17

Ricky se sentó en un banco de madera en medio de la estación con un ejemplar del News y otro del Post en el regazo, ajeno al flujo de gente que lo rodeaba, encorvado como un árbol solitario que se inclina bajo la fuerza de un vendaval. Cada palabra que leía parecía acelerarse, deslizándose por su imaginación como un coche fuera de control, con los frenos bloqueados y un chirrido de impotencia, incapaz de detenerse en su trayectoria hacia un choque inevitable.

Las dos historias contenían los mismos detalles: Joanne Riggins, una detective de treinta y cuatro años de la policía de Nueva York, había sido víctima de un atropello con fuga la noche anterior a menos de media manzana de su casa cuando cruzaba la calle. La mujer estaba en coma, conectada a sistemas de mantenimiento de vida, en el Brooklyn Medical Center después de una operación de urgencia. Pronóstico reservado. Los testigos contaron a ambos periódicos que habían visto huir del lugar del accidente un Pontiac Firebird rojo, un vehículo como el que poseía el exmarido de la detective. Aunque todavía no se había encontrado el automóvil, la policía estaba interrogando al exmarido. El Post informaba que el hombre afirmaba que le habían robado el coche la noche anterior al atropello. El News revelaba que la víctima había obtenido una orden de restricción contra él durante el divorcio y que otra mujer policía había obtenido una segunda, precisamente la misma mujer que había acudido en ayuda de la detective Riggins segundos después de ser embestida por el coche. El periódico informaba también que el exmarido había amenazado en público a su esposa durante el último año de su matrimonio.

Era una historia ideal para un periódico sensacionalista, llena de indicios de un sórdido triángulo sexual, de una infidelidad tempestuosa y de pasiones desatadas que al final habían desembocado en violencia.

Ricky sabía también que era básicamente falsa.

No la mayoría de la historia, por supuesto; sólo un pequeño aspecto: el conductor del coche no era el exmarido, aunque éste fuese el sospechoso más obvio. Ricky sabía que tardarían mucho tiempo en llegar a creer las declaraciones de inocencia del exmarido y todavía más en examinar cualquier coartada que arguyera. Probablemente al hombre se lo podría acusar de pensar y desear que se produjera un hecho así, y sin duda quien había preparado este accidente también lo sabía.

Estrujó el News, furioso, casi como si retorciera el cuello de un animalito, y lo arrojó a un lado, esparciendo las hojas sobre el banco de madera. Pensó en llamar a los policías que investigaran el caso, incluso al jefe de Riggins en la comisaría. Intentó imaginar a uno de los compañeros de trabajo de Riggins escuchando su relato. Sacudió la cabeza con creciente desesperación. No había ninguna posibilidad de que alguien prestara atención a su historia. Ni una palabra.

Levantó la cabeza despacio, una vez más con la sensación de que lo estaban observando. Inspeccionando. Sus reacciones eran medidas como si fuera objeto de algún siniestro estudio clínico. La sensación le dejó la piel fría y sudorosa. Se le puso carne de gallina en los brazos. Miró alrededor del amplio vestíbulo. En pocos segundos, decenas, centenares, quizá hasta millares de personas pasaron por su lado. Pero él se sentía completamente solo.

Se levantó y, como un hombre herido, se dirigió hacia el exterior de la estación, en dirección a la parada de taxis. Junto a la entrada había un indigente que pedía limosna, lo que sorprendió a Ricky; la policía solía desalojarlos de los lugares destacados. Se detuvo y echó toda la calderilla que tenía en el vaso de plástico vacío del hombre.

—Tenga —dijo Ricky—. No lo necesito.

—Gracias, señor, gracias —contestó el menesteroso—. Que Dios le bendiga.

Ricky lo observó un momento y vio llagas en sus manos y lesiones que le marcaban la cara medio ocultas por una barba raquítica. Suciedad, mugre, harapos. Con estragos debidos a las calles y a la enfermedad mental, el hombre podría tener cualquier edad entre cuarenta y sesenta años.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Ricky.

