Capítulo 9

 

Jessica y Smith estaban sentados en el suelo del salón, rodeados de cajas. Llevaban dos horas buscando y habían encontrado un álbum de fotografías.

-¿Quién es? -preguntó él, señalando la fotografía de una niña al lado de una pareja.

-Soy yo con Mel y Leah Cutter, mis padres adoptivos. Debía tener nueve años.

-No pareces muy feliz.

Jessica soltó una carcajada.

-Era mi tercera casa en un año y esa foto fue tomada nada más llegar. Los quise mucho, pero al principio pensaba que serían como todos los demás. Sus hijos eran mayores y creo que echaban de menos tener niños alrededor. Me convertí en una combinación de hija y nieta para ellos.

Mientras pasaba las páginas del álbum, Jessica señaló otras fotografías en las que parecía más feliz.

-Estas fueron mis primeras navidades con ellos... y esta mi primera bicicleta.

También había fotografías de las vacaciones en el Gran Cañón y en Disneylandia.

-¿Viven todavía?

-Leah murió cuando yo tenía dieciocho años, pero Mel está muy bien. Se mudó a Florida para vivir con su hijo mayor cuando Tom y yo nos casamos. Hace dos años que no nos vemos, pero hablamos por teléfono muy a menudo. Es un personaje -sonrió Jessica-. Lo echo mucho de menos. Ya Leah.

-¿Y tus padres naturales?

-No los echo de menos en absoluto. Mi padre nos dejó cuando yo era una niña, y mi madre tuvo una colección de novios y maridos desde entonces -suspiró ella-. Le gustaban más los hombres y el alcohol que yo, y lo mejor que pudo pasarme fue que le quitasen la custodia.

-Es terrible.

-Sí, lo sé. Como te dije, Tom y yo teníamos mucho en común. Supongo que mi propio deseo de olvidar a mi madre fue lo que me hizo no presionarlo para que hablase de Ruth.

En otras fotografías, Jessica aparecía con el uniforme del colegio, sonriente y preciosa.

-Eras animadora.

-Sí, durante cuatro años. Y aquí estamos Tom y yo vestidos para la fiesta de graduación. Tom odiaba ese esmoquin.

Smith observó la imagen de su hermano mellizo.

-Parece que está de mal humor.

Miraron en otra caja con las cosas de Lula y encontraron la fotografía enmarcada de una joven de pelo largo y ojos tristes.

-Es Ruth, la madre de Tom. Creo que fue tomada cuando tenía dieciséis o diecisiete años.

Smith estudió la fotografía durante largo rato, la fotografía de su madre. Se sentía curiosamente vacío. Su rostro no le resultaba más familiar que el de cualquier extraño.

Dentro de la caja había otra de satén rojo en forma de corazón. En su interior, más fotografías y un montón de sobres atados con un lazo. Las fotografías eran de Lula y Malcolm Smith, las cartas de Malcolm a su mujer. Cuando descubrió lo que eran, Smith volvió a guardarlas.

Encontraron viejas fotografías de Ruth, con el cuaderno de notas del colegio y un par de medallas.

-Era una buena estudiante -dijo Jessica-. Especialmente sobresalía en matemáticas.

-Aquí hay un diploma de la universidad de Oklahoma.

-No sabía que hubiera ido a la universidad.

-Parece que lo dejó en primero.

-¿Cuándo fue, a principio de los sesenta? Quizá fue entonces cuando conoció a esos hippies de los que habla Lula.

-Probablemente.

En el fondo de la caja, Smith encontró una gastada Biblia. Entre sus páginas, la partida de nacimiento y el certificado de defunción de varios parientes, empezando por una tal Naomi Ruth Phillips, nacida el 5 de mayo de 1899 y casada el 21 de julio de 1916 con Samuel Elijah Thomas, nacido el 16 de diciembre de 1894.

-Estos debían ser los bisabuelos de Tom. Y los míos, supongo -suspiró, sintiendo que por fin estaba empezando a encajar las piezas del rompecabezas-. Naomi y Samuel tuvieron tres hijos: Edwina, Lula Jane y Frank Warren Thomas. Frank murió el 7 de diciembre de 1941.

-Al principio de la Segunda Guerra Mundial -apuntó Jessica.

-Probablemente en Pearl Harbour. Solo tenía diecinueve años. Y aquí dice que el marido de Lula, Malcolm, murió en junio de 1944. Mi abuelo. Me pregunto si también él murió en la guerra.

Lula y Malcolm habían tenido dos hijos: uno que murió al nacer, en agosto de 1941 y Ruth Anne Smith, nacida el 8 de febrero de 1943. El certificado de matrimonio de Edwina con James T. Patrick también estaba allí, junto con la partida de nacimiento de sus tres hijas.

