12

La sorpresa lo atenazaba, pero no reaccionó exteriormente. Miró con dureza a la joven, con esa inexpresiva cara de póquer que tan bien conocían sus pacientes.

—¿Así que crees que el salmón será fresco? —se limitó a decir.

—Seguro que da coletazos y boqueadas —contestó Virgil.

—Eso parecería apropiado.

La joven bebió un sorbo de vino. Ricky apartó su vaso a un lado y bebió agua.

—Con la pasta y el pescado se bebe vino blanco —indicó Virgil—. Pero bueno, no estamos en la clase de lugar que sigue las normas, ¿no? No me imagino a ningún sumiller que se acerque con ceño para comentarnos lo inadecuado de nuestra elección.

—Yo tampoco —contestó Ricky.

Virgil continuó hablando con rapidez pero sin ningún nerviosismo. Sonaba más bien como un niño entusiasmado por su cumpleaños.

—Por otra parte, beber tinto da un aire más despreocupado, ¿no crees, Ricky? Un atrevimiento que sugiere que, en realidad, no nos importa lo que digan las convenciones y hacemos lo que queremos. ¿Puedes sentir eso, Ricky? Me refiero a cierto espíritu de aventura y anarquía, a alejarse de las normas. ¿Qué opinas?

—Opino que las normas están cambiando todo el rato.

—¿Las de etiqueta?

—¿Estamos hablando de eso? —repuso.

Virgil sacudió la cabeza, con lo que su melena rubia se agitó seductora. Echó un poco la cabeza atrás para reír y Ricky pudo ver su cuello largo y atractivo.

—No, claro que no, Ricky. En eso tienes razón.

La camarera les llevó una cestita de mimbre llena de panecillos y mantequilla, lo que les sumió en un silencio glacial, un momento de complicidad compartida. Cuando la camarera se marchó. Virgil cogió un panecillo.

—Estoy hambrienta —afirmó.

—¿Arruinarme la vida quema calorías? —repuso Ricky.

—Eso parece —sonrió ella—. Me gusta, de verdad. ¿Cómo deberíamos llamarlo, doctor? ¿Qué tal «dieta de la destrucción»? ¿Te gusta? Podríamos amasar una fortuna y marcharnos a alguna exótica isla paradisíaca, solos tú y yo.

—No me parece —soltó Ricky con aspereza.

—Lo imaginaba —contestó Virgil mientras untaba el panecillo con abundante mantequilla. Mordió la punta con un ruido crujiente.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó Ricky en voz baja, calmada, pero que contenía toda la insistencia que podía imprimirle—. Tú y tu jefe parecéis tener muy bien planeada mi ruina. Paso a paso. ¿Has venido a burlarte de mí? ¿A añadir un poco de tormento a su juego?

—Nadie ha descrito nunca mi compañía como un tormento —dijo Virgil con fingida expresión de sorpresa—. Querría pensar que la encontrabas, si no agradable, por lo menos interesante. Y piensa en tu propia situación, Ricky. Viniste aquí solo, viejo, nervioso, lleno de dudas y ansiedad. Quien se hubiera dignado siquiera a mirarte habría sentido una lástima fugaz y habría seguido comiendo y bebiendo sin hacer caso del anciano en que te has convertido. Pero todo eso cambia cuando yo estoy sentada frente a ti. De repente ya no eres tan previsible, ¿verdad? —Sonrió—. No puede ser tan malo.

Ricky sacudió la cabeza. Se le había hecho un nudo en el estómago y tenía mal sabor de boca…

—Mi vida… —empezó.

—Tu vida ha cambiado. Y seguirá cambiando. Por lo menos durante unos días más. Y entonces… Bueno, ése es el problema, ¿no?

—¿Disfrutas con esto? —preguntó Ricky—. ¿Con verme sufrir? Es curioso porque no te habría tomado por una sádica tan entregada. A tu señor R puede que sí, pero no estoy tan seguro sobre él porque sigue un poco distante. Aunque acercándose, supongo. Pero tú, señorita Virgil, no creía que poseyeras la psicopatología necesaria. Claro que podría equivocarme. Y de eso se trata, ¿no? De cuándo me equivoqué en algo, ¿no es así?

