30

En su recorrido por la ciudad, Ricky encontró una tienda de excedentes del ejército y la armada en la que compró varias cosas que tal vez le fueran de utilidad para la siguiente fase del juego que tenía en mente: una palanca pequeña, un candado para bicicletas, unos guantes de látex, una linterna minúscula, un rollo de cinta adhesiva de fontanería de color gris y el par más barato de prismáticos que tenían. También un aerosol de repelente de insectos que contenía cien por cien de DEET[11], lo que, como pensó compungido, era lo más cercano al veneno que se había planteado nunca ponerse en el cuerpo. Era una extraña colección de objetos, pero no estaba demasiado seguro de lo que iba a necesitar para la tarea que tenía prevista, así que con la variedad compensó la incertidumbre.

Esa tarde, temprano, regresó a su habitación y metió estas cosas, junto con la pistola y dos de los recién adquiridos teléfonos móviles, en una mochila pequeña. Usó el tercer teléfono móvil para llamar al siguiente hotel de su lista, el único en el que todavía no se había registrado, para dejar un mensaje urgente a Frederick Lazarus con la petición de que devolviera la llamada en cuanto llegara. Dio el número del móvil a un recepcionista y, acto seguido, metió ese teléfono en un bolsillo exterior de la mochila, después de marcarlo con un bolígrafo. Cuando llegó al coche, sacó el móvil y volvió a llamar al hotel para dejarse otro mensaje urgente a sí mismo. Lo hizo tres veces más mientras circulaba por la ciudad en dirección a Nueva Jersey y, en cada ocasión, pedía con más insistencia que el señor Lazarus le devolviera la llamada enseguida porque tenía que darle una información importante.

Tras el tercer mensaje con ese móvil, se paró en el área de descanso Joyce Kilmer, en la autopista de Jersey. Fue al aseo, se lavó las manos y dejó el teléfono en el borde de la pila. Al salir, varios adolescentes se cruzaron con él en dirección a los lavabos. Encontrarían el teléfono y lo usarían muy deprisa, que era lo que él quería.

Era casi de noche cuando llegó a West Windsor. El tráfico había sido denso a lo largo de toda la autopista, con los coches sin demasiada separación y circulando a excesiva velocidad hasta que todos aminoraron con un estrépito de cláxones, en medio de un calor sofocante, debido a un accidente cerca de la salida 11. Curiosear aminoraba aún más la marcha a medida que los coches pasaban junto a dos ambulancias, media docena de coches de policía y las carrocerías retorcidas y destrozadas de dos automóviles. Un hombre de camisa blanca y corbata se tapaba la cara con las manos, medio en cuclillas, junto a la cuneta. Cuando Ricky pasaba, una ambulancia arrancó con un agudo ruido de sirena y un policía de tráfico examinaba la marca de un patinazo. Otro estaba apostado junto a unos conos colocados en la carretera haciendo señas a los conductores de que circularan, con una expresión severa y de reproche, como si la curiosidad, la más humana de todas las emociones, estuviera fuera de lugar en esas circunstancias y sólo constituyese una molestia para él. Ricky pensó que la perspicacia de un analista, lo que él había sido antes, era como la mirada que exhibía en ese momento el policía.

Se detuvo en una cafetería de la carretera 1, cerca de Princeton, y para matar el tiempo tomó una hamburguesa con queso y patatas fritas que, por imposible que parezca, eran preparadas por una persona y no por máquinas y temporizadores. La luz de julio alargaba el día y, cuando salió, todavía faltaba un rato para que reinara la oscuridad. Condujo hasta el cementerio donde había estado dos semanas atrás. El encargado se había marchado, como él esperaba. Tuvo suerte de que la entrada no estuviera cerrada con llave, de modo que, llevó el coche hasta detrás del cobertizo de madera blanca y lo dejó ahí, más o menos escondido de la carretera y, sin duda, con un aspecto bastante anodino para cualquiera que pudiera verlo.

Antes de colgarse la mochila al hombro, dedicó un momento a rociarse con el repelente de insectos y ponerse los guantes de látex. Sabía que no taparían su olor corporal, pero por lo menos le servirían para protegerse de las garrapatas. La luz del día empezaba a desvanecerse y el cielo de Nueva Jersey adquiría un anormal color gris amarronado, como si los extremos del mundo se hubiesen quemado con el calor de la tarde. Se puso la mochila al hombro y, con una sola mirada a la desierta carretera rural, echó a correr hacia el criadero de perros donde le esperaba la información que necesitaba. Del asfalto oscuro todavía se elevaba mucho calor, que pronto se le metió en los pulmones. Respiraba con dificultad pero sabía que no era debido al esfuerzo físico.

