4
—Así que es aquí donde se desvela el misterio —dijo la joven alegremente.
Ricky la observaba mientras ella echaba un vistazo alrededor de la pequeña habitación. Su mirada pasó por el diván, su silla, su mesa. Avanzó y examinó los libros que había en los estantes, inclinando la cabeza a medida que leía los títulos densos y aburridos. Pasó un dedo por el lomo de un volumen y, al comprobar el polvo que se le acumulaba en la yema, meneó la cabeza.
—Poco usado… —murmuró. Levantó los ojos hacia él y comentó en tono de reproche—: ¿Cómo? ¿Ni un solo libro de poesía, ninguna novela?
Se acercó a la pared de color crema donde colgaban los diplomas y algunos cuadros de pequeñas dimensiones, junto con un retrato enmarcado en roble del Gran Hombre en persona. Freud sostenía en la foto su omnipresente puro y lucía una mirada triste con sus ojos hundidos. Una barba blanca le cubría la mandíbula precancerosa que iba a resultarle tan dolorosa en sus últimos años. La joven dio unos golpecitos al cristal del retrato con uno de sus largos dedos, en los que lucía uñas pintadas de rojo.
—Es interesante ver cómo cada profesión parece tener algún icono colgado de la pared. Me refiero a que si fueras sacerdote, tendrías a Jesús en un crucifijo. Un rabino tendría una estrella de David, o una menorá. Cualquier político de tres al cuarto tiene un retrato de Lincoln o de Washington. Debería haber una ley que lo prohibiese. A los médicos les gusta tener a mano esos modelos de plástico desmontables de un corazón, una rodilla o algún otro órgano. Hasta donde sé, un programador informático de Sillicon Valley tiene un retrato de Bill Gates en su despacho, donde lo venera cada día. Un psicoanalista como tú, Ricky, necesita la imagen de san Sigmund. Eso indica a quien entra aquí quién estableció en realidad las directrices. Y supongo que te confiere una legitimidad que, de otro modo, podría cuestionarse.
Ricky Starks agarró en silencio una silla y la situó frente a su escritorio. Luego lo rodeó e indicó a la joven que tomara asiento.
—¿Cómo? —dijo ésta con brío—. ¿No voy a ocupar el famoso diván?
—Sería prematuro —contestó Ricky con frialdad. Le indicó que se sentara por segunda vez.
La joven recorrió de nuevo la habitación con sus vibrantes ojos verdes como si procurara memorizar todo lo que contenía y, finalmente, se dejó caer en la silla. Lo hizo con languidez, a la vez que metía la mano en un bolsillo de la gabardina negra y sacaba un paquete de cigarrillos. Se colocó uno entre los labios y encendió un mechero transparente de gas, pero detuvo la llama a unos centímetros del pitillo.
—Oh —dijo la joven con expresión sonriente—. Qué mal educada soy. ¿Te apetece fumar, Ricky?
El psicoanalista negó con la cabeza.
—Claro que no —prosiguió ella sin dejar de sonreír—. ¿Cuándo fue que lo dejaste? ¿Hace quince años? ¿Veinte? De hecho, Ricky, creo que fue en 1977, si el señor R no me ha informado mal. Había que ser valiente para dejar de fumar, Ricky. En esa época mucha gente encendía el cigarrillo sin pensar en lo que hacía, porque, aunque las tabacaleras lo negaban, la gente sabía que era malo para la salud. Te mataba, era cierto. Así que la gente prefería no pensar en ello. La táctica del avestruz aplicada a la salud: mete la cabeza en un agujero e ignora lo evidente. Además, pasaban tantas otras cosas por aquel entonces. Guerras, disturbios, escándalos. Según me dicen, fueron unos años maravillosos de vivir. Pero Ricky, el joven doctor en ciernes, logró dejar de fumar cuando era un hábito popularísimo y estaba lejos de ser considerado socialmente inaceptable como ahora. Eso me dice algo.
La joven encendió el cigarrillo, dio una larga calada y dejó escapar parsimoniosamente el humo.