-¿Qué pasó con Edwina?

-Se fue a vivir a California y... creo recordar que murió hace unos años. Ah, sí, Tom fue a su funeral en tren. No sé nada de sus hijas.

Smith siguió buscando y encontró recortes de periódico. Dos eran de los años cincuenta, las esquelas de Naomi y Samuel. Otro informaba sobre la muerte de Frank en Pearl Harbour. También encontró la carta en la que el Ministerio de Defensa informaba a Lula sobre la muerte de Malcolm en Francia, durante la Segunda Guerra Mundial.

En las últimas páginas de la Biblia había tres partidas de nacimiento. Una era de un niño que murió al nacer, llamado Malcolm Alvin Smith, otro de Ruth Anne Smith y el tercero, de Thomas Edward Smith.

Miró la partida de nacimiento de Tom y después se levantó para buscar la suya propia. Eran idénticas. Los dos habían nacido en el mismo hospital de Saint Louis. Tom nació cuatro minutos antes que Smith y pesó tres kilos ochocientos, trescientos gramos más que él. La madre de Tom era Ruth Anne Smith, de padre desconocido, mientras que los Rutledge aparecían como sus padres.

Cualquier duda de que eran mellizos había desaparecido por completo.

Era una certeza.

Un dolor tremendo lo golpeó entonces, tan horrible que hubiera deseado ponerse a gritar.

¿Por qué? ¿Por qué?

¿Por qué su madre lo había abandonado?

¿Por qué se quedó con Tom?

¿Por qué?

-¿Te encuentras bien? -preguntó Jessica.

-Es que tengo tantas preguntas... ¿Tom jamás te comentó que había tenido un hermano?

-No, nunca me dijo nada. Y tampoco hablaba mucho de su madre. Los años que pasó con ella fueron terribles.

-¡Maldita sea! ¿Por qué no se quedaron con los dos?

-¿Quién?

-Mis padres adoptivos. Los Rutledge.

-¿Por qué no les preguntas, Smith? No te alejes de una familia que te ha querido siempre. Pregunta todo lo que quieras saber.

-¿Cómo van a decirme por qué no se quedaron con Tom si se niegan a reconocer que soy adoptado?

Smith golpeó el escritorio con el puño, frustrado, y Jessica, sin saber qué hacer para consolarlo, acarició su pelo.

Un segundo después, él la tomaba entre sus brazos como si quisiera agarrarse a algo. Apoyó el mentón en su pelo y la abrazó. Solo la abrazó. Con ella a su lado no se sentía tan solo.

Al día siguiente, Jessica empezó a notar un dolor en la muñeca. Intentó coser los bolsos, pero le resultaba imposible.

Smith insistió en que fuera al médico. De hecho, no solo la llevó a la consulta, sino que habría entrado con ella si no se lo hubiera impedido.

A veces la trataba como si fuera su madre. Era exasperante y, al mismo tiempo, halagador. Le gustaba que cuidase de ella.

El doctor Vargas le dijo que no era nada grave, pero debía hacer un tratamiento de fisioterapia y pidieron cita para el lunes siguiente.

-Qué rollo. Estoy harta de esto -se quejó en el coche-. Tengo ganas de volver a mi vida normal.

-¿Sientes pena de ti misma?

-Mucha pena, sí. Tengo un millón de cosas que hacer, pero no puedo hacer nada.

-Puedes supervisar el trabajo. Debes entender que tu negocio ha crecido y ya no tienes que hacerlo todo. Tendrás que perderte la diversión de crear cosas.

-¿Eso es lo que te pasó a ti?

Smith asintió.

-Empecé con los ordenadores cuando estaba en la universidad. Era divertidísimo. Luego comencé a venderlos... y poco después tenía cien empleados. A partir de entonces, se terminó la diversión.

Cuando llegaron a casa, Juanita y las demás costureras ya habían dejado de trabajar y Jessica paseó por el taller, nerviosa.

Smith la encontró mirando por la ventana, pasándose una mano por el brazo.

-¿Tienes frío?

-No, es que estoy... no sé, incómoda. Y un poco desanimada.

-¿Sabes lo que creo? Que necesitas unas vacaciones.

-¿Vacaciones? No tengo tiempo para vacaciones. Debo llevar las muestras a la feria de Dallas y...

-No, en serio, necesitas unas vacaciones para olvidarte de todo. Al menos un fin de semana. ¿Has estado alguna vez en la isla Padre?

-No.

-Pues vámonos.

-¿Ahora mismo?

-Claro. Solo está a una hora de aquí y nada calma los nervios mejor que el sonido de las olas.

-Mis nervios están perfectamente.

Smith sonrió.

-¿Tienes bañador?

-No.

