24

Ricky dejó que las semanas se convirtieran en meses, dejó que el invierno de New Hampshire lo envolviera y lo ocultase de todo lo que había sucedido. Dejó que su vida como Richard Lively fuera creciendo a diario, al tiempo que seguía añadiendo detalles a su personaje secundario, Frederick Lazarus. Richard Lively iba a partidos de baloncesto de la universidad cuando tenía una noche libre, hacía de vez en cuando de niñera para sus caseras, que habían depositado pronto su confianza en él, tenía un índice de asistencia ejemplar al trabajo y se había ganado el respeto de sus compañeros en la tienda de comestibles y el departamento de mantenimiento de la universidad al adoptar una personalidad simpática, bromista, casi despreocupada, que parecía no tomarse nada demasiado en serio salvo el trabajo diligente y duro. Cuando le preguntaban por su pasado, inventaba una historia, nada demasiado estrafalario que no pudiera creerse, o evitaba la pregunta con otra. Ricky, el antiguo psicoanalista, descubrió que era un experto en crear situaciones en que la gente solía pensar que había estado hablando de sí mismo cuando en realidad estaba hablando de su interlocutor. Le sorprendió lo fácil que le resultaba mentir.

Al principio trabajó una temporada como voluntario en un albergue y, después, convirtió eso en otro trabajo. Dos veces a la semana atendía como voluntario la línea local del Teléfono de la Esperanza, en el turno de diez de la noche a dos de la madrugada, con mucho el más interesante. Se pasó más de una noche hablando en voz baja con estudiantes amenazados por varios grados de estrés y curiosamente, esa conexión con individuos anónimos pero atribulados le daba energía. Pensaba que era una buena forma de mantener afinadas sus aptitudes de analista. Cuando colgaba el teléfono tras haber convencido a algún chico de que no se precipitara, sino que fuera a la clínica de la universidad a buscar ayuda, pensaba que en cierto sentido estaba haciendo penitencia por su falta de atención veinte años antes, cuando Claire Tyson había ido a su consulta en aquella clínica con problemas que él no había sabido escuchar y en un peligro que no había sabido ver.

Frederick Lazarus era alguien distinto. Ricky elaboró este personaje con una frialdad sorprendente.

Frederick Lazarus era socio de un gimnasio, donde corría a solas kilómetros en una cinta de andar, levantaba pesas, se ponía en forma y ganaba fuerza a diario, con lo que el antiguo cuerpo delgado pero en esencia blando del analista de Nueva York cambió. Se le redujo la cintura y se le ensancharon los hombros. Hacía ejercicio solo y en silencio, salvo algún que otro gruñido mientras los pies golpeteaban la cinta mecánica. Empezó a peinarse el cabello rubio hacia atrás, apartado de la frente, alisado con pulcritud. Se dejó barba. Sentía un placer glacial en el esfuerzo a que se sometía, en especial cuando dejó de jadear al acelerar el ritmo. El gimnasio ofrecía clases de autodefensa, básicamente para mujeres, pero se reorganizó los horarios para poder asistir y aprender las nociones elementales de los golpes con los codos y de los puñetazos rápidos y efectivos a la garganta, la cara o la entrepierna. Al principio las mujeres de la clase parecían algo incómodas con su presencia, pero ofrecerse como blanco para sus prácticas le valió una especie de aceptación. Por lo menos estaban dispuestas a arrearle sin piedad. Él lo consideraba una forma de endurecerse aún más.

La tarde de un sábado de finales de enero, caminó por la nieve y el hielo resbaladizo de las calles hasta la tienda de artículos deportivos R & R, situada fuera del área de la universidad en un centro comercial que incluía tiendas de neumáticos de saldo y una estación de servicio con engrasado rápido. R & R (no había ninguna indicación clara de lo que significaban las letras) era un discreto local cuadrado, lleno de dianas de plástico en forma de ciervo, prendas de caza anaranjadas, cañas y aparejos de pesca, arcos y flechas. En una pared había una amplia gama de rifles de caza, escopetas y armas de asalto modificadas que carecían incluso de la modesta belleza de las culatas de madera y los cañones bruñidos de sus hermanos más aceptables. Los AR-15 y los AK-47 tenían un aspecto frío y militar, un objetivo claro. En la vitrina del mostrador había hileras y más hileras de pistolas diversas. Azul acero. Cromo pulido. Metal negro.

