19
El final de la noche lo cubrió como un traje que le sentara mal, ajustado e incómodo. Apoyó la mejilla contra el cristal de la ventanilla y sintió que la frialdad de la madrugada lo traspasaba, casi como si pudiera calarle directamente, mientras la oscuridad que reinaba fuera se unía a la penumbra que sentía por dentro. Ansiaba la llegada del amanecer, ya que esperaba que la luz del sol pudiera vencer la negrura de su porvenir, aunque sabía que era una esperanza fútil. Inspiró despacio, saboreando el aire viciado, intentando deshacerse del peso de la desesperación que lo aplastaba. No lo logró.
Estaba en la sexta hora del viaje nocturno del autobús Bonanza desde Port Authority hasta Provincetown. Oía el zumbido del motor diésel, un constante sube y baja, a medida que el conductor cambiaba de marcha. Tras una parada en Providence, el autobús había llegado por fin a la carretera 6 hacia Cape Cod, y avanzaba lento y decidido por la carretera descargando pasajeros en Bourne, Falmouth, Hyannis, Eastham y, por último, en la parada de Wellfleet, antes de dirigirse a Provincetown en la punta de Cape Cod.
Dos terceras partes del autobús ya iban vacías. A lo largo del recorrido, los pasajeros habían sido hombres o mujeres jóvenes que habían terminado la universidad y entraban en la edad laboral, y que iban a pasar el fin de semana a Cape Cod.
«La previsión meteorológica debe de ser buena —pensó—. Cielos despejados, temperaturas cálidas».
Los jóvenes se habían mostrado bulliciosos las primeras horas del viaje, riendo, charlando y relacionándose mediante ese método que resulta tan fácil a la juventud, y habían ignorado a Ricky, que iba sentado solo en la parte posterior, separado de ellos por abismos más insalvables que la mera edad. Pero la vibración sorda y regular del motor había tenido su efecto en casi todos los pasajeros, salvo en él, y ahora dormían en diversas posturas, de modo que Ricky era el único que observaba los kilómetros que se deslizaban bajo el vehículo mientras sus pensamientos pasaban con la misma rapidez que el asfalto.
Estaba seguro de que ningún accidente de la instalación de agua había destrozado su piso. Esperaba que no hubiera ocurrido lo mismo con su casa de veraneo.
Sabía que eso era casi lo único que le quedaba.
Calculó qué le esperaba, en un inventario modesto que sirvió más para deprimirlo que para animarlo. Una casa llena de recuerdos. Un Honda Accord de diez años algo abollado y rayado que guardaba en el granero, detrás de la casa, para usar sólo durante las vacaciones, ya que en Manhattan nunca había necesitado un vehículo. Unas prendas de vestir gastadas: pantalones caqui, polos y jerséis con el cuello raído y agujeros de polilla. Un cheque bancario por diez mil dólares (más o menos) en el banco. Una profesión hecha jirones. Una vida sumida en la confusión.
Y unas treinta y seis horas antes del plazo de Rumplestiltskin.
Por primera vez en días, se concentró en sus opciones: encontrar el nombre, o su propio obituario. De otro modo, alguien inocente se enfrentaría a un castigo que Ricky no podía ni imaginarse. Cualquier cosa terrible desde la ruina hasta la muerte. Ya no le quedaba ninguna duda del empeño de ese hombre. Ni de su alcance y resolución.
«A pesar de todas mis idas y venidas, de mis especulaciones y mis intentos de resolver los enigmas que se me planteaban, las opciones no han cambiado —pensó Ricky—. Estoy en la misma posición que cuando la primera carta llegó a mi consulta».
Eso no era del todo cierto. Su situación había empeorado. El doctor Frederick Starks que había leído aquella carta en su consulta de la zona alta de la ciudad, rodeado de una vida bien ordenada, con control sobre cada minuto de cada día, ya no existía. Había sido un hombre de chaqueta y corbata, sereno e inmutable. En la ventanilla del autobús captó su imagen reflejada en el cristal oscuro. El hombre que lo miraba apenas se parecía al que creía haber sido antes. Rumplestiltskin había querido jugar. Pero lo que le había ocurrido a Ricky no tenía nada de deportivo.