—Sí, señor. Sí, señor. Gracias. Que Dios le bendiga por su generosidad. Que Dios le bendiga. ¿Tiene calderilla? —El indigente había girado la cabeza hacia otra persona que salía de la estación—. ¿Tiene calderilla? —repetía el estribillo sin prestar atención a Ricky, que seguía de pie frente a él.

—¿De dónde es? —le preguntó Ricky.

El vagabundo lo observó con repentina desconfianza.

—De aquí —afirmó con cautela señalando su lado de la acera—. De allá —añadió, señalando el otro lado de la calle—. De todas partes —concluyó haciendo un círculo con los brazos alrededor de la cabeza.

—¿Dónde está su hogar?

El hombre se señaló la frente. Eso tenía sentido para Ricky.

—Bueno, pues, que le vaya bien —dijo Ricky.

—Sí, señor. Sí, señor. Que Dios le bendiga —retomó su letanía el hombre—. ¿Tiene calderilla?

Ricky se alejó y, de repente, se preguntó si habría condenado a ese indigente por el mero hecho de hablar con él. Se dirigió hacia la parada de taxis. ¿Acaso todas las personas con las que se relacionase se convertirían en un blanco? Le había sucedido a la detective, podía haberle ocurrido a Lewis. Y Zimmerman. Un herido, un desaparecido, un muerto.

«Si tuviera un amigo, no podría llamarlo —pensó—. Si tuviera una amante, no podría ir a verla. Si tuviera un abogado, no podría pedirle hora. Si tuviera dolor de muelas, ni siquiera podría ir a que me pusieran un empaste sin poner en peligro al dentista. Las personas a quienes toco se convierten en vulnerables».

Ricky se detuvo en la acera y se observó las manos. «Veneno —pensó—. Me he convertido en veneno».

Abatido por esa idea, pasó de largo la fila de taxis que esperaban.

Siguió por la ciudad en dirección a Park Avenue. Los ruidos y el ajetreo de la ciudad, un movimiento y un sonido incesantes, no lo alcanzaban, de modo que avanzaba en lo que le parecía un silencio absoluto, ajeno al mundo que lo rodeaba, mientras era como si su propio mundo se redujera con cada paso que daba. Estaba a unas sesenta manzanas de su casa y las recorrió todas apenas consciente de haber respirado siquiera durante el trayecto.

Se encerró en su casa y se desplomó en la butaca de su consulta.

Ahí pasó el resto del día y toda la noche, temeroso de salir, temeroso de estarse quieto, temeroso de recordar, temeroso de dejar la mente en blanco, temeroso de estar despierto, temeroso de dormir.

Debió de haber echado una cabezada en algún momento hacia la madrugada porque, cuando se despertó, el día ya brillaba en las ventanas. Tenía el cuello rígido y todas las articulaciones le crujieron irritadas por haber pasado la noche sentado. Se levantó con cuidado y fue al cuarto de baño, donde se cepilló los dientes y se mojó la cara. Se miró un momento en el espejo y observó que la tensión parecía haber dejado huella en todas sus líneas y ángulos. Pensó que desde los últimos días de su mujer no había tenido un aspecto tan cercano a la desesperación, sentimiento que, según admitió compungido, era el más parecido emocionalmente a la muerte.

El calendario con las equis en la mesa ya tenía más de dos terceras partes llenas.

Marcó otra vez el número del doctor Lewis en Rhinebeck, en vano. Llamó a información de esa zona, pensando que tal vez tuviera un nuevo teléfono, pero no logró nada. Pensó en llamar al hospital o al depósito de cadáveres para averiguar qué era cierto y qué era falso, pero se abstuvo. No estaba seguro de querer saber la respuesta.

Lo único a lo que podía aferrarse era un comentario que había hecho Lewis durante su conversación. Todo lo que Rumplestiltskin estaba haciendo era, al parecer, para acercar más a Ricky hacia él.

Pero Ricky no podía imaginar con qué fin, aparte de la muerte.

El Times estaba frente a su puerta, lo recogió y vio su pregunta en la parte inferior de la portada, junto a un anuncio que pedía hombres para un experimento sobre la impotencia. El rellano de su casa estaba silencioso y vacío. Era un espacio poco iluminado, polvoriento. El único ascensor pasó de largo con un crujido. Las demás puertas, pintadas todas de negro con un número dorado en el centro, estaban cerradas. Supuso que la mayoría de los inquilinos estarían de vacaciones.

