15

Siete mujeres.

De las siete que acudieron a él por aquel entonces para recibir tratamiento, dos estaban casadas, tres prometidas o con relaciones estables y dos sexualmente inactivas. Su edad oscilaba entre los veinte y pocos y los treinta y pocos años. Todas eran lo que solía llamarse «mujeres profesionales», en el sentido de que eran corredoras de bolsa, secretarias ejecutivas, abogadas o empresarias. Había también una editora y una profesora universitaria. Cuando Ricky se concentró, empezó a recordar las distintas neurosis que habían llevado a cada una de ellas a su puerta. Cuando estas enfermedades empezaron a aflorar a su memoria, los tratamientos hicieron lo mismo.

Despacio, volvieron a él voces, palabras pronunciadas en su consulta. Momentos concretos, avances, comprensiones que regresaron a su conciencia, propiciados por las preguntas directas del viejo médico. La noche envolvió a los dos hombres y lo anuló todo salvo la pequeña habitación y los recuerdos de Ricky Starks. No estaba seguro de cuánto rato había pasado en el proceso, pero sabía que era tarde. Se detuvo casi a mitad de un recuerdo y miró de repente al hombre sentado frente a él.

Los ojos del doctor Lewis seguían brillando con una energía de otro mundo, alimentada, en opinión de Ricky, por el café, pero más bien por los recuerdos o quizá por otra cosa, alguna fuente oculta de entusiasmo.

Ricky sintió sudor en la nuca. Lo atribuyó al aire húmedo que se colaba por las ventanas abiertas y que auguraba una lluvia refrescante que no llegaba.

—No está ahí. ¿Verdad, Ricky? —preguntó de pronto el doctor Lewis.

—Son las mujeres que traté.

—Y todos los tratamientos tuvieron más o menos éxito por lo que me cuentas y por lo que recuerdo que me dijiste en nuestras sesiones, y apostaría a que todas ellas siguen llevando una vida relativamente productiva. Detalle, añadiré, que podría comprobarse investigando un poco.

—Pero ¿qué…?

—Y las recuerdas a todas. Con precisión y detalle, y ése es el fallo, ¿no crees? Porque la mujer que buscas en tu memoria es alguien que no sobresale. Alguien a quien has bloqueado de tu capacidad de recuerdo.

Ricky empezó a tartamudear una respuesta, pero se detuvo porque la veracidad de esta afirmación le resultaba evidente.

—¿No recuerdas ningún fracaso, Ricky? Porque ahí es donde encontrarás tu relación con Rumplestiltskin. No en los éxitos.

—Creo que ayudé a esas mujeres a solucionar los problemas a que se enfrentaban. No consigo recordar a ninguna que se marchara aún trastornada.

—No seas orgulloso, hombre. Inténtalo otra vez. ¿Qué te dijo el señor R en su pista?

Ricky se sorprendió un poco cuando el viejo analista usó la misma abreviatura que a Virgil le gustaba emplear. Intentó recordar con rapidez si había dicho «señor R» durante la tarde, y le pareció que no. Pero, de repente, ya no estuvo seguro. Pensó que podría haberlo dicho. La indecisión, la incapacidad de estar seguro, la pérdida de convicción eran como vientos encontrados en su interior. Se sintió zarandeado y mareado, a la vez que se preguntaba cómo su capacidad de recordar un simple detalle había desaparecido de modo tan vertiginoso. Se movió en el asiento, con la esperanza de que la alarma que sentía no se reflejara en su cara o su postura.

—Me dijo que la mujer que buscaba estaba muerta —comentó—, y que yo le prometí algo que luego no cumplí.

—Bueno, concéntrate en esa segunda parte. ¿Hubo alguna mujer a la que negaras tratamiento que se sitúe en este margen de tiempo? ¿Quizá brevemente, unas cuantas sesiones, y que después se marchara? Sigues queriendo pensar en las mujeres con las que empezaste tu consulta privada. ¿Tal vez fuera alguien en la clínica donde trabajabas?

—Podría ser, pero ¿cómo podría…?

