo, inspiró el aire caliente de la calle y avanzó con rapidez. No se sentía precisamente seguro, sólo lleno de resolución. Decidió que buscaría la libreta de direcciones de su mujer en el trastero del sótano y que esa noche empezaría a llamar a los jueces que ella conocía. Alguno estaría dispuesto a ayudarlo. No era un gran plan pero, por lo menos, era algo. Mientras caminaba con rapidez, se preguntó si había llegado hasta ese punto porque así lo quería Rumplestiltskin o porque había sido inteligente. Y, de forma extraña, la idea de que Rumplestiltskin se hubiera vengado de modo tan terrible de Rafael Johnson, el hombre que había atormentado a su madre, le animó de repente. Pensó que tenía que haber una gran diferencia entre la pequeña negligencia que él había cometido, debida en realidad a las deficiencias burocráticas, y los malos tratos físicos que Johnson había infligido. Se permitió la idea optimista de que tal vez todo lo que le había pasado a él, a su carrera, a sus cuentas bancarias y a sus pacientes, y todos los trastornos y la confusión que había sufrido su vida podrían terminar ahí, con un nombre y algún tipo de disculpa, y que después podría dedicarse a reorganizar su vida.

No se permitió reflexionar sobre la verdadera naturaleza de la venganza, algo con lo que no estaba familiarizado en absoluto. Tampoco pensó en la amenaza a uno de sus familiares que todavía lo acechaba en segundo plano.

Lleno, en cambio, de pensamientos si no del todo positivos, por lo menos con cierto viso de normalidad, y con la creencia de que podría tener una oportunidad de ganar el juego, dobló en la esquina de su calle y se detuvo en seco.

Delante de su edificio de piedra rojiza había tres coches de policía con las luces parpadeando, un camión de bomberos y dos vehículos amarillos de obras públicas. Las luces de emergencia se fundían con el tenue atardecer.

Ricky se tambaleó hacia atrás, como un hombre borracho o uno que acaba de recibir un puñetazo en la cara. Cerca de los peldaños de entrada varios policías charlaban con obreros que llevaban cascos y petos manchados de sudor. Había un par de bomberos junto al grupo, pero, cuando él se acercó, se separaron y se subieron al camión. Con un rugido de motor mezclado con la estridencia de una sirena, el vehículo se marchó calle abajo.

Ricky avanzó a grandes zancadas, consciente sólo a nivel subliminal de que aquellos hombres no tenían prisa. Llegó al portal de su casa casi sin aliento. Uno de los policías se volvió para mirarlo.

—Pare, hombre —dijo.

—Es mi casa —contestó Ricky con ansiedad—. ¿Qué ha pasado?

—¿Vive aquí? —preguntó el policía, aunque ya había oído la respuesta a esta pregunta.

—Sí. ¿Qué ha pasado?

—Vaya. —El policía no contestó de forma directa—. Será mejor que hable con el caballero del traje —indicó.

Ricky dirigió la mirada hacia otro grupo de hombres. Uno de sus vecinos, un corredor de bolsa que vivía dos pisos más arriba y que presidía la asociación de vecinos discutía y gesticulaba con un hombre de Obras Públicas que llevaba un casco amarillo. Había otros dos hombres cerca. Ricky vio que uno de ellos era el supervisor del edificio y el otro, el encargado de mantenimiento.

El hombre de Obras Públicas hablaba fuerte y, cuando Ricky se acercó al grupo, le oyó decir:

—Me da lo mismo lo que digan sobre las molestias. Yo soy quien decide la habitabilidad, y ya les digo que ni hablar.

El corredor de bolsa se volvió frustrado hacia Ricky. Lo saludó con la mano y se dirigió hacia él mientras los demás seguían discutiendo.

—Doctor Starks —dijo a la vez que le tendía la mano—. Creía que ya se había ido de vacaciones.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ricky.

—Un desastre. Un desastre terrible.

—¿El qué?

—¿No se lo ha dicho la policía?

—No. ¿Qué ha pasado?