Repasó con rapidez las páginas del periódico, con cierta esperanza de que la respuesta estuviera en su interior porque, después de todo, Merlin había oído la pregunta y seguramente la habría transmitido a su jefe. Pero no encontró ningún indicio de Rumplestiltskin en el periódico. No le sorprendió. No le parecía probable que usara la misma técnica dos veces, porque eso lo haría más vulnerable, tal vez más reconocible.

La idea de tener que esperar la respuesta veinticuatro horas le resultaba agobiante. Sabía que tenía que avanzar incluso sin ayuda. Lo único que le pareció viable fue intentar encontrar los historiales de las personas que atendió en la clínica donde había trabajado tan poco tiempo veinte años atrás. Era una posibilidad muy remota pero, por lo menos, le daría la impresión de que estaba haciendo algo más que esperar que venciera el plazo. Se vistió deprisa y se dirigió a la puerta de su piso. Pero una vez que estuvo con la mano en el pomo, a punto de salir, se detuvo. Una oleada repentina de ansiedad le recorrió el cuerpo; el corazón se le aceleró y las sienes empezaron a palpitarle. Era como si un calor insoportable le hubiese traspasado hasta el centro de su cuerpo. Una parte de él le gritaba advirtiéndole que no saliera, que fuera de su casa no estaba seguro. Por un instante, le hizo caso y retrocedió.

Inspiró hondo para intentar controlar este pánico desmedido. Reconoció lo que le estaba pasando. Había tratado a muchos pacientes con ataques de ansiedad parecidos. En el mercado había Xanax, Prozac y antidepresivos de toda clase, y a pesar de su renuencia a recetar, se había visto obligado a hacerlo en más de una ocasión.

Se mordió el labio inferior al comprender que una cosa es tratar algo y otra vivirlo. Se alejó otro paso de la puerta con la mirada puesta en la hoja mientras imaginaba lo que había al otro lado, tal vez en el rellano, sin duda en la calle, donde le esperaban todo tipo de terrores. Había demonios aguardándole en la acera, como una muchedumbre enfurecida. Un oscuro viento parecía envolverlo y pensó que, si salía, seguramente moriría.

En ese instante fue como si todos los músculos le gritaran que retrocediera, que se refugiara en la consulta y se escondiera.

Clínicamente, conocía la naturaleza de su pánico. La realidad, sin embargo, era mucho más dura.

Combatió el impulso de retroceder y notó cómo sus músculos se tensaban y se quejaban, igual que cuando uno tiene que levantar algo muy pesado del suelo y se produce esa medición instantánea de la fuerza frente al peso, términos de una ecuación que da como resultado levantarlo y transportarlo o dejarlo en el suelo. Éste era uno de esos momentos para Ricky, y necesitó hasta el último ápice de voluntad para superar la sensación de miedo total y absoluto.

Como un paracaidista que se lanza a la oscuridad sobre territorio enemigo, logró obligarse a abrir la puerta y salir. Dar ese paso le resultó casi doloroso.

Cuando llegó a la calle, estaba sudando y mareado por el esfuerzo.

Debía de tener los ojos desorbitados, estar pálido e ir desaliñado, porque un joven que pasaba se volvió y lo miró antes de acelerar el paso y alejarse deprisa. Ricky avanzó casi tambaleante hacia la esquina, donde podía parar con más facilidad un taxi.

Llegó a la esquina, se paró para enjugarse el sudor de la cara y se acercó al bordillo con la mano en alto. En ese instante, un taxi amarillo se detuvo milagrosamente delante de él para que bajara un pasajero. Ricky sostuvo la puerta abierta para quien se apeaba y, de ese modo tan habitual en la ciudad, conseguir taxi.

Quien salió fue Virgil.

—Gracias, Ricky —dijo la mujer con ligereza. Se ajustó las gafas de sol que llevaba y sonrió ante la consternación que debió de reflejar el rostro de él—. Te he dejado el periódico para que lo leas —añadió.

Y sin más, se alejó deprisa por la calle. En unos segundos, había doblado la esquina y desaparecido.