Ricky bebió un sorbo de agua con la esperanza de haber inducido a la joven a revelarle algo. Por un instante vio que la cólera le dibujaba unas arruguitas en las comisuras de los ojos y unas minúsculas señales oscuras en las de los labios. Pero se recobró y ondeó el panecillo a medio comer en el aire que los separaba como si desechara sus palabras.

—Interpretas mal mi función, Ricky.

—Vuelve a explicármela.

—Todo el mundo necesita un guía que lo lleve hacia el infierno, Ricky. Ya te lo dije.

—Lo recuerdo.

—Alguien que te conduzca por las costas rocosas y los bajíos escondidos del averno.

—Y tú eres ese alguien, ya lo sé. Me lo dijiste.

—Bueno, ¿estás ya en el infierno, Ricky?

Él se encogió de hombros buscando enfurecerla. No lo logró.

—¿Quizá llamando a las puertas del infierno? —Sonrió la joven.

Ricky sacudió la cabeza, pero ella lo ignoró.

—Eres un hombre orgulloso, doctor Ricky. Te duele perder el control de tu vida, ¿no? Demasiado orgulloso. Y todos sabemos lo que sigue directamente al orgullo. Oye, este vino no está mal. Deberías probarlo.

Ricky tomó su copa y se la llevó a los labios, pero habló en lugar de beber:

—¿Eres feliz delinquiendo, Virgil?

—¿Qué te hace pensar que he cometido algún delito, doctor?

—Todo lo que tu jefe y tú habéis hecho es delictivo. Todo lo que habéis planeado lo es.

—¿De veras? Creía que eras experto en neurosis de la clase alta y ansiedad de la clase media alta. Pero supongo que estos últimos días has desarrollado una vena forense.

Ricky dudó. No le gustaba jugar a las cartas. El psicoanalista las reparte despacio, en busca de reacciones, intentando propiciar recuerdos, pero sin participar. Sin embargo, tenía muy poco tiempo, y mientras observaba cómo la joven cambiaba de postura en la silla, no estuvo del todo seguro de que esa reunión fuera tal como el esquivo señor R había previsto. Sintió cierta satisfacción al pensar que estaba desbaratando las consecuencias precisas, aunque sólo fuera un poco.

—Por supuesto —afirmó—. Hasta ahora habéis cometido varios delitos graves, empezando por el posible asesinato de Roger Zimmerman.

—La policía lo ha considerado un suicidio.

—Conseguisteis que un asesinato pareciera un suicidio. Estoy convencido.

—Bueno, si vas a ser tan obstinado, no intentaré que cambies de opinión. Pero creía que tener una actitud abierta era una característica de tu profesión.

Ricky no hizo caso de esa pulla e insistió.

—También robo y fraude.

—Oh, dudo que haya alguna prueba de ello. Es un poco como lo del árbol que cae en el bosque: si no hay nadie presente, ¿hace ruido? Si no existe prueba, ¿tuvo realmente lugar un delito? Y si la hay, está en el ciberespacio, junto con tu dinero.

—Por no mencionar tu pequeña difamación con esa denuncia falsa a la Sociedad Psicoanalítica. Fuiste tú, ¿verdad? Engañaste a ese idiota de Boston con una actuación muy elaborada. ¿También te quitaste la ropa para él?

Ella se apartó de nuevo el cabello de la cara y se retrepó en la silla.

—No fue necesario. Es uno de esos hombres que se comportan como cachorros cuando les reprochas algo. Se pone boca arriba y expone los genitales con unos patéticos gemidos. ¿No es sorprendente lo mucho que puede creer una persona cuando quiere creer?

—Limpiaré mi reputación —le espetó Ricky.

—Para eso tienes que estar vivo, y ahora mismo tengo mis dudas. —Virgil sonrió.

Él no contestó porque también tenía sus dudas. Vio que la camarera se acercaba con los platos. Los puso en la mesa y les preguntó si deseaban algo más. Virgil pidió un segundo vaso de vino, pero Ricky negó con la cabeza.