—De algún modo, este otro grupo de pacientes era menos importante para ti, ¿verdad? ¿Acaso no eran tan prósperas? ¿Tenían menos talento? ¿Menos educación? Y tal vez no aparecieron con tanta nitidez en la pantalla del radar del joven doctor Starks.

Ricky se abstuvo de responder, porque vio tanto la verdad como el prejuicio en lo que decía el viejo médico.

—¿No constituye una especie de promesa que un paciente cruce la puerta y empiece a hablar? La de desahogarse. Tú, como analista, ¿no estás a la vez afirmando algo? ¿Y, por lo tanto, prometiendo? Tú ofreces la esperanza de una mejora, de una readaptación, de un alivio para el tormento, como cualquier otro médico.

—Por supuesto, pero…

—¿Quién vino y después dejó de hacerlo?

—No lo sé…

—¿A quién atendiste durante quince sesiones, Ricky? —La voz del viejo analista era de repente exigente e insistente.

—¿Quince? ¿Por qué quince?

—¿Cuántos días te dio Rumplestiltskin para averiguar su identidad?

—Quince.

—Dos semanas más un día. Una cifra que se suele mencionar pero no significar. Deberías haber prestado más atención a ese número, porque ahí está la conexión. ¿Y qué quiere que hagas?

—Que me suicide.

—Así pues, Ricky, ¿con quién tuviste quince sesiones y después se suicidó?

Ricky cambió de postura. De repente le dolía la cabeza. «Debería haberlo visto —pensó—. Es muy obvio».

—No lo sé —balbució.

—No lo sabes —dijo el viejo analista, con cierto enfado—. Lo que sucede es que no quieres saberlo. Hay una gran diferencia. —Lewis se levantó—. Es tarde y estoy decepcionado. He pedido que te prepararan la habitación de huéspedes. Está en el primer piso, a la derecha. Tengo algunas cosas que resolver esta noche. Quizá por la mañana, después de que hayas reflexionado un poco más, podamos hacer verdaderos progresos.

—Creo que necesito más ayuda —indicó Ricky con voz débil.

—Has recibido ayuda —contestó Lewis, y señaló el hueco de la escalera.

El dormitorio, pulcro y ordenado, tenía el toque impersonal de una habitación de hotel. Estaba claro que no solía usarse. A mitad del pasillo había un baño con un aspecto parecido. Ninguno de los dos espacios proporcionaba demasiada indicación sobre el doctor Lewis o su vida. No había frascos de medicamentos en el armario del baño ni revistas junto a la cama o libros en algún estante, ni fotografías familiares en las paredes. Ricky se metió en la cama tras comprobar en el reloj que ya pasaba mucho de la medianoche. Estaba agotado y necesitaba dormir, pero no se sentía seguro y la cabeza le daba vueltas, de modo que al principio el sueño le fue esquivo. El canto de los grillos y alguna que otra luciérnaga que chocaba contra la ventana armaban el doble de jaleo que la ciudad. Echado en la cama en medio de la penumbra, fue filtrando ruidos hasta que pudo distinguir la voz distante del doctor Lewis. Aguzó el oído y, pasado un momento, decidió que el viejo analista estaba enfadado por algo, que su tono, tan regular y modulado durante las horas que pasó con Ricky, tenía ahora un mayor apremio y tenor. Intentó distinguir las palabras, pero no lo consiguió. Luego oyó el sonido inconfundible de un teléfono al ser colgado de golpe. Unos segundos más tarde, oyó los pasos del viejo médico en las escaleras y una puerta que se abría y cerraba con rapidez.

Luchó por mantener los ojos abiertos en la oscuridad. «Quince sesiones y después murió —pensó—. ¿Quién fue?».