—¿Un cenicero? —pidió.
Ricky abrió un cajón del escritorio y sacó el que guardaba allí. Lo puso en el borde del escritorio. La joven apagó el cigarrillo de inmediato.
—Listos —dijo—. Sólo un ligero olor acre a humo para recordarnos esa época.
—¿Por qué es importante recordar esa época? —preguntó Ricky tras un momento.
La joven entornó los ojos, echó la cabeza atrás y soltó una larga carcajada. Fue un sonido discordante, fuera de lugar, como una risotada en una iglesia o un clavicémbalo en un aeropuerto. Cuando su risa se desvaneció, dirigió una mirada penetrante a Ricky.
—Es importante recordarlo todo. Todo lo de esta visita, Ricky. ¿No es eso cierto para todos los pacientes? No sabes qué dirán o cuándo dirán lo que te abrirá su mundo, ¿verdad? De modo que tienes que estar alerta todo el rato. Porque nunca sabes con exactitud cuándo podría abrirse la puerta que te revele los secretos ocultos. Así que debes estar siempre preparado y receptivo. Atento. Siempre pendiente de la palabra o la historia que se escapa y te descubre muchas cosas, ¿no? ¿No es ésta una buena evaluación del proceso?
Ricky asintió.
—Muy bien —soltó la joven con brusquedad—. ¿Por qué deberías pensar que esta visita es distinta de las demás? Aunque resulta evidente que lo es.
De nuevo, él permaneció callado unos segundos, contemplando a la joven con la intención de desconcertarla. Pero parecía extrañamente fría y serena, y el silencio, que sabía que a menudo es el sonido más inquietante de todos, no parecía afectarla. Por fin, habló en voz baja.
—Estoy en desventaja. Parece saber mucho sobre mí y, como mínimo, un poco de lo que pasa aquí, en esta consulta, y yo ni siquiera conozco su nombre. Me gustaría saber a qué se refiere cuando dice que el señor Zimmerman ha terminado su tratamiento, porque el señor Zimmerman no me ha dicho nada. Y me gustaría saber cuál es su conexión con el individuo al que usted llama señor R y que supongo es la misma persona que me mandó la carta amenazadora firmada a nombre de Rumplestiltskin. Quiero que conteste a estas preguntas de inmediato. Si no, llamaré a la policía.
La joven volvió a sonreír. Nada nerviosa.
—¿Vamos a lo práctico?
—Respuestas —la urgió él.
—¿No es eso lo que buscamos todos, Ricky? ¿Todos los que cruzan la puerta de esta consulta? ¿Respuestas?
Él alargó la mano hacia el teléfono.
—¿No imaginas que, a su manera, eso es también lo que quiere el señor R? Respuestas a preguntas que lo han atormentado durante años. Vamos, Ricky. ¿No estás de acuerdo en que hasta la venganza más terrible empieza con una simple pregunta?
Ricky pensó que ésa era una idea fascinante. Pero el interés de la observación se vio superado por la creciente irritación que le despertaba la actitud de la joven. Sólo mostraba arrogancia y seguridad. Puso la mano en el auricular. No sabía qué otra cosa hacer.
—Conteste mis preguntas enseguida, por favor —dijo—. De lo contrario llamaré a la policía y dejaré que ella se encargue de todo.
—¿No tienes espíritu deportivo, Ricky? ¿No te interesa participar en el juego?
—No veo qué clase de juego implica enviar pornografía asquerosa y amenazadora a una chica impresionable. Ni tampoco qué tiene de juego pedirme que me suicide.
—Pero, Ricky —sonrió la mujer—, ¿no sería ése el mayor juego de todos? ¿Superar a la muerte?
Eso detuvo la mano de Ricky, aún sobre el teléfono. La joven le señaló la mano.
—Puedes ganar, Ricky. Pero no si descuelgas ese teléfono y llamas a la policía. Entonces alguien, en algún sitio, perderá. La promesa está hecha y te aseguro que se cumplirá. El señor R es un hombre de palabra, y cuando ese alguien pierda, tú también perderás. Estamos sólo en el primer día, Ricky. Rendirte ahora sería como aceptar la derrota antes del saque inicial. Antes de haber tenido tiempo de pasar siquiera del medio campo.