—Eso está bien —afirmó Virgil cuando la camarera se marchó—. Mantente despejado.

Ricky observó la comida humeante frente a él.

—¿Por qué estás ayudando a ese hombre? —preguntó de pronto—. ¿Qué ganas tú con ello? ¿Por qué no te olvidas de toda esta patraña, dejas de portarte como una idiota y vas conmigo a la policía? Podríamos detener este juego y yo me encargaría de que recuperaras alguna apariencia de vida normal. Sin cargos. Podría hacerlo.

Virgil mantuvo la mirada en el plato mientras con el tenedor jugueteaba con la pasta y el trozo de salmón. Cuando levantó la mirada para encontrarse con la de Ricky, sus ojos apenas ocultaban la rabia.

—¿Tú te encargarías de que volviera a tener una vida normal? ¿Eres mago? Y ¿qué te hace pensar que una vida normal sea tan maravillosa?

—Si no eres una delincuente, ¿por qué estás ayudando a uno? —insistió él, sin hacer caso a su pregunta—. Si no eres una sádica, ¿por qué trabajas para uno? Si no eres una psicópata, ¿por qué te unes a uno? Y si no eres una asesina, ¿por qué ayudas a uno?

Virgil lo siguió mirando. Toda la excentricidad y la vivacidad despreocupada de su actitud habían desaparecido, sustituidas por una repentina severidad glacial.

—Quizá porque me paga bien —dijo despacio—. Hoy en día hay mucha gente dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero. ¿Podrías creer eso de mí?

—Me costaría —contestó Ricky, prudente, aunque probablemente no le costaría nada.

—Así que descartas el dinero como mi móvil. ¿Sabes?, no estoy segura de que debas hacerlo. —Meneó la cabeza—. ¿Otro motivo tal vez? ¿Qué otros motivos podría tener? Tú debes ser el experto en ese terreno. ¿No define bastante bien lo que haces el concepto «búsqueda de motivos»? ¿Y no forma también parte del juego que estamos practicando? Vamos, Ricky. Ya hemos tenido dos sesiones juntos. Si no es el dinero, ¿cuál es mi motivo?

—No te conozco suficiente… —empezó sin convicción mientras la miraba con dureza. La joven dejó el cuchillo y el tenedor con una lentitud que indicaba que no le gustaba esta respuesta.

—Hazlo mejor, Ricky. Por mí. Después de todo, a mi modo, estoy aquí para guiarte. El problema es que la palabra «guía» tiene connotaciones positivas que pueden ser incorrectas. Puede que tenga que dirigirte hacia dónde no quieras ir. Pero una cosa sí es segura: sin mí no te acercarás a una respuesta, lo que significará tu muerte, o la de alguien cercano a ti y que no sabe nada de todo esto. Y morir a ciegas es estúpido, Ricky. Un crimen peor en cierto sentido. Así que contesta a mi pregunta: ¿qué otros motivos podría tener?

—Me odias. Tanto como ese R, sólo que no sé por qué.

—El odio es una emoción imprecisa, Ricky. ¿Crees que la conoces?

—Es algo acerca de lo que oigo todos los días en mi consulta.

—No, no, no. —Virgil sacudió la cabeza—. Oyes hablar de cólera y frustración, que son elementos secundarios del odio. Oyes hablar de abuso y crueldad, que también tienen papeles destacados en ese escenario, pero que son sólo comparsas. Y, sobre todo, oyes hablar de inconveniencias. Las aburridas y monótonas inconveniencias de siempre. Y eso guarda tan poca relación con el puro odio como una aislada nube negra con una tormenta. Esa nube tiene que unirse a otras y crecer vertiginosamente antes de descargar.

—Pero tú…

—No te odio Ricky. Aunque quizá podría llegar a hacerlo. Prueba con otra cosa.

No se lo creyó en absoluto, pero en ese momento se sentía perdido al intentar dar con una respuesta. Inspiró con fuerza.

—Amor, entonces. —Soltó Ricky de repente.

—¿Amor? —Virgil sonrió de nuevo.