El autobús dio una ligera sacudida y el motor aminoró las revoluciones, lo que indicaba que se acercaba otra parada. Ricky echó un vistazo al reloj y vio que llegaría a Wellfleet hacia el amanecer.
Quizá lo más maravilloso del inicio de las vacaciones anuales era la llegada. El ritual era el mismo cada año, un conjunto de pequeños actos que tenían la familiaridad del reencontrarse con un viejo amigo después de una larga ausencia. Tras la muerte de su mujer, Ricky había sido inflexible en cuanto a seguir llegando del mismo modo a la casa de veraneo. Cada año, el 1 de agosto, tomaba el mismo vuelo desde La Guardia hasta el pequeño aeropuerto de Provincetown, donde la misma compañía de taxis lo recogía y lo llevaba por carreteras viejas y conocidas los veinte kilómetros que había hasta su casa. El proceso de abrir la casa era el mismo, desde abrir las ventanas de par en par para que entrara el aire limpio de Cape Cod hasta quitar y doblar las sábanas viejas y raídas que cubrían el mobiliario y limpiar el polvo acumulado en las superficies y los estantes. Tiempo atrás había compartido todas las tareas con su mujer. Los últimos años las había hecho solo, pensando siempre, mientras repasaba el habitual montoncito de correo (la mayoría inauguraciones de galerías e invitaciones a fiestas que rechazaría), que seguir haciendo estas cosas antes compartidas confería a su mujer una presencia fantasmagórica en su vida, lo que no le molestaba. Curiosamente, le hacía sentir menos aislado.
Este año todo era distinto. No llevaba nada en las manos, pero el equipaje que cargaba pesaba más que nunca, más incluso que el primer verano tras la muerte de su esposa.
El autobús lo depositó en el macadán negro del estacionamiento del restaurante Lobster Shanty. En todos los años que llevaba yendo a Cape Cod, nunca había comido allí, suponía que desanimado por la sonriente langosta con babero y un tenedor en las pinzas que adornaba el cartel sobre la puerta del local. Dos coches esperaban a dos pasajeros y se marcharon deprisa después de recogerlos. La mañana era fría y húmeda, y una neblina cubría algunas colinas. La luz del alba convertía el mundo que lo rodeaba en gris y vaporoso, como una fotografía algo desenfocada. Se estremeció, de pie en la acera, al sentir cómo la mañana le traspasaba la ropa. Sabía muy bien dónde estaba, a unos cinco kilómetros de su casa, en un lugar por el que había pasado cientos de veces. Pero verlo a esa hora y en esas circunstancias le daba un aspecto desconocido, un poco falto de armonía, como un instrumento que tocara las notas correctas en el tono equivocado. Barajó la idea de llamar a un taxi, pero finalmente se marchó andando por la carretera con el paso vacilante de un soldado cansado del combate.
Tardó poco menos de una hora en llegar al camino rural que llevaba a su casa. Para entonces, el calor y la luz del sol de aquella mañana de agosto habían disipado parte de la niebla de las laderas circundantes. Cerca de la entrada de su casa vio tres cuervos negros que picoteaban el cadáver de un mapache, a unos veinte metros camino abajo. El animal había elegido un mal momento para cruzar la noche anterior y se había convertido en el desayuno de otro animal. Los cuervos tenían una forma de comer que llamó la atención de Ricky: picoteaban al animal muerto sin dejar de volverse a derecha e izquierda para detectar cualquier amenaza, como si supieran el peligro que suponía estar en medio del camino y ni siquiera el hambre, por grande que fuera, les impidiese abandonar su cautela. Introducían sus largos picos en el cadáver y lo desgarraban con crueldad, y se picaban entre sí, reacios a compartir la abundancia que les había procurado un BMW o un SUV la noche anterior. Era una imagen habitual y normalmente Ricky apenas se habría fijado en ella. Pero esta mañana le enfureció, como si la exhibición de los pájaros estuviera dirigida a él. «Carroñeros —masculló Ricky—. Comecadáveres». Empezó a agitar los brazos, frenético, en su dirección. Pero los pájaros hicieron caso omiso de él hasta que dio unos pasos amenazadores hacia ellos. Entonces, graznando de alarma, se elevaron, describieron círculos sobre los árboles y volvieron segundos después de que Ricky accediese al sendero de entrada a su casa.