-Compraremos uno en la isla.

Smith le había dicho que la isla Padre era como otro mundo, tranquilo, relajado, sin problemas, sin prisas. Y era cierto. Sus preocupaciones empezaron a desaparecer en cuanto vio la playa.

-Qué raro.

-¿Qué es raro?

-En cuanto hemos llegado a la playa ha sido como si alguien me hubiera tocado con una varita mágica... la tensión ha empezado a desaparecer.

Smith sonrió.

-A mí me pasa lo mismo cada vez que vengo aquí. Antes de que la encontrasen los turistas estaba mucho mejor, pero en fin...

-No se puede tener todo.

-No, es verdad. Vamos a comprarte un bañador.

En el paseo marítimo había varios hoteles y muchas tiendas para los turistas. Smith detuvo el coche frente a una lujosa boutique.

Mientras ella miraba unos bañadores, él miraba otros. Y, curiosamente, elegía los más pudorosos.

Jessica se llevó seis bañadores al probador: tres de los que Smith había elegido y tres bikinis diminutos. Después de probárselos, se decidió por un bañador azul eléctrico y un bikini rosa que no dejaba casi nada a la imaginación.

Había pensado salir con él del probador, pero decidió no hacerlo. Si lo hacía, seguramente al pobre le daría un infarto.

Smith la esperaba con una pamela en la mano. Y unas sandalias. Y un pareo.

-No necesito todo eso. Es demasiado caro. Ahora me va bien, pero si empiezo a gastar dinero como una loca me quedaré en números rojos.

-Es un regalo.

-De eso nada. Yo pago por mis propios bañadores... que son carísimos, por cierto. Podría haber comprado algo parecido por la mitad de dinero.

-Por favor, Jessica, eres mi invitada -insistió él—. Quiero comprarte esto. Y esto...

Quince minutos después salían de la boutique cargados de bolsas. Pantalones de deporte, una camisa, un vestido azul... Ella había intentado protestar, pero no sirvió de nada. A Smith le sobraba el dinero y era imposible convencerlo de que la dejase pagar por sus compras.

Después de guardar las bolsas en el asiento trasero del coche, siguieron por el paseo marítimo hasta una zona más tranquila y, por fin, llegaron a una casa frente al mar.

-¿Esta es tu casa? -preguntó Jessica, entusiasmada.

-Sí. ¿Te gusta?

-Es increíble.

Por supuesto, el interior era espectacular. —Me encanta, me encanta... El salón-comedor tenía el suelo de mármol blanco y los muebles del mismo color. Pero el espectáculo más increíble estaba en la terraza.

Jessica dejó las bolsas y abrió la puerta de cristal. En el jardín, una piscina de aguas azul turquesa y, tras ella, el océano. A menos de cincuenta metros, las olas caían unas sobre otras lavando la arena.

-Esto es fabuloso... vamos a dar un paseo por la playa antes de que oscurezca.

Jessica se quitó las zapatillas y bajó los escalones del porche a la carrera.

-Veo que te gusta -sonrió Smith.

-¡Me encanta!

-Me alegro mucho de que te guste.

Una hora después, cuando ya había oscurecido, caminaron de vuelta hacia la casa.

-Si fuera mía, viviría aquí todo el tiempo.

-Yo suelo venir a menudo. Me gusta ir a pescar o salir con el barco...

-¿Tienes un barco?

-Tengo dos. Están amarrados en el muelle de Puerto Isabel. Tengo un barco de pesca y otro que suelo usar para ir a navegar. ¿Te gusta navegar?

-No lo he hecho nunca. Pero siempre he querido hacerlo. En las películas parece muy divertido -sonrió ella-. Aunque no debe de ser nada fácil, ¿no?

-La verdad es que no.

-Pues no creo que pueda ayudarte con la muñeca así...

Smith soltó una carcajada.

-No vamos a competir en la Copa América, no te preocupes. Yo me encargo de las velas y tú solo tienes que apoyarte en la borda y mirar el mar, ¿de acuerdo? Si mañana hace buen tiempo, iremos a navegar en el Meg.

-¿El Meg? ¿El nombre de alguna antigua novia?

-No. Es el diminutivo de Megabite, ya sabes, como en los ordenadores. El grande se llama Gi-gabite. ¿Tienes hambre?

-Me comería un caballo.

-Hay un restaurante aquí cerca que sirve el mejor lenguado del mundo. ¿Te apetece?

-Mucho. Pero tengo que cambiarme.

-No hace falta. Además, estás muy bien así. Te echo una carrera -dijo Smith entonces, corriendo hacia la casa.

-¡Espera! -gritó Jessica, corriendo tras él.

Aquel era un Smith Rutledge completamente nuevo.

Y le gustaba mucho.