—Oiga, ¿quiere que lo lleve o no? —le urgió con brusquedad el taxista. Ricky seguía sujetando la puerta, de pie en el bordillo. Miró dentro y vio un ejemplar del Times de ese día doblado en el asiento, así que subió al coche—. ¿Adónde? —preguntó el hombre.

Ricky fue a contestar pero se detuvo.

—La mujer que acaba de bajar, ¿dónde la recogió? —preguntó a su vez.

—Era muy rara —contestó el taxista—. ¿La conoce?

—Sí. Más o menos.

—Bueno, me para a dos manzanas de aquí, me dice que siga allí mismo con el taxímetro en marcha todo el rato mientras ella está ahí sentada sin hacer nada excepto mirar por la ventanilla y tener el móvil pegado a la oreja, pero sin hablar con nadie, sólo escuchando. De repente me dice «¡Vamos allí!» y me señala donde está usted. Me pasa un billete de veinte por el cristal y me dice: «Ese hombre es su próximo cliente. ¿Lo entiende?». Le contesto: «Lo que usted diga, señora», y hago lo que me ha pedido. Y aquí está usted. Era muy atractiva, la señora. ¿Adónde vamos?

—¿No se lo dijo ella? —preguntó Ricky tras una pausa.

—Ya lo creo, joder —sonrió el taxista—. Pero me dijo que tenía que preguntárselo de todos modos, para ver si lo adivinaba.

—Al hospital Columbia Presbyterian —asintió Ricky—. La clínica para pacientes externos de la Ciento cincuenta y dos con West End.

—¡Bingo! —exclamó el conductor, que puso en marcha el taxímetro y aceleró para unirse al tráfico de media mañana.

Ricky tomó el periódico que yacía en el asiento. Al hacerlo, se le ocurrió una pregunta y se inclinó hacia la mampara de plástico entre conductor y pasajero.

—Oiga —dijo—. ¿Esa mujer le dijo qué hacer si yo le daba otra dirección? ¿Un sitio distinto del hospital?

El taxista sonrió.

—¿Qué es esto, alguna clase de juego?

—Podría decirse así —contestó Ricky—. Pero no creo que le gustara jugarlo.

—No me importaría jugar a una o dos cosas con ella, ya me entiende.

—Sí le importaría —le contradijo Ricky—. Puede pensar que no, pero yo le aseguro que sí.

—Ya —asintió el hombre—. Algunas mujeres con el aspecto de ésa causan más problemas de lo que valen. Podría decirse que no valen lo que cuesta la entrada.

—Exactamente —aseguró Ricky.

—En cualquier caso, tenía que llevarle al hospital dijera lo que dijera. Me explicó que usted lo entendería cuando llegáramos. Me dio cincuenta dólares para que lo llevara.

—Tiene dinero —dijo Ricky, y se reclinó en el asiento. Respiraba con dificultad y el sudor le seguía nublando los ojos y manchándole la camisa. Abrió el periódico.

Encontró lo que buscaba en la página A-13, escrito con el mismo bolígrafo rojo y en mayúsculas sobre un anuncio de lencería de los almacenes Lord & Taylor, de modo que las palabras cubrían la figura esbelta de la modelo y tapaban la ropa interior que lucía.

Ricky se acerca cada vez más,

en su búsqueda hacia atrás.

La ambición la mente le nubló,

y lo que decía la mujer ignoró.

La dejó confusa, a la deriva,

tan perdida que le costó la vida.

El hijo, que vio la equivocación,

quiere vengarse sin dilación.

Antes era pobre y rico ahora;

cumplirá su deseo sin demora.

¿Visitar los archivos del hospital

bastará para lograr el triunfo final?

Hay algo que Ricky no puede olvidar:

tiene setenta y dos horas para jugar.

