22
Durante dos días Ricky caminó por las calles, invisible para todo el mundo.
Su aspecto era el de un indigente, un alcohólico trastornado por las drogas o esquizofrénico, o incluso las tres cosas, aunque si alguien le hubiera mirado con atención a los ojos, habría visto un propósito claro, lo que no es habitual en un vagabundo. Ricky se encontró observando a la gente de la calle, imaginando quién era y lo que hacía, casi envidioso del sencillo placer que la identidad proporciona a una persona. Una mujer de cabello plateado que avanzaba con prisas cargada con paquetes de compra de las tiendas de Newbury Street le sugirió una historia, mientras que el adolescente que llevaba unos vaqueros cortados, una mochila y una gorra de los Red Sox ladeada le apuntó otra. Vio empresarios y taxistas, repartidores de electrodomésticos e informáticos. Había corredores de bolsa, médicos, técnicos y un hombre que pregonaba periódicos en un quiosco de una esquina. Todos, desde la loca más indigente que murmuraba y oía voces hasta el ejecutivo con traje de Armani que se subía a una limusina, tenían una identidad definida por lo que eran. Él no tenía ninguna.
En lo que él se había convertido asustaba y era un lujo a la vez. No pertenecer a ninguna parte era como ser invisible. A pesar del alivio que sentía de momento por estar a salvo del hombre que había destruido su vida anterior, sabía que eso era algo fugaz. Su existencia estaba inextricablemente unida al hombre que sólo conocía como Rumplestiltskin pero que había sido el hijo de una mujer llamada Claire Tyson, a quien él había fallado cuando lo necesitaba. Y ahora estaba solo debido a ese fallo.
Pasó la noche solo bajo un puente sobre el río Charles. Se envolvió con el abrigo, sudando aún debido al calor residual del día, y se apoyó contra un muro para intentar robarle unas horas a la noche. Un calambre en el cuello lo despertó poco después del alba, y todos los músculos de la espalda y las piernas se quejaron indignados. Se levantó y se desperezó lentamente, intentando recordar la última vez que había dormido al aire libre y pensando que no lo hacía desde la infancia. La rigidez de las articulaciones le indicó que no era muy recomendable. Imaginó su aspecto y pensó que ni siquiera el más dedicado actor de método lo habría hecho así.
Una niebla se elevaba del río Charles con masas grises y vaporosas suspendidas sobre las orillas. Ricky salió del paso inferior y avanzó hacia el carril de bicicletas que seguía el margen del río. De pie, pensó que el agua tenía el aspecto sedoso de una anticuada cinta negra de máquina de escribir, en su serpenteo a través de la ciudad. Lo contempló y se dijo que el sol tendría que elevarse mucho más antes de que el agua se volviera azul y reflejara los edificios majestuosos de la ribera. A esa primera hora de la mañana, el río ejercía un efecto casi hipnótico en él, y por unos instantes se quedó inmóvil contemplando la vista que tenía delante.
Su ensueño se vio interrumpido por el sonido de pasos presurosos en el carril de bicicletas. Se volvió y vio a dos hombres que corrían juntos y se acercaban a él deprisa. Llevaban unos relucientes pantalones cortos y modernas zapatillas de deporte. Supuso que ambos tenían una edad parecida a la suya.
Uno de los hombres gesticuló con el brazo en dirección a Ricky.
—¡Apártate! —le gritó.
Ricky dio un paso atrás con brusquedad y los dos hombres pasaron por delante.
—¡Quítate de en medio, tío! —exclamó uno de los dos mientras se ladeaba para no rozar a Ricky.
—¡Muévete! —soltó el otro hombre—. ¡Joder!
Mientras se alejaban, uno de ellos gritó:
—¡Vagabundo de mierda! ¡Búscate un trabajo!
Su compañero rio y comentó algo, pero Ricky no distinguió las palabras. Dio un par de pasos tras los hombres, lleno de una cólera repentina.
—¡Oigan! —gritó—. ¡Alto!
No le hicieron caso. Uno de ellos se volvió para mirarlo por encima del hombro antes de acelerar. Ricky los siguió unos metros más.
—No soy… —empezó—. No soy lo que creen.
Pero entonces se dio cuenta de que podría muy bien serlo.