Dejó la carretera y se escondió entre los árboles para pasar frente al cartel de la entrada con la imagen del enorme rottweiler. Después, se adentró en la vegetación que ocultaba el criadero de la carretera, eligiendo con cuidado su ruta hacia la casa. Todavía oculto en el follaje y sumido en las primeras sombras de la noche que se aproximaba, sacó los gemelos de la mochila y examinó el exterior, cuya distribución pudo observar mejor que en su primera visita.

Dirigió primero la vista a las jaulas que había junto a la oficina, donde detectó a Brutus, que se paseaba con nerviosismo.

«Huele el repelente —pensó Ricky—. Y por debajo percibe mi olor. Pero aún está confundido».

Para el perro aún era una leve señal de alarma. Ricky no se había acercado todavía lo suficiente para ser considerado una amenaza. Envidió un momento el mundo elemental de ese animal, definido por olores e instintos y libre de los caprichos de las emociones.

Describió un arco con los prismáticos y detectó una luz en el interior de la casa. Observó fijamente por un par de minutos y vio el inconfundible resplandor de un televisor en una habitación cercana a la entrada. La oficina, que quedaba un poco a su izquierda, estaba a oscuras, y supuso que cerrada con llave. Hizo un último reconocimiento visual y vio un gran reflector cuadrado más o menos a la altura del tejado. Imaginó que se activaba por movimiento y que su radio de acción se situaba delante de la casa. Guardó los gemelos en la mochila y avanzó en paralelo al edificio, sin salir del margen de la maleza, hasta llegar al borde de la finca. Una carrera rápida lo situaría en la entrada de la oficina y quizá evitaría que se encendieran las luces exteriores.

Su presencia no sólo había puesto nervioso a Brutus. Otros perros se movían en sus recintos husmeando el aire. Unos cuantos ladraron una o dos veces, inquietos y recelosos ante un olor desconocido.

Ricky sabía con exactitud qué quería hacer y pensó que, como plan, tenía sus virtudes. No sabía si lo lograría, pero era consciente de algo: hasta ahora sólo había rozado la ilegalidad. Este paso era de otro tipo. Y era consciente de otro detalle: para ser un hombre al que le gustaba jugar, Rumplestiltskin no tenía normas. Por lo menos, ninguna impuesta por cualquier moralidad conocida. Ricky sabía que, aunque el señor R aún no se hubiera dado cuenta, él estaba a punto de introducirse un poco más en ese terreno.

Inspiró hondo. Pensó que el viejo Ricky jamás se habría imaginado en esta situación. El nuevo Ricky tenía una determinación fría e inquebrantable.

«Lo que era no es lo que soy —se dijo—. Y lo que soy no es aún lo que puedo ser».

Se preguntó si había sido alguna vez algo de lo que era o algo de lo que iba a ser. Ésa era una cuestión complicada. Sonrió para sí. Una cuestión que tiempo atrás podía haberse pasado horas o días analizando en el diván. Ya no. La sepultó en lo más profundo de su ser.

Alzó los ojos al cielo y vio que la última luz del día había desaparecido por fin y que pronto iba a reinar la oscuridad. «Es el momento más variable del día —pensó—. Ideal para lo que voy a hacer».

Así pues, sacó la palanca y el candado para bicicletas y los sujetó con la mano derecha. Luego volvió a ponerse la mochila al hombro, inspiró hondo y salió disparado de los arbustos a toda carrera hacia la fachada del edificio.

Un estrépito de perros nerviosos perturbó al instante la creciente penumbra. Aullidos, ladridos y gruñidos de toda clase y potencia rasgaron el aire, tapando el ruido de sus zapatos en la grava del camino de entrada. Era periféricamente consciente de que todos los animales corrían en sus reducidos recintos, retorciéndose y revolviéndose con una repentina agitación canina. Un mundo de marionetas espasmódicas, cuyos hilos eran manejados por la confusión.