«Son más decididos que yo», pensó, casi sumido en la frustración, y volvió la espalda a la escena para recorrer con paso regular pero tembloroso el túnel de árboles levantando nubecitas de polvo con los pies.
Su casa estaba a sólo medio kilómetro de la carretera, pero no se veía desde ella.
La mayoría de las construcciones nuevas de Cape Cod exhibían la arrogancia del dinero tanto en el diseño como en la ubicación. En todas las laderas y los promontorios había casas grandes, dispuestas para tener el máximo de vistas del Atlántico. Y, si eso no era posible, estaban inclinadas de tal modo que daban a los claros o a los raquíticos bosques —debido a los fuertes vientos— que dominaban el paisaje. Las casas nuevas estaban diseñadas para ver algo. La de Ricky era distinta. Construida más de cien años atrás, había sido en su día una granja y estaba situada junto a unos campos donde antaño crecía maíz y que ahora formaban parte de una zona protegida, con lo que el lugar estaba aislado. La casa no proporcionaba paz y soledad por las vistas que ofrecía sino más bien por su antigua conexión con la tierra bajo sus cimientos. Era un poco como un jubilado viejo y canoso, algo maltrecho y deteriorado, un poco ajado, que lucía sus medallas en vacaciones pero prefería pasarse las horas echando una cabezada al sol. La casa había cumplido su misión durante décadas y ahora descansaba. Carecía de la energía de las viviendas modernas, donde la relajación es casi una exigencia y un requisito apremiante.
Ricky cruzó las sombras bajo los árboles hasta que el sendero surgió del bosquecillo y vio la casa asentada en el extremo de un campo abierto. Casi le sorprendió que siguiera en pie.
Se detuvo en la entrada, aliviado de haber encontrado la llave de repuesto bajo la losa gris suelta, como era de esperar. Vaciló un momento y luego abrió la puerta y entró. El olor a cerrado fue casi un alivio. Sus ojos absorbieron con rapidez aquel mundo interior. Polvo y calma.
Mientras consideraba las tareas que lo esperaban (ordenar, barrer y acondicionar la casa) un agotamiento casi mareante se apoderó de él. Subió el angosto tramo de escaleras hacia el dormitorio. Las tablas del suelo, combadas y viejas, crujieron bajo su peso. En su habitación, abrió la ventana para sentir el aire cálido. Conservaba una foto de su mujer en un cajón de la cómoda; un lugar curioso para guardar su imagen y su recuerdo. Lo sacó y, aferrado a ella como un niño a un osito de peluche, se echó en la cama de matrimonio donde había dormido en soledad los tres últimos veranos. Casi de inmediato se sumió en un sueño profundo pero agitado.
Cuando abrió los ojos a primera hora de la tarde, notó que el sol había recorrido el cielo. Estuvo desorientado un momento hasta que el mundo a su alrededor se enfocó, un mundo conocido y entrañable, pero verlo le resultaba duro, casi como si la vista más reconfortante quedara curiosamente fuera de su alcance. No le daba placer contemplar el mundo que lo rodeaba. Como la fotografía de su mujer que seguía sujetando en la mano, era distante y, de algún modo, lo había perdido.
Fue al baño para mojarse la cara. Su imagen en el espejo parecía la de un hombre más viejo. Apoyó las manos en el borde del lavabo y, mientras se observaba, pensó que tenía mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo.
Encaró con rapidez las tareas habituales del verano. Fue al granero para retirar la lona que cubría el viejo Honda y conectar el cargador de baterías que tenía para ese momento de cada verano. Después, mientras el coche se llenaba de energía, regresó a la casa para quitar las cubiertas de los muebles y barrer el suelo. En el armario había un plumero, que usó, convirtiendo el interior de la casa en un mundo de ácaros del polvo arremolinados en los haces del sol.