Ricky apartó la mano.
—¿Su nombre? —preguntó.
—Por hoy y con objeto del juego, llámame Virgil[1]. Todo poeta necesita un guía.
—Virgil es nombre de hombre.
La mujer se encogió de hombros.
—Tengo una amiga que responde al nombre de Rikki. ¿Tiene eso alguna importancia?
—No. ¿Y su relación con Rumplestiltskin?
—Es mi jefe. Es muy rico y puede contratar todo tipo de ayuda. Cualquier clase de ayuda que quiera. Para lograr cualquier medio y fin que prevea para cualquier plan que tenga en mente. Ahora está concentrado en ti.
—Así pues, imagino que si es su jefe, usted tiene su nombre, una dirección, una identidad que podría darme y terminar con esta locura de una vez por todas.
—Lo siento pero no, Ricky —dijo Virgil sacudiendo la cabeza—. El señor R no es tan ingenuo como para revelar su identidad a meros factótums[2] como yo. Y, aunque pudiera ayudarte, no lo haría. No sería deportivo. Imagina que cuando el poeta y su guía vieron el cartel que ponía «Abandonad, los que aquí entráis, toda esperanza»[3], Virgil se hubiera encogido de hombros y contestado: «¡Joder! Nadie querría entrar ahí…». Eso habría arruinado el libro. No puedes escribir una epopeya cuyo héroe se dé la vuelta ante las puertas del infierno, ¿no crees, Ricky? No. Tienes que cruzar esa entrada.
—Entonces ¿por qué ha venido?
—Ya te lo dije. Creyó que podías dudar sobre su sinceridad, aunque esa jovencita con el papá aburrido y previsible de Deerfield cuyas emociones adolescentes se alteraron con tanta facilidad debería de haberte bastado como mensaje. Pero las dudas siembran vacilación y sólo te quedan dos semanas para jugar, lo que es poco tiempo. De ahí que te haya enviado un guía de fiar para que arranques. Yo.
—Muy bien —dijo Ricky—. Usted insiste con lo de un juego. Pero no es ningún juego para el señor Zimmerman. Lleva poco menos de un año de psicoanálisis, y su tratamiento está en una fase importante. Usted y su jefe, el misterioso señor R, pueden joderme la vida si quieren. Eso es una cosa. Pero otra muy distinta es que involucren a mis pacientes. Eso supone cruzar un límite.
Virgil levantó una mano.
—Procura no sonar tan pomposo, Ricky —ronroneó.
Él la miró con dureza. Pero ella hizo caso omiso y, con un ligero gesto de la mano, añadió:
—Zimmerman fue elegido para formar parte del juego. —Ricky debió de parecer asombrado, porque Virgil prosiguió—. No demasiado contento al principio, según me han dicho, pero con un extraño entusiasmo después. Yo no participé en esa conversación, de modo que no puedo darte detalles. Mi función era otra. Sin embargo, te diré quién intervino. Una mujer de mediana edad y algo desfavorecida llamada Lu Anne, un nombre bonito y, sin duda, inusual y poco adecuado dada su precaria situación en este mundo. El caso, Ricky, es que cuando me vaya de aquí, te convendría hablar con Lu Anne. Quién sabe lo que podrías averiguar. Y estoy segura de que buscarás al señor Zimmerman para que te dé una explicación, pero también estoy segura de que no te será fácil encontrarlo. Como dije, el señor R es muy rico y está acostumbrado a salirse con la suya.
Ricky iba a pedirle que se explicara, pero Virgil se levantó.
—¿Te importa si me quito la gabardina? —preguntó con voz ronca.
—Como quiera —dijo Ricky con un gesto amplio de la mano; un movimiento que significaba aceptación.
Virgil sonrió de nuevo y se desabrochó despacio los botones delanteros y el cinturón. Después, con un movimiento brusco, dejó caer la prenda al suelo.