—Intervienes porque estás enamorada de ese hombre, Rumplestiltskin.

—Es una idea curiosa. Sobre todo porque te dije que no sé quién es. Nunca lo he visto.

—Sí, ya me lo dijiste. Pero no me lo creo.

—Amor. Odio. Dinero. ¿Son los únicos motivos que se te ocurren?

—Acaso miedo —aventuró Ricky tras dudar.

—Eso está bien pensado, Ricky —asintió ella—. El miedo puede provocar todo tipo de comportamiento inusual, ¿verdad?

—Sí.

—¿Sugiere tu análisis que tal vez el señor R me amenace de algún modo? ¿Como un secuestrador que obliga a sus víctimas a desembolsar dinero con la patética esperanza de que les devuelva al perro, al hijo o a quien sea que se haya llevado? ¿Me comporto como una persona a la que piden que actúe en contra de su voluntad?

—No —admitió Ricky.

—Muy bien. ¿Sabes, Ricky?, eres un hombre que no aprovecha las oportunidades que se le presentan. Es la segunda vez que me he sentado frente a ti, y en lugar de intentar ayudarte a ti mismo, me has suplicado que te ayude, cuando no tienes nada que te haga merecedor de mi colaboración. Debería haberlo previsto, pero tenía esperanzas. De verdad. Ya no muchas, sin embargo… —Agitó la mano en el aire para descartar una respuesta—. Vamos al grano. ¿Recibiste la respuesta a tus preguntas en el periódico de esta mañana?

—Sí —confirmó Ricky tras una pausa.

—Perfecto. Es por eso que me ha enviado aquí esta noche. Para comprobarlo. Pensó que no sería justo que no recibieras las respuestas que estabas buscando. Me sorprendió, por supuesto. El señor R ha decidido acercarte mucho a él. Más de lo que a mí me parecería prudente. Elige bien tus próximas preguntas, Ricky, si quieres ganar. Me parece que te ha dado una gran oportunidad. Pero mañana por la mañana sólo te quedará una semana. Siete días y dos preguntas más.

—Sé el tiempo que tengo.

—¿De verdad? Creo que aún no lo has captado. Aún no. Pero, ya que hemos estado hablando sobre motivaciones, el señor R te manda algo para ayudarte a acelerar el ritmo de tu investigación.

Virgil se agachó y levantó el portafolios, que había dejado en el suelo. Lo abrió con lentitud y sacó un sobre de papel manila parecido a los otros que Ricky había recibido. Se lo tendió por encima de la mesa.

—Ábrelo —dijo—. Está lleno de motivación.

Ricky lo hizo. Contenía media docena de fotografías en blanco y negro de 20 x 25. Las sacó y las examinó. Había tres sujetos distintos, cada uno en el centro de dos fotografías. Las primeras instantáneas eran de una joven de unos dieciséis años, en vaqueros y con una camiseta manchada de sudor; llevaba un cinturón de herramientas a la cintura y empuñaba un martillo. Parecía estar trabajando en unas obras. Las dos fotografías siguientes eran de otra chica, más joven, de unos doce años que remaba en una canoa en un lago de una región boscosa. La primera instantánea tenía mucho grano, mientras que la segunda, tomada al parecer con un teleobjetivo, era un primer plano tan cercano que permitía verle el aparato corrector en la boca. Y, por último, dos más de otro adolescente, un muchacho de pelo largo y sonrisa despreocupada que hablaba con un vendedor ambulante en lo que parecía una calle de París.

Las seis fotografías tenían todo el aspecto de haber sido tomadas sin que los que aparecían en ellas lo supieran.

Ricky las observó con atención y alzó los ojos hacia Virgil. La joven ya no sonreía.

—¿Reconoces a alguien? —preguntó con frialdad.

Ricky negó con la cabeza.

—Vives en un aislamiento increíble, Ricky. Míralas un poco más. ¿Sabes quiénes son estos chicos?

—No. No lo sé.

—Son fotografías de algunos de tus parientes lejanos. Cada uno de esos chicos está en la lista de nombres que el señor R te envió al principio del juego.

Ricky observó de nuevo las fotografías.