Como tenía por costumbre en Cape Cod, dejó la puerta abierta al salir. Si lo habían seguido, lo que era posible, no quería que Virgil, Merlin o quienquiera que fuese se viera obligado a forzar la entrada.
Era como si con ello minimizara de algún modo la violación. No sabía si podría soportar que se rompiese algo más en su vida. Su piso de Nueva York, su carrera, su reputación, todo lo relacionado con lo que Ricky creía ser y todo lo que había construido en su vida había sido sistemáticamente destruido. Sintió que una especie de fragilidad inmensa descendía sobre su alma, como si una sola rajadura en el cristal de una ventana, una raya en la madera, una taza rota o una cuchara doblada fuera más de lo que podría soportar.
Soltó un suspiro de alivio cuando el Honda arrancó. Probó los frenos y parecieron funcionar. Sacó el coche marcha atrás con cautela, sin dejar de pensar todo el rato: «Así es como uno debe de sentirse al estar cerca de la muerte».
Una recepcionista simpática señaló a Ricky el despacho acristalado del director del banco. El First Cape Bank era un edificio pequeño con revestimiento de madera, como muchas de las casas más antiguas de la zona. Pero el interior era tan moderno como el que más, y las oficinas combinaban lo antiguo con lo nuevo. Algún arquitecto lo había considerado una buena idea, pero a Ricky le pareció que sólo se había creado un espacio que no pertenecía a ninguna parte. Aun así, se alegró de que estuviera ahí y todavía abierto.
El director era un hombre bajo, extrovertido, con un vientre prominente y una calva que el sol había quemado en exceso ese verano. Estrechó la mano de Ricky con fuerza. Luego retrocedió y lo evaluó con la mirada.
—¿Se encuentra bien, doctor? ¿Ha estado enfermo?
—Estoy bien —contestó Ricky tras vacilar—. ¿Por qué lo pregunta?
El director sacudió la mano como si quisiese borrar la pregunta que acababa de formular.
—Disculpe. No quiero ser indiscreto.
Ricky pensó que su aspecto debía de reflejar el estrés de los últimos días.
—He tenido uno de esos resfriados veraniegos. Me dejó hecho polvo —mintió.
—Pueden ser difíciles —asintió el director—. Espero que se haya hecho las pruebas de la enfermedad de Lyme. Aquí, a la que alguien no anda muy fino, es lo primero en lo que pensamos.
—Estoy bien —mintió Ricky de nuevo.
—Bueno, le estábamos esperando, doctor Starks. Creo que lo encontrará todo en orden, pero debo decirle que es el cierre de cuenta más extraño que he visto nunca.
—¿Y eso por qué?
—En primer lugar, hubo un intento de acceder a su cuenta sin autorización. Eso ya fue bastante extraño para una institución como ésta. Y hoy un mensajero nos entregó un sobre a su nombre.
—¿Un sobre?
El director le entregó un sobre de correo urgente. Llevaba el nombre de Ricky y el del director del banco. Procedía de Nueva York. En la casilla del remitente había el número de un apartado de correos y el nombre: «R. S. Skin». Ricky lo cogió, pero no lo abrió.
—Gracias —dijo—. Perdone las irregularidades.
El director sacó un sobre más pequeño de un cajón de la mesa.
—El cheque bancario —aclaró—. Por diez mil setecientos setenta y dos dólares. Lamentamos cerrar su cuenta, doctor. Espero que no vaya a llevar el dinero a la competencia.
—No. —Ricky echó un vistazo al cheque.
—¿Ha puesto en venta la casa, doctor? Podríamos ayudarle en esa transacción.
—No. No la vendo.
—¿Por qué cierra entonces la cuenta? —preguntó el director—. La mayoría de las veces, cuando cerramos una cuenta antigua es porque ha habido un cambio importante en la familia. Una muerte o un divorcio. Una quiebra en ocasiones. Alguna especie de tragedia que provoca que la gente se reorganice y empiece de nuevo en otra parte. Pero en este caso…
El director estaba sondeándolo.
Ricky no quería contestar. Observó el cheque.
—¿Puedo cobrarlo en efectivo aquí mismo?