Los versos parecían burlones y cínicos a pesar de su estructura infantil. Le recordó un poco la infinita tortura del patio de un jardín de infancia, con burlas e insultos cantarines. Sin embargo, los resultados que Rumplestiltskin tenía en mente no tenían nada de infantil. Ricky arrancó la página, la dobló y se la metió en un bolsillo. Arrojó el resto del Times al suelo del taxi. El conductor maldecía entre dientes al tráfico, manteniendo una conversación constante con todos los camiones, coches y algún que otro ciclista o peatón que le obstruían el paso. Lo más interesante de su conversación era que nadie podía oírla. No bajaba la ventanilla y gritaba palabrotas, ni tocaba el claxon como hacen algunos taxistas en una reacción nerviosa al tráfico que los rodea. En lugar de eso, ese hombre se limitaba a hablar, daba instrucciones, lanzaba desafíos e indicaba maniobras mientras conducía, con lo que, en cierto modo extraño, debía sentirse relacionado, o por lo menos como si interactuara con todo lo que se situaba en su campo visual. O en su punto de mira, según como se viera. Ricky pensó que era algo insólito pasarse todos los días de la vida teniendo conversaciones que nadie oía. Pero después se preguntó si no hacemos todos lo mismo.

El taxi lo dejó frente al enorme complejo del hospital. Vio la entrada de urgencias al final del edificio, con un rótulo de grandes letras rojas y una ambulancia delante. Un escalofrío le recorrió la espalda a pesar del sofocante calor del verano. Fue un frío determinado por la última vez que había estado en el hospital, con ocasión de una visita a su esposa, cuando ésta todavía luchaba contra la enfermedad que acabaría con su vida, sometiéndose a radio y quimioterapia así como a las demás medidas contra la terrible dolencia que destruía su cuerpo. La sección de oncología ocupaba otra parte del complejo, pero eso no lo libró de la sensación de impotencia y temor que volvió a surgir en él, idéntica a la última vez que había estado en la calle frente al hospital. Alzó los ojos hacia los imponentes edificios de ladrillos. Pensó que había estado en el hospital tres veces en su vida: la primera, cuando trabajó seis meses en la clínica para pacientes externos, antes de montar una consulta privada; la segunda, cuando ese centro se sumó a la larga serie que su mujer recorrió en su batalla fútil contra la muerte; y esta tercera, en que regresaba para averiguar el nombre de la paciente a la que había ignorado o desatendido y que ahora amenazaba su propia vida.

Avanzó en dirección a la entrada y, curiosamente, detestó el hecho de saber dónde se guardaban los historiales médicos.

En el mostrador de los archivos de historiales médicos había un empleado panzudo de mediana edad con una estridente camisa de estampado hawaiano y unos desastrados pantalones caqui. Miró a Ricky con asombro cuando éste le explicó el motivo de su visita.

—¿Qué quiere exactamente de hace veinte años? —dijo con incredulidad.

—Todos los historiales de la clínica psiquiátrica para pacientes externos correspondientes al período de seis meses en que trabajé en ella. Cada paciente que venía recibía un número clínico y se le abría un expediente, incluso aunque sólo viniera una vez. Esos expedientes contienen todas las notas que se tomaban del caso.

—No estoy seguro de que esos historiales se hayan introducido en el ordenador —comentó el empleado.

—Apuesto a que sí. Vamos a comprobarlo.

—Llevará algún tiempo, doctor —aseguró el hombre—. Y tengo muchas otras peticiones.

Ricky reflexionó un momento sobre lo fácil que les resultaba a Virgil y Merlin lograr que la gente hiciera cosas sencillas ofreciéndoles dinero. Llevaba doscientos cincuenta dólares en la cartera y sacó doscientos, que dejó sobre el mostrador.

—Esto facilitará las cosas —dijo—. Quizá me ponga el primero de la cola.

El empleado miró alrededor, vio que nadie lo estaba observando y cogió el dinero.

—Estoy a su disposición, doctor —repuso con una sonrisita. Se metió el dinero en el bolsillo y movió la mano—. Veamos qué podemos encontrar —dijo, y empezó a teclear en el ordenador.

Los dos hombres tardaron el resto de la mañana en obtener una lista de números de expediente. Si bien consiguieron aislar el año en cuestión, no se podía determinar informáticamente si esos números eran de hombres o de mujeres, y tampoco había ningún código que identificara qué médico había visitado a cada paciente. Ricky había estado en la clínica desde marzo hasta principios de septiembre. El empleado logró ceñirse a ese período. Para reducir aún más la selección, Ricky supuso que la madre de Rumplestiltskin había acudido en los meses de verano, hacía veinte años. En ese lapso se habían abierto doscientos setenta y nueve expedientes de nuevos pacientes en la clínica.