—Al parecer ha habido un problema serio con la instalación de agua en el tercer piso —explicó el corredor tras suspirar y encogerse de hombros—. Varias cañerías han reventado a la vez porque habían acumulado presión. Explotaron como bombas. El agua ha inundado los dos primeros pisos y los del tercero y el cuarto no tienen ningún servicio. Luz, gas, agua, teléfono… Nada funciona.

El corredor debió de advertir el asombro de Ricky porque siguió con solicitud.

—Lo siento —añadió—. Sé que su piso fue uno de los más afectados. No lo he visto, pero…

—¿Mi piso…?

—Sí. Y ahora este idiota del Departamento de Obras Públicas quiere que evacuemos el edificio hasta que lo compruebe un equipo de ingenieros y contratistas.

—Pero mis cosas…

—Alguien de Obras Públicas lo acompañará para que recoja lo que necesite. Dicen que todo el edificio corre peligro. Espero que tenga a quien acudir. Un lugar adonde ir. ¿No solía pasar el agosto en Cape Cod? Creía que estaría allí.

—Pero ¿cómo…?

—No lo saben. El problema empezó en el piso que está justo encima del suyo. Y los Wolfson están veraneando en los Adirondacks. Mierda, tengo que llamarles. Espero que figuren en la guía. ¿Conoce algún buen contratista general? ¿Alguien que se encargue de techos, suelos y todo lo que hay en medio? Y será mejor que llame a su compañía de seguros, aunque no creo que se alegren mucho. Tendrán que venir enseguida para hacer un peritaje, aunque ya hay un par de hombres dentro sacando fotos.

—Todavía no lo entiendo.

—El hombre dijo que las cañerías explotaron sin más. Tal vez debido a una obstrucción. Pasarán semanas antes de que lo sepamos. Puede haber sido una acumulación de gas. En todo caso, bastó para provocar una explosión. Fue como una bomba.

Ricky retrocedió y alzó los ojos hacia su hogar durante un cuarto de siglo. Era un poco como enterarse de la muerte de alguien viejo y conocido, importante y cercano. Tuvo la sensación de que tenía que verlo de primera mano, examinarlo, tocar para creer. Como aquella vez que había acariciado la mejilla de su mujer y tenía el tacto de la porcelana fría; y de pronto comprendió lo que había ocurrido por fin. Hizo un gesto hacia el encargado de mantenimiento.

—Lléveme dentro —pidió—. Enséñemelo.

—No le gustará —asintió el hombre con tristeza—. No, señor. Y se le van a arruinar los zapatos. —Y le entregó un casco plateado, surcado de arañazos.

Cuando Ricky entró en el edificio, todavía había agua que goteaba del techo, se deslizaba por las paredes del vestíbulo y desconchaba la pintura. La humedad era palpable; el ambiente de repente húmedo y mohoso, como en la selva. Se notaba un ligero hedor a excrementos humanos en el aire, y en el suelo de mármol se habían formado charcos, volviéndolo resbaladizo, como la superficie helada de un lago en invierno. El encargado de mantenimiento caminaba unos pasos delante y observaba con cuidado dónde ponía los pies.

—¿Nota ese olor? No querrá pillar algún tipo de infección, ¿verdad? —soltó por encima del hombro.

Subieron despacio las escaleras zigzagueando entre el agua estancada, aunque los zapatos de Ricky ya emitían ruidos fangosos a cada paso, y notaba que la humedad se iba filtrando hacia sus pies. En el segundo piso, dos hombres jóvenes con peto, botas de caucho, guantes de látex, mascarillas y unas fregonas enormes, intentaban recoger las aguas residuales. Las fregonas hacían un ruido como de manotazos cuando las pasaban por el estropicio. Los hombres trabajaban despacio y a conciencia. Un tercer hombre, también con botas de caucho y mascarilla, pero con un traje marrón barato y la corbata floja, estaba de pie a un lado. Sujetaba una cámara Polaroid y sacaba una instantánea tras otra de la destrucción. Los destellos de los flases semejaban pequeñas explosiones, y Ricky vio una bolsa enorme en el techo, como un furúnculo gigantesco a punto de reventar, donde el agua se había acumulado y amenazaba con descargar sobre el hombre que sacaba fotografías.