En unos segundos había llegado a la parte delantera de la jaula de Brutus. El enorme perro parecía el único animal con algo de compostura, pero lleno de amenaza. Caminaba de un lado a otro por el suelo de cemento, pero se detuvo cuando Ricky llegó a la puerta. Lo miró un segundo para gruñirle y enseñarle los dientes y luego, con una velocidad asombrosa, lanzó sus más de cuarenta kilos contra la alambrada que lo contenía. La fuerza del ataque hizo estremecer a Ricky. Brutus cayó hacia atrás, echando espuma de rabia, y volvió a abalanzarse, entrechocando los dientes contra el metal.

Ricky se movió deprisa y logró pasar con rapidez el candado para bicicletas alrededor de las dos jambas de la puerta y cerrarlo antes de que el animal tuviera tiempo de llegar a él. Hizo girar la combinación del candado y lo dejó caer. Brutus rasgó de inmediato el forro de goma negra que envolvía la cadena.

—Que te jodan —susurró Ricky imitando el acento de un tipo duro—. No irás a ninguna parte.

Se dirigió a la entrada de la oficina. Pensó que sólo le quedaban unos segundos antes de que el propietario reaccionara por fin al creciente alboroto. Supuso que el hombre iría armado, pero no estaba seguro. Quizá la confianza que le inspiraba la compañía de Brutus lo hubiera hecho pensar que no necesitaba llevar armas.

Aplicó la palanca a la jamba de la puerta y arrancó el cerrojo con un crujido de madera astillada. Era vieja, estaba algo combada por los años y se partió con facilidad. Supuso que el propietario no tenía nada de demasiado valor en la oficina y no imaginaba que algún ladrón quisiera poner a prueba a Brutus. La puerta se abrió y Ricky entró. Metió la palanca en la mochila, sacó la pistola y la amartilló.

En el interior se oía un recital de ansiedad canina. El ruido era ensordecedor, lo que hacía difícil pensar, pero dio una idea a Ricky. Encendió la linterna y avanzó por el pasillo húmedo y maloliente donde había perros encerrados para abrir todas las jaulas a su paso.

En unos segundos estaba rodeado de un montón de pequeños animales de distintas razas que saltaban y ladraban. Algunos estaban aterrados, otros encantados. Husmeaban y aullaban confusos, pero conscientes de estar libres. Había unas tres docenas de perros, inseguros de lo que estaba pasando, pero más o menos resueltos a participar de todos modos. Ricky contaba con esa característica básica de los perros que hace que, a pesar de no entender demasiado qué ocurre, quieran participar en ello. Ver cómo los perros le olisqueaban las piernas le arrancó una sonrisa a pesar del nerviosismo de lo que estaba haciendo. Rodeado del grupo de animales que saltaban y brincaban, regresó a la oficina. Agitaba los brazos para animar a los perros a seguirle, como un Moisés impaciente a orillas del mar Rojo.

El foco se encendió en el exterior y oyó cerrarse una puerta de golpe.

«El propietario —pensó—. El jaleo lo ha alertado por fin y se pregunta qué mosca ha picado a los animales».

Contó hasta diez. Tiempo suficiente para que el hombre se acercara a la jaula de Brutus. Oyó un segundo ruido por encima de los perros: el hombre estaba intentando abrir la jaula del rottweiler. Un ruido metálico y después una maldición, al caer en la cuenta de que la jaula no se abriría.

En ese momento Ricky abrió la puerta delantera de la oficina.

—Muy bien, chicos. Estáis libres —dijo agitando los brazos. Casi tres docenas de perros se abalanzaron hacia la noche cálida de Nueva Jersey, elevando un confuso concierto de ladridos en celebración de la libertad.

El propietario soltó palabrotas como un loco y corrió para situarse en el límite de la luz del foco.

Los impetuosos animales lo derribaron, haciéndolo permanecer hincado de rodillas ante la oleada de perros. Se incorporó con dificultad y trató de atraparlos a la vez que saltaban a su alrededor y le empujaban. Un maremágnum de emociones animales mezcladas: algunos perros asustados, otros felices, unos cuantos desorientados, todos inseguros de lo que estaba pasando, sabiendo sólo que se alejaba mucho de su rutina habitual y ansiosos de aprovecharlo, fuera lo que fuese. Ricky sonrió con picardía. Se figuró que era una distracción muy efectiva.

Cuando el propietario alzó los ojos, detrás de la masa revuelta de perros que husmeaban y saltaban vio la pistola de Ricky apuntándole a la cara. Soltó un grito ahogado y se echó hacia atrás sorprendido, como si la boca del cañón fuera tan contundente como la avalancha de perros.