—Podría ser peligroso llevar tanto dinero encima, doctor. —El director entornó los ojos—. ¿Tal vez cheques de viaje?
—No, gracias, pero le agradezco su preocupación. Prefiero el efectivo.
—Muy bien. —El director asintió—. Enseguida vuelvo. ¿De cien?
—De acuerdo.
Ricky permaneció sentado unos instantes. Muerte, divorcio, quiebra. Enfermedad, desesperación, depresión, chantaje, extorsión. Pensó que a él se le podría aplicar cualquiera de esas palabras, o quizá todas.
El director regresó y le entregó otro sobre que contenía el efectivo.
—¿Quiere contarlo? —preguntó.
—No; confío en usted —aseguró Ricky mientras se lo guardaba en el bolsillo.
—Tenga mi tarjeta, doctor Starks. Por si precisara nuestros servicios otra vez.
Ricky la aceptó murmurando su agradecimiento. Se volvió para irse, pero de repente miró de nuevo al director.
—¿Por qué motivos dijo que la gente suele cerrar sus cuentas?
—Bueno, suele haberles pasado algo muy grave. Tienen que mudarse a otro sitio, empezar una nueva carrera. Crear una nueva vida para ellos y para su familia. Muchas, debería decir la inmensa mayoría, se cierran porque fallecen clientes muy mayores, de toda la vida, y los hijos que heredan el patrimonio que hemos administrado se lo llevan a mercados más rentables o a Wall Street. Creo que casi el noventa por ciento de los cierres de nuestras cuentas están relacionados con una defunción. Puede que un porcentaje aún mayor. Por eso me preguntaba sobre el suyo, doctor. No se ajusta a lo que estamos acostumbrados.
—Interesante —comentó Ricky—. No sé qué decirle. Pero le aseguro que si en el futuro necesito un banco, acudiré aquí.
Eso apaciguó un poco al director.
—Estaremos a su disposición —dijo mientras Ricky, que de repente reflexionaba sobre las palabras del director, salía para vivir lo que quedaba de su penúltimo día.
Cuando llegó a la casa, la penumbra ingrávida del atardecer ya lo envolvía todo. Recordó que en verano la verdadera noche, densa y negra, se demoraba hasta casi la medianoche. En los campos que se extendían alrededor cantaban los grillos, y las primeras estrellas salpicaban el cielo.
«Todo parece tan apacible —pensó—. En una noche como ésta nadie debería tener inquietudes ni preocupaciones».
Esperaba encontrarse con Merlin o Virgil, pero la casa estaba silenciosa y vacía. Encendió las luces y se dirigió a la cocina para prepararse una taza de café. Se sentó en la mesa de madera en la que había compartido tantas comidas con su mujer a lo largo de los años y abrió el sobre acolchado que había recibido en el banco, que a su vez contenía un sobre con su nombre impreso.
Ricky lo abrió y extrajo una hoja. El membrete de la parte superior confería a la carta el aspecto de una transacción comercial más o menos corriente. El membrete ponía:
Investigaciones Privadas R. S. Skin
«Máxima confidencialidad»
Aptdo. de correos 66-66
Church Street Station
Nueva York, N. Y. 10008
Debajo del membrete leyó lo siguiente, escrito en un estilo comercial, sucinto y rutinario:
Apreciado doctor Starks:
Con relación a su reciente consulta a esta oficina, nos satisface informarle de que nuestros agentes han confirmado que sus suposiciones son correctas. Sin embargo, en este momento no podemos facilitarle más detalles sobre los individuos en cuestión. Sabemos que cuenta con limitaciones importantes de tiempo. Por lo tanto, a menos que recibamos una petición suya, en el futuro no podremos proporcionarle más información. Si sus circunstancias cambiaran, le rogamos se ponga en contacto con nuestra oficina para cualquier consulta adicional.
Será facturado por nuestros servicios en veinticuatro horas.