No supo cuándo se durmió, pero despertó cuando unos haces de luz brillante entraron por la ventana y le dieron en la cara. La mañana de verano podría haber parecido perfecta, pero Ricky arrastraba el peso del recuerdo y la decepción. Había esperado que el viejo médico le condujese directo a un nombre, pero en lugar de eso seguía tan a la deriva como antes en el mar embravecido de la memoria. Esta sensación de fracaso era como una resaca que le martilleaba las sienes. Se puso los pantalones, los zapatos y la camisa, cogió la chaqueta y, después de mojarse la cara y peinarse para procurar tener un aspecto algo presentable, bajó las escaleras. Caminaba con determinación, pensando que lo único en que se concentraría sería en el escurridizo nombre de la madre de Rumplestiltskin. Iba con la sensación de que la observación del doctor Lewis sobre relacionar días y sesiones era acertada. Aún seguía oculto el contexto de la mujer. Tal vez había descartado con demasiada rapidez y arrogancia a las modestas mujeres que había atendido en la clínica psiquiátrica para concentrarse en las que habían sido sus primeros psicoanálisis particulares. Pensó que había atendido a esa mujer en un momento en que él mismo estaba haciendo elecciones: sobre su rumbo profesional, sobre convertirse en analista, sobre enamorarse y casarse. Era una época en que miraba directamente al frente, y su fracaso se había producido en un mundo que había querido descartar.

Pensó que por eso estaba tan bloqueado. Su paso escaleras abajo cobró vigor con la idea de que podría atacar estos recuerdos como un bombardero de la Segunda Guerra Mundial: bastaría con lanzar una bomba lo bastante potente al tejado de la historia reprimida para hacerla saltar por completo. Confiaba en que, con la ayuda del doctor Lewis, podría llevar a cabo ese ataque.

La luz solar y el calor del campo que entraban en la casa parecían disipar todas las dudas y preguntas que hubiera podido tener sobre el viejo analista. Los aspectos inquietantes de su anterior conversación se desvanecieron con la claridad de la mañana. Asomó la cabeza en el estudio en busca de su anfitrión, pero la habitación estaba vacía. Cruzó el pasillo central de la casa hacia la cocina, donde podía oler aroma de café.

El doctor Lewis tampoco estaba ahí.

Ricky probó con un «hola» en voz alta, pero no obtuvo respuesta.

Miró la cafetera y vio que el recipiente se calentaba sobre la placa térmica y que había preparada una taza para él. Había un papel apoyado contra ella, con su nombre escrito a lápiz en la parte exterior. Se sirvió café y abrió la nota mientras sorbía la infusión amarga y caliente. Leyó:

Ricky:

He tenido que irme de modo inesperado y no creo que regrese a tiempo de verte. Creo que para encontrar a la persona fundamental deberías examinar el ámbito que dejaste y no el ámbito al que llegaste. También me pregunto si al ganar el juego no perderás o, al revés, si al perder puedes ganar. Evalúa bien tus alternativas.

Te ruego que no vuelvas a ponerte en contacto conmigo por ninguna razón ni propósito.

Doctor Lewis

Retrocedió de golpe, como si le hubiesen abofeteado.

El café pareció escaldarle la lengua y la garganta. Se sonrojó, lleno de confusión y rabia. Releyó las palabras tres veces, pero en cada ocasión se volvían más confusas y menos claras, cuando debería verlas más nítidas. Dobló la hoja de papel y se la metió en el bolsillo. Se acercó al fregadero y vio que el montón de platos de la noche anterior estaban lavados y ordenados sobre la encimera. Vertió el café en la pila de porcelana blanca, abrió el grifo y observó cómo el líquido marrón se arremolinaba desagüe abajo. Aclaró la taza y la dejó a un lado. Se agarro un momento al borde del mármol para intentar tranquilizarse. Entonces oyó un coche que subía por el camino de entrada de grava.

Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba de Lewis, que volvía con una explicación, así que casi corrió hasta la puerta. Pero lo que vio, en cambio, lo sorprendió.

Era el mismo taxista que lo había recogido el día anterior en la estación de Rhinebeck. El hombre le saludó con la mano y bajó la ventanilla a la vez que el coche se detenía.

—Hola, doctor. ¿Cómo está? Será mejor que se dé prisa si no quiere perder el tren.

Ricky vaciló. Se volvió hacia la casa porque le pareció que tendría que hacer algo, dejar una nota o hablar con alguien —pero, por lo que sabía, estaba vacía—. Una mirada al establo reacondicionado le indicó que el coche de Lewis tampoco estaba.