Regresó hacia el río. En ese instante comprendió que estaba más cerca de ser lo que parecía que de lo que había sido. Inspiró hondo y admitió que se encontraba en la más precaria de las situaciones psicológicas. Había matado a quien había sido para poder huir de un hombre dispuesto a arruinarlo. Si pasaba mucho más tiempo sin ser alguien, ese anonimato terminaría por engullirlo.
Con la idea de que estaba tan en peligro en ese momento como cuando sentía el aliento de Rumplestiltskin en la nuca, avanzó decidido a poner en práctica la primera y fundamental medida.
Se pasó el día yendo de un albergue a otro por toda la ciudad, buscando.
Fue un viaje por el mundo de los necesitados. Un desayuno temprano con huevos mal cocidos y tostadas frías servido en la cocina de una iglesia católica de Dorchester. Luego una hora delante de una agencia de trabajo temporal, donde se reunió con hombres que buscaban trabajo para un día rastrillando hojas o vaciando papeleras. De ahí se dirigió a un albergue estatal en Charlestown, donde el hombre de recepción le dijo que no podía entrar sin algún documento oficial, lo que a Ricky le pareció una exigencia tan demencial como los delirios que sufrían los propios enfermos mentales. Salió enfadado a la calle, donde un par de prostitutas que buscaban clientes durante la hora del almuerzo se rieron de él cuando les preguntó por una dirección. Avanzó por la acera, pasando por delante de callejones y edificios abandonados. A veces, cuando alguien se le acercaba demasiado, refunfuñaba para sí. El lenguaje es el aspecto brusco de la locura, y junto con su creciente hedor, una coraza muy buena frente al contacto con cualquiera que no fuese un indigente. Los músculos se le entumecieron y los pies empezaron a dolerle, pero siguió buscando. En una esquina, un policía lo observó con atención y avanzó hacia él, pero al parecer se lo pensó mejor y siguió su camino.
Ya bien entrada la tarde, con un sol que aún provocaba onduladas estrías de calor en las calles, Ricky detectó una posibilidad.
El hombre estaba hurgando en un cubo de basuras en el linde de un parque, cerca del río. Era de una estatura y un peso parecidos a los suyos, con un pelo castaño de incipiente calvicie. Llevaba un gorro de lana, unos pantalones cortos hechos jirones y un abrigo de lana hasta los tobillos que casi le tapaba el calzado, compuesto por un mocasín marrón y una bota de obrero. Farfullaba en voz baja, absorto en el contenido del cubo de basuras. Ricky se acercó lo suficiente para ver sus lesiones en la cara y en el dorso de las manos. Mientras escarbaba, tosió varias veces, sin advertir la presencia de Ricky. A unos diez metros había un banco, y Ricky se sentó en él. Alguien había dejado ahí parte del periódico del día, y Ricky lo agarró y simuló leer mientras se dedicaba a observar al hombre. Vio que sacaba una lata de refresco del cubo y la echaba en un carrito de la compra del tipo de los que hay que tirar de ellos. El carrito estaba casi lleno de latas vacías.
Ricky contempló al hombre y se dijo: «Hace sólo unas semanas eras médico. Haz tu diagnóstico».
El hombre pareció enfurecerse cuando sacó de la basura una lata que no le gustó. La lanzó con brusquedad al suelo y la envió de un puntapié a un arbusto cercano.
«Bipolar —pensó Ricky—. Y esquizofrénico. Oye voces y no recibe medicación, o por lo menos una que esté dispuesto a tomarse. Propenso a ataques repentinos de energía frenética. Seguramente violento, además, pero más una amenaza para él mismo que para los demás. Las lesiones podrían ser llagas abiertas por vivir en la calle o también sarcoma de Kaposi».
El sida era una posibilidad evidente. Así como la tuberculosis o el cáncer de pulmón, dada la tos convulsiva del hombre. También podía ser neumonía, aunque la estación no era la adecuada. Estaba tan cerca de la vida como de la muerte.
Pasados unos minutos, el hombre decidió que ya tenía todo lo que había de valor en la basura y se dirigió al siguiente cubo. Ricky permaneció sentado sin perderlo de vista. Tras unos momentos dedicados a hurgar en la basura, el hombre se marchó tirando del carrito. Ricky lo siguió.