—Si quiere encontrar a una persona concreta —dijo el hombre—, tendrá que examinar cada expediente. Yo se los puedo buscar, pero después es cosa suya. No será fácil.

—No pasa nada —aseguró Ricky—. No esperaba que lo fuera.

El empleado condujo a Ricky a una mesita metálica en un rincón de su oficina. Ricky se sentó en una silla de madera mientras el hombre empezaba a llevarle los expedientes. Tardó por lo menos diez minutos en reunir los doscientos setenta y nueve, que depositó en el suelo al lado de Ricky. Luego le proporcionó un bloc y un bolígrafo y se encogió de hombros.

—Procure no desordenarlos —pidió—. Así no tendré que archivarlos de nuevo uno a uno. Y vaya con cuidado con todas las entradas, por favor; no mezcle los documentos y las notas de un expediente con los de otro. No es que piense que alguien quiera volver a consultarlos, desde luego. No sé ni por qué los guardamos. Pero yo no dicto las normas. ¿Usted sabe quién dicta las normas?

—No —contestó Ricky mientras alargaba la mano hacia el primer archivo—. No lo sé. La dirección del hospital, seguramente.

El hombre se carcajeó con desdén.

—Diga —dijo mientras regresaba al mostrador—. Usted es psiquiatra, doctor. Creía que lo suyo era ayudar a la gente a crear sus propias normas.

Ricky no contestó pero consideró que era una afirmación inteligente. El problema era que todas las personas seguían sus propias normas. Sobre todo Rumplestiltskin. Tomó el primer expediente del primer montón y lo abrió. De repente pensó que era como abrir una carpeta de la memoria.

Las horas le pasaron volando. Leer aquellos expedientes era un poco como estar en medio de una catarata de desesperación. Cada uno contenía el nombre de una paciente, su dirección, parientes cercanos e información del seguro, si la había. En las hojas de diagnóstico, había notas mecanografiadas. También había el tratamiento sugerido. De forma sucinta y rápida, cada nombre estaba desglosado en su esencia psicológica. La terminología utilizada era incapaz de ocultar las amargas verdades que yacían tras la llegada de cada persona a la clínica: abusos sexuales, rabia, palizas, drogadicciones, esquizofrenia, delirios: una caja de Pandora de las enfermedades mentales. La clínica para pacientes externos del hospital había sido un vestigio del activismo de los años sesenta, un plan de buenas obras para ayudar a los menos afortunados abriendo las puertas del hospital a la comunidad. La palabra clave de la época era «devolver». La realidad había sido más dura y menos utópica. Los pobres de la ciudad padecían una amplia serie de enfermedades, y muy pronto la clínica había descubierto que no era más que un mero dedo en un dique que tenía millares de fugas de agua. Ricky había llegado al término de su formación psicoanalítica. Al menos, ésta había sido su razón oficial. Pero cuando se incorporó al personal de la clínica, estaba lleno del idealismo y la determinación de la juventud. Recordaba haber cruzado las puertas con aversión por el elitismo de la profesión a la que accedía, decidido a llevar las técnicas analíticas a una amplia gama de personas desesperadas. Este sentido liberal del altruismo le había durado una semana.

Los cinco primeros días, un paciente que quería muestras de fármacos había disparado contra la mesa de Ricky; un loco que oía voces y lanzaba puñetazos le había atacado; un proxeneta furioso había interrumpido una sesión con una mujer joven, provisto de una navaja con la que logró rajar la cara a su exnovia y el brazo al guardia de seguridad antes de ser reducido; y había tenido que enviar a una preadolescente a urgencias para que le curaran quemaduras de cigarrillo en brazos y piernas cuya autoría no quiso revelar. La recordaba muy bien; era puertorriqueña y tenía unos bonitos y dulces ojos negros del mismo color que su cabello, y había ido a la clínica sabiendo que alguien estaba enfermo y que muy pronto ella aprendería en carne propia que los malos tratos generan malos tratos de una forma mucho más dramática de lo que cualquier estudio gubernamental de ensayos clínicos llegara a determinar nunca. No tenía seguro ni forma de pagar, así que Ricky la visitó cinco veces, que era lo que el Estado permitía, e intentó sonsacarle información, pero ella sabía que revelar quién la torturaba probablemente le costaría la vida. Ricky recordaba que era un caso perdido. Y sabía que, si sobrevivía, seguiría estando condenada.