—¿Está solo? —gritó Ricky para hacerse oír por encima de los ladridos.

—¿Qué?

—Si está solo. ¿Hay alguien más en la casa?

El hombre sacudió la cabeza.

—¿Hay algún colega de Brutus en la casa? ¿Su hermano, su madre o su padre?

—No. Sólo yo.

Ricky acercó más la pistola al hombre, lo suficiente para que el olor acre del metal y el aceite, y acaso de la muerte, le llenara la nariz sin necesidad de tener el olfato de un perro.

—Convencerme de que está diciendo la verdad es importante si quiere seguir con vida —indicó Ricky. Le sorprendió la facilidad con que lo amenazaba, aunque no se hacía ilusiones de engañarse a sí mismo con su farol.

Detrás de la alambrada, Brutus sufría un ataque de furia. Seguía lanzándose hacia el metal y clavaba los dientes en el obstáculo. La espuma le chorreaba por la boca y sus gruñidos vibraban en el aire. Ricky observó al perro con recelo.

«Tiene que ser duro que te críen y adiestren con un único objetivo y, cuando llega el momento de aplicar todo lo que has aprendido, te veas frenado por una puerta cerrada con una cadena para bicicletas», pensó Ricky.

El perro parecía casi abrumado por la impotencia y a Ricky le recordó a un microcosmos de la vida de algunos de sus expacientes.

—Sólo estoy yo. Nadie más.

—Muy bien. Entonces podremos hablar.

—¿Quién es usted? —quiso saber el hombre.

Ricky tardó un segundo en recordar que en su primera visita había ido disfrazado. Se frotó la mejilla con la mano. «Soy alguien con quien desearía haber sido más agradable la primera vez que nos vimos», pensó.

—Soy alguien a quien preferiría no conocer —dijo a la vez que con el arma le indicaba que se moviese.

Tardó unos segundos en conseguir que el propietario estuviera donde quería, es decir, sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la jaula de Brutus y las manos en las rodillas, a la vista. Los otros perros no se acercaban demasiado al furioso rottweiler. Para entonces, algunos habían desaparecido en la oscuridad y el campo, otros se habían reunido a los pies del propietario y unos cuantos más saltaban y jugaban en el camino de grava.

—Sigo sin saber quién es usted —dijo el hombre. Miraba a Ricky con los ojos entrecerrados e intentaba identificarlo. La combinación de las sombras y el cambio de aspecto eran ventajosos para Ricky—. ¿Qué quiere? Aquí no tengo dinero y…

—No quiero robarle, a no ser que obtener información se considere un hurto, algo que yo antes creía así en cierto sentido —contestó Ricky enigmáticamente.

—No lo entiendo —dijo el hombre a la vez que sacudía la cabeza—. ¿Qué quiere saber?

—Hace poco, un detective privado vino a hacerle unas preguntas.

—Sí. ¿Y qué?

—Me gustaría que las contestara.

—¿Quién es usted? —insistió el hombre.

—Ya se lo dije. Pero ahora lo único que necesita saber es que yo voy armado y usted no. Y el único medio con que podría defenderse está encerrado en esa jaula y, por lo visto, le sienta fatal.

El propietario asintió, y de pronto aparentó recuperarse un poco.

—No parece la clase de persona que usaría una pistola. Así que a lo mejor no le digo nada sobre lo que sea que le interesa tanto. Váyase a la mierda, quienquiera que sea.

—Quiero saber detalles sobre el matrimonio que poseía este sitio, y sobre cómo lo compró usted. Y, en particular, sobre los tres niños que ellos adoptaron aunque usted lo niegue. Y me gustaría que me hablara sobre la llamada telefónica que hizo después de que mi amigo Lazarus le hiciera una visita el otro día. ¿A quién llamó?

El hombre sacudió la cabeza.

—Le diré una cosa: me pagaron por hacer esa llamada —explicó—. Y también me salía a cuenta intentar retener aquí a ese hombre, quienquiera que fuera. Fue una lástima que se largara. Habría recibido una prima.

—¿De quién?

—Eso es cosa mía, señor tipo duro. —El hombre sacudió la cabeza—. Como le dije: jódase.

Ricky le encañonó la cara y el hombre sonrió burlón.