No tardó mucho en llegar a una calle de Charlestown llena de tiendas mugrientas. Era un lugar para los necesitados de todo tipo. Una tienda de muebles de saldo que ofrecía en grandes letras escritas en los escaparates facilidades y créditos. Dos casas de empeños, una tienda de electrodomésticos, una tienda de modas cuyos maniquíes parecían carecer todos de un brazo o una pierna, como si hubieran quedado mutilados o marcados en algún accidente. Ricky observó cómo el hombre se dirigía directo hacia la mitad de la manzana, hacia un edificio cuadrado pintado de amarillo con un cartel prominente en la fachada: REFRESCOS Y LICORES DE AL. Debajo había un segundo cartel, con las mismas letras, casi igual de grandes: CENTRO DE CANJE. Este cartel tenía una flecha que señalaba la parte posterior.
El hombre que tiraba del carrito lleno de latas dobló la esquina del edificio. Ricky lo siguió.
En la parte trasera de la tienda había una puerta de postigo, con un cartel sobre el dintel: CANJEAR AQUÍ. El hombre tocó un timbre que había a un lado. Ricky se apretó contra la pared para no dejarse ver.
En unos segundos apareció un joven. La transacción sólo llevó unos minutos. El vagabundo entregó la colección de latas, el muchacho las contó y después tomó un par de billetes de un fajo que se sacó del bolsillo. El hombre cogió el dinero, se metió la mano en un bolsillo del abrigo y sacó una gruesa y vieja cartera de piel llena de papeles. Puso los billetes en ella y entregó otro al chico. El adolescente desapareció y regresó instantes después con una botella, que entregó al hombre.
Ricky se sentó en el suelo del callejón y esperó a que el hombre pasara por su lado. La botella, que Ricky supuso sería de vino barato, ya había desaparecido entre los pliegues del abrigo. El hombre lanzó una mirada a Ricky, pero no pudo verle los ojos porque éste agachó la cabeza. Ricky aguardó unos segundos y luego le siguió.
En Manhattan, Ricky había servido de ratón a los gatos Virgil, Merlin y Rumplestiltskin. Ahora estaba en el lado opuesto de la misma ecuación. Aminoraba o aceleraba el paso para no perder de vista al vagabundo en ningún momento, lo bastante cerca para seguirlo, lo bastante alejado para no ser descubierto. Provisto ahora de una botella, el hombre caminaba con resolución, como en una rápida marcha militar con un destino determinado. Giraba a menudo la cabeza para mirar en todas direcciones, sin duda temeroso de que le siguieran. Ricky pensó que su comportamiento paranoico estaba bien fundado.
Cubrieron decenas de manzanas y se adentraron y se alejaron del tráfico mientras el barrio se volvía cada vez más sórdido. El sol menguante del día proyectaba sombras en la calzada, y la pintura desconchada y las fachadas decrépitas parecían imitar el aspecto de Ricky y su objetivo.
De pronto el hombre vaciló en mitad de una manzana se volvió hacia Ricky, que se apretujó contra un edificio para esconderse. Con el rabillo del ojo vio cómo el hombre se adentraba en un callejón, angosto pasaje entre dos edificios de ladrillo. Inspiró hondo y lo siguió.
Se acercó a la boca del callejón y se asomó con cuidado. Era un lugar que parecía acoger la noche con bastante antelación. Ya estaba a oscuras; el tipo de lugar confinado que jamás se caldeaba en invierno ni se refrescaba en verano. Sólo pudo distinguir un montón de cajas de cartón abandonadas y un contenedor de basuras verde al fondo. El callejón lindaba con un edificio, y Ricky supuso que no tenía salida.
A una manzana de distancia había pasado por una tienda de ocasión y por otra de bebidas alcohólicas baratas. Se dirigió hacia allí. Sacó uno de sus valiosos billetes de veinte dólares del forro del abrigo y lo sujetó en la palma de la mano, donde quedó impregnado de sudor.
Fue primero a la tienda de bebidas. Era un local pequeño, con las ofertas anunciadas con letras rojas en el escaparate, pero estaba cerrado. Por el escaparate vio a un dependiente sentado tras la caja registradora. Intentó entrar y la puerta vibró. El dependiente miró en su dirección, se agachó y habló por un micrófono. Una vocecita salió por un altavoz pegado a la puerta.