No llevaba nada debajo.
Se puso una mano en la cadera y ladeó el cuerpo provocativamente en su dirección. Se volvió y le dio la espalda un momento, para girar de nuevo y mirarlo de frente. Ricky asimiló la totalidad de su figura con una sola mirada. Sus ojos actuaron como una cámara fotográfica para captar los senos, el sexo y las largas piernas, y regresar, por fin, a los ojos de Virgil, que brillaban expectantes.
—¿Lo ves, Ricky? —musitó ella—. No eres tan viejo. ¿Notas cómo te hierve la sangre? Una ligera animación en la entrepierna, ¿no? Tengo una buena figura, ¿verdad? —Soltó una risita—. No hace falta que contestes. Conozco bien la reacción. La he visto antes, en muchos hombres.
Siguió mirándolo, como segura de que podía adivinar la dirección que seguiría la mirada de él.
—Siempre existe ese momento maravilloso, Ricky —comentó Virgil con una ancha sonrisa—, en que un hombre ve por primera vez el cuerpo de una mujer. Sobre todo el cuerpo de una mujer que no conoce. Una visión que es toda aventura. Su mirada cae en cascada, como el agua por un precipicio. Entonces, como pasa ahora contigo que preferirías contemplar mi entrepierna, el contacto visual provoca algo de culpa. Es como si el hombre quisiera decir que todavía me ve como una persona mirándome a la cara pero, en realidad, está pensando como una bestia, por muy educado y sofisticado que finja ser. ¿No es acaso lo que está pasando ahora?
Él no contestó. Hacía años que no estaba en presencia de una mujer desnuda, y eso parecía generar una convulsión en su interior. Le retumbaban los oídos con cada palabra de Virgil, y era consciente de que se sentía acalorado, como si la elevada temperatura exterior hubiese irrumpido en la consulta.
Virgil siguió sonriéndole. Se dio la vuelta una segunda vez para exhibirse de nuevo. Posó, primero en una posición y luego en otra, como la modelo de un artista que trata de encontrar la postura correcta. Cada movimiento de su cuerpo parecía aumentar la temperatura de la habitación unos grados más. Finalmente, se agachó despacio para recoger la gabardina negra del suelo. La sostuvo un segundo, como si le costara volver a ponérsela. Pero enseguida, con un movimiento rápido, metió los brazos por las mangas y empezó a abrochársela. Cuando su figura desnuda desapareció, Ricky se sintió arrancado de algún tipo de trance hipnótico o, por lo menos, como creía que debía sentirse un paciente al despertar de una anestesia. Empezó a hablar, pero Virgil levantó una mano.
—Lo siento, Ricky —le interrumpió—. La sesión ha terminado por hoy. Te he dado mucha información y ahora te toca actuar. No es algo que se te dé bien, ¿verdad? Lo que tú haces es escuchar. Y después nada. Bueno, esos tiempos se han acabado, Ricky. Ahora tendrás que salir al mundo y hacer algo. De otro modo… Será mejor que no pensemos en eso. Cuando el guía te señala, tienes que seguir el camino. Que no te pillen de brazos cruzados. Manos a la obra y todo eso. Ya sabes, al que madruga Dios le ayuda. Es un consejo buenísimo. Síguelo.
Se dirigió con rapidez a la puerta.
—Espera —dijo Ricky impulsivamente—. ¿Volverás?
—Quién sabe —contestó Virgil con una sonrisita—. Puede que de vez en cuando. Veremos cómo te va. —Abrió la puerta y se marchó.
Escuchó un momento el taconeo de sus zapatos en el pasillo. Luego, se levantó de un brinco y corrió hacia la puerta. La abrió, pero Virgil ya no estaba en el pasillo. Se quedó ahí un instante y volvió a entrar en la consulta. Se acercó a la ventana y miró fuera, justo a tiempo de ver cómo la joven salía por el portal del edificio. Una limusina negra se acercó a la entrada y Virgil subió en ella. El coche se alejó calle abajo, de forma demasiado repentina para que Ricky pudiese haber visto la matrícula o cualquier otra característica de haber sido lo bastante organizado e inteligente como para pensar en ello.