Pasó un rato agradable comentando las virtudes de varias armas con un dependiente, un hombre barbudo y calvo de mediana edad que llevaba una camisa de caza y una pistola corta del calibre 38 remetida en su amplia cintura. Ambos debatieron sobre las ventajas de los revólveres frente a las pistolas automáticas, del tamaño contra la potencia, de la precisión en comparación con la velocidad de disparo. La tienda tenía un local de tiro en el sótano con dos carriles estrechos, uno junto a otro, separados por una pequeña mampara, un poco como una pista de bolos abandonada y oscura. Un sistema eléctrico de poleas bajaba dianas en forma de silueta contra una pared situada a unos quince metros y reforzada con sacos de serrín. El dependiente enseñó con entusiasmo a Ricky, que no había disparado un arma en su vida, cómo apuntar y qué postura adoptar, sujetando el arma con las dos manos de modo que el mundo se estrechara y sólo importasen la visión, la presión del dedo en el gatillo y el blanco que se tenía en la mira. Ricky disparó decenas de veces con una pequeña automática del 22, y una Magnum 357, la 9 milímetros que prefieren las fuerzas del orden y la del calibre 45 que se popularizó durante la Segunda Guerra Mundial y cuyo retroceso le sacudía hasta el hombro y el pecho al dispararla.

Se decidió por algo intermedio, una Ruger semiautomática 380 con un cargador de quince balas. Era un arma situada en la gama entre el gran disparo que prefería la policía y las mortíferas armas pequeñas que gustaban a las mujeres y los asesinos profesionales. Ricky eligió la misma arma que había visto en el maletín de Merlin en aquel tren, algo que le parecía ocurrido en un mundo totalmente distinto. Pensó que era una buena idea estar igualados, aunque sólo fuera en cuanto al arma.

Rellenó la solicitud de licencia de armas con el nombre de Frederick Lazarus y usó el número de la Seguridad Social falso que había conseguido para esta finalidad concreta.

—Tarda un par de días —comentó el dependiente—. Aunque aquí es más fácil que en Massachussets. ¿Cómo la va a pagar?

—En efectivo.

—Un método anticuado —sonrió el hombre—. ¿No va a ser con tarjeta?

—Las tarjetas sólo te complican la vida.

—Una Ruger 380 la simplifica.

—De eso se trata, ¿no? —repuso Ricky.

El dependiente asintió mientras terminaba el papeleo.

—¿Está pensando en simplificar a alguien en particular, señor Lazarus?

—Qué pregunta tan extraña —contestó Ricky—. ¿Tengo el aspecto de ser un hombre con un enemigo por jefe? ¿Con un vecino que te suelte el chucho cada vez que pasas por su casa? ¿O casado con una mujer que te haya fastidiado demasiado a menudo?

—No —dijo el dependiente con una sonrisa—. No lo tiene. Pero es que tampoco tenemos muchos clientes nuevos. La mayoría son bastante habituales, de modo que al menos les conocemos la cara, si no el nombre. —Bajó los ojos hacia el formulario—. ¿Se la van a conceder, señor Lazarus?

—Claro. ¿Por qué no?

—Bueno, eso es más o menos lo que estoy preguntando. Detesto todo este follón legal.

—Las normas son las normas —dijo Ricky. El hombre asintió.

—Ya lo puede decir, ya.

—¿Y para practicar? —quiso saber Ricky—. Porque ya me dirá de qué sirve una buena arma como ésta si no la maneja un experto.

—Tiene toda la razón, señor Lazarus —asintió el dependiente—. Mucha gente cree que cuando ha comprado la pistola ya no necesita nada más para protegerse. Pero es sólo el principio, coño. Hay que saber manejar el arma, sobre todo cuando las cosas se ponen, digamos, tensas, como cuando tienes un atracador en la cocina y tú estás en pijama en el dormitorio.