—Lárguese si no tiene dinero, viejo de mierda.
—Tengo dinero —dijo Ricky.
El dependiente era un hombre barrigón de mediana edad, de más o menos los mismos años que él. Cuando cambió de postura, vio que llevaba un revólver enfundado a la cintura.
—¿Sí? ¿Tiene dinero? Ya. Muéstremelo.
Ricky levantó el billete de veinte dólares. El hombre le echó un vistazo desde detrás de la caja.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Me lo encontré en la calle —contestó Ricky.
Se oyó el zumbido de la puerta, y Ricky la empujó para entrar.
—Sí, seguro —comentó el dependiente—. Muy bien, tiene dos minutos. ¿Qué quiere?
—Una botella de vino.
El hombre alargó la mano hacia un estante que tenía detrás y eligió una botella. No era como ninguno de los vinos que Ricky había bebido hasta entonces. Llevaba tapón de rosca y en la etiqueta ponía Silver Satin. Costaba dos dólares. Ricky asintió y entregó el billete de veinte. El hombre metió la botella en una bolsa de papel, abrió la caja y sacó un billete de diez y dos de un dólar. Se los dio a Ricky.
—¡Oiga! —se quejó éste—. Falta cambio.
—Creo que el otro día le vendí a crédito —contestó el hombre con una sonrisa torcida y la mano en la culata del revólver—. Sólo me estoy cobrando la deuda, viejo.
—Eso es mentira —soltó Ricky, enfadado—. Nunca he estado aquí.
—¿Cree que voy a discutir, escoria? —El dependiente hizo un amago de lanzarle un puñetazo. Ricky retrocedió y lo miró con dureza. El hombre se rio y añadió—: Ya le he dado algo de cambio. Y más del que se merece. Ahora lárguese. Márchese de aquí, si no quiere que lo eche. Y si me hace salir de detrás del mostrador, le quitaré la botella y el cambio de una buena patada en el culo. ¿Qué decide?
Ricky se dirigió despacio hacia la puerta. Se volvió mientras intentaba pensar en una réplica adecuada, pero sólo consiguió que el dependiente dijera:
—¿Qué pasa? ¿Tiene algún problema?
Ricky salió oyendo la risa del dependiente a su espalda.
Fue hasta la tienda de ocasión, donde lo recibieron con la misma pregunta: «¿Tiene dinero?». Mostró el billete de diez dólares. Dentro, compró un paquete de los cigarrillos más baratos que encontró, un par de chocolatinas, un par de magdalenas y una linterna pequeña. El dependiente de la tienda era un chico joven, que echó las cosas en una bolsa de plástico y dijo con sarcasmo:
—Buena cena.
Ricky regresó a la calle. La noche había invadido la zona. La tenue luz de las tiendas que seguían abiertas lanzaba cuadraditos de claridad a la penumbra. Ricky cruzó hacia la boca del callejón. Se metió con el menor ruido posible, se apoyó contra la pared de ladrillo y se deslizó hacia abajo para sentarse y esperar, sin dejar de pensar que hasta esa noche no había sabido lo fácil que es ser odiado en este mundo.
Fue como si la oscuridad lo envolviera poco a poco del mismo modo que el calor durante el día. Era una negrura densa que le traspasó el cuerpo. Ricky dejó pasar un par de horas. Estaba en un estado de semisueño, con la cabeza llena de imágenes de quién había sido, de la gente que había llegado a su vida para destruirla y del plan que había elaborado para recuperarla. Le habría reconfortado, al estar ahí apoyado contra la pared de un callejón sombrío de una parte de una ciudad que le era desconocida, haber recordado a su mujer, o quizá a un viejo amigo, o tal vez incluso algún momento feliz de su infancia: una mañana de Navidad, una graduación, el momento de lucir su primer esmoquin en el baile del instituto o el ensayo de la cena la víspera de su boda. Pero todos esos momentos parecían pertenecer a otra existencia y otra persona. Jamás había creído demasiado en la reencarnación, pero era casi como si hubiese vuelto al mundo como alguien distinto. Al percibir el hedor creciente de su abrigo de vagabundo, levantó la mano en la oscuridad e imaginó que tendría las uñas llenas de tierra. Antes, las tenía así los días felices porque significaba que se había pasado horas en el jardín de su casa de Cape Cod. Se le hizo un nudo en el estómago y pudo oír el estrépito de la gasolina encendida al propagarse por la casa. Era un recuerdo auditivo que parecía proceder de otra época, recuperado de un pasado distante por un arqueólogo.