A veces, frente a las playas de Cape Cod, en Wellfleet, cerca de su casa de veraneo, se forman unas fuertes corrientes de retorno superficial que pueden ser peligrosas y, en ocasiones, mortales. Se crean debido a la fuerza del océano al golpear la costa, que acaba por excavar una especie de surco bajo las olas en la restinga que protege la playa.
Cuando el espacio se abre, el agua entrante encuentra de repente un nuevo lugar para regresar al mar y circula por este canal subacuático. Entonces, en la superficie se produce la corriente de retorno. Cuando alguien queda atrapado en esta corriente, hay un par de cosas que debe hacer y que convierten la experiencia en algo perturbador, quizá aterrador y sin duda agotador, pero más que nada molesto. Si no las hace, lo más probable es que muera. Como la corriente de retorno superficial es estrecha, no hay que luchar nunca contra ella. Hay que limitarse a nadar paralelo a la costa, y en unos segundos el tirón violento de la corriente se suaviza y lo deja a uno a poca distancia de la playa. De hecho, las corrientes de retorno superficial suelen ser también cortas, de modo que uno se puede dejar llevar por ellas y cuando el tirón disminuye situarse en el lugar adecuado y nadar de vuelta a la playa. Ricky sabía que se trataba de unas instrucciones sencillísimas que, comentadas en un cóctel en tierra firme, o incluso en la arena caliente a la orilla del mar, hacen que salir de una corriente de retorno superficial no parezca más difícil que sacudirse una pulga de mar de la piel.
La realidad, por supuesto, es mucho más complicada. Ser arrastrado inexorablemente hacia el océano, lejos de la seguridad de la playa, provoca pánico al instante. Estar atrapado por una fuerza muy superior es aterrador. El miedo y el mar son una combinación letal. El terror y el agotamiento ganan al bañista. Ricky recordaba haber leído en el Cape Cod Times por lo menos un caso cada verano de alguien ahogado, a escasos metros de la costa y la seguridad.
Intentó controlar sus emociones, porque se sentía atrapado en una corriente de retorno superficial.
Inspiró hondo y luchó contra la sensación de que lo arrastraban hacia un lugar oscuro y peligroso. En cuanto la limusina que llevaba a Virgil hubo desaparecido de su vista, encontró el teléfono de Zimmerman en la primera página de su agenda, donde lo había anotado y después olvidado, ya que nunca se había visto obligado a llamarlo. Marcó el número pero no obtuvo respuesta. Ni Zimmerman. Ni su madre sobreprotectora. Ni un contestador ni servicio automático. Sólo un tono de llamada reiterado y frustrante.
En ese momento de confusión decidió que debía hablar directamente con Zimmerman. Aunque Rumplestiltskin lo hubiera sobornado de algún modo para que abandonara el tratamiento, quizá lograse arrojar algo de luz sobre la identidad de su torturador. Zimmerman era un hombre amargado pero incapaz de callarse nada. Ricky colgó con brusquedad el auricular y agarró la chaqueta. En unos segundos estaba fuera.
Las calles de la ciudad seguían llenas de luz diurna, aunque ya era el atardecer. El resto del tráfico de la hora punta atascaba aún la calzada, aunque la multitud de peatones que saturaba las aceras se había reducido un poco. Nueva York, como toda gran ciudad, aunque presumiera de veinticuatro horas de vida al día, seguía los mismos ritmos que cualquier otro sitio: energía por la mañana, determinación a mediodía, apetito por la noche. No prestó atención a los restaurantes abarrotados, aunque más de una vez percibió un olor apetitoso al pasar por delante de alguno. Pero en ese momento el apetito de Ricky Starks era de otro tipo.