Tomó otro expediente y se preguntó cómo había logrado durar seis meses en la clínica. Pensó que todo ese tiempo se había sentido impotente, y que la impotencia que ahora sentía ante Rumplestiltskin no era distinta.

Con ese pensamiento impulsando sus emociones, se dedicó a la lectura de los doscientos setenta y nueve expedientes de las personas que había tratado tantos años atrás.

Dos terceras partes de esas personas eran mujeres. Como muchas de las casadas con la pobreza, exhibían los harapos de la enfermedad mental de modo tan evidente como los cortes y cardenales de los malos tratos que recibían a diario. Lo había visto todo, desde la adicción hasta la esquizofrenia. Cuán impotente se había sentido. Había huido de vuelta a la clase media alta de donde procedía, donde la baja autoestima y los problemas que la acompañaban podían hablarse para lograr, si no su curación, sí su aceptación. Se había sentido estúpido al intentar hablar con algunos de los pacientes de la clínica, como si el diálogo pudiera resolver su angustia mental, cuando lo más probable era que un revólver y unas buenas agallas les hubieran sido más útiles, elección que, según recordaba, unos cuantos habían hecho después de darse cuenta de que una cárcel era preferible a la otra.

Abrió otro expediente y vio sus notas escritas a mano. Las sacó y procuró relacionar el nombre del paciente con las palabras que había garabateado. Pero las caras parecían etéreas, ondulantes, como el calor distante sobre una carretera un día de verano.

«¿Quién eres? —preguntó en silencio, y añadió—: ¿Qué ha sido de ti?».

A unos pasos de distancia, al empleado de los archivos se le cayó un lápiz al suelo y, soltando un juramento, se agachó a recogerlo.

Ricky lo observó incorporarse de nuevo ante la pantalla de su ordenador. Y en ese instante vio algo. Fue como si el modo en que la espalda del hombre se encorvaba un poco, el tic nervioso que le llevaba a repiquetear la mesa con el lápiz y la forma en que se inclinaba hablaran un lenguaje que Ricky debería haber entendido desde el primer momento, a partir del modo en que el hombre había cogido el dinero. Pero Ricky era sólo un principiante en estos menesteres y pensó que eso explicaba por qué había tardado en comprender. Se levantó de la mesa y se situó detrás del hombre.

—¿Dónde está? —preguntó en voz baja, y sujetó con fuerza la nuca del hombre.

—¡Oiga! ¿Qué…? —Lo había pillado por sorpresa. Intentó cambiar de posición, pero la presa de Ricky le limitaba los movimientos—. ¡Ay! ¿Qué demonios hace?

—¿Dónde está? —repitió Ricky con fiereza.

—¿De qué habla? ¡Joder! ¡Suélteme!

—No hasta que me diga dónde está —dijo Ricky, y con la otra mano empezó a apretar el cuello del hombre—. ¿No le dijeron que yo era un desesperado? ¿No le dijeron la presión a la que estoy sometido? ¿No le dijeron que puedo ser inestable, que podría hacer cualquier cosa?

—¡No! ¡Por favor! ¡Ay! ¡No, mierda, no lo dijeron! ¡Suélteme!

—¿Dónde está?

—¡Se lo llevaron!

—No le creo.

—¡De verdad!

—De acuerdo. ¿Quién se lo llevó?

—Un hombre y una mujer. Hace dos semanas. Vinieron aquí.

—¿El hombre iba bien vestido, era barrigón y se presentó como abogado? ¿La mujer era muy atractiva?

—¡Sí! Los mismos. ¿De qué mierda va todo esto?

Ricky soltó al hombre, que al instante se apartó de él.

—Dios mío —exclamó mientras se frotaba la clavícula—. ¿A qué viene tanto follón?