—Exacto —asintió Ricky—. No se puede estar tan asustado…

—… Que uno termine cargándose a la mujer o al perro o al gato de la familia. —El dependiente terminó la frase por él y rio—. Aunque puede que eso no fuera lo peor. Si usted estuviera casado con mi parienta, después invitaría al atracador a tomar una cerveza. Y más si tuviera también ese maldito gato suyo que me hace estornudar a todas horas.

—Así pues, ¿el local de tiro…?

—Puede usarlo siempre que quiera. Las dianas cuestan sólo cincuenta centavos. El único requisito es que compre aquí la munición. Y que no entre por la puerta con un arma cargada. Tiene que llevarla enfundada y con el cargador vacío. Llenarlo aquí, donde alguien pueda ver qué hace. Luego podrá disparar todo lo que quiera. Al llegar la primavera organizamos un curso de combate en el bosque. A lo mejor le interesa probarlo.

—Por supuesto —dijo Ricky.

—¿Quiere que le llame cuando llegue la licencia, señor Lazarus?

—¿Cuarenta y ocho horas? Ya me pasaré por aquí. O telefonearé.

—Como quiera. —El hombre lo observó con atención—. A veces las licencias de armas son rechazadas debido a algún problema técnico. Igual hay algún que otro problema con los números que me dio, ¿sabe? Aparece algo en algún ordenador, ya me entiende.

—Todo el mundo puede equivocarse, ¿verdad? —dijo Ricky.

—Parece buena gente, señor Lazarus. Me daría rabia que le negaran la licencia por alguna metedura de pata burocrática. —El dependiente habló despacio, casi con cautela. Ricky oyó su tono—. Todo depende del funcionario que repasa la solicitud. Algunos se limitan a teclear los números sin apenas prestar atención. Otros se toman su trabajo muy en serio.

—Al parecer hay que asegurarse de que la solicitud llegue a la persona adecuada.

—No tendríamos que saber quién hace las comprobaciones —asintió el dependiente—, pero tengo amigos que trabajan ahí.

Ricky sacó la cartera y puso cien dólares en el mostrador.

—No es necesario —comentó el hombre sonriendo de nuevo pero cogió el dinero—. Me aseguraré de que llegue al funcionario adecuado, uno que procesa las cosas con mucha rapidez y eficiencia.

—Es usted muy amable —aseguró Ricky—. Muy amable. Le deberé una.

—No es nada. Queremos que nuestros clientes queden satisfechos. —Se guardó el billete en el bolsillo—. Oiga, ¿le interesaría un rifle? Tenemos en oferta uno muy bueno del calibre 30 con mira telescópica para cazar ciervos. Y también escopetas…

—Tal vez —asintió Ricky—. Tengo que ver antes qué necesito. Cuando sepa que no hay problemas con la licencia, estudiaré mis necesidades. Tienen una pinta impresionante. —Señaló la colección de armas de asalto.

—Una ametralladora Uzi o una Ingram del 45 o un AK-47 que puede ir muy bien para acabar con cualquier disputa a la que se esté enfrentando —informó el hombre—. Suelen desalentar la disconformidad y favorecer la aceptación.

—Lo recordaré —contestó Ricky.

Ricky tenía cada vez más destreza con el ordenador.

Con su nombre informático hizo un par de búsquedas electrónicas sobre su árbol genealógico y, con rapidez desalentadora, descubrió lo fácil que le había sido a Rumplestiltskin obtener la lista de familiares que había constituido la base de su amenaza inicial. Los aproximadamente cincuenta miembros de la familia del doctor Frederick Starks surgieron a través de Internet en sólo un par de horas de búsqueda. Una vez obtenidos los nombres, no se tardaba demasiado en conseguir direcciones. Las direcciones se convertían en profesiones. No costaba imaginar cómo Rumplestiltskin (que tenía todo el tiempo y la energía necesarios) había logrado información sobre esas personas y encontrado a varios miembros vulnerables del extenso grupo.