Hizo algo que no hacía casi nunca. En lugar de tomar un taxi, se dispuso a cruzar Central Park a pie. Pensó que el tiempo y el ejercicio le ayudarían a dominar sus emociones, a controlar lo que le estaba pasando. Pero, a pesar de su formación y de sus cacareados poderes de concentración, le costaba recordar lo que Virgil le había dicho, aunque no tenía dificultad en evocar hasta el último matiz de su cuerpo, desde su sonrisa juguetona hasta la curva de sus senos o la forma de su sexo.
El calor del día se había prolongado al anochecer. Al cabo de pocos metros, notó que el sudor se le acumulaba en el cuello y las axilas. Se aflojó la corbata, se quitó la chaqueta y se la echó al hombro, lo que le daba un aspecto desenvuelto que contradecía lo que sentía. El parque todavía estaba lleno de gente que hacía ejercicio y más de una vez se hizo a un lado para dejar pasar a un grupo de corredores. Vio gente disciplinada que paseaba al perro en las zonas habilitadas para ello y pasó junto a varios partidos de béisbol en campos dispuestos de tal modo que los perímetros se tocaban. A menudo, un jugador exterior derecho estaba más o menos junto al exterior izquierdo de otro partido. Parecía existir una extraña etiqueta urbana para este espacio compartido, de modo que cada jugador concentraba la atención en su propio partido sin inmiscuirse en el otro. De vez en cuando, una pelota bateada invadía el terreno del otro campo, y los jugadores encajaban diligentemente esa interrupción antes de seguir con el suyo. Ricky pensó que la vida rara vez era tan sencilla y tan armoniosa.
«Normalmente, nos estorbamos los unos a los otros», pensó.
Tardó otro cuarto de hora de paseo a buen ritmo en llegar a la manzana de la casa de Zimmerman. Para entonces estaba sudado de verdad, y deseaba llevar unas zapatillas de deporte viejas en lugar de aquellos mocasines de piel que parecían irle pequeños y amenazaban con provocarle llagas. Tenía empapada la camiseta y manchada la camisa azul, el cabello apelmazado y pegado a la frente. Se detuvo frente al escaparate de una tienda para comprobar su aspecto y, en lugar del médico disciplinado y sereno que saludaba a sus pacientes con el rostro inexpresivo a la puerta de su consulta, vio a un hombre desaliñado y ansioso, perdido en un mar de indecisión. Parecía agobiado y acaso un poco asustado. Dedicó unos instantes a recobrar la compostura.
Nunca antes, en sus casi tres décadas de profesión, había roto la relación rígida y formal entre paciente y analista. Jamás había imaginado que iría a casa de un paciente a ver cómo estaba. Por muy desesperado que pudiese sentirse el paciente, era éste quien se desplazaba con su depresión hacia la consulta. Él quien se acercaba a Ricky. Si estaba angustiado y abrumado, lo llamaba y pedía hora. Eso formaba parte del proceso de mejora. Por difícil que les resultara a algunas personas, por mucho que sus emociones las incapacitaran, el mero acto físico de ir a su consulta era un paso fundamental. Verse fuera de la consulta era algo totalmente excepcional. A veces, las barreras artificiales y las distancias que creaba la relación entre paciente y médico parecían crueles, pero gracias a ellas se llegaba a la percepción.
Vaciló en la esquina, a media manzana del piso de Zimmerman, un poco sorprendido de estar ahí. Que su vacilación se diferenciara poco de las veces en que Zimmerman caminaba arriba y abajo frente a su edificio le pasó inadvertido.
Dio dos o tres pasos y se detuvo. Sacudió la cabeza y, en voz baja, masculló:
—No puedo hacerlo.
Una pareja joven que pasaba cerca debió de oír sus palabras, porque el chico dijo:
—Claro que puedes, tío. No es tan difícil.
La chica se echó a reír y simuló darle un golpecito como si lo reprendiera por ser tan ingenioso y maleducado a la vez. Siguieron adelante, hacia lo que les esperara esa noche, mientras que Ricky seguía parado, balanceándose como un bote amarrado, incapaz de desplazarse, pero aun así zarandeado por el viento y las corrientes.