Ricky levantó la vista y vio a Virgil y Merlin sentados en el callejón frente a él. Distinguió sus rostros, cada matiz y expresión del corpulento abogado y de la escultural joven.
«Me dijo que sería mi guía hacia el infierno —pensó—. Tenía razón, quizá más de lo que se imaginaba».
Sintió la presencia del tercer miembro del triunvirato, pero Rumplestiltskin seguía siendo una sombra que se fundía con la noche e inundaba el callejón como una marea que sube de forma constante.
Se le habían entumecido las piernas. No sabía cuántos kilómetros habría caminado desde su llegada a Boston. Tenía el estómago vacío, así que abrió el paquete de magdalenas y se las comió de dos o tres mordiscos. El chocolate le sentó como una vulgar anfetamina y le proporcionó cierta energía. Se puso de pie y se volvió hacia el fondo del callejón.
Oyó un leve sonido y miró en esa dirección antes de reconocer lo que era: alguien cantando en voz baja y desentonada.
Avanzó con cuidado hacia la voz. A su lado oyó algún animal, supuso que una rata que se escabullía con un sonido de arañazos. Sujetó la linterna con la mano, pero intentó dejar que los ojos se le adaptaran a la oscuridad del callejón. Eso era difícil, y tropezó una o dos veces cuando los pies se le enredaron con desperdicios indefinidos. Estuvo a punto de caerse en una ocasión, pero conservó el equilibrio y siguió adelante.
Cuando estaba casi sobre el hombre, éste dejó de cantar.
Hubo un silencio tenso durante un par de segundos.
—¿Quién anda ahí? —Oyó preguntar.
—Soy yo —contestó Ricky.
—No se acerque más —dijo la voz—. Le haré daño. Puede que le mate. Tengo un cuchillo.
Arrastraba las palabras con la imprecisión que confiere la bebida. Ricky había esperado que el vagabundo hubiese perdido el conocimiento pero, en cambio, seguía bastante alerta, aunque no demasiado ágil porque no oyó que se apartara de su camino o procurara esconderse. No creía que tuviera ningún arma, pero no estaba seguro del todo. Permaneció inmóvil.
—Este callejón es mío —advirtió el hombre—. Váyase.
—Ahora también es mío —replicó Ricky. Inspiró hondo y se metió en el terreno que tendría que encontrar para comunicarse con el hombre. Era como sumergirse en un lago de agua oscura, sin saber lo que hay bajo la superficie.
«Acepta la locura —se dijo mientras intentaba evocar todos los conocimientos que había adquirido en su anterior vida y existencia—. Crea el delirio. Establece la duda. Alimenta la paranoia».
—Me dijo que teníamos que hablar —aventuró—. Eso me dijo: «Encuentra al hombre del callejón y pregúntale cómo se llama».
—¿Quién se lo dijo? —preguntó el hombre en tono vacilante.
—¿Quién crees? Él. Me habla y me dice a quién buscar, y tengo que hacerlo porque él me lo dice, y por eso estoy aquí —contestó con rapidez.
—¿Quién te habla? —Sus preguntas llegaban en medio de la oscuridad con un torpor que luchaba contra la bebida que le nublaba una mente ya de por sí entrecruzada.
—No estoy autorizado a decir su nombre, no en voz alta o donde alguien pueda oírme. ¡Chitón! Pero dice que sabrás por qué he venido si eres quien debes ser, y que no tendré que explicar nada más.
El hombre pareció dudar mientras procuraba comprender este galimatías.
—¿A mí? —preguntó.
—Si eres quien debes ser. —Ricky asintió en la oscuridad—. ¿Lo eres?
—No lo sé —contestó y, tras una pausa, añadió—: Eso creía.
Ricky siguió deprisa para reforzar el delirio.