Ricky estaba sentado frente al ordenador, algo perplejo.

Cuando su nombre apareció y el segundo programa de árboles genealógicos le mostró como recientemente fallecido, se puso tenso en la silla, sorprendido, aunque no debería haberlo estado; fue como el susto que se tiene cuando por la noche un animal cruza la carretera frente a un coche y desaparece entre los matorrales. Un instante de miedo que remite al instante.

Había trabajado décadas en un mundo de privacidad donde los secretos permanecían ocultos bajo nieblas emocionales y capas de dudas, encerrados en la memoria, oscurecidos por años de negaciones y depresiones. Si el análisis, en el mejor de los casos, consiste en ir desprendiéndose de frustraciones para dejar verdades al descubierto, el ordenador le pareció el equivalente clínico del bisturí. Los detalles y los datos simplemente se iluminaban en la pantalla, arrancados al instante con unas meras pulsaciones en el teclado. Lo detestaba y le apasionaba a la vez.

También se dio cuenta de lo desfasada que parecía su profesión, y también comprendió las pocas posibilidades que había tenido de ganar el juego de Rumplestiltskin. Cuando recordaba los quince días entre la carta y su pseudomuerte, veía lo fácil que le había sido a su perseguidor anticiparse a cada paso que él daba. La previsibilidad de su reacción ante cada situación era de lo más evidente.

Reflexionó sobre otro aspecto del juego. Cada momento había sido pensado por anticipado, cada momento lo había lanzado en direcciones que estaban claramente previstas. Rumplestiltskin lo había sabido tan bien como él mismo ahora. Virgil y Merlin habían sido el señuelo usado para distraerlo y evitar que pusiera las cosas en perspectiva. Le habían impuesto un ritmo vertiginoso, llenado sus últimos días de exigencias y convertido en real y palpable cada amenaza.

Cada escena de la obra figuraba en el guión. Desde la muerte de Zimmerman en el metro hasta la visita al doctor Lewis en Rhinebeck, pasando por el empleado del hospital donde tiempo atrás había atendido a Claire Tyson.

«¿Qué hace un psicoanalista? —se preguntó—. Establece normas muy sencillas pero inviolables».

Una vez al día, cinco días a la semana, sus pacientes se presentaban a su puerta y tocaban el timbre de una forma muy concreta. A partir de eso, el caos de su vida cobraba forma. Y con ello, la capacidad de hacerse con el control.

Para Ricky, la lección era simple: no podía seguir siendo previsible.

Aunque eso no era del todo cierto, pensó. Richard Lively podía ser tan normal como fuera necesario, tan normal como él quisiera. Un hombre corriente. Pero Frederick Lazarus sería alguien diferente.

«Un hombre sin pasado puede forjar cualquier futuro», pensó.

Frederick Lazarus obtuvo un carné en la biblioteca y se sumergió en la cultura de la venganza. Cada página que leía rezumaba violencia. Leyó historias, obras de teatro, poemas y ensayos sobre el género del crimen verídico. Devoró novelas, desde narraciones de suspense escritas el año anterior hasta obras terroríficas del siglo XIX. Profundizó en el teatro y casi se aprendió de memoria Otelo, y después todavía más La Orestíada. Recuperó fragmentos de su memoria y releyó partes que recordaba de sus días de universitario. Absorbió la escena en que Ulises cierra las puertas de golpe a los pretendientes y asesina a todos los hombres que le suponían muerto.

Ricky no sabía demasiado sobre el crimen y los criminales, pero pronto se convirtió en un experto; por lo menos en la medida en que la palabra impresa es capaz de educar. Aprendió de Thomas Harris y Robert Parker, así como de Norman Mailer y Truman Capote. Mezcló Edgar Allan Poe y sir Arthur Conan Doyle con los manuales de formación del FBI disponibles en las librerías a través de Internet. Leyó La máscara de la cordura de Hervey Cleckley y terminó conociendo mucho mejor la naturaleza de los psicópatas. Leyó libros como Por qué asesinan y Enciclopedia de los asesinos en serie. Leyó sobre asesinatos en masa y con bombas, crímenes pasionales y asesinos considerados perfectos. Nombres y crímenes llenaban su imaginación, desde Jack el Destripador hasta Billy el Niño, John Wayne Gacy y el Asesino del Zodiaco. Del pasado al presente. Leyó sobre crímenes de guerra y francotiradores, sobre sicarios y rituales satánicos, sobre mafiosos y sobre adolescentes desconcertados que iban a clase con fusiles de asalto para vengarse de compañeros que se habían burlado de ellos demasiado a menudo.