—París, Francia, Habitat for Humanity, Honduras, y el lago Winnipesaukee en New Hampshire —enumeró ella—. Tres chicos de veraneo. Igual que tú.

Ricky asintió.

—¿Ves lo vulnerables que son? ¿Crees que costó demasiado sacarles esas fotos? ¿Podría cambiar alguien la cámara por un fusil de largo alcance? ¿Sería fácil eliminar a alguno de esos chicos del ambiente que están disfrutando? ¿Crees que alguno de ellos tiene idea de lo cerca que podría estar de la muerte? ¿Imaginas que alguno tiene siquiera la más remota sospecha de que su vida podría terminar de modo repentino y sangriento en siete breves días? —Virgil señaló las fotografías—. Échales otro vistazo, Ricky —pidió. Esperó a que él asimilara las imágenes y luego alargó la mano hacia las fotografías—. Creo que bastará con que conserves los retratos mentales, Ricky. Métete en la cabeza las sonrisas de esos chicos. Intenta imaginar las sonrisas que podrían esbozar en el futuro cuando crezcan y lleguen a ser adultos. ¿Qué clase de vida podrían tener? ¿En qué clase de personas se convertirían? ¿Le robarás el futuro a uno de ellos, o a alguien como ellos, con tu empeño en aferrarte a los pocos y patéticos años que te quedan? —hizo una pausa y luego, con la rapidez de una serpiente, le arrebató las fotografías de las manos—. Yo me las quedaré —comentó mientras volvía a guardadas en el portafolios. Apartó la silla a la vez que dejaba caer un billete de cien dólares sobre el plato a medio comer—. Me has hecho perder el apetito —dijo—. Pero sé que tu situación financiera se ha deteriorado. Así que invito yo.

Se volvió hacia la camarera, que estaba en una mesa cercana.

—¿Tienen pastel de chocolate? —preguntó.

—De queso con chocolate —respondió la mujer.

Virgil asintió.

—Tráigale un trozo a mi amigo —pidió—. Su vida se ha vuelto amarga de repente y necesita algo dulce para superar los próximos días.

Luego se giró y se marchó. Ricky se quedó solo. Cogió el vaso de agua y la mano le tembló, haciendo vibrar los cubitos.

Volvió a casa en la oscuridad creciente de la ciudad, en un aislamiento casi total.

El mundo a su alrededor parecía una desaprobación llena de conexiones, un fastidio casi constante de gente que se encontraba con gente en la interacción de la existencia. Sintió que era casi invisible a su paso por las calles de vuelta a casa. Casi transparente. Nadie que pasara a su lado a pie o en coche, ni una sola persona, repararía en él en su visión del mundo. Su rostro, su aspecto, su ser, no significaban nada para nadie salvo para el hombre que lo acechaba. Y su muerte se había convertido en algo de, y nunca mejor dicho, vital importancia para un familiar anónimo. Rumplestiltskin, y en su nombre Virgil y Merlin, y puede que otros personajes que todavía no conocía, eran puentes entre la vida y la muerte. Ricky tenía la impresión de haber entrado en el infierno que ocupaban las personas a las que un médico había dado el peor diagnóstico o a las que un juez había fijado la fecha de su ejecución, las pocas que conocían el día de su muerte. Notaba una especie de nube de desesperación suspendida sobre su cabeza. Recordó el famoso personaje de dibujos animados de su juventud, el fabuloso Joe Btfsplk de Al Capp[8], condenado a caminar bajo una nube de lluvia personal de la que caían gotas de agua y relámpagos allá donde fuera.

Las caras de los tres adolescentes de las fotografías eran como fantasmas para él: etéreas, diáfanas. Sabía que tenía que rodearlos de sustancia para que le resultaran reales. Le hubiera gustado conocer sus nombres, y sabía también que tenía que tomar algunas medidas para protegerlos. Mientras fijaba sus caras en su memoria reciente, apretó el paso. Vio el aparato corrector en una sonrisa, la melena, el sudor del esfuerzo desinteresado, y a medida que veía cada fotografía con la misma claridad que cuando Virgil se las había enseñado en el restaurante, sus músculos se tensaron y se dio más prisa. Oía el repiqueteo de sus zapatos en la acera, casi como si el sonido procediera de algún lugar ajeno a su vida, hasta que reparó en que casi estaba corriendo. Algo se desató en su interior, y se dejó vencer por una sensación que no reconoció, pero que para los que se apartaban a un lado para dejarlo pasar debía de parecer verdadero pánico.