—Venga, doc. No tenemos mucho tiempo y el próximo tren no sale hasta última hora de la tarde. Se pasará el día en la estación si pierde éste. Suba, tenemos que ponernos en marcha.

—¿Cómo ha sabido que tenía que recogerme? —preguntó Ricky—. Yo no lo llamé.

—Pues alguien lo hizo. Seguramente el hombre que vive aquí. Recibí un mensaje en el buscapersonas diciendo que viniera aquí a recoger al doctor Starks enseguida, y que me asegurara de que llegara al tren de las nueve y cuarto. Así que quemé neumáticos y aquí estoy, pero si no sube no va a tomar ese tren, y le aseguro que aquí no hay demasiado que hacer para distraerse todo un día.

Poco después, Ricky se sentaba en el asiento trasero. Sintió algo de culpa por dejar la casa abierta, pero la desechó con un interior «a la mierda».

—Muy bien —dijo—. Vámonos.

El taxista aceleró con brusquedad, levantando grava y polvo.

En unos minutos, llegaron al cruce en que la carretera de acceso al puente de Kingston-Rhinecliff sobre el Hudson se encuentra con River Road. Un policía de tráfico de Nueva York ocupaba el centro de la calzada y bloqueaba el paso por la serpenteante carretera nacional. El policía, un hombre joven con un sombrero de ala ancha, una guerrera gris y una típica expresión dura de estar de vuelta de todo que contradecía su juventud, indicó al taxi que se parara a la izquierda. El conductor bajó la ventanilla y le gritó desde el otro lado de la carretera.

—Oiga, ¿no puedo pasar? Tengo que llegar antes de que salga el tren.

—Imposible —dijo el policía sacudiendo la cabeza—. La carretera está bloqueada a un kilómetro de aquí hasta que la ambulancia y la grúa terminen con su trabajo. Tendrán que dar un rodeo. Si se dan prisa, llegarán a tiempo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ricky. El taxista se encogió de hombros.

—¡Oiga! —gritó el hombre al policía—. ¿Qué ha pasado?

—Un hombre mayor que iba con prisas se salió de la carretera en una curva —explicó el policía—. Se estrelló contra un árbol. Puede que tuviera un ataque cardíaco y perdiera el conocimiento.

—¿Ha muerto? —quiso saber el taxista.

El policía se encogió de hombros.

—Los de la ambulancia están ahí ahora. Han pedido unas tijeras hidráulicas.

—¿Qué coche era? —preguntó Ricky, que se incorporó de golpe y, asomado a la ventanilla del conductor, repitió gritando—: ¿Qué clase de coche era?

—Un viejo Volvo azul —dijo el policía mientras indicaba al taxi que siguiera la marcha.

El taxista aceleró.

—Mierda —dijo—. Tenemos que dar la vuelta. Vamos a llegar justos.

—¡He de verlo! —exclamó Ricky, presa del nerviosismo—. El coche…

—Si nos paramos no llegaremos a tiempo.

—Pero ese coche, el doctor Lewis…

—¿Cree que es su amigo? —preguntó el taxista, y siguió alejándose del lugar del accidente, de modo que Ricky no alcanzó a verlo.

—Tenía un viejo Volvo azul.

—Joder, aquí hay a montones.

—Pare, por favor…

—La policía no le dejará acercarse, y aunque pudiera, ¿qué haría?

Ricky no tenía respuesta a eso. Se dejó caer de nuevo en el asiento, como si le hubieran abofeteado. El taxista aceleró bruscamente.

—Llame a la policía de tráfico de Rhinebeck. Ahí le darán detalles. O llame a urgencias del hospital y ellos le informarán. A no ser que quiera ir ahora, pero no se lo aconsejo. Estaría sentado esperando a los médicos de urgencias y tal vez al forense y al policía que lleve la investigación, y seguiría sin saber mucho más que ahora. ¿No tiene que ir a algún lugar importante?

—Sí —afirmó Ricky, aunque no estaba seguro de ello.

—¿Era un buen amigo suyo?

—No —contestó Ricky—. No era ningún amigo. Sólo alguien a quien conocía. A quien creía conocer.