—He visto a tipos que saben usar ese chisme y apuesto lo que sea a que usted no es uno de ellos. —Su voz era un poco la de un jugador nervioso. Ricky supo que no estaba del todo seguro ni en un sentido ni en otro.

A Ricky no le temblaba la mano. Le apuntó entre los ojos. A medida que pasaban los segundos, más incómodo parecía el hombre, lo que, en opinión de Ricky, era bastante razonable. El sudor perló su frente. Pero, en ese sentido, cada segundo de demora respaldaba la interpretación que el hombre había hecho de él. Se dijo que podría tener que convertirse en un asesino, pero no sabía si podría matar a alguien que no fuera el blanco principal. Alguien simplemente superfluo y secundario, aunque detestable. Se lo planteó un momento y luego sonrió con frialdad. «Hay una gran diferencia entre disparar al hombre que te ha arruinado la vida y disparar a una pieza de ese engranaje», pensó.

—¿Sabe? —dijo despacio—. Tiene toda la razón. No me he encontrado muchas veces en esta situación. Resulta claro que no tengo mucha experiencia en este terreno, ¿verdad?

—Sí —respondió el hombre—. Es de lo más evidente. —Cambió un poco de postura, como si se relajara.

—Puede —concedió Ricky con tono inexpresivo—. Debería practicar un poco.

—¿Cómo?

—He dicho que debería practicar. ¿Cómo voy a saber si seré capaz de usar este chisme con usted si no me entreno antes con algo menos importante? Quizá mucho menos importante.

—Sigo sin entender —dijo el propietario.

—Claro que entiende. Pero no se está concentrando. Lo que le estoy diciendo es que no me gustan los animales.

A continuación, levantó un poco la pistola y, con todas las prácticas de tiro en New Hampshire en mente, inspiró hondo lentamente, se calmó por completo y apretó el gatillo. El retroceso del arma en su mano fue brutal. Una única bala rasgó el aire y zumbó en la oscuridad.

Ricky supuso que había dado en la alambrada y se había desviado.

No sabía si habría tocado o no al rottweiler. El hombre se quedó atónito, casi como si le hubieran abofeteado, y se tocó la oreja con una mano para comprobar si la bala le había rozado.

En el patio se armó de nuevo un revuelo canino, en una combinación de aullidos, ladridos y carreras. Brutus, el único animal encerrado, comprendió la amenaza a la que se enfrentaba y se lanzó otra vez con violencia hacia la alambrada que le impedía el paso.

—Debo de haber fallado —comentó Ricky con indiferencia—. Mierda. Y pensar que soy muy buen tirador. —Apuntó al furioso y frenético perro.

—¡Dios mío! —exclamó el propietario.

—Aquí no. —Ricky sonrió—. Ahora no. Caramba, yo diría que esto no tiene nada que ver con la religión. Lo importante es: ¿quiere a su perro?

—¡Dios mío! ¡Espere! —El hombre estaba casi tan frenético como los demás animales que corrían por el camino de entrada. Levantó la mano, como para detener a Ricky.

Éste le observó con la misma curiosidad que podría sentirse si un insecto empezara a suplicar piedad antes de recibir un manotazo. Interesada pero insignificante.

—¡Espere! —insistió el hombre.

—¿Tiene algo que decir? —preguntó Ricky.

—¡Sí, maldita sea! Espere, hombre.

—Estoy esperando.

—Ese perro vale miles de dólares —indicó el propietario—. Dios mío, es el macho alfa y he pasado años adiestrándolo. Es un campeón y usted va a dispararle, joder.

—No me deja opción. Podría dispararle a usted, pero entonces no averiguaría lo que quiero saber y si, por alguna casualidad, la policía lograra encontrarme, me enfrentaría a unas acusaciones graves, aunque eso no le produciría demasiada satisfacción a usted, por supuesto, ya que estaría muerto. Por otra parte, como le dije, no me gustan demasiado los animales. Y Brutus, bueno, puede que para usted represente un dinero y quizá más, puede que represente años de trabajo y puede que incluso le tenga algún cariño, pero para mí no es más que un chucho furioso y baboso que podría destrozarme, y el mundo estaría mucho mejor sin él. Así que, puestos a elegir, me parece que ha llegado la hora de que Brutus se dirija a la gran perrera del cielo —añadió con frío sarcasmo. Quería que el hombre lo creyera tan cruel como sonaba, lo que no era demasiado difícil.