Recordó las palabras de Virgil: Zimmerman había decidido dejar el tratamiento a las dos y treinta y siete de esa tarde en una parada de metro cercana.
No tenía sentido.
Miró hacia atrás y vio una cabina telefónica en la esquina. Se acercó, introdujo una moneda y marcó el número de Zimmerman. De nuevo el teléfono sonó una docena de veces sin que nadie contestara.
Esta vez, sin embargo, Ricky se sintió aliviado. La ausencia de respuesta en casa de Zimmerman parecía eximirlo de la necesidad de llamar a su puerta, aunque le sorprendía que la madre no contestara. Según su hijo, se pasaba casi todo el día postrada en cama, incapacitada y enferma, salvo para sus inagotables exigencias y comentarios denigrantes que soltaba sin cesar.
Colgó y retrocedió. Echó un largo vistazo al edificio donde vivía Zimmerman y sacudió la cabeza. «Tienes que controlar esta situación», se dijo.
La carta amenazadora, el acoso a la hija de su sobrino y la aparición de aquella despampanante mujer en su consulta habían alterado su equilibrio. Necesitaba reimplantar el orden en los acontecimientos y trazarse un camino a seguir para salir del juego en que estaba atrapado. Lo que no debía hacer era malograr casi un año de análisis con Roger Zimmerman por estar asustado y actuando con precipitación.
Decirse estas cosas lo tranquilizó. Se dio media vuelta, decidido a regresar a su casa y hacer las maletas para irse de vacaciones.
Sin embargo, vio la entrada de la parada de metro de la calle Noventa y dos. Como muchas otras, consistía en unas simples escaleras que se hundían en la tierra, con un discreto rótulo de letras amarillas arriba. Avanzó en esa dirección, se detuvo un momento en lo alto de las escaleras y bajó, impulsado de repente por una sensación de error y de miedo, como si algo estuviera saliendo despacio de la niebla y volviéndose nítido. Sus pasos resonaron en los peldaños. La luz artificial zumbaba y se reflejaba en las baldosas de la pared. Un tren distante gruñó en un túnel. Lo asaltó un olor rancio, como al abrir un armario que lleva años cerrado, seguido de una sensación de moderado calor, como si las temperaturas del día hubiesen calentado la parada y ésta recién empezara a enfriarse. En ese momento había poca gente en la estación, y en la taquilla vio a una mujer negra. Esperó un momento hasta que no la atosigara nadie pidiéndole cambio y se acercó. Se inclinó hacia la rejilla plateada para hablar a través del cristal.
—Perdone —dijo.
—¿Quiere cambio? ¿Direcciones? En aquella pared de allí tiene los planos.
—No es eso. Me gustaría saber algo. Sé que suena extraño pero…
—¿Qué es lo que quiere?
—Bueno, me gustaría saber si hoy ocurrió algo aquí. Esta tarde…
—Para eso tendrá que hablar con la policía —afirmó la mujer con energía—. Ocurrió antes de mi turno.
—Pero ¿qué…?
—Yo no estaba. No vi nada.
—Pero ¿qué pasó?
—Un hombre se lanzó a las vías. O se cayó, no lo sé. La policía vino y se fue antes de que empezara mi turno. Lo limpiaron todo y se llevaron a un par de testigos. Eso es todo lo que sé.
—¿Qué policía?
—La comisaría de la Noventa y seis con Broadway. Hable con ellos. Yo no tengo detalles.
Ricky retrocedió con un nudo en el estómago. La cabeza le daba vueltas y sentía náuseas. Necesitaba aire y ahí dentro no lo había. Un tren inundó la estación con un chirrido insoportable, como si reducir la velocidad para parar fuera una tortura. El sonido lo taladró y lo sacudió como si le dieran puñetazos.
—¿Se encuentra bien? —gritó la mujer de la taquilla por encima del estrépito—. Parece enfermo.
Él asintió y susurró una respuesta que la mujer no pudo oír. Y como un borracho que intenta conducir un coche por una carretera sinuosa, zigzagueó hacia la salida.