—Pues ya ve —dijo el taxista—. Creo que llegaremos a tiempo a la estación. —Volvió a acelerar para pasar un semáforo en ámbar justo cuando se ponía rojo.

Ricky se recostó en el asiento, tras echar un solo vistazo por encima del hombro a través de la ventanilla trasera, donde el accidente y quien lo hubiera tenido permanecían fuera de su vista. Intentó ver luces parpadeantes y oír sirenas, pero no lo consiguió.

Arribaron a la estación en el último minuto. Las prisas en llegar parecían haber obstaculizado cualquier oportunidad de analizar su visita al doctor Lewis. Corrió frenético por el andén casi vacío, sus zapatos resonando con fuerza, mientras el tren se detenía con el ruido agresivo de sus frenos hidráulicos. Como en el viaje de ida, sólo había unas pocas personas esperando para viajar a Nueva York entre semana y a media mañana. Un par de hombres de negocios que hablaban por sus móviles, tres mujeres que al parecer iban de compras y algunos adolescentes con ropa informal. El calor creciente del verano parecía exigir un ritmo lento que no era habitual en Ricky. Le pareció que la urgencia del día estaba fuera de lugar y que no volvería a la normalidad hasta que hubiese regresado a la ciudad.

El vagón estaba casi vacío, sólo había unas pocas personas repartidas por las hileras de asientos. Se dirigió a la parte posterior, se sentó en un rincón y apoyó la mejilla contra la ventanilla para contemplar el paisaje, sentado de nuevo en el lado donde podía ver el río Hudson.

Se sentía como una boya soltada de su amarre: antes, un indicador sólido y fundamental de bajíos y corrientes peligrosas; ahora, a la deriva y vulnerable. No sabía muy bien qué pensar de la visita al doctor Lewis. Tal vez había avanzado algo, pero no estaba seguro. No se sentía más próximo a lograr encontrar su relación con el hombre que le amenazaba que antes de haber viajado río arriba. Después, pensándolo mejor, se dio cuenta de que eso no era cierto. El problema era que tenía alguna clase de bloqueo entre él y el recuerdo adecuado. La paciente correcta, la relación correcta parecía estar fuera de su alcance, por mucho que alargara la mano hacia ella.

Había algo de lo que estaba seguro: todo lo que había logrado en la vida era irrelevante.

El error que había cometido, origen de la cólera de Rumplestiltskin, se situaba en sus inicios en el mundo de la psiquiatría y el psicoanálisis. Se situaba justo en el momento en que había abandonado el difícil y frustrante trabajo de tratar a los necesitados y se había dirigido hacia los más inteligentes y adinerados: los ricos neuróticos, como un colega suyo solía llamar a sus pacientes. Los hipocondríacos.

Admitirlo le enfureció. Los hombres jóvenes cometen errores, eso es inevitable en cualquier profesión. Ahora ya no era joven y no cometería el mismo error, fuera cual fuese. La idea de que le siguieran considerando responsable de algo que había hecho hacía más de veinte años y de una decisión similar a las que tomaban decenas de otros médicos en las mismas circunstancias le sacaba de quicio. Lo encontraba injusto y nada razonable. Si no hubiera estado tan afectado por todo lo ocurrido, podría haber visto que en esencia su profesión se basaba más o menos en el concepto de que el tiempo sólo agrava las heridas de la psique. Reconduce estas heridas, pero nunca las cura.

Al otro lado de la ventanilla, el río fluía. No sabía cuál debería ser su siguiente paso, pero había algo de lo que estaba seguro: quería regresar a su casa, quería estar en un lugar seguro, aunque sólo fuera un rato.

Siguió mirando por la ventanilla todo el viaje, casi en trance. En las distintas paradas, apenas alzó los ojos o se movió en su asiento. La última parada antes de la ciudad era Croton-on-Hudson, a unos cincuenta minutos de la estación Pennsylvania. El vagón seguía vacío en un noventa por ciento, con muchos asientos libres, así que a Ricky le sorprendió que otro pasajero se sentara a su lado, dejándose caer en el asiento con un ruido sordo.

Se volvió de golpe, asombrado.

—Hola, doctor —le saludó el abogado Merlin—. ¿Está libre este asiento?