Ricky corrió, y el aire no le llegaba a los pulmones y le raspaba los labios. Una manzana después de otra, sin detenerse para cruzar las calles y dejando a su paso un estallido de cláxones de taxis y palabrotas, sin ver ni oír, con la cabeza llena sólo de imágenes de muerte. No redujo la velocidad hasta que vio la entrada de su casa. Entonces se detuvo y se agachó para tomar aliento, con los ojos escocidos de sudor. Permaneció así, intentando recobrarse durante lo que parecieron varios minutos, eliminándolo todo salvo el calor y el dolor muscular, sin oír otra cosa que su respiración dificultosa.

«No estoy solo», pensó cuando levantó por fin los ojos.

No era una sensación distinta a la experimentada los últimos días al verse desbordado por esa misma ansiedad. Era casi previsible, basada sólo en una brusca paranoia. Intentó controlarse para no rendirse a la sensación, casi como si no quisiera ceder a una pasión secreta, como el antojo de comer un dulce o las ganas de fumar. No fue capaz.

Se volvió rápidamente para descubrir a quien lo estuviera observando, aunque sabía que eso era inútil. Sus ojos volaron de los posibles sospechosos que paseaban sin prisas por la calle a las ventanas vacías de los edificios cercanos. Fue girando como si buscase algún movimiento delator que desenmascarase la persona encargada de vigilarlo, pero todas las posibilidades parecían remotas, escurridizas.

Observó su casa. Se le ocurrió que alguien la había allanado en su ausencia. Virgil había sido el cebo. Avanzó y se detuvo, con un acopio de fuerza de voluntad, se obligó a controlar las emociones que se revolvían en su interior y se ordenó conservar la calma, concentrarse y estar atento. Inspiró hondo y se recordó que había muchas probabilidades de que, en cuanto salía de su casa, con independencia del motivo, Rumplestiltskin o sus secuaces se colaran en ella. Esa vulnerabilidad no podía remediarse con una visita del cerrajero y había quedado demostrado el otro día, cuando se había encontrado sin luces al llegar.

Tenía el estómago tenso, como un atleta al llegar a la meta. Pensó que todo lo que le había pasado operaba a dos niveles. Cada mensaje de Rumplestiltskin era a la vez simbólico y literal.

Su casa ya no era segura.

Inmóvil en la calle frente a la casa en que había vivido la mayoría de su vida adulta, Ricky se sonrió casi apabullado al darse cuenta de que quizá no quedara ningún rincón de su existencia en el que Rumplestiltskin no hubiera penetrado.

«Tengo que encontrar un lugar seguro», pensó por primera vez. Sin tener idea de dónde podría descubrir tal sitio (si interna o externamente), subió los peldaños de la entrada.

Para su sorpresa, no había ningún indicio de intrusión. La puerta no estaba entornada. Las luces iban bien. El aire acondicionado zumbaba de fondo. No tuvo la sensación abrumadora de temor ni la intuición de que hubiera entrado nadie. Cerró la puerta con llave con alivio. Sin embargo, el corazón le seguía palpitando y tenía el mismo temblor en las manos que había notado antes en el restaurante, cuando Virgil se había ido. Levantó una mano frente a la cara para comprobar la existencia de tics nerviosos, pero tenía el pulso engañosamente firme. Ya no se fiaba de eso; era casi como si pudiera notar que una flojedad se había apoderado de sus músculos y tendones, y que en cualquier instante perdería el control.

El agotamiento alcanzaba hasta el último rincón de su cuerpo con un martilleo terrible. Le costaba respirar, pero no entendía por qué.

—Necesitas una buena noche de descanso —se dijo en voz alta, y reconoció el tono que usaría con un paciente dirigido a sí mismo—. Tienes que dormir, pensar y avanzar.