—Él me da los nombres, ¿sabes? Y yo tengo que buscarlos y hacerles las preguntas porque tengo que encontrar al que es. Es lo que hago, una y otra vez, y eso es lo que tengo que hacer. ¿Eres tú? Tengo que saberlo, ¿comprendes? Si no, he perdido el tiempo.
El hombre parecía intentar asimilar todo eso.
—¿Cómo sé que puedo fiarme de ti? —dijo el hombre con lengua estropajosa.
Ricky se puso la linterna bajo el mentón, del modo que haría un niño que quisiera asustar a sus amigos. La encendió para iluminarse la cara y luego la dirigió hacia el hombre, dedicando unos segundos a examinar lo que los rodeaba. El vagabundo estaba sentado, apoyado contra la pared de ladrillos, con la botella de vino en la mano. Había desperdicios, y una caja de cartón a su lado, que Ricky supuso sería su casa. Apagó la linterna.
—¿Y bien? —soltó Ricky, tajante—. ¿Necesitas más pruebas?
El hombre cambió de posición.
—No puedo pensar —gimió—. Me duele la cabeza.
Ricky estuvo tentado de agacharse y agarrar lo que necesitaba.
Las manos le temblaron con la seducción de la violencia. Estaba solo en un callejón desierto con aquel vagabundo y se le ocurrió que las personas que lo habían puesto en esa situación no habrían dudado en utilizar la violencia. Para vencer el impulso tuvo que controlarse al máximo. Sabía lo que necesitaba, pero quería que el hombre se lo diera.
—¡Dime quién eres! —exclamó Ricky en un susurro.
—Quiero estar solo —suplicó el hombre—. No he hecho nada. Ya no quiero estar aquí.
—No eres el que busco —soltó Ricky—. Podría jurarlo. Pero necesito estar seguro. Dime tu nombre.
—¿Qué quieres? —gimoteó el hombre.
—Tu nombre. Quiero tu nombre.
Ricky podía oír las lágrimas que se formaban con cada palabra que decía el hombre.
—No lo diré —contestó—. Tengo miedo. ¿Vas a matarme?
—No —respondió Ricky—. No te haré daño si me demuestras quién eres.
El hombre vaciló.
—Tengo una cartera —afirmó despacio.
—¡Dámela! —ordenó Ricky con brusquedad—. ¡Es el único modo de estar seguro!
El hombre se levantó como pudo y se metió la mano en el abrigo.
Con los ojos a duras penas adaptados a la oscuridad, Ricky pudo ver que le tendía algo. Lo agarró y se lo metió en el bolsillo.
El hombre empezó a sollozar. Ricky suavizó la voz.
—Ya puedes dejar de preocuparte —dijo—. Ahora me iré.
—Por favor —suplicó el hombre—. Vete.
Ricky se agachó y sacó la botella de vino que había comprado.
También tomó un billete de veinte dólares del forro del abrigo. Se los dio al hombre.
—Toma —dijo—. Te lo doy porque no eres el hombre que busco, pero no es culpa tuya, y él quiere que te compense por haberte molestado. ¿Te parece bien?
El hombre agarró la botella, sin contestar, pero luego pareció asentir.
—¿Quién eres? —preguntó otra vez con una mezcla de temor y confusión.
Ricky sonrió para sí y pensó que tener una formación clásica tenía sus ventajas.
—Me llamo Nadie —anunció.
—Nadia es nombre de mujer.
—No. Nadie. Así que, si alguien te pregunta quién te visitó esta noche, puedes decir que fue Nadie. —Ricky suponía que el policía de ronda tendría la misma paciencia para esa historia que los hermanos cíclopes de Polifemo para la ficción que había creado siglos antes otro hombre perdido en un mundo desconocido y peligroso—. Bebe un poco y duerme. Cuando te despiertes, todo seguirá igual.
El hombre gimoteó. Pero acto seguido bebió un largo sorbo de vino.
Ricky se levantó y avanzó con cuidado por el callejón, pensando que no había robado lo que buscaba y tampoco lo había comprado. Se dijo que había hecho lo necesario y que se ajustaba a las reglas del juego. Por supuesto, Rumplestiltskin no sabía que seguía jugando. Pero pronto lo sabría. Se dirigió sin detenerse por la penumbra hacia la luz de la calle que veía delante.