—Espere —pidió el propietario.

—¿Lo ve? —contestó Ricky—. Ahora tiene algo en que pensar. ¿Sacrifico la vida del perro por no revelar la información? Usted decide, imbécil. Pero hágalo ya, porque se me está acabando la paciencia. Hágase esta pregunta: ¿a quién soy leal? ¿Al perro, que ha sido mi compañero durante tantos años, o a unos desconocidos que me pagan para que guarde silencio? Elija.

—No sé quién es usted —empezó el hombre, lo que hizo que Ricky apuntara al perro. Esta vez sujetó el arma con ambas manos—. De acuerdo, le diré lo que sé…

—Eso sería lo más inteligente. Y seguramente Brutus le resarcirá con devoción y engendrando muchas camadas de bestias igual de bobas y salvajes.

—No sé gran cosa… —dijo el propietario.

—Empezamos mal. Da una excusa antes de haber dicho nada.

Acto seguido disparó por segunda vez en dirección a la jaula, acertando a la caseta de madera en la parte posterior del recinto. Brutus aulló, humillado y furioso.

—¡Alto! ¡Maldita sea! Se lo contaré.

—Pues empiece, por favor. Esta sesión ya se ha prolongado bastante.

—Se remonta a tiempo atrás —empezó el hombre tras pensar un momento.

—Lo sé.

—Tiene razón sobre el matrimonio que poseía este sitio. Desconozco los entresijos del plan, pero adoptaron a esos tres niños sólo sobre el papel. Los niños no estuvieron nunca aquí. No sé a quién servía de fachada la pareja porque yo llegué después de que los dos murieran. Había intentado comprarles este sitio un año antes de su muerte y, después de su muerte, recibí una llamada de un hombre que dijo ser el albacea testamentario de su herencia y me preguntó si quería la finca y el negocio. Y el precio era increíble.

—¿Bajo o alto?

—Estoy aquí, ¿no? Bajo. Era una ocasión, en especial con toda la finca incluida. Un negocio redondo. Firmamos los documentos enseguida.

—¿Con quién cerró el trato? ¿Con un abogado?

—Sí. En cuanto dije que sí, un abogado local se hizo cargo. Es un idiota. Sólo se dedica a cerrar ventas de propiedades y a multas de tráfico. Y estaba muy molesto, además, porque no dejaba de decir que lo que yo estaba haciendo era un robo. Pero mantuvo la boca cerrada porque supongo que le pagaban bien.

—¿Sabe quién vendió la finca?

—Sólo vi el nombre una vez. El abogado comentó que era el pariente más cercano del matrimonio. Un primo muy lejano. No recuerdo el nombre, salvo que era doctor en algo.

—¿Doctor?

—Exacto. Y me dijeron una cosa, y muy clara además.

—¿Qué cosa?

—Si alguna vez, entonces o después, llegaba alguien preguntando por el trato, por el matrimonio o por los tres niños que nunca había visto nadie, tenía que llamar a un número.

—¿Le dieron algún nombre?

—No, sólo un número de Manhattan. Y unos seis o siete años después, un hombre me llamó un día y me dijo que el número había cambiado. Me dio otro número de Nueva York. Unos años después de eso, el mismo hombre me llamó y me dio otro número, esta vez del norte del estado de Nueva York. Me preguntó si había venido alguien. Le contesté que no. Dijo que muy bien. Me recordó el acuerdo y dijo que habría una prima si alguien se presentaba. Y eso no ocurrió hasta el otro día, cuando apareció ese tal Lazarus. Me hizo unas preguntas y lo eché. Luego llamé al número. Un hombre contestó el teléfono. Era viejo; se le notaba en la voz. Muy viejo. Me dio las gracias por la información. Cinco minutos después recibí otra llamada, de una mujer joven. Me dijo que me enviaba dinero en efectivo, mil dólares, y que si podía encontrar a Lazarus y retenerlo aquí, me darían mil más. Le dije que seguramente se alojaría en algún motel de por aquí. Y eso es todo, hasta que apareció usted. Y sigo sin saber quién demonios es.

—Lazarus es mi hermano —afirmó Ricky con calma. Pensó un momento, añadió años a una ecuación que retumbaba en su interior y, por último, preguntó—: El número al que llamó, ¿cuál es?

El hombre soltó los diez números de un tirón.