Por primera vez, se planteó coger el recetario y prescribirse algún medicamento que le ayudara a relajarse. Sabía que tenía que concentrarse y le parecía que eso le estaba resultando cada vez más difícil. Detestaba las pastillas pero pensó que, por esta vez, podía necesitarlas. Un antidepresivo. Un somnífero para descansar un poco. Y quizá unas anfetaminas para concentrarse por la mañana y el resto de la semana hasta que se cumpliera el plazo de Rumplestiltskin.

Ricky tenía en el escritorio un vademécum que rara vez usaba y se dirigió hacia ahí con la idea de que la farmacia abierta veinticuatro horas que había a un par de manzanas le mandaría a casa lo que pidiera por teléfono. Ni siquiera tendría que aventurarse a salir.

Sentado tras el escritorio, repasó con rapidez las entradas del vademécum y no tardó en decidir lo que necesitaba. Encontró el recetario y, al llamar a la farmacia, leyó su número de colegiado por primera vez en lo que le parecieron años. Tres fármacos distintos.

—¿Nombre del paciente? —preguntó el farmacéutico.

—Son para mí —dijo Ricky.

—No son medicamentos que puedan mezclarse, doctor Starks —comentó el farmacéutico tras vacilar—. Debería ir con cuidado con las dosis y las combinaciones.

—Descuide. Iré con cuidado.

—Sólo quería que supiera que una sobredosis podría ser mortal.

—Ya lo sé —aseguró Ricky—. Pero cualquier cosa tomada en exceso puede matarnos.

El farmacéutico lo consideró un chiste y rio.

—Supongo que sí —contestó—. Pero con algunas cosas te vas de este mundo con una sonrisa en los labios. El chico estará en su casa antes de una hora. ¿Quiere que se lo anote en la cuenta? Hace mucho que no la usa.

—Sí, gracias —dijo Ricky tras pensar un momento. Sintió una punzada de dolor, como si el hombre le hubiese atravesado el corazón con la pregunta más inocente del mundo. La última vez que había usado la cuenta de la farmacia había sido cuando su mujer yacía agonizante y había comprado morfina para que le enmascarara el dolor.

De eso hacía por lo menos tres años.

Aplastó el recuerdo mentalmente, e inspiró hondo.

—Diga al chico que llame a la puerta tal como voy a decirle, por favor: tres timbres cortos, tres timbres largos, tres timbres cortos —explicó—. De ese modo sabré que es él y abriré.

El farmacéutico pareció pensar un instante.

—¿No es eso un S. O. S. en código Morse? —preguntó.

—Exacto —confirmó Ricky.

Colgó y se reclinó en la silla. Tenía la cabeza llena de imágenes de su esposa en sus últimos días. Era demasiado doloroso para él, así que sus ojos se dirigieron hacia el escritorio. Observó que la lista de familiares que Rumplestiltskin le había enviado estaba situada en un lugar destacado en el centro del cartapacio y, en un ofuscante momento de duda, no recordó haberlo dejado en ese sitio. Alargó la mano despacio hacia la hoja, pensando de repente en las imágenes de los adolescentes de las fotografías que Virgil le había enseñado. Empezó a repasar los nombres para tratar de relacionar las caras con las palabras, que se mostraban borrosas como un espejismo en una carretera. Intentó serenarse, pensando que tenía que establecer la relación, que era importante, que la vida de un inocente podría correr peligro.

Mientras intentaba concentrarse, bajó la mirada.

Se sintió súbitamente confuso. Empezó a mirar alrededor con rapidez mientras lo asaltaba una inquietud terrible. Se le secó la boca y, de golpe, sintió náuseas.

Recogió las notas, los blocs y demás papeles de la mesa, buscando. Pero, a la vez, supo que lo que buscaba ya no estaba.

Alguien se había llevado de la mesa la carta de Rumplestiltskin, la que describía los parámetros del juego y contenía la primera pista. La prueba material de la amenaza a Ricky había desaparecido. Lo único que quedaba, como supo de inmediato, era la realidad.