Muy atentamente,
R. S. SKIN, presidente Investigaciones Privadas R. S. Skin
Le pareció un documento verdaderamente excepcional. Sacudió la cabeza casi con admiración y sin duda con desesperación. Seguro que la dirección y la empresa eran falsas por completo. Pero ése no era el mérito de la carta, sino lo nimia que resultaría a cualquiera salvo a Ricky. Cualquier otra relación con Rumplestiltskin había sido erradicada de su vida. Los poemitas, la primera carta, las pistas y las instrucciones habían sido destruidos o robados. Y la carta decía a Ricky lo que necesitaba saber, pero de tal forma que si alguien más la leía, no le llamaría la atención. Y conduciría a cualquiera que pudiera sentir curiosidad hacia un callejón sin salida. Un rastro que no iba a ninguna parte.
«Es inteligente», pensó Ricky. Sabía quiénes querían que se suicidara, pero no conocía sus nombres. Sabía por qué querían que se suicidara. Y sabía que, si no satisfacía su exigencia, tenían la capacidad de cumplir lo que le habían prometido desde el primer día. La factura por sus servicios.
Sabía que el caos desatado en esas dos últimas semanas se evaporaría cuando se cumpliera el plazo. Los falsos abusos sexuales que habían arruinado su carrera; el dinero, el piso, todo lo que le había ocurrido en el transcurso de catorce días se aclararían al instante en cuanto él estuviera muerto.
Pero más allá de eso, lo peor era que a nadie le importaría.
Los últimos años se había aislado profesional y socialmente. Estaba, si no separado, sí alejado y distanciado de sus familiares. No tenía una verdadera familia, ni verdaderos amigos. Pensó que a su funeral asistiría gente en traje negro, con expresiones de dolor y pesar meramente formales. Serían sus colegas. Tal vez algunos asistentes serían antiguos pacientes a los que creía haber ayudado, y mostrarían sus emociones de modo adecuado. Pero el pilar del psicoanálisis es que un tratamiento exitoso lleva al paciente a un estado libre de ansiedad y depresión. Eso era lo que había buscado proporcionar a sus pacientes durante los años de sesiones diarias. Así que no sería razonable pedirles que ahora derramaran lágrimas por él.
La única persona que experimentaría verdadera emoción en el banco de la iglesia sería el hombre que le había causado la muerte.
«Estoy completamente solo», pensó Ricky.
¿De qué serviría rodear con un círculo el nombre «R. S. Skin» de la carta y dejarlo para algún inspector con la nota: «Éste es el hombre que me obligó a suicidarme»?
Ese hombre no existía. Por lo menos, a un nivel en el que fuera capaz de encontrarlo un policía local de Wellfleet, Massachusetts, en plena temporada veraniega, cuando los delitos consistían básicamente en hombres de mediana edad que conducían a casa borrachos después de una fiesta, en riñas domésticas entre los ricos y en adolescentes escandalosos que querían comprar sustancias ilegales.
Y peor aún: ¿quién lo creería? En lugar de eso, lo que cualquiera que investigara su vida descubriría casi de inmediato sería que su mujer había muerto, que su carrera estaba destrozada debido a una acusación por abusos sexuales, que sus finanzas eran un caos y que un accidente había destruido su casa. Una base fértil para una depresión suicida.
Su suicidio tendría sentido para cualquiera que lo examinara. Incluidos todos sus colegas de Manhattan. En apariencia, que se hubiera quitado la vida sería un caso típico de manual. Nadie vería en ello nada raro.
Por un instante, sintió un arrebato de cólera contra sí mismo:
«Te has convertido en un blanco muy fácil». Cerró los puños y golpeó con fuerza el tablero de la mesa.
—¿Quieres vivir? —dijo en voz alta tras inspirar hondo.
La habitación permaneció en silencio. Escuchó, como si esperara alguna respuesta fantasmagórica.
—¿Qué hay en tu vida que haga que valga la pena vivirla? —preguntó.
De nuevo, la única respuesta fue el rumor distante de la noche veraniega.
—¿Podrás vivir si eso le cuesta la vida a otra persona?
Inspiró otra vez y se respondió sacudiendo la cabeza.
—¿Tienes elección?
El silencio le respondió.
Ricky comprendió algo con una claridad meridiana: en veinticuatro horas, el doctor Frederick Starks tenía que morir.