—¿Cuánto le pagaron?

—Más que usted. Mucho más. No pensé que fuese tan importante, ¿sabe? Sólo era un viejo expediente que nadie había mirado en dos décadas. ¿Qué problema hay?

—¿Para qué le dijeron que era?

—El hombre explicó que tenía relación con un asunto legal referente a una herencia. No lo vi claro, ¿sabe? La gente que viene a esta clínica no suele recibir gran cosa en herencia. Pero el hombre me dio su tarjeta y me dijo que devolvería el expediente cuando ya no lo necesitase. No vi ningún problema en ello.

—Sobre todo cuando le dio dinero.

El hombre parecía renuente, pero se encogió de hombros.

—Mil quinientos. En billetes nuevos de cien. Los sacó de un fajo, como un gángster antiguo. Tengo que trabajar dos semanas para ganar ese dinero, ¿sabe?

La coincidencia de la cantidad no pasó desapercibida a Ricky. El valor en centenares de quince días. Echó un vistazo al montón de expedientes y se desesperó al pensar en las horas desperdiciadas. Miró otra vez al empleado.

—¿Así que el archivo ya no está?

—Lo siento, doctor. No pensé que fuera tan importante. ¿Quiere la tarjeta de ese abogado?

—Ya tengo una. —Siguió mirándolo fijamente—. Tomaron el expediente y le pagaron, pero usted no es tan estúpido, ¿verdad?

—¿Qué quiere decir? —El hombre se movió con nerviosismo.

—Quiero decir que no es tan estúpido. Y no ha trabajado en un archivo de historiales todos estos años sin aprender algo sobre guardarse las espaldas, ¿no? Por lo tanto, en estos montones falta un expediente, pero usted hizo algo.

—¿De qué está hablando?

—No entregó ese expediente sin fotocopiarlo antes, ¿verdad? No importa cuánto le pagara ese hombre, pensó que tal vez alguien más interesado podría tener más dinero que el abogado y la mujer. De hecho, puede que incluso ellos le dijeran que alguien podría venir a buscarlo, ¿me equivoco?

—Puede que lo dijeran.

—Y tal vez, usted pensó que podría sacar otros mil quinientos o incluso más si lo fotocopiaba, ¿correcto?

—¿Va a pagarme también? —repuso el hombre.

—Considere como pago que no llame a su jefe —dijo Ricky.

El hombre suspiró a la vez que calibraba esta afirmación, hasta que vio suficiente cólera y estrés en la cara de Ricky para creérsela.

—No había gran cosa en el expediente —indicó despacio—. Un formulario de ingreso y un par de hojas con notas e instrucciones unidas a un formulario de diagnóstico. Es lo que fotocopié.

—Deme esos papeles —exigió Ricky.

El hombre vaciló.

—No quiero más problemas —soltó—. Suponga que viene alguien más buscando este material.

—Yo soy la única persona que podría venir —aseguró Ricky.

El hombre se agachó y abrió un cajón, de donde sacó un sobre que entregó a Ricky.

—Tenga —dijo—. Y ahora déjeme en paz.

Contenía los documentos necesarios. Ricky resistió el impulso de estudiarlos ahí mismo, diciéndose que tenía que estar solo cuando investigara su pasado. Se guardó el sobre en la chaqueta.

—¿Eso es todo? —preguntó.

El hombre vaciló, volvió a agacharse y sacó otro sobre, éste más pequeño, del cajón de la mesa.

—Tenga —dijo—. Esto también va. Estaba sujeto al exterior del expediente, con un clip. No se lo di al hombre. No sé por qué. Imaginé que ya lo tenía, porque parecía saberlo todo sobre el caso.

—¿Qué es?

—Un informe policial y un certificado de defunción.

Ricky inspiró hondo y se llenó los pulmones con el aire viciado del sótano del hospital.

—¿Qué es tan importante sobre una pobre mujer que vino al hospital hace veinte años? —preguntó el empleado.

—Alguien cometió un error —contestó Ricky.

—Y ahora alguien tiene que pagar, ¿eh? —comentó el hombre, que pareció aceptar esa explicación.

—Eso parece —respondió Ricky mientras se disponía a marcharse.