—Gracias —dijo Ricky con frialdad. No necesitaba anotarlo. Era un número que conocía.

Le hizo un gesto con la pistola para que se echara de bruces.

—Ponga las manos a la espalda —ordenó.

—Venga, hombre. Se lo he dicho todo. Sea lo que sea, yo no soy importante, coño.

—Eso seguro.

—Entonces, suélteme.

—Tengo que limitar sus movimientos unos minutos. Los suficientes para irme antes de que usted encuentre una cizalla y libere a Brutus. Sin duda a ese perro le gustaría pasar unos momentos a solas conmigo en la oscuridad.

Eso hizo sonreír al propietario.

—Es el único perro que conozco capaz de guardar rencor. De acuerdo. Haga lo que tenga que hacer.

Ricky lo maniató con cinta adhesiva. Luego se levantó.

—Les llamará, ¿verdad?

—Si le dijera que no, se cabrearía porque sabría que estoy mintiendo —asintió el hombre.

—Muy perspicaz. —Ricky sonrió—. Tiene razón.

Reflexionó un momento qué quería que aquel hombre dijera. Se le ocurrieron unos versos.

—Muy bien, quiero que les diga lo siguiente:

Lázaro el cerco ha estrechado.

Ahora ya no está desorientado.

¿Está aquí? ¿Está allá? Vete a saber.

En cualquier parte puede aparecer.

El juego despacio va avanzando

y Lázaro cree que lo está ganando.

Quizá el señor R ya no pueda elegir

y las instrucciones del Voice deba seguir.

—Parece un poema —comentó el hombre, que yacía sobre el estómago en la grava e intentaba volver la cabeza hacia Ricky.

—Una especie de poema. Bien, hora de ir a clase. Repítamelo.

El propietario necesitó varios intentos para recitarlo más o menos bien.

—No lo entiendo —dijo al final—. ¿Qué está pasando?

—¿Juega al ajedrez? —preguntó Ricky.

—No muy bien —asintió el hombre.

—Bueno, puede estar contento de ser sólo un peón. Y no tiene que saber más de lo que necesita saber un peón. Porque, ¿cuál es el objetivo del ajedrez?

—Capturar a la reina y matar al rey.

—Bastante cerca —sonrió Ricky—. Ha sido un placer hablar con usted y con Brutus. ¿Quiere un consejo?

—Diga.

—Llame y recite el poema. Luego salga y procure reunir a todos los perros. Eso le llevará cierto tiempo. Después, mañana, despiértese y olvide que todo esto ha ocurrido. Vuelva a su vida habitual y no vuelva a pensar en ello.

El propietario se movió incómodo, con lo que provocó un sonido a arañazo en la grava del camino.

—Será difícil.

—Puede —repuso Ricky—. Pero podría ser prudente intentarlo.

Se levantó y dejó al hombre en el suelo. Algunos perros se habían echado, y se agitaron cuando él se movió. Guardó el arma en la mochila y echó a correr camino abajo con la linterna en la mano. Cuando hubo salido del haz que iluminaba el patio delantero, aceleró el paso, salió a la carretera y se dirigió hacia el cementerio, donde había estacionado el coche. Sus pies resonaban en el asfalto negro, y apagó la linterna, de modo que corría en medio de una oscuridad absoluta. Pensó que era un poco como nadar en un mar embravecido por una tormenta, cortando las olas que tiraban de él en todas direcciones. A pesar de la noche que lo había engullido, se sentía iluminado por un dato: el número de teléfono. En ese instante era como si todo, desde la primera carta que recibió en la consulta hasta ese momento, formara parte de la misma corriente arrolladora. Y cayó en la cuenta de que tal vez se remontaba mucho más atrás. Meses y años en su pasado, en que algo lo atrapaba y arrastraba sin que él fuera consciente de ello. Saberlo debería haberle desanimado pero, en cambio, sentía una energía extraña y una liberación igual de extraña. Le pareció que saber que había estado rodeado de mentiras y haber visto de golpe algo de verdad era un acicate que le impulsaba hacia adelante.

Esa noche tenía que viajar kilómetros. Kilómetros de carretera y de espíritu que conducían hacia su pasado a la vez que indicaban el camino hacia su futuro. Se apresuró, como un corredor de maratón que presiente la línea de meta, fuera de su vista pero intuida en el dolor de los pies y las piernas, en el agotamiento que le invade a cada respiración.