La puerta del piso de Ricky estaba abierta de par en par.

—Lo siento, tuvimos que abrirla —se disculpó el encargado de mantenimiento—. Estábamos intentando encontrar la causa del problema… —Se detuvo, como si no fuera necesaria más explicación, pero añadió una palabra—: Mierda. —Eso tampoco necesitaba explicaciones.

Ricky entró a su casa pero se detuvo en seco.

Era como si un huracán hubiera arrasado su hogar. El agua lo cubría todo un par de centímetros. Las bombillas se habían fundido y olía a cable quemado. Las alfombras estaban empapadas y la mayor parte de los muebles estropeados por el agua. Grandes secciones del techo estaban arqueadas y combadas, otras se habían desplomado y había polvo de yeso esparcido por todas partes. En más sitios de los que podía contar seguía goteando una nociva agua amarronada. Al adentrarse en el piso, el hedor a excrementos que se había insinuado en el vestíbulo aumentó y se volvió casi insoportable.

Había destrozos por todas partes. Sus cosas estaban anegadas o esparcidas, como si una ola gigante hubiese golpeado su casa. Llegó con precaución hasta su consulta sin pasar del umbral. Una enorme placa de mampostería había caído sobre el diván y la mesa. En el techo había por lo menos tres agujeros, todos goteando y con cañerías destrozadas que colgaban al descubierto como estalactitas en una cueva. El agua cubría el suelo. Algunos cuadros, sus diplomas y el retrato de Freud habían caído, de modo que había trozos de cristal en más de un lugar.

—Parece un ataque terrorista, ¿verdad? —comentó el encargado de mantenimiento. Cuando Ricky avanzó, le agarró por el brazo a la vez que le indicaba—: Ahí no.

—Mis cosas… —protestó Ricky.

—Me parece que el suelo ya no es seguro —dijo el hombre—. Y esas cañerías que cuelgan podrían soltarse en cualquier momento. Además, lo más probable es que todo esté destrozado. Mejor dejarlo. Este sitio es mucho más peligroso de lo que cree. Huela un momento, doctor. ¿Lo nota? No es sólo a mierda y demás. También huele a gas.

Ricky vaciló y luego asintió.

—¿Y el dormitorio? —preguntó.

—Igual. Toda la ropa estropeada y la cama aplastada bajo un trozo de techo.

—Tengo que verlo —dijo Ricky.

—No —contestó el hombre—. Ninguna pesadilla que pueda imaginarse igualará la realidad, así que mejor déjelo y vámonos de aquí. El seguro se lo pagará todo.

—Pero mis cosas…

—Las cosas sólo son cosas, doctor. Un par de zapatos o un traje pueden reemplazarse con bastante facilidad. No vale la pena arriesgarse a pillar una infección o lastimarse. Tenemos que salir de aquí y dejar que los expertos hagan su trabajo. No confío en que lo que queda del techo vaya a aguantar. Y tampoco respondo del suelo. Tendrán que derruir el edificio, de arriba a abajo.

Así era como se sentía Ricky en ese momento. Derruido de arriba a abajo. Se volvió y salió detrás del hombre. Un trocito de techo cayó a su espalda, como para subrayar lo que éste le había dicho.

De nuevo en la calle, el supervisor del edificio y el corredor de bolsa, acompañados del hombre de Obras Públicas, se acercaron a él.

—Muy mal, ¿no? —preguntó el corredor—. Menudo desastre.

Ricky sacudió la cabeza.

—Los del seguro ya están de camino —dijo el corredor, y le dio su tarjeta de visita—. Llámeme a la oficina en un par de días. Mientras tanto, ¿tiene adónde ir?

Ricky asintió mientras se guardaba la tarjeta en el bolsillo. Sólo le quedaba un lugar intacto en su vida. Pero no tenía muchas esperanzas de que siguiera así.