Le sorprendió descubrir que era capaz de compartimentar todo lo que leía. Cuando cerraba otro libro que detallaba algunos de los actos más truculentos que un hombre podía hacer a otro, dejaba a un lado a Frederick Lazarus y volvía a Richard Lively. El primero estudiaba cómo ejecutar con un garrote a una víctima desprevenida y por qué un cuchillo no servía como arma asesina, mientras que el segundo leía cuentos al nieto de cuatro años de su casera y se aprendía de memoria En la granja de mi abuelo, que el niño no se cansaba de escuchar a cualquier hora del día o la noche. Y mientras el primero estudiaba el impacto de las pruebas de ADN en la investigación de un crimen, el segundo se pasaba una larga noche hablando con un estudiante con sobredosis hasta que el peligroso colocón remitía.

«Jekyll y Hyde», pensó.

De modo perverso, descubrió que le gustaba la compañía de ambos hombres.

Quizá, y eso era bastante curioso, más que el hombre que era cuando Rumplestiltskin apareció en su vida.

Bien entrada una noche de principios de primavera, nueve meses después de su muerte, Ricky se pasó tres horas al teléfono con una mujer joven angustiada y muy deprimida que llamó, desesperada, al Teléfono de la Esperanza con un frasco de somníferos delante de ella, en la mesilla. Ricky habló con ella sobre aquello en que se había convertido su vida y en lo que podría convertirse. Le trazó con la voz una imagen verbal de un futuro libre de las penas y dudas que la habían llevado a su actual situación. Tejió esperanza en cada hilo de lo que dijo, y al final la muchacha se olvidó de la sobredosis que amenazaba con tomar y dijo que pediría hora al médico de una clínica.

Cuando él se marchó a casa, más vigorizado que exhausto, decidió que había llegado la hora de hacer su primera investigación.

Ese mismo día cuando terminó su turno en el departamento de mantenimiento, usó su pase electrónico para acceder a la sala de informática de la facultad de ciencias. Era una habitación cuadrada, dividida en cubículos individuales, cada uno de los cuales tenía un ordenador conectado al sistema central de la universidad. Encendió uno, introdujo su contraseña y se metió en el sistema. En una carpeta a su izquierda, tenía la pequeña cantidad de información que había obtenido en su anterior vida sobre la mujer a la que no había sabido ayudar. Dudó un momento antes de continuar. Sabía que podría encontrar la libertad y una vida tranquila y sencilla si seguía el resto de sus días como Richard Lively. Tenía que admitir que la vida de empleado de mantenimiento no era tan mala. Se preguntó si no saber sería mejor que saber, porque era consciente de que, en cuanto empezara el proceso de averiguar las identidades de Rumplestiltskin y sus acólitos Merlin y Virgil, ya no podría detenerse. Se dijo que pasarían dos cosas: todos los años vividos como doctor Starks dedicado a la idea de que desenterrar la verdad de lo más profundo de cada ser era una tarea valiosa, se apoderarían de él, y Frederick Lazarus exigiría venganza.

Ricky libró una batalla interior durante un rato, tal vez sólo unos segundos o tal vez horas ante la pantalla, con los dedos inmóviles sobre el teclado.

Decidió que no se comportaría como un cobarde. Pero dudó si la cobardía sería esconderse o actuar. Una sensación fría lo recorrió al tener que elegir.

«¿Quién eras, Claire Tyson? ¿Y dónde están ahora tus hijos?».

Pensó que había muchas clases de libertad. Rumplestiltskin le había matado para lograr una clase de libertad. Ahora él iba